martes, 10 de diciembre de 2019

Terror en el bosque



Ciervo en el paisaje lunar (s. f.). Eugen Krüger (1832-1876)


Desde su aparición en 1890, La rama dorada de James George Frazer no ha dejado de brillar. Según dijo alguna vez Bronislaw Malinowski, fue por causa de esos destellos que se “convirtió” a la antropología. Y aunque casi todos los profesionales del siglo XXI están convencidos de la poca vigencia de la reflexión teórica vertida en el clásico libro, no por ello este ha dejado de ser un fenómeno editorial: hace apenas un par de décadas, Robert Fraser, músico y escritor británico, preparó una nueva edición de La rama dorada basado en la versión que alcanzó 12 volúmenes en 1915. Dicho sea de paso, del undécimo libro de esa serie, publicado en 1913, extrajo Jorge Luis Borges la curiosa historia de una mujer que pidió ser inmortal y fue confinada a vivir su eternidad dentro de una botella que “todavía está ahí”, en la iglesia de Santa María de Lübeck.
            No obstante, si de lo que se trata es de sopesar la estela que la escritura de Frazer ha dejado en la literatura universal, siempre puede aludirse a casos más llamativos que el de Borges, quien al fin y al cabo tenía más de británico que de argentino. Mucho más cautivante es la aparición del antropólogo escocés y de su obra cumbre en las narraciones de terror de Howard Phillips Lovecraft; en concreto, en el relato con título “El susurrador en la oscuridad” (1939), cuya trama se refiere a la inquietante presencia de criaturas extraterrestres en las montañas agrestes de Vermont, a quienes se enfrenta, con poco éxito, el desgraciado granjero Henry Akeley. No se trata apenas de que, como en la leyenda latina que dio origen a La rama dorada, un secreto terrible deba ser auscultado en el corazón del bosque: más significativa resulta la alusión explícita al célebre antropólogo. En efecto, Akeley, en carta que dirige al profesor Albert Wilmarth, escribe: “Modestia aparte, diré que la antropología y las tradiciones populares no me son en absoluto desconocidas. Las estudié a fondo en la universidad, y estoy familiarizado con la mayoría de las autoridades en la materia: Tylor, Lubbock, Frazer […]”. La preeminencia del tercer autor del inventario puede deducirse no solo del siniestro escenario silvestre del relato, sino también de los rasgos que comparte con Wilmarth, quien es, a fin de cuentas, el narrador de la historia.
            Albert Wilmarth, al igual que su corresponsal en Vermont, es un estudioso del folclor y los mitos; pero, dado que hizo su formación universitaria en literatura, a ella se dedica como profesor en la Universidad de Miskatonic. Por su parte, Frazer inició su vida universitaria en Glasgow con el estudio de la retórica y otras disciplinas, y luego fue al Trinity College de Cambridge para ocuparse de las letras clásicas, alcanzando especialidad en las obras de Herodoto y Virgilio. En cierto sentido, llegó a la etnología por la vía de un problema literario, el mismo que dio origen a La rama dorada: la necesidad de interpretar la cruenta leyenda de la sucesión sacerdotal en el bosque de Nemi. En ese contexto de común interés literario, apenas sorprende que Wilmarth replique las maneras narrativas de Frazer, cuyos párrafos típicos no son otra cosa que un zurcido variopinto —por los muchos contextos invocados— de datos etnológicos. Así se refiere el profesor de Miskatonic a los temas mitológicos que tuvo que ventilar en la polémica sobre la existencia de las criaturas extraterrestres: “los mitos de Vermont apenas diferían en esencia de las leyendas universales sobre la personificación natural que llenaron el mundo antiguo de faunos, dríadas y sátiros, inspiraron los kallikanzarai de la Grecia moderna y confirieron a las tierras incivilizadas como el País de Gales e Irlanda esas sombrías alusiones a extrañas, pequeñas y terribles razas ocultas de trogloditas y moradores de madrigueras. Resultó inútil, igualmente, señalar la aún más sorprendente similitud que guardaban con la creencia común entre los habitantes de las tribus montañosas del Nepal en el temible Mi-Go”. Frazer no hubiera desmerecido en cosmopolitismo.
            El comportamiento frazeriano de Wilmarth también podría relacionarse con su manera de entender las reflexiones seudocientíficas de Akeley, quien a su juicio se enfangaba en un “error inteligente” (de ahí a la idea de la “ciencia errónea” de Frazer parece no haber mucha distancia); o podría apelarse al manifiesto interés del profesor de Miskatonic por aclarar los orígenes de las “antiguas y crípticas religiones de la humanidad”. Más significativo que eso es, sin embargo, la oportunidad de relacionar la literatura de horror de Lovecraft con el genuino objeto de estudio de la antropología, esto es, la diversidad cultural, tan ambiciosamente explorada en la obra frazeriana. En efecto, el relato del escritor estadounidense permite abordar la cuestión. Akeley, en una de las cartas que remite a Wilmarth, quiere mostrarse sosegado a propósito del cerco tendido por las criaturas extraterrestres en torno a su granja; y es entonces cuando, con sabiduría antropológica, extrapola su sentimiento de miedo desde el contexto cósmico y lo ubica, para entenderlo, en un fructífero terreno metafísico: “El juicio que me merecían antes no eran sino una fase de la eterna tendencia humana a odiar, temer y rehuir lo radicalmente distinto”. Así pues, el miedo literario se alimenta de la experiencia de la alteridad, condición que, para occidente, la antropología ha concretado en rasgos fisionómicos y costumbres e ideas pertenecientes a los pueblos “primitivos”. Por supuesto, tampoco deja de ser relevante la inferencia inversa: que el antropólogo, por ocuparse de lo “radicalmente distinto”, está condenado a un ejercicio en algún grado siniestro. Llama la atención que el terror y la antropología no converjan en un número mayor de hombres y obras.
            Es proverbial la respuesta que una vez dio Frazer a alguien que le preguntó si le apetecía conocer a los primitivos” de los que tanto hablaba en sus libros: “¡Dios me libre!”, dijo el antropólogo de Glasgow. La sobresaltada respuesta se entiende mejor —muchísimo mejor— con solo desplazar la referencia de la pregunta a las pavorosas criaturas que se esconden en los bosques umbríos de Vermont. Albert Wilmarth, émulo norteamericano del autor de La rama dorada, no quiso saber nada de tales seres y, en la hora más cruda de la noche, optó por escapar a la ciudad.


