miércoles, 25 de agosto de 2021

Riña de gallos

 

El gallo (1943). Pablo Picasso (1881-1973)


En algún momento de nuestra escuela primaria, los americanos nos sorprendemos con el dato de que, cuando los aventureros ibéricos pusieron un pie en el continente, en 1492, hacía ya mucho rato que los vikingos habían pasado por allí. Mutatis mutandis, se trata de la misma experiencia de quien creía que Bram Stoker había inaugurado la ficción sobre vampiros en 1897, hasta que se enteró que John William Polidori —hijo de un italiano desterrado— había publicado, ochenta años antes, un cuento sobre el asunto. Ciertas cosas o gestas tienen tanto prestigio —relumbran de tal manera— que es fácil convencerse de que son las fundadoras, así no lo sean. Clifford Geertz, al referirse a los clásicos de la antropología, pone de presente que su mérito no es, necesariamente, haber sido los pioneros, sino haber sido más persuasivos que sus colegas. Eso es lo que hace de Malinowski, Evans-Pritchard y Lévi-Strauss autores propiamente dichos, y no meros escritores de manuscritos científicos.

La invocación de Geertz dista de ser casual, toda vez que él es uno de los autores, por antonomasia, de la antropología. Para muchos lectores, él es el inventor de las riñas de gallos como objeto del análisis antropológico. Todo se debe a la fuerza verbal, en buena parte literaria, de “Juego profundo: notas sobre una riña de gallos en Bali”, el último capítulo de La interpretación de las culturas (1973). Al menos tres cosas hacen inolvidables esas páginas: el marco anecdótico en que Geertz acomoda la exposición; el análisis etnográfico propiamente dicho, y, finalmente, la imagen potente sobre la cultura humana que deja caer en el cierre. El antropólogo y su mujer no eran bien vistos —o, más exactamente, era como si nadie los viera— en la aldea balinesa a la que fueron para hacer trabajo de campo, hasta que, en medio de una refriega policial desplegada para acabar con una riña de gallos, corrieron despavoridos por callejas y solares, junto con los aficionados locales. Entonces los balineses, admirados de que hubieran huido como ellos y se hubieran olvidado de sus credenciales de extranjeros, los respetaron desde entonces, e incluso les cobraron aprecio. Escribe Geertz: “esa gente que es la más equilibrada del mundo nos remedaba risueñamente e imitaba nuestro desgarbado modo de correr y lo que, según ellos, eran nuestras expresiones faciales de pánico. […] En Bali ser objeto de chanzas es ser aceptado”. Llega a sorprender que un prólogo tan desenfadado, cautivante para casi cualquier lector, no haya hecho que el capítulo sea más célebre de lo que ya es.

Una vez terminan las carcajadas, viene la hondura antropológica. Geertz logra mostrar cómo en la escena de la riña se reúne un complejo de ideas, convicciones e imágenes culturales que, en buena parte, copan todos los frentes de la cosmovisión. En el contexto de las peleas, los balineses experimentan una suerte de seductora repugnancia frente a las cosas del mundo animal, a su vez expresión de una compleja conciencia de no ser animales y, al mismo tiempo, de compartir algo con ese oscuro modo de ser. Paralelamente, toman conciencia de las segmentaciones sociales y afirman, con su favoritismo por una u otra ave, las adscripciones y solidaridades de cada uno. Al apostar, ponen en marcha una compleja teoría del riesgo económico que, en últimas, conduce a una satisfactoria neutralización de las asimetrías, acaso extrapolable a otros ámbitos de reflexión intelectual. También reivindican una moralidad y una forma respetable de mostrarse en público, de manera que se ponen en evidencia las actitudes frívolas. Y, como si fuera poco, los nativos beben imágenes redondas sobre diversos conceptos, como la hombría, la sensualidad, el odio y la muerte. Pero lo mejor está por llegar, y es la conclusión del antropólogo de que todo eso conforma una imagen de la vida que, más allá de favorecer un tipo especial de conciencia, no modifica nada en esencia. Pero justo por eso es que las riñas de gallos en Bali —acaso como cualquier juego practicado alguna vez por los hombres— pueden entenderse, o mejor, leerse, como un texto sobre la vida humana en el seno de la cultura. Esto es lo que consigna el autor en las últimas páginas, más o menos apoteósicas, de La interpretación de las culturas: “La riña de gallos es ‘realmente real’ solo para los gallos; no mata a nadie, no castra a nadie, no reduce a nadie a la condición animal, no altera las relaciones reales entre las personas, ni modifica las jerarquías; ni siquiera redistribuye el dinero de una manera significativa. Lo que hace es lo que hacen, en el caso de otros pueblos con otros temperamentos y otras convenciones, El rey Lear y Crimen y castigo; recoge estos temas —muerte, masculinidad, furor, orgullo, pérdidas, ganancias, azar— y, al ordenarlos en una estructura general, los presenta de una manera tal que pone de relieve una particular visión de la naturaleza esencial de dichos temas”. Llega a entenderse, a la luz de esa sugestión, el afán de Geertz por novelizar su artículo con la inclusión de su simpática crónica de persecución policial. La literatura resulta tan reveladora —o acaso más— que la ciencia.

