domingo, 28 de julio de 2013

Noticias de Australia



Mount Williamy, parte de los Grampians en West Victoria (1865).
Eugene von Guérard (1811-1901)
 


Hace poco más de un mes, la revista National Geographic divulgó un artículo sobre la obstinada pero amenazada sobrevivencia de los yolngu del norte de Australia: después de ser los amos en la isla de los canguros durante cerca de 50.000 años, ellos y las demás etnias nativas representan, actualmente, menos del 3% de la población del país. Michael Finkel, el cronista de turno, basa su lamentación en imágenes que, aunque desgarradoramente ciertas, al mismo tiempo son todo un déjà vu: los colonizadores europeos llevaron allí los vicios, las enfermedades y el odio racial, pestes que, hoy en día, asumen el rostro de la dependencia de los estilos de vida e inventos occidentales. Casi puede estarse seguro de que, en nuestras latitudes, William Ospina ha dicho lo mismo a propósito de los nukak, cocamas, kankuamos o cualquier otra etnia en peligro de extinción.
       Nada tan ajeno al espíritu de esta crónica como zaherir al romántico ensayista y novelista colombiano, ganador del Premio Rómulo Gallegos en 2009 con una novela a todas luces indiófila. Sobre todo, cuando a los mismos antropólogos corresponde buena parte de la responsabilidad en la inminente extinción de muchas comunidades ancestrales, especialmente en el caso de los aborígenes australianos. El argumento contra el gremio es claro: durante las primeras décadas de existencia de la antropología —allá en el embrionario siglo xix—, las páginas pergeñadas por los científicos de lo humano establecieron para los isleños un estatus nefasto que, acaso, acabó tornándose indeleble. En Historia natural del hombre (1843), James Cowles Pritchard —“distinguido antropólogo” según el criterio de su colega Godfrey Lienhard— define así la conformación del atlas mundial de las etnias: “Si el negro y el australiano no son nuestros semejantes ni forman una sola familia con nosotros, sino que son de un orden inferior, y si nuestros deberes hacia ellos no están considerados en ninguno de los preceptos positivos en que se funda la moralidad del mundo cristiano, nuestras relaciones con esas tribus no resultarán muy diferentes de aquellas que pudieran imaginarse que subsisten entre nosotros y una raza de orangutanes”.
       No se puede decir que los primeros clásicos de la antropología hayan, precisamente, enmendado la plana a Pritchard. En La sociedad antigua (1877), el insigne Lewis Henry Morgan apenas tuvo, con los australianos, la galantería de no invocarlos como ejemplo del estadio inferior del salvajismo, fase para la que no podían encontrarse ejemplos vivos; pero no dudó en acomodarlos en el estadio medio del mismo salvajismo, inaugurado con el rudimentario conocimiento del uso del fuego. Asimismo, Morgan está convencido de que, en cuanto a su organización social, los australianos “se hallan colocados por debajo del negro africano y próximos al pie de la escala”, toda vez que son el único pueblo que basa su política en las crudas prerrogativas sexuales. Mientras tanto, en La rama dorada (1890), Sir James George Frazer no tiene duda de que “los aborígenes de Australia son los más rudos salvajes de que podamos tener informes seguros”, y, como si fuera poco, también sospecha que “todos son brujos”. Un par de décadas después Émile Durkheim se interesó por la religión australiana, pero solo porque la encontró elemental, aunque, stricto sensu, en la introducción de su famoso tratado de 1912 prefiere hablar de sus “cultos groseros”.
       En el tercer capítulo de El totemismo en la actualidad (1962), Claude Lévi-Strauss insinúa sus sospechas contra la manida idea de que Australia, por su insularidad, hubiera sido un territorio inaccesible y, por ello, propicio para la crianza de criaturas exóticas e incontaminadas, con inclusión de los seres humanos. Sin embargo, quizá ya era demasiado tarde: para entonces, la alteridad radical encarnada por los australianos ya se había consolidado como una de las presuntas verdades de Perogrullo en las enciclopedias antropológicas. Lo paradójico es que el llamado de atención de Lévi-Strauss explica justamente por qué hoy la Australia ancestral se desmorona ante las narices del mundo: justo por ser un territorio accesible, James Cook tocó su litoral en 1770 para subyugarlo a los pies del Reino Unido —de hecho, en 1788 ya había sido instalada allí una colonia penitenciaria—, y por eso, ahora mismo, los turistas acaudalados del mundo van hasta las tierras de los yolngu para ser masajeados por las nativas, durante el Festival Garma. Los Cook del siglo xxi ya no llevan bayonetas ni tifus, pero con sus celulares, sus cigarrillos y su whisky dejan en los jóvenes lugareños la tentación de zambullirse en el confort de la vida moderna. Por eso no extraña que los insidiosos mosquitos que todas las noches atacan a los yolngu sean vistos como deidades por algunos ancianos: a fin de cuentas, sus picaduras hacen entender que “la vida no es fácil”, de acuerdo con el testimonio ofrecido por una matriarca al condolido reportero de National Geographic.
       Lévi-Strauss escribió alguna vez que la antropología está tocada por un trágico don de Midas: convierte el mundo étnico en un tesoro de conocimiento, pero al precio de hacerlo inservible para otra cosa que no sea la contemplación enciclopédica. Es una lástima que no haya también, en el ejercicio del antropólogo, algo así como un efecto tipo boomerang australiano: el retorno del golpe como castigo ejemplar contra la torpeza del lanzador.