Cenotafio en memoria de Sir Joshua Reynolds (1833).
John Constable (1776-1837)

martes, 19 de noviembre de 2019

De aves y hombres



Del cuarto cuaderno de Una semana de bondad (1934).
Max Ernst (1891-1976)


El poeta mexicano Salvador Novo llegó a convencerse de que las aves habían huido de la poesía contemporánea. Escribió: “Sin más dioses que el yunque, más Ceres que el tractor, más ángeles que los aviones, resultará tan indecoroso que los poetas les canten a las aves, como natural que simplemente se las almuercen, ya implumes y sandwichificadas, a la salida del taller”. Presa de la melancolía, el vate se sumió en la antigua poesía española para encontrar ruiseñores en cada copla, halcones al acecho de las redondillas, vírgenes con alas de paloma e, incluso, un montón de gallos lúbricos que no dejan dormir a sus gallinas en los versos del Arcipreste de Hita. Esos y otros aleteos quedaron registrados en uno de los libros más curiosos del ensayo hispanoamericano: Las aves en la poesía castellana (1953).
            Debe ser cierto aquello de que Colombia es, en el mundo, el país más rico en especies de aves; porque, hasta donde se sabe, sus poetas contemporáneos, así como los de la historia reciente, han dado de comer en sus estrofas a muchas criaturas aladas. En Antioquia —para no ir muy lejos—, hasta hace muy poco fue un rito de escuela declamar la “Historia de una tórtola”, aquel poema de Epifanio Mejía cuya ave protagonista, para arrullar a sus polluelos, “de secas pajas fabricó su nido”. José Manuel Arango, quien escribió sus últimos versos ya en el siglo XXI, se interesó también por los pichones; en particular, por los de golondrina, a los que observó con atención de científico: “esa cosita plumosa y rígida / que termina en un pico / entreabierto, cartilaginoso”. En un libro que todavía huele a tinta fresca, Gustavo Adolfo Garcés ofrece pruebas de la originalidad ornitológica de sus viajes: “Silban / los chorlitos / en el cementerio / alemán”. Por supuesto, las aves no solo se posan en los poemas antioqueños: al cartagenero Raul Gómez Jattin —quizá el más díscolo y lúbrico de los vates colombianos— le quedó tiempo para reparar en el azulejo, “Pájaro borracho de nísperos y de sol / Pájaro fugitivo de los venenos industriales”.
            A nadie sorprende, sin embargo, que la poesía se interese por las aves. Más revelador resulta —en la tarea de buscar pruebas de la riqueza aviar colombiana— el hecho de que la antropología criolla, además de indagar por los hombres, también se haya desvelado por los seres vivos del cielo. Prueba de ello es una curiosa nota de Cristina Echavarría Usher sobre las aves de la Sierra Nevada de Santa Marta, publicada hace un cuarto de siglo: “Cuentos y cantos de las aves wiwa” (1994). La arqueóloga y ambientalista se interesa por cómo las ven esos indígenas —también conocidos como arsarios o sankás—, sin concentrarse propiamente en la mitología, donde a fin de cuentas es convencional que aparezcan los animales, y donde lo que suele ponerse en juego son los símbolos de una realidad que poco o nada tiene qué ver con las criaturas en sí mismas: Claude Lévi-Strauss, por ejemplo, diría que el pájaro herrero de los mitos jíbaros no es más que el signo de una mujer celosa invertida, o algo por el estilo. Es verdad que a Echavarría le interesa conocer las conexiones de las aves con los relatos del inframundo wiwa, pero del mismo modo quiere saber cómo entienden los indígenas la vida de los pájaros.
            La arqueóloga sugiere que los wiwa suelen ver a las aves como mensajeras, consejeras e indicios vivientes de múltiples asuntos, entre ellos los ciclos agrícolas; nada más natural si se piensa que, después de todo, son seres que lo ven todo desde las alturas. La tradición indígena las agrupa en tres categorías generales: aves nocturnas o negras, aves carroñeras y rapaces y aves que cantan a la cosecha. Entre las últimas caben los pájaros que gustan del néctar, los insectos y los frutos, y cuyos vuelos y presencia en bosques y cultivos son leídos como indicios de posiciones astrales, estaciones, lluvias, bonanzas, plagas y otros fenómenos; y, quizá, la cercanía de esas aves con la mecánica cósmica es lo que hace que sus plumas sean usadas en varios ritos de curación, pues, a fin de cuentas, ellas participan de la sustancia con la que está hecha el orden del mundo. Mientras tanto, las aves negras son las encargadas de anunciar la enfermedad y la muerte, situaciones que los wiwa interpretan como consecuencias de la transgresión de las reglas sociales y del abandono de las tradiciones. A ese grupo pertenecen la lechuza, el búho y el guácharo, entre otros mensajeros aciagos, a los cuales —por más que la autora no lo plantee— es inevitable ver como asidero material de la culpa indígena. Finalmente, las carroñeras y rapaces se aprecian porque ofrecen metáforas sobre la vida de los hombres: los buitres y gallinazos comen del animal podrido con obediencia a un sistema jerárquico muy definido, y organizan sus festines de modo análogo a como los wiwa atienden sus asuntos comunales; a su vez, las rapaces imponen lógicas territoriales que son reflejo de los repartimientos humanos. Escribe Echavarría: “Con un detallado conocimiento de la etología de estas aves, y haciendo un paralelo entre la ‘sociedad de las aves’ y la de las personas, los mamas refieren la forma como funciona la autoridad y el territorio en su propia comunidad”. A los aprendices, pues, les basta mirar por el vano de la puerta para toparse con los ejemplos que en Occidente yacen escondidos entre las páginas de las fábulas.
            No es una cuestión menor esta del paralelismo entre el mundo de las aves y la sociedad humana. Sobre el mismo eje temático fue que A. R. Radcliffe-Brown enunció, en 1951, el principio constitutivo del totemismo: el gesto intelectual de la asociación de los opuestos, el cual permite establecer analogías entre las diferencias y semejanzas de los animales —por un lado— y las diferencias y semejanzas de los hombres —por el otro—; el antropólogo británico llegó a esa idea tras darle varias vueltas al caleidoscopio ornitológico del totemismo australiano, en el que el halcón y la corneja —o dos tipos de cacatúa— sugerían una correlación con un sistema de mitades exógamas. Lévi-Strauss, quien bendijo esa interpretación a pesar de su aproximación quisquillosa al problema totémico, aportó a la consolidación de la metáfora en El pensamiento salvaje (1962); lo hizo en el capítulo séptimo, al establecer que los pájaros viven como los hombres —buscan la libertad, construyen un hogar y forman parejas— y al mismo tiempo se diferencian radicalmente de ellos —las aves ponen huevos, tienen plumas y alas—, razón por la cual pueden recibir nombres humanos sin riesgo de confusión clasificatoria. Como quiera que sea, una paradójica conclusión parece imponerse: en virtud de la riqueza aviar de Colombia, los antropólogos locales se han encontrado, frente a colegas de otros confines, más cerca de asistir a ciertas revelaciones fundamentales sobre la condición humana.
            La coda de este escrito nos devuelve a las búsquedas desesperanzadas de Salvador Novo. Frente a ellas podemos preguntarnos si la ausencia literaria de las aves no es otra cosa que una impresión falaz, nacida de la miopía de un poeta que, quizá, nunca tomó lecciones de antropología. Acaso lo que muestra la poesía contemporánea no sea otra cosa que la presencia apabullante de unos pájaros que, liberados de sus vergüenzas y complejos, decidieron quitarse sus abrigos de plumas y desfilar desnudos, entre los versos, como los hombres y mujeres que son en el fondo.