Se faltaría a la verdad si se dijera que Geertz no reconoce que otros colegas, antes que él, ya habían dicho algo sobre las contiendas de gallos. Aun en la borrachera del magisterio, el antropólogo de San Francisco admite que no es el precursor, por más que sus antecesores se cuenten con los dedos de una sola mano: “independientemente de algunas pocas observaciones hechas al pasar, apenas se ha reparado en la riña de gallos que sin embargo constituye una obsesión popular y una revelación de lo que son realmente los balineses”. Apunta que Balinese Character (1942), de Gregory Bateson y Margaret Mead, fue, con todo y su brevedad, “la mejor exposición” que encontró sobre las riñas en la provincia indonésica. De ese trabajo provienen las ideas sobre las representaciones del cuerpo y la sexualidad masculinas que propician las peleas, interpretaciones que Geertz no desautoriza; ni siquiera, aquella ocurrencia audaz —“idea curiosa”— de que los hombres conciben a los gallos como a sus propios penes. Con todo, algo hay en el autor de La interpretación de las culturas que muestra su afán de hacer prevalecer su dibujo de las cosas: omite que, de acuerdo con los datos coleccionados por Bateson y Mead, los hombres no solo llegan a pensar a los gallos como extensiones de su cuerpo, sino que, con simetría inversa, ellos también llegan a ser extensión del cuerpo aviar. Una magnífica foto de Mead muestra cómo los aficionados, al agacharse para observar las peleas, parecen aves con las alas abiertas. Interesado en aparecer como el artífice de la idea, Geertz silencia el hecho de que el sentido del simbolismo bidireccional ya había sido registrado en ese libro, así fuera a medias en los párrafos de los etnógrafos, a medias en las fotografías. Y propinó su última estocada de autor preeminente en 1988, cuando, en el primer capítulo de El antropólogo como autor, se burla del trabajo de sus colegas: dice que es una obra pasada de moda, henchida de “especulaciones psicologistas”, y cuenta, con intención socarrona, que la publicación fue financiada con el dinero de una investigación sobre la demencia.

Lo cierto es que, cuando menos se piensa, surge un Leif Erikson que reclama la primacía. Ni Geertz —genial, presuntuoso y ponzoñoso como nadie—, ni Bateson y Mead —apertrechados con su fresca originalidad y sus eficaces recursos técnicos— fueron los primeros antropólogos en pisar una gallera y decir algo revelador sobre ella. El mérito, insospechado, le corresponde a una figura cuya fama se debe a hazañas teóricas antes que a aventuras etnográficas: Edward Burnett Tylor, autor del famoso concepto de cultura. En el primer semestre de 1856 —esto es, tres lustros antes de fundar la antropología moderna definiendo su objeto—, Tylor viajó a México con la idea de mejorar su salud. De esa correría surgió su primer libro, más narrativo que propiamente etnológico: Anahuac o México y los mexicanos, lo antiguo y lo moderno (1861). El capítulo noveno muestra al antropólogo inglés en el sitio de Tisapán, adonde fue a visitar, en compañía de un tal don Juan, una gallera. Tylor sabe que se trata de un escenario representativo: “La pelea de gallos es una suerte de pasión acá, por lo que pensamos que era bueno verlas por una vez”. La experiencia es breve, así como la reseña, pero de todos modos logra revelarse algo que puede entenderse como un primer intento de servir la riña para el análisis antropológico: se trata del descubrimiento de la complejidad expresiva de aquella práctica, o mejor, de la dualidad de las imágenes o símbolos que ella pone en juego. Escribe Tylor: “Vimos un par de peleas principales, en las cuales las aves victoriosas habían sido espantosamente descuartizadas, mientras las vencidas fueron literalmente cortadas en pedazos”. Ese vencedor vencido, esa confusión sangrienta de ganador y derrotado —esa coincidentia oppositorum—, se antoja como modelo original del gallo-hombre-gallo de Bateson y Mead, y del texto caleidoscópico de Geertz, con sus nativos que a un mismo tiempo aman y temen a los gallos, o que pierden y ganan sus apuestas simultáneamente. Antes que todos, Tylor descubrió que la escena de la gallera era redonda.