Salto de Govett y valle del río Grose en Nueva Gales del Sur (1873).
Eugene von Guérard (1811-1901).


sábado, 6 de julio de 2013

El libro de las revelaciones



Visión de Ezequiel (1518). Rafael Sanzio (1483-1520)


¿Qué son los científicos sociales cuando escriben ficción? ¿Científicos o escritores? Sin duda, ambas cosas. No obstante, mientras que el gesto literario se realiza plenamente —es o no es, parafraseando a Hamlet—, el gesto científico es apenas esbozo, pues en el ámbito de un cuento o novela los conceptos suelen aparecer con rostro de ejemplos, hipótesis, experimentos e ideas imperfectas. Para el científico social, la literatura es su laboratorio de pruebas; o su hoja de borrador, para decirlo con mayor propiedad bibliófila.
       La obra literaria de Mircea Eliade, especialmente la colección de tres cuentos traducida al castellano como El burdel de las gitanas (1984), es una buena ilustración de cómo un científico social —en este caso un historiador y filósofo, es decir, un antropólogo— se sirvió de la ficción para especular con libertad a propósito de aquello que, en sus tratados, se presenta con rigurosa objetividad. Bien se sabe cuáles son las ideas fundamentales de este rumano, maestro en el estudio de las religiones: el mundo de los hombres se distingue por la oposición de dos ámbitos, el sagrado y el profano (por lo demás, se trata de una idea ya alojada en Las formas elementales de la vida religiosa [1912] de Émile Durkheim, fuente de la que Eliade bebió copiosamente, como lo hicieron los antropólogos del siglo XX). A su vez, lo sagrado se caracteriza por ser el ámbito en que se revela el orden fundamental del mundo, revelación que se actualiza en las repeticiones organizadas de palabras y actos; de mitos y ritos, para decirlo en la jerga de los especialistas.
       La odiosa tendencia, en muchos trabajos etnográficos de veteranos y amateurs, de describir el mundo del otro como una exótica comarca en que todo resulta trascendental —lo mismo da rezar al dios o liar un cigarrillo—, justifica que uno de los libros más clásicos de Eliade, Lo sagrado y lo profano (1957), deba ser lectura obligatoria en la formación de un antropólogo. Poco importa que se trate de un trabajo con más de medio siglo a cuestas: allí se enseña que lo sagrado solo puede existir a condición de que haya cosas profanas que se le opongan. Allí está, bien se ve, la sana lógica estructuralista del gran Ferdinand de Saussure: cualquier elemento de un sistema, más que ser una cosa en sí misma, es lo que no son los demás.
       A pesar de todo, el mismo Eliade —o, mejor, el Eliade escritor— parece no estar muy persuadido de las relaciones complementarias entre su ying y su yang; eso, por lo menos, es lo que sugiere el relato “El puente”, en que hasta las cosas banales del mundo son vistas como depositarias del cálido misterio de lo sagrado. Cuatro hombres, a bordo de un tren, conversan sobre sendos temas grises: el accidente de un motociclista, un teniente que se sienta a la mesa con dos estudiantes, una reunión al término de un bautizo, una niña que le lee a una vieja; conforme avanza el palique, los tertuliantes descubren que se trata de situaciones que nunca han