Del cuarto cuaderno de Una semana de bondad (1934).
Max Ernst (1891-1976)

miércoles, 16 de octubre de 2019

Bombardeo



Expansión esférica de la luz centrífuga (1914). Gino Severini (1883-1966)


Una buena diatriba no juega sus mejores cartas en la exactitud de sus argumentos sino en la gracia verbal del alegato. Los inolvidables denuestos que, en la última década del siglo XIX, dejó caer Manuel González Prada sobre la obra literaria de Juan Valera, deben su perennidad no a que sean justos sino, por el contrario, a que son atrevidos y caricaturescos. Al polemista peruano se le ocurre, por ejemplo, acusar al autor de Pepita Jiménez (1874) de no gustarle Víctor Hugo —como si fuera lícito moralizar el gusto poético—, y logra vender ese cargo gracias a una comparación jocosa por partida doble; escribe: “Valera no desperdicia ocasión de zaherir a Víctor Hugo, porque le guarda la ojeriza de Sancho a la manta. Se maneja con el poeta francés como el que de mala fe nos pisa un callo, y en el acto nos pide mil perdones y nos hace mil reverencias”. De modo similar, muchos antropólogos no olvidan la sugestiva frase con que, de modo alevoso, Andrew Lang puso en tela de juicio esa obra maestra de la hermenéutica literaria —o legendaria— que es La rama dorada (1890), de James George Frazer, a la que caracterizó como una manifestación de “la escuela de la antropología vegetal”.
 Con la misma perspectiva pueden considerarse los ya famosos comentarios críticos de Carlos Reynoso a la obra de Claude Lévi-Strauss; particularmente, el ensayo que el cicerón argentino tituló “El estructuralismo de Lévi-Strauss: Observaciones metodológicas” (2008). Por supuesto, no se trata apenas de un acto de malabarismo retórico: Reynoso tiene razón en enjuiciar a su colega francés por pregonar, en uno de sus artículos —el segundo capítulo de Antropología estructural (1958)—, la conveniencia de plegarse a una noción que, al parecer, nadie tenía clara: el sistema fonológico de la lengua propuesto por Nikolai Trubetzkoy. Además de que, según el crítico, este lingüista ruso jamás acabó de establecer la manera en que los fonemas lograban constituir un sistema —se habría perdido en un bosque de oposiciones ambiguas—, Lévi-Strauss no es claro al anunciar qué principios de ese sistema en borrador son los que pretende aplicar para iluminar los problemas del parentesco humano. Asimismo, es legítimo que el comentarista argentino se moleste por la manera tajante como su rival reduce los contenidos de una relación entre dos personas a un signo matemático (negativo o positivo): le parece a Reynoso que las relaciones sociales suelen ser dinámicas cuando no difusas; que a veces no pueden juzgarse desde un solo punto de vista y que pueden expresar una misma cualidad en diferente gradación, amén de los vacíos etnográficos que nunca acaban de conjurarse. Tampoco es una objeción menor aquella que, al pasar al terreno de los mitos —en concreto, al célebre capítulo undécimo de la misma Biblia estructuralista—, Reynoso formula sobre la composición lingüística de los famosos “mitemas”: le enoja que, tras haberlos descrito como fenómenos manifestados “en el plano de la frase” —en esencia, relaciones sintagmáticas—, Lévi-Strauss los reemplace luego por interpretaciones o glosas etimológicas. Sobre esto último escribe el argentino: “No es en el plano soterrado y oculto de las relaciones sintácticas entre frases donde hinca los dientes el método, sino en la superficie misma de los significados, sean estos los que constan en el texto de una versión que no se sabe cuál es, o los que Lévi-Strauss estime necesario contrabandear luego”.
           Desde otro punto de vista, sin embargo, la crítica de Reynoso hace agua. Hay que decir, por ejemplo, que no presenta con integridad la fuente examinada, de la cual parece esconder los pasajes que atenuarían los presuntos pecados del padre del estructuralismo. Con descaro, el antropólogo argentino acusa a Lévi-Strauss de confundir, en la propuesta metodológica del artículo sobre el parentesco, una articulación lingüística de elementos sin significado propio —los fonemas— con una articulación de elementos construidos semióticamente —los términos y actitudes del parentesco—; pero, en honor a la verdad, el acusado nunca confundió una cosa con la otra, prueba de lo cual es que, en su texto, haga explícito qué tipo de extrapolación formal pedía su apuesta: “El problema puede formularse entonces de la siguiente manera: en otro orden de realidad, los fenómenos de parentesco son fenómenos del mismo tipo que los fenómenos lingüísticos”. También se muestra taimado Reynoso cuando, a propósito del análisis mítico, arremete contra Lévi-Strauss por haber supuesto —a su juicio con ligereza— que la historia de Edipo era un mito propiamente dicho, y, en el caso de que efectivamente lo fuera, por no haber establecido su relato con limpieza filológica desde fuentes autorizadas. Lo cierto es que, en el artículo en cuestión, el antropólogo francés es claro al advertir que su versión mítica no es más que un artificio ad hoc, implementado solo con el ánimo de ilustrar la aplicación del método analítico, y que de ninguna manera conviene asumirlo como una especie legítima de la saga edípica; de hecho —y ello hace más sospechosa la elipsis del crítico—, las