Se suele pensar que, en el desarrollo de la textualidad, lo imprevisto corresponde a las ejecuciones futuras, a las muchas páginas que todavía no han sido escritas. Pero en las pesquisas que se hacen contra la corriente del tiempo se choca, también, con muchas sorpresas. Los antropólogos, habituados al hallazgo de eslabones perdidos, lo saben mejor que nadie. O al menos deberían.


Riña de gallos (s. f.). Jan Fyt (1611-1661)


martes, 3 de agosto de 2021

Cuervos y bisontes

 

Ofrenda de los indios mandan (h. 1843). Karl Bodmer (1809-1893)


Robert H. Lowie, en sus trabajos sobre la religión de los indios cuervos (crows o apsarókas) de Montana, hizo una apuesta grande en contra de la sociología de la religión. En 1922, afirmado en una postura psicológica, desestimó las ideas todavía recientes que Émile Durkheim había expresado en Las formas elementales de la vida religiosa (1912) sobre lo que sería el rasgo básico de la religión: que se conformaba como un sistema de creencias y ritos compartidos por una comunidad, la cual se solazaría —hasta la efervescencia— en la conciencia de sus vínculos. El sociólogo francés había empezado por desterrar la idea de que el elemento de lo sobrenatural fuera obligatorio en la constitución de lo religioso, persuadido de que esa categoría no era más que una invención de última hora de la mentalidad racionalista. Lowie, con decisión, declara el jaque: “Por otro lado, debo mantener que ‘todos los pueblos poseen un sentido de lo sobrenatural’”.

Para el antropólogo de origen austriaco, la esencia de lo religioso reside en la experiencia subjetiva. En el caso de los cuervos, el clímax tiene lugar cuando un hombre tiene una visión en la cima de una montaña, cuatro días después de haber empezado a ayunar y, a veces, tras mutilarse alguna de sus falanges. Se instala casi desnudo en el sitio, con el solo avío de una piel de bisonte (o búfalo americano) que lleva para cobijarse. Cada visionario ve una cosa distinta, pero normalmente se trata de la aparición de algún espíritu, entidad o personaje —animal o humano— que, tras revelarse como símbolo o mensajero del sol, da instrucciones al devoto a propósito del tema que lo inquieta, ya se trate de un combate próximo, una aspiración social, una empresa amorosa u otra cosa. Acabada la experiencia, el visionario debe realizar el programa de acción sugerido por la entidad sobrenatural, pero esas recomendaciones son de diversa naturaleza: puede ser que deba construir una cabaña, vestirse de cierta manera, ingresar en una orden o sembrar tabaco. Esta libertad de acción, ajena a la univocidad del rito —entre otras cosas, no se apela a ninguna cosmovisión tradicional específica—, es la que lleva a Lowie a la conclusión de que lo religioso propiamente dicho se centra en lo que sucede en la cumbre de la montaña: “no había un conjunto de dogmas admitidos universalmente ni organización eclesiástica alguna que dictase leyes para guía de la conciencia religiosa. Nadie insistía en que los Cuervo debían creer en el mito de la creación o admitir una concepción generalizada del más allá; ni necesitaba el joven [visionario] estímulo externo alguno para salir en busca de la visión”.

