viernes, 20 de junio de 2014

Mitología francesa



El corredor (1912). Jean Metzinger (1883-1956)


El estudio de los mitos tiene una deuda impagable con la antropología francesa. Casi bastaría pensar en los 813 mitos americanos recopilados por Claude Lévi-Strauss en los cuatro volúmenes de sus Mitológicas (1964-1971) y en el prolijo análisis de su estructura y, en cierto sentido, personalidad, toda vez que el maestro llegó a convencerse de que los mitos eran autónomos al extremo de pensarse, ellos solos, en las cabezas de los hombres. Pero también debe tenerse en cuenta la reflexión de Marc Augé sobre un evento que Roland Barthes ―también francés, y antropólogo con piel de filólogo clásico― señaló como “el mejor ejemplo” de “un mito total”: el Tour de Francia.
        En efecto, el Elogio de la bicicleta (2008) de Augé se abre con un apunte que es, veladamente,  la confesión de que el autor avanza tras la rueda de Barthes: “En mi adolescencia, el mito era para mí el Tour de Francia”. Esta sola frase deja ver que el antropólogo, de la misma manera que el filólogo, está persuadido de que la historia es susceptible de trocarse en mito, aunque ―en el caso de la carrera francesa― por algo más que el palabrerío grandilocuente de los cronistas deportivos: sobre todo, por la conciencia del hombre común de que su vida cotidiana ha sido trascendida en una gesta digna de ser recordada. Lévi-Strauss, quien siempre aceptó que en los contenidos del mito podía yacer, cifrado, el acontecimiento, también expresó, no pocas veces y con vehemencia, la idea de que en las sociedades modernas la historia había tomado el lugar del mito y que, en consecuencia, se había arrogado sus funciones; la historia es nuestra mitología, concluyó el estructuralista, quien de seguro habría celebrado la ocurrencia de Augé de que el Tour es, para su espectador, un combate entre héroes a semejanza de los que abundan en la Ilíada y la Odisea. Pero es muy probable que a un año de su muerte, en el 2008 ―cuando Carlos Sastre ganó la vuelta a Francia―, el centenario maestro no tuviera mucho interés por las veleidades librescas de sus colegas más jóvenes.
        De todos los filósofos del Tour, Augé es el que menos necesita de las grandes hazañas para otorgar la categoría de mito a la populosa carrera, convencido como está de que su materia prima es la vida cotidiana. A diferencia de él, Barthes tiene en su cabeza las grandilocuentes imágenes del luxemburgués Charly Gaul ―“amigo de Febo”― y del local Louison Bobet ―“Satanás de la bicicleta”― en lucha titánica contra el Mont Ventoux, “Verdadero Moloch, déspota de los ciclistas”. Muchos años antes, el escritor francés Albert Londres había inmortalizado el infernal Tour de 1924 en una colección de crónicas en que los ciclistas son puestos al nivel de los “verdaderos chiflados”, por encima de los ilusionistas y los faquires. Y Tim Krabbé, escritor y ciclista holandés, en su novela El ciclista (1978) vuelve sobre las faldas del Mont Ventoux, domadas por Eddy Merckx al precio de desmayarse por hipoxia, y evoca a Bernard Hinault trepando por un barranco sembrado al lado de la carretera, al que cayó como ciclista y del que salió “como vedette”. Mientras tanto, Augé solo necesita que los hombres más humildes ―el obrero que va a la fábrica en bicicleta y con su pan en la canasta, o el pobre diablo que ha llorado al identificarse con el protagonista de El ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio De Sica― puedan reconocer en el Tour “la forma trascendida de lo que viven”. No son los gestos aparatosos de héroes inalcanzables sino las vivencias propias, refractadas en historias redondas, las que tornan convincente el mito. Y como los franceses van en su automóvil a cualquier lugar, y ya no ocurre, como antes y después de la Segunda Guerra Mundial, que domine el transporte en bicicleta, el mito no puja en la cabeza de nadie, ni siquiera en la de los mismos ciclistas profesionales. No es gratuito que el último campeón francés de la gran vuelta haya sido Hinault en el lejano 1985.
        No importa si el Tour de Francia es el mejor ejemplo del “mito total” de Barthes; lo que es claro es que es uno de los mejores ejemplos del “lugar antropológico” preconizado por Augé en su celebérrimo libro Los “no lugares” (1992); ese lugar que, según el antropólogo de Poitiers, se distingue por permitir el sentimiento de lo histórico, la identidad y las relaciones sociales. Augé es explícito al respecto: “El Tour de Francia, con sus ilusiones, es un ‘lugar de la memoria’ por excelencia”. Es indiscutible lo que corresponde a la historia, materializada en la explosión diacrónica que conecta a la vida cotidiana con el mito. En cuanto a la identidad, el Tour, como cualquier práctica ciclística, invita al descubrimiento de sí mismo, ya sea porque se está sobre la máquina en la soledad del esfuerzo, o porque, desde la barrera, el avance del otro en la carretera obliga a recordar las más entrañables excursiones personales; al fin y al cabo, “el primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo e incluso casi se le adelanta”. Las relaciones sociales quedan allanadas, con creces, en la “solidaridad elemental” que se establece entre los ciclistas, y que tiene uno de sus más conmovedores cuadros en la decimosexta etapa del Tour de 1949, cuando Fausto Coppi dejó ganar a Gino Bartali por ser su día de cumpleaños.
        En el colofón de uno de sus vigorosos tratados, Lévi-Strauss habla de la “moral inmanente de los mitos”, misma que en el caso amerindio se resumiría en la idea de que, dado que el infierno está en cada uno de nosotros, conviene regular nuestras relaciones con el mundo para no degradarlo. Augé sugiere, en su Elogio de la bicicleta, cuál es la moral inmanente del “mito total” del Tour cuando apunta que, si de lo que se trata en ese deporte es de encontrarse consigo mismo, “con la bici no se puede hacer trampa”. De ahí que el doping signifique, para el antropólogo, la gran crisis de la historia del ciclismo. Una vez pervertido el heroísmo, el mito se reduce a su propia ruina. Aunque la UCI haya limpiado el nombre de Lance Armstrong del palmarés de los tours corridos entre 1999 y 2005, de ellos nadie quiere ni parece acordarse.


Ciclista atravesando la ciudad (1945).
Fortunato Depero (1892-1960)

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