líneas en que Lévi-Strauss se refiere a su gesto expositivo son, quizá, las más regocijadas de su larga y sesuda exposición: “la ‘demostración’ cabe, pues, entenderse no en el sentido que el científico da a ese término, sino, en el mejor de los casos, en el que le otorga el vendedor ambulante: no se trata de obtener un resultado sino de explicar, lo más rápidamente posible, el funcionamiento de la pequeña máquina que busca vender a los mirones”. Pero los yerros de Reynoso no solo nacen de su malicia; también, de su incomprensión: convencido de poder probar que la relación de inversión entre dos mitos es nada más que una ilusión propiciada por la magia acomodaticia de la interpretación, improvisa un ejemplo comparativo en que la intención de ser chocarrero es evidente, pues pone a Hamlet al lado de Caperucita Roja. Según Reynoso, uno puede ver, si así lo desea, que un relato es la perfecta inversión del otro, dado que en uno hay un héroe masculino hostil con su madre, mientras que en el otro hay una heroína femenina sumisa, además de otras permutaciones. Aun si se deja a un lado que tampoco esas historias son mitos, es necesario desnudar la defectuosa comprensión de Reynoso sobre aquello que Lévi-Strauss describió como una relación de total inversión: porque, según el antropólogo francés, no solo se requiere la permutación de un atributo —por ejemplo, que la heroicidad se intercambie entre una entidad femenina y una masculina— o la inversión semántica —que la desobediencia mute en obediencia—, sino que, además, se opere una permutación morfológica, de manera que un sujeto se trueque en predicado, y viceversa. El crítico argentino, del todo ensoberbecido con su comparación bromista, no da señas de haber entendido plenamente el asunto.
           Bien se ve, entonces, que Carlos Reynoso peca y reza en su diatriba, pero a pesar de eso se trata de un texto más o menos canónico de la antropología posmoderna suramericana; un estatus que resultaría inexplicable si de lo que se tratara fuera, apenas, de practicar una esgrima argumental. Por supuesto, no es de esa manera, y la larga vida que se augura para el ensayo del crítico argentino se debe, en buena parte, a su correcta escritura y, sobre todo, a su gracia literaria. Reynoso se revela en esos párrafos como un maestro del vituperio y la insinuación ponzoñosa. Lo de menos es que abra su exposición situando a Lévi-Strauss no como el antropólogo más influyente de la antropología moderna —como posiblemente lo sea—, sino apenas como “el antropólogo más reputado fuera de la antropología en el mundo latino”, es decir, como un simple hijo de vecino en el mundo anglosajón. También hay que considerar su invitación a creer en el testimonio de los que tardaron dos años en entender El pensamiento salvaje (1962). Y, asimismo, hay que tener en cuenta las expresiones zaheridoras —atrevidas y graciosas— que engarza entre sus reflexiones, ya sean las lúcidas o las descarriadas: dice que Lévi-Strauss se antoja brillante en un marco de enseñanza de la antropología copado por figuras grises; que una y otra vez necesita que su lector le perdone “sus lagunas, sus extravagancias y sus ambigüedades”; que su método no deja ser puro simulacro o “portentosa simulación”; que su razonamiento estructuralista se traduce en una escritura impecable y ningún tino matemático; que dramatiza la importancia de sus hallazgos analíticos hasta hacerlos parecer hazañas trascendentes, y que era afecto o propenso a las “fullerías”, las “pequeñas trampas”, las “triquiñuelas”, los “contrabandeos” y las confusiones “viles”. Remata su catilinaria con un imagen en la que el estructuralismo aparece reducido a poco más que una herida contaminada y de difícil cicatrización: “los ardides recurrentes de Lévi-Strauss han adherido a la sustancia del estructuralismo una costra de malentendidos que a la posteridad le costará trabajo erradicar”.
         El crítico logra dar su mejor golpe por la vía del humor negro. Como, al menos, sí ha leído con atención los pies de página del texto de Lévi-Strauss sobre el parentesco y la fonología, Reynoso sabe que su primera versión como artículo circuló en el número de agosto de 1945 de Word. Journal of the Linguistic Circle of New York; es decir, sabe que el artículo se divulgó casi al mismo tiempo que las bombas atómicas caían sobre Hiroshima y Nagasaki, y por eso se permite llamar la atención sobre la mala pata con que Lévi-Strauss, en alguno de sus párrafos, celebra los alcances de una ciencia fatalmente poderosa; en efecto, había escrito el estructuralista que “La fonología no puede dejar de cumplir, respecto de las ciencias sociales, el mismo papel que la física nuclear, por ejemplo, ha desempeñado para el conjunto de las ciencias exactas”. Por supuesto, él no podía saber, al remitir su manuscrito a la revista, lo que se tramaba en los conciliábulos de la guerra; pero la coincidencia es tan redonda entre la coyuntura histórica y la frase desprevenida que Reynoso no puede evitar referirse, con satisfecha sorna, a esa “poco feliz comparación”. Consignada esa observación en las primeras páginas de la diatriba, su lector difícilmente puede escapar a la idea —o mejor, a la sugestión— de que el estructuralismo levistraussiano ha caído con inútil y dañino estruendo sobre el mundo.