En verdad, inquieta que se ponga las ocurrencias individuales en el mismo lugar en el que cabría ver una institución plenamente estructurada. Consciente de la audacia de su tesis, el mismo Lowie llega a admitir que alguna filosofía de la religión, “mamada con la leche materna”, podía modelar el contenido de las visiones y los hechos prácticos que sucedían después. Aun así, se mantiene firme en la idea de que la religión, en ese pueblo de Montana, consiste en una amplia serie de comportamientos con base en una misma clase de estímulo, y que en ningún sentido se trata de una misma práctica estandarizada. En el caso de que esta no sea una conclusión legítima, conviene, antes de lanzar la primera piedra contra el discípulo de Franz Boas, echar un ojo sobre otros casos etnográficos.

De acuerdo con el antropólogo canadiense Wade Davis, los kiowas de Oklahoma conceden mucha importancia a los ritos que incluyen experiencias de visión individual, las cuales estimulan con el consumo del peyote (Lophophora williamsii). Ese cactus, originario de México, habría sido adoptado como estimulante por muchas tribus de la actual Norteamérica, especialmente las de las Grandes Llanuras. Escribe Davis en El río. Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (1996): “De los kiowas, el culto del peyote había pasado a los arapahos y cheyenes, los shawnees, wichitas y pawnees, y no solo hasta los pueblos de las praderas del norte, los crows, sioux y blackfoots, sino yendo más allá hasta los senecas y los creeks, los cheroquíes, los bloods, los chippewas, y alcanzando incluso a llegar al norte del Canadá”. Ahora bien, lo que interesa son las razones de los kiowas y sus pares para adoptar ese alucinógeno foráneo. De acuerdo con Davis, todo se originó en el exterminio de las grandes manadas de bisontes en el siglo XIX, ordenado por el gobierno de los Estados Unidos para desestabilizar la economía de los nativos, cuyas tierras ambicionaba. Entre 1850 y 1880 se comercializaron más de 75 millones de pieles de Bison bison, y a tal punto llegó a menguar su población que los indígenas no dispusieron, como antes, de la materia prima de sus ritos. Los kiowas, en la celebración de la Danza del Sol —practicada, con variantes, a lo largo y ancho de las praderas—, solían poner un cráneo de bisonte junto al Tai-me, representación solar, y llegó un día en el que tuvieron que mandar una delegación hasta Texas para tratar de encontrar una cabeza del animal. Los blancos, cuando mataban los bisontes, dejaban que la carne se pudriera, y aprovechaban comercialmente los huesos y la piel. El 20 de julio de 1890, finalmente, fue prohibida oficialmente la Danza del Sol. En consecuencia, en lo sucesivo se hizo popular la Danza de los Espectros —pensada como proclama contra los invasores—, en la que jugaba un papel importante el consumo del peyote, que los kiowas conocían desde mediados del siglo. Asimismo, la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz cuenta, en La historia indígena de Estados Unidos (2015), que, por esa época, un líder religioso paiute enseñó a peregrinos de otras naciones indígenas del oeste cómo llevar a cabo una Danza de los Espíritus. Bien se ve que las soluciones coyunturales se impusieron sobre los usos tradicionales.

Los cuervos, huéspedes de las praderas del norte, también fueron perjudicados por la matanza de los bisontes, y, como los kiowas al sur, quizá vieron afectados sus cultos ancestrales. En su obra más conocida, La sociedad primitiva (1920), Lowie sugiere que, en efecto, en el siglo XIX la cultura cuervo experimentó algunas mudanzas culturales. Cuando el antropólogo visitó a los indígenas, observó que su organización social se distinguía por la existencia de ciertas órdenes y clubes entregados a la práctica exclusiva y generacional de ciertas actividades, entre ellas las danzas. Lowie habla de usos “antiguos” y “modernos”, los primeros caracterizados por la vigencia de un sentido más religioso. Y aunque no detalla en qué habría consistido la transformación cultural, sí deja saber algunas cosas que le interesan a nuestro ensayo. Una es que, como en el caso de los kiowas, las prácticas más antiguas a que se entregaban las cofradías de los cuervos estaban relacionadas con la temporada de cacería de los bisontes. Asimismo, sugiere que los cambios en las prácticas se habrían producido a mediados del siglo XIX —esto es, cuando recrudeció la depredación sobre el desgraciado bóvido—, y, como si fuera poco, informa que los cuervos tuvieron que aprender nuevas danzas, algunas de ellas enseñadas por sus vecinos hidatsas.