tenido un comienzo y que nunca tendrán un final, pues su naturaleza es la de las revelaciones: ocurrirán una y otra vez. Ganados por esa idea, y cerca de llegar a su destino, se convencen de que el paso del tren por un puente constituye un hecho trascendental de la misma especie. Es evidente cuál es la idea de fondo: la separación entre lo sagrado y lo profano, clara en la teoría, es difusa en la realidad; y esa realidad, reflejada en la literatura, aparece como un extenuante continuum de sospechas espirituales. Así que, en potencia, todo es sagrado. Nada más frustrante.
       Mientras tanto, un Eliade muy confesional se deja ver en “Las Tres Gracias” —cuento que, por lo demás, da título al volumen original en francés—: el filósofo de la experiencia religiosa universal se muestra, allí, como un rumano católico de carne y hueso. Uno de sus personajes, el Dr. Tataru, investiga el origen del cáncer y llega a la conclusión de que ese mal es, salido de madre, lo que en principio era el don de la regeneración de la vida; el mismo don del que debían gozar Adán, Eva y todos sus descendientes si la fatídica serpiente no hubiera metido baza, y que acabó convirtiéndose en castigo: la regeneración celular se trocó en degeneración, la reproducción armónica en reproducción caótica. Por más que se trate de un ensueño literario, llama la atención que el escritor, habitualmente muy interesado por los misterios de las religiones orientales, conceda al Génesis un estatus especial como texto de revelaciones biológicas. Nada más impensado.
       También es peregrina la manifestación de ciertas pasiones —con tufillo de prejuicio— en “El burdel de las gitanas”. Un hombre visita una regocijada casa de las afueras de Bucarest, regentada por gitanas y juzgada con severidad por la ciudadanía. El visitante, dado que no logra adivinar un caprichoso acertijo, recibe el castigo mágico de perder varios años de su vida: de repente se encuentra en el futuro, pobre y abandonado, con el único consuelo de que logra reunirse con su primera novia —el amor de su vida—, a quien en mala hora abandonó. Sin embargo, esa feliz reunión tiene lugar en un ámbito enrarecido, onírico o, peor, coloreado con los tonos de las visiones de ultratumba. De modo que, al final del cuento del gran humanista rumano, los gitanos no alcanzan redención alguna: por el contrario, pareciera que se les ratificara el estatus mefítico y el perfil canallesco que desde hace tanto tiempo se les ha adjudicado en Occidente. Nada más descomedido.
       Alguna vez dijo André Maurois que lo que se dice no es necesariamente lo que se piensa, y que lo que se piensa no es forzosamente lo que se quiere; por eso el escritor francés se solazaba con la convicción de que la máquina de leer los pensamientos fuera una simple quimera. Es verdad que no existe tal máquina, pero existen las novelas de los científicos: ellas son su pensamiento en voz alta; son las impertinencias y genialidades que, en medio de su proverbial distracción, creen haber confiado exclusivamente a las paredes de su alcoba.


Caravanas, campamento gitano cerca de Arles (1888).
Vincent Van Gogh (1853-1890)

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...