Mercurio pasa delante del Sol (1916). Giacomo Balla (1871-1958)

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Crimen y castigo



La muerte de Marat (1793). Jacques-Louis David (1748-1825)



Es legítimo suponer que muchos estudiantes de antropología se han hecho de Curt Unkel —etnólogo nacido en Jena, Alemania, en 1883, y muerto en Santa Rita do Weil, Brasil, en 1945— una imagen acorde a los simpáticos datos que de él deja entrever Claude Lévi-Strauss: que se trataba de un apasionado mitógrafo de los pueblos de lengua guaraní tantas veces citados en Mitológicas; que había sido rebautizado por los indios como “Nimuendajú” —El que consigue para sí un lugar—; y que fue protagonista de, al menos, una anécdota graciosa. Esa historia es la que Lévi-Strauss revisa a vuelo de pájaro en uno de los ensayos de La mirada distante (1983), donde consigna que, al regresar Unkel a una aldea selvática tras una larga estadía en tierras civilizadas, los indios lloraron a raudales con solo imaginar los sufrimientos que su amigo blanco habría arrostrado en el mundo inhóspito.
         Lo cierto, sin embargo, es que en torno de la figura de Nimuendajú se cuajan las sombras más oscuras. Era parco hasta la médula —a alguien que le pidió una biografía se la resumió en 40 palabras— y no le gustaba retratarse, a tal punto que de él se conocen dos o tres fotos, entre las cuales la más difundida lo muestra con un gesto avinagrado de perro apaleado, con el labio inferior prominente y el vértice de las cejas sobre la raíz de la nariz. Con todo, esos rasgos poco significan frente a los hechos turbios que rodearon su muerte. Bastará decir que, a casi 75 años del fallecimiento de Unkel —se vació en una hemorragia feroz al anochecer del 10 de diciembre de 1945, en la maloca del indio tikuna Nino Ataíde—, cualquier explicación de los hechos se confunde en una vorágine de hipótesis. Roque de Barros Laraia, historiador y antropólogo, resume ese capítulo misterioso de la “mitología” brasileña en cuatro versiones: 1. Nimuendajú fue envenenado con curare por los mismos tikuna, en represalia por haberse propasado con mujeres de la comunidad; 2. Nimuendajú bebió un café envenenado en el rancho de un colono, quien se sentía perjudicado por su actuación indigenista; 3. Nimuendajú fue envenenado por un grupo de indios que querían robar sus pertenencias; 4. Nimuendajú falleció de muerte natural, minado por la malaria. Aunque esta última hipótesis es la menos plausible, no está de más tener en cuenta que Robert Lowie, mecenas del trabajo científico de Unkel, vio con malos ojos su proyecto de radicarse entre los tikunas, pues le pareció que un hombre de su edad podría pagarlo caro; le escribió en una carta, fechada el 18 de noviembre de 1940: “Debe considerar también su estado de salud. Yo sentiría mucho remordimiento si un viaje de investigación emprendido por usted, por iniciativa mía, le granjeara consecuencias funestas. Si no me engaño, usted y yo somos exactamente de la misma edad (cumpliré 58 años en junio), y aunque no tenga motivos para quejarme, no me juzgo tan capacitado como hace 8 años”.
           La versión preferida por los antropólogos es la de la vendetta india contra el etnólogo lujurioso. Pero no se crea que se trata de una fascinación de los iniciados por las historias truculentas de tinte malinowskiano: por el contrario, se trata de la inferencia sugerida por un conjunto de pruebas recogidas, juiciosamente, tras las declaraciones de varios informantes. Por lo menos, eso es lo que deja ver una investigación adelantada por Elena Welper, Doctora en Antropología, en la última década. De acuerdo con la pesquisa documental y etnográfica de esta autora, Manuel Nunes Pereira —amigo de Nimuendajú y uno de sus primeros biógrafos— habría testimoniado, tres décadas después del crimen, que el etnólogo era “pansexual”; que había desflorado a una hija y a una sobrina de Nino, y que había prometido, en vano, casarse con ellas. Nunes Pereira, es verdad, se refirió a esos hechos con alguna confusión, pues los ligó al odio que algunos colonos blancos, vecinos al igarapé da Rita —el lugar exacto en que tuvo lugar el desenlace—, albergaban contra Unkel, quien, en virtud de sus consejos, hacía que los tikunas abandonaran su trabajo en los barracones caucheros de los blancos; en efecto, de acuerdo con el declarante, “casi todos los civilizados que vivían en aquel lugar malquerían al profesor, pues él era un gran defensor de los derechos de los indios”. Sin embargo, el móvil de la inapropiada conducta sexual de Nimuendajú cobra relieve a la luz de otros indicios. Uno de ellos es una carta del 15 de abril de 1944, enviada por el etnólogo a Nino, y en la que, al mismo tiempo que anuncia su regreso al igarapé, le pide al tikuna descartar la idea de internar a sus hijas en un convento, pero no tiene empacho en sugerirle el confinamiento de su hijo Miguel en el claustro.
 Más allá de la suspicacia que pueda leerse en los consejos vertidos en aquella carta, la prueba reina del interés de Nimuendajú por las jóvenes indígenas sería su “diario erótico”, compuesto al calor de supuestos estudios sobre “sexología” tikuna y el cual, tras ser extraído de las pertenencias que el muerto dejó en la casa de Nino, habría pasado por varias manos hasta desaparecer. Henrique Geissler, alemán residenciado en Santa Rita do Weil, declaró en 1946 que tenía el diario en su poder y que había puesto a buen recaudo copias fotostáticas de sus páginas, henchidas estas de “rudezas  morales”, y que él prefería no publicarlas para proteger el prestigio de Unkel y, de paso, el de toda la antropología hecha en Brasil. Un testimonio aportado recientemente —en 2014— por el señor Nicanor de Almeida confirma que Geissler sí había tenido ese botín entre manos, y que se trataba de un documento que lo avergonzaba, pues el etnólogo “todo lo que hacía con las indiecitas lo anotaba, todo ese negocio de citas, todas esas cosas… aquellos cabellitos bonitos, esas cosas”. De hecho, parece que no solo había referencias escritas a la pilosidad de las tikunas, sino que entre las páginas del diario se habrían guardado, puestos entre hojas dobladas, algunos de sus vellos púbicos; al menos eso era lo que contaba Ricardo Geissler, hijo de Henrique. Apenas sorprende que Nino Ataíde, abrumado por la flagrante falta de Nimuendajú a los códigos de la honra indígena, le hubiera proporcionado el veneno en su misma maloca. Algunos tikunas dijeron que el etnólogo tomó pororoca, una bebida fabricada con banana madura.
         Llama la atención que el affaire Nimuendajú no haya tenido tanta resonancia como las inocentes rijosidades de Malinowski. Además de que el antropólogo polaco jamás desfloró a ninguna doncella trobriandesa —todo parece indicar que se contentó con registrar, en su famoso diario, el deseo de follar con todas las nativas de Kiriwina—, su vida jamás corrió peligro, y el único crimen relacionado con su actuación fue, acaso, la misteriosa desaparición de un amigo suyo: el comerciante de perlas Billy Hancock, cuyo rastro se perdió para siempre mientras esperaba, enfermo, una embarcación que debía recogerlo en la factoría de Samarai, al este de Nueva Guinea. Quizá deba decirse que, cuando murió Curt Unkel, las aventuras antropológicas en las selvas brasileñas no interesaban a la opinión profesional y pública de la época —Lévi-Strauss todavía no descubría Sudamérica con Tristes trópicos (1955)—; o, quizá, que el valor de temeridad atribuido a los diarios de Malinowski no fue otra cosa que un correlato obligado de un prestigio ya consolidado como aventurero etnográfico e, incluso, como novelista disimulado. En cualquiera de los dos casos, cabe preguntarse por los otros dramas —dramas como el de Nimuendajú y su vaso de veneno— que se esconden en los dobleces de las páginas históricas de la etnografía.