Si, como los kiowas, los cuervos se vieron obligados a reemplazar un rito religioso tradicional por una nueva práctica, es factible que también se tratara de una que ponía de relieve la experiencia subjetiva. Cuando Lowie analiza el aspecto psicológico de la visión religiosa entre los cuervos, señala que los nativos, al ayunar varios días o mutilarse, quizá buscan ponerse en una situación de debilidad física que favorezca la experiencia delirante. El antropólogo no menciona que se consuma ninguna planta estimulante, pero de todas maneras admite que el fenómeno que se quiere propiciar es, en esencia, una “alucinación”. Si, como apunta Davis, los cuervos conocían el peyote, no parece una osadía pensar que, eventualmente, pudiera ser usado para estimular las visiones. Con independencia de eso, lo que se antoja relevante es la posibilidad de interpretar la vida religiosa de los cuervos —al menos la que conoció Lowie— como una práctica reciente, quién sabe si transicional, y por eso no del todo amarrada a los dogmas de la cosmovisión, ni definida como unidad ritual. El mismo antropólogo llega a sospechar que en Montana se verificaba la problemática superposición de dos prácticas religiosas distintas: “se me ocurre […] que el culto al Sol y los conceptos relacionados con las visiones pertenecen a dos distintos compartimentos o estratos de las creencias de los Cuervo. […] en tiempos relativamente recientes puede haberse sentido la necesidad de establecer una correlación entre los dos sistemas”.

En sus trabajos sobre los cuervos, Lowie no ofrece muchos datos sobre las formas de su antigua religión; de hecho, no dice abiertamente que haya existido algo como eso: apenas sugiere que hubo cambios en su organización social. Pero ese silencio puede ser conjurado por la vía del método comparativo, alentado, en el caso presente, por las similitudes objetivas o insinuadas entre la gente de Montana y la de Oklahoma. Por esa vía se haría evidente la importancia de los bisontes en las religiones tradicionales de las llanuras. En su mencionada obra, Roxanne Dunbar-Ortiz cita un testimonio de la kiowa Anciana Mujer Caballo sobre la antigua sacralidad perdida, y lo presenta como si fuera un lamento de “todas las naciones”. Y ese testimonio, precisamente, evoca una imagen elocuente de la aparición del bisonte en el corazón de la vida ritual: “En la Danza del Sol había que sacrificar una cría de búfalo. Los sacerdotes usaban partes del búfalo para realizar sus oraciones cuando sanaban a las personas o cuando cantaban a los poderes de arriba” (Lowie menciona de pasada que, en la respectiva ceremonia cuervo, los guerreros comían la lengua del bóvido). A diferencia de la subjetividad de los nuevos tiempos, esa práctica reuniría, como beneficiario, a un público compuesto por sacerdotes, dolientes y devotos, esto es, a una comunidad moral —más o menos eclesial— del todo coherente con la teoría durkheimiana. La buena mujer kiowa, incluso, suma una frase que hubiera agradado mucho al sociólogo francés: “El búfalo vio que sus días estaban contados. Ya no podría proteger a su gente”. Para Durkheim, el emblema de la especie natural aparecía con el único fin de hacer pensable la noción de la divinidad.

A manera de cierre cabe preguntarse si, de verdad, las reflexiones de Lowie sobre la religión de los cuervos sean una negación de la teoría de Durkheim. Si, como puede sospecharse —al menos no es delirante hacerlo—, los indígenas de Montana vivieron días de auge de fastuosos ritos públicos, todo lo que sucedió fue que al antropólogo boasiano le correspondió conocer lo que ocurría en las primeras décadas de la debacle cultural, cuando las instituciones fundamentales del sistema social intentaban sobrevivir a pesar de los baches y los remiendos. Quizá Lowie fue el primero que supo lo que otros, acabándose el siglo XX, advirtieron: que en algún momento habría que hacerle lugar a una etnología de la soledad humana.


Paisaje con manada de bisontes en el Alto Missouri (1833). Karl Bodmer (1809-1893) 


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