jueves, 6 de diciembre de 2012

La última cena


La última cena (ca. 1550). Luis de Morales (1509-1586)


Los antropólogos saben mejor que nadie lo que sucederá el próximo 21 de diciembre. Y no es, precisamente, que el mundo vaya a acabarse, tal y como reza un embuste popular que se ha hecho pasar por profecía maya. Lo que ocurrirá es mucho más modesto pero, al mismo tiempo, mucho más objetivo: se cumplirán 70 años de la muerte de Franz Boas, a quien muchos tienen como el padre de la antropología moderna. En efecto, ese científico alemán, arraigado en Norteamérica y allí mismo forjado como héroe científico, murió el 21 de diciembre de 1942, en el transcurso de una cena navideña que varios sabios celebraban en Nueva York.
Apenas por demencia o inquina patológica podría negarse la importancia de Boas en la historia de la ciencia del hombre. Su diplomática pero contundente crítica del evolucionismo unilineal y del método comparativo permitió que la antropología adoptara una noción a la que todavía se encuentra aferrada: aquella de la insoslayable particularidad de las culturas. Ya que la historia de cada sociedad humana es un proceso contingente e impredecible, es absurdo suponer que todos los pueblos hayan pasado por unas mismas fases, y es aún más extravagante el dictado evolucionista de que avanzando por esa fina calzada se llegaría a los mejores logros culturales. Boas advierte que semejante pretensión no es más que una ilusión etnocéntrica: "El progreso sólo puede ser definido en relación al ideal especial que tengamos en cuenta. No existe progreso absoluto".
A pesar del mucho sentido común que llena las reflexiones del antropólogo germano —un sentido común que, incluso, casi lo eximía de buscar pruebas fuera de su gabinete—, él debe buena parte de su fama a su infatigable actividad en campo. No gratuitamente se le considera el fundador de la práctica etnográfica sistemática, además de que se le tiene como el que, entre sus colegas, borroneó más descripciones sobre los sucesos y cosas de la cultura. De hecho, no son pocos los reparos de críticos y biógrafos a propósito de las gruesas teorías que Boas nunca formuló por concentrarse en ese ejercicio infinito de la descripción. Incluso sus propios discípulos llegaron a referirse, en broma, a los miles de folios con recetas de cocina indígena recogidas por su maestro a lo largo de casi medio siglo; uno de ellos dijo: “Cuando Franz Boas publicaba página tras página de recetas de mermelada de moras en kwakiutl, probablemente sabía lo que se proponía”. Mucho más cáustica, Ruth Benedict, uno de los más fieles perros falderos del alemán, escribió: “Con el programa boasiano, la etnografía se consagró a recoger sistemáticamente los hechos que no hacían falta”.
No cabe duda de que la broma más cruel que se le ha gastado a este descreído de las regularidades de la evolución cultural está relacionada precisamente con su muerte. En alguna gacetilla virtual —a su vez, eco de sabe Dios qué biografía amateur y folletinesca— se lee que Boas murió de repente, una vez que, a la cabecera de la mesa en que se celebraba el mencionado banquete, anunció que “tenía una nueva teoría sobre la cultura”. Obviamente se trata de una versión académica de la vieja leyenda del caminante que muere a un centímetro de la meta: Boas, reacio a la teorización, habría muerto justo cuando acababa de ocurrírsele un modelo explicativo novedoso. La verdadera historia, aunque igual de trágica, es mucho menos chocarrera y bastante más sublime.
El etnólogo francés Paul Rivet, exiliado en América a causa de la Segunda Guerra Mundial, pasó por Nueva York en momentos en que, de salida de Colombia, preparaba su radicación en México. Boas, a la sazón en esa ciudad, organizó una comida en su honor en el Faculty Club de la Universidad de Columbia, e invitó a la flor y nata de la antropología norteamericana —incluso a enemigos jurados como dicen que eran Ruth Benedict y Ralph Linton—, y a una exótica ave migratoria que por entonces temperaba en esos frescos climas: el joven etnólogo Claude Lévi-Strauss. En medio de la cena, a modo de chisme rutinario, Rivet le contó a Boas que estaba preparando un curso sobre ciencia y racismo, a pesar de que le parecía un tema trillado. Entonces Boas, exaltado y con una copa en la mano, levantó la voz y dijo: “Pero no, Rivet, ese no es un asunto agotado; es necesario continuar, siempre y sobre todo, esta cruzada contra el racismo”. Enseguida se puso rígido, emitió un grito extraño y se desplomó, y fue a dar casi en brazos de Lévi-Strauss. Así lo cuenta el gurú del estructuralismo: “Yo estaba sentado a su lado y me precipité para levantarlo. Rivet, que había empezado su carrera como médico militar, intentó en vano reanimarlo: Boas estaba muerto”.
Una paradoja vital resume las más férreas convicciones de Franz Boas: las culturas son particulares pero el hombre es en esencia, en todo lugar, la misma criatura, y por eso resulta siniestra la discriminación. Es en el olvido de ese catecismo fundamental donde empieza el verdadero fin del mundo.


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