La muerte de Sócrates (1787). Jacques-Louis David (1748-1825)

miércoles, 4 de septiembre de 2019

La frente en alto



Maternidad indígena (s. f.). Roberto Holden Jara (1900-1984)



El hecho de que casi el 90% de los paraguayos hable la lengua guaraní, así como el carácter mediterráneo de su país —lo rodean sabanas, matorrales, bosques y montañas bajas—, podría sugerir a algún desprevenido la imagen de un inmenso reino primitivo en que las maneras salvajes se imponen sobre los refinamientos civilizatorios. Por supuesto, no cabría albergar una imagen más roma y prejuiciada sobre Paraguay, cuya historia sociocultural es tan compleja como la de tantos lugares del orbe; algo de lo cual habla elocuentemente el surgimiento, en aquellas tierras, del árbol frondoso de la narrativa de Augusto Roa Bastos, uno de los más grandes escritores de la lengua castellana. Sin embargo, el mejor argumento contra cualquier idea sobre la rusticidad paraguaya quizá sea un zurcido de noticias sobre los modos señoriales y la altura moral de los habitantes nativos de aquella cálida comarca.
            Hacia 1780, el militar español Félix de Azara recibió, de la Corona ibérica, el encargo de explorar la frontera con la colonia portuguesa. En cumplimiento de esa misión, Azara viajó por tierras paraguayas y tomó copiosas notas sobre el relieve, las especies naturales y los pueblos; datos, esos y otros, que se divulgaron en libros como los Apuntamientos para la historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y el río de la Plata (1802) y la Geografía física y esférica del Paraguay (1904). Por desgracia, la idea que el comisionado se hizo de los indígenas los muestra cercanos a las bestias de que se ocupa el primer tratado: por ejemplo, de los payaguás dice que habían elegido como cacique a un “bruto hediondo”, que eran crueles y feroces al punto de que sus fechorías “no podrían contarse en resmas de papel”, y que la lengua que hablaban era gutural e ininteligible. Sin embargo, con todo y su mala leche, el comisionado español no puede evitar reconocer la gallardía de la etnia mbayá: destaca la manera férrea como, desde 1756, estos nativos habían respetado la paz acordada con los colonos españoles, y a propósito de las mujeres y niños caaguá que capturaban en sus avanzadas por los montes —eso sí, será mejor no preguntar por los reos adultos— Azara informa que les respetaban la vida y les prodigaban buen trato. Escribe, finalmente, que los mbayá se expresaban con gestos y movimientos despejados, sin duda producto de su vanidosa convicción de “ser hombres de palabra y los más nobles de toda la América”.
            A juzgar por el testimonio del antropólogo más influyente del siglo XX —Claude Lévi-Strauss—, Azara no estaba lejos de la verdad. Al asomarse a la historia de los mbayá en el vigésimo capítulo de Tristes trópicos (1955), el antropólogo estructuralista se refiere a la obsesión de la etnia por las buenas maneras y la formalidad, e incluso llega a comparar a sus hombres y mujeres con las figuras rígidas y simétricamente decoradas del naipe francés. De acuerdo con el autor, estos indios eran tan altivos que incluso los colonizadores españoles y portugueses les conferían el tratamiento de “don” o “doña”, y las nativas no mostraban ningún interés por conocer a la esposa del virrey, convencidas de que solo la Reina de Portugal estaba a su altura. Lévi-Strauss refiere una anécdota ilustrativa de ese orgullo nobiliario: “hubo una, doncella aún, conocida por el nombre de doña Catarina, que declinó una invitación a Cuiabá del gobernador de Mato Grosso; como ya estaba en edad de casarse, pensaba que ese señor la pediría en matrimonio, y ella no podía malcasarse ni tampoco ofenderlo con su rechazo”. Más allá de que la joven no considerara digno de ella al señor gobernador, llama la atención el cuidado puesto en no desairarlo; una consideración social afín con el respeto con que eran tratados las mujeres y los niños capturados en la guerra, según cuenta Azara y ratifica el antropólogo, quien apunta que las prisioneras no interesaban al apetito nobiliario de sus captores. Los niños, con mayor razón, podían sentirse a salvo, pues los mbayá veían con repugnancia la procreación y preferían asumir como propios a los hijos de sus rivales étnicos. Claramente se ve que esos otros no eran, para los mbayá, brutos hediondos.
            Puede ser que la versión levistraussiana de la ética mbayá sugiera en ese pueblo un carácter quisquilloso antes que actitud bondadosa, orgullo antes que altruismo. Sin embargo, una historia relatada por el antropólogo paraguayo León Cadogan disipa cualquier duda sobre la probidad de la etnia. En sus notas autobiográficas —rescatadas parcialmente por Roa Bastos en la compilación Las culturas condenadas (1979)—, Cadogan cuenta que una mañana de 1921, en un yerbal situado no lejos de Caaguazú, se topó con un hombre mbayá que iba ataviado con el típico taparrabos, bandas en brazos y piernas y un adorno ritual masculino, además de llevar encima sus armas personales y una varilla de mando. Había acabado de matar y enterrar a un colono que había ultrajado a su mujer, y tenía la firme intención de entregarse a las autoridades para que cualquier venganza futura se ejerciera únicamente sobre él y no sobre su pueblo; le dijo al antropólogo: “No es justo que esto ocurra. La cuenta debe saldarse: ekovia va’erä teko awy, debe purgar el error (cumplir la ley del talión), lo sé. Pero el que mató al paraguayo soy yo, y vengo para que me lleves junto al jefe de los paraguayos para que se cumpla en mí su ley y mi gente no sea perseguida”. Cadogan hizo lo que el otro le pedía, pero el jefe civil de Caaguazú dejó en libertad al mbayá tras averiguar que el muerto era un perdulario que venía asolando la región desde tiempo atrás. Sin embargo, Emilio —tal era el nombre del nativo justiciero— no podía saber eso ni tener una idea aproximada de cómo sumaba y restaba la justicia estatal, y si decidió ir voluntariamente a la ciudad fue solo porque así se lo pidió su conciencia. Él es, en versión paraguaya, aquel reo árabe que en “El huésped” —uno de los cuentos reunidos por Albert Camus en El exilio y el reino (1957)— marcha a la prisión por su propia cuenta, obediente a la consigna de un custodio que elige quedarse a medio camino. Se adivina que ambos, mbayá y árabe, llevaban la frente en alto.
            Los curiosos de muchas épocas y lugares han querido ver la grandeza de espíritu de las naciones nativas de América en las ruinas esplendorosas de sus palacios. De modo vicioso, olvidan que las mejores pruebas no están en la monumentalidad o la simetría de lugares como Teotihuacán, Machu Picchu o Tiwanaku, sino en la capacidad de los hombres de establecer entre sí relaciones ecuánimes, y sobre todo entre aquellos que se perciben como radicalmente distintos; y, como bien se sabe, se trata de un proyecto que puede prosperar incluso en un matorral pantanoso y escondido del mundo.



Parejhara (1942). Roberto Holden Jara (1900-1984)


jueves, 8 de agosto de 2019

La prenda de la verdad



Novena ola (1850). Iván Aivazovsky (1817-1900)



En El antropólogo como autor (1988), Clifford Geertz pretende llamar la atención sobre algo que, muy seguramente, para entonces ya no era un secreto: que Bronislaw Malinowski había alcanzado la cima de la persuasión antropológica —o, cuando menos, una de las cimas, habida cuenta que Claude Lévi-Strauss, E. E. Evans-Pritchard y Ruth Benedict habían coronado otros picos nevados— gracias a la estrategia de asumir el estatus del testigo real y privilegiado de los hechos etnográficos narrados en sus libros. Para el antropólogo estadounidense, su colega polaco construye un convincente “yo-testifical” gracias a que, al mismo tiempo que como un científico creíble, logra presentarse como un hombre auténtico: como un aventurero capaz de entregarse a novelerías y mezquindades, como lo denunció el mismo Geertz cuando, dos décadas atrás, saludó la publicación de los diarios de Malinowski con una reseña demoledora. Pero, precisamente, la interpretación de Geertz resbala al depender, en gran medida, de una prueba que, en sentido estricto, poco o nada tiene qué ver con las persuasivas monografías sobre las islas Trobriand: los diarios, conocidos 25 años después de la muerte del polaco, esto es, cuando su nombre ya había sido entronizado en el salón antropológico de la fama.
            Quizá resulte más sugestiva la hipótesis lanzada por Mary Louise Pratt sobre el origen del yo-testigo en la escritura etnográfica disciplinar: habría llegado proveniente de la literatura de viajes, donde la obligada narración en primera persona se había revelado como una perspectiva adecuada para hablar con cercanía y persuasión incluso de los hechos más absurdos y, por ello, inimaginables. En el caso de Malinowski, esa idea permite atar los cabos sueltos que tanto han tentado a los intérpretes de su obra escrita, toda vez que deja vincularla con legitimidad a las novelas marineras de Joseph Conrad, su doble compatriota si se piensa que, así como el autor de Los argonautas del Pacífico occidental (1922), el de El corazón de las tinieblas (1899) también fue un polaco renacido como inglés. Al menos hay un guiño favorable a las presuntas emulaciones de Malinowski en la famosa introducción metodológica de la monografía de 1922: un párrafo que es casi un calco de la escena que da comienzo a “Una avanzada del progreso” (1896), el relato de Conrad sobre dos blancos abandonados en un puerto africano en que se hace abastecimiento de materias primas. Escribe el antropólogo: “Imagínese que de repente está en tierra, rodeado de todos sus pertrechos, solo en una playa tropical cercana de un poblado indígena, mientras ve alejarse hasta desaparecer la lancha que le ha llevado”. La deliberación con que se alude a la fuga de la embarcación parece dar la razón a Geertz, toda vez que da idea de un narrador socarrón e indisciplinado que —como años después el taimado Nigel Barley— ve en la experiencia etnográfica el peor de los castigos humanos.
           Sin embargo, no hace falta buscar ni en los atrevidos diarios de Malinowski ni en las aventuras de Joseph Conrad las pruebas de que el etnógrafo polaco acudió al recurso de la testificación como estrategia para hacerse irresistiblemente convincente en su escritura. En la misma obra antropológica de Malinowski —de hecho, en su más célebre monografía— palpita esa prueba. En efecto, Los argonautas del Pacífico occidental sabe combinar una audaz reconstrucción científica con una personalísima narración, de las que, por su estudiada disposición, el lector sale convencido de que le han dicho en qué reside —o casi— el más valioso secreto de la vida en Melanesia. La máquina de la persuasión función así: entre el capítulo V y el XV, Malinowski describe con meticulosidad el paso a paso de una expedición Kula, y lo hace por medio de una imagen ideal e intemporal de la institución. Las frases que componen esos centenares de páginas contienen nada más que verbos en presente, de suerte que consiguen ocultar la historicidad de la experiencia etnográfica: “los trobriandeses se reúnen”, “el mago recita”, “la canoa navega”… El autor sabe perfectamente que, de lo que se trata, es de construir, en abstracto, un dibujo de hechos sociales que, realmente, no tiene cabida en la conciencia de los nativos: “Ningún indígena, ni el más inteligente, tiene una idea clara del Kula como gran institución social organizada y menos aún de su función e implicaciones sociológicas. […] La tarea del etnógrafo consiste en integrar todos los detalles observados y extraer la síntesis sociológica a partir de todos los síntomas de diversa índole en que puede apoyarse”. Pero un esfuerzo tan arduo de imaginación científica —la costumbre descrita se alarga en duración y detalles— implica el riesgo de que el lector acabe perdiendo la fe y sienta mareo por el tanto rato que se le impide poner los pies sobre la tierra y en la historia. Entonces, en el inmediato capítulo XVI, con el pretexto de relatar cómo se hace el Kula entre Dobu y Sinaketa, Malinowski cuenta una aventura personal en que los verbos aparecen en un fresco y convincente pretérito, además de que están uncidos a la cercana y cálida primera persona: “cuando yo atravesé el distrito”, “observé el procedimiento durante largo rato”, “Mi llegada resultó muy molesta para los indígenas”… El yo-testigo aparece, pues, no tanto para hablar de sí mismo como para dar a entender que todo lo que ha imaginado previamente resulta tan concreto y creíble como las divertidas aventuras que ahora se permite narrar.
         Podría decirse que la sucesión de esas perspectivas en la descripción del Kula no encubre ningún propósito de persuadir al lector, y que se trata apenas de transiciones naturales del discurso en que el autor no es consciente de lo que hace; que él, simplemente, cambia de posición después de haber dormido largo rato sobre uno de sus costados. Eso resultaría del todo indiscutible si el mismo Malinowski no hubiera sugerido, en otro de sus libros, que todo relato está obligado a ofrecer algo que él llama “la prenda de la verdad”. En efecto, en la marginada monografía —pero no menos monumental— Jardines de coral y su magia (1935), el etnógrafo ofrece una síntesis de la saga mítica en que Tudava, héroe civilizador de las Trobriand, funge de patrono de la agricultura. Este personaje va y viene por todas las islas tratando de compartir saberes y semillas con los nativos, quienes le reciben con más o menos hostilidad, y de ahí la actual esterilidad o feracidad de las diversas tierras. Junto a la costa de Nadili, una de las islas Laughlan, Tudava se encuentra con un pescador de tiburones que le pide colmarlo de dones; el héroe, generoso como todos los de su especie, le da dos paquetes mágicos, mucha comida y un par de pendientes de colmillo de jabalí. Pero la embarcación del pescador zozobra y todo el botín va a parar al fondo del mar. De modo significativo, los nativos entrevistados por Malinowski en la segunda década del siglo XX afirmaban que los pendientes de colmillo habían quedado, como marca del acontecimiento, en ese lugar del archipiélago: “pueden verse a través del agua en un acantilado del otro lado de las Laughlan”. Según sugiere el antropólogo y escritor, una evidencia tan concreta como un afloramiento marino acaba paliando la habitual “falta de sentido” que aqueja a los mitos. Pero él mismo, años atrás y mejor que nadie, ya había tomado atenta nota de eso.


Ola (1889). Iván Aivazovsky (1817-1900)


jueves, 18 de julio de 2019

Centenario de bronce



Illimani (1943). Arturo Borda Gosálvez (1883-1953)



Hace cien años —a mediados de 1919—, el abogado boliviano Alcides Arguedas publicó en La Paz su cuarta novela, Raza de bronce. En ella se relata la trágica historia de los amores de Maruja y Agustín, dos indios aymaras que, con el paso de las ediciones, acabaron llamándose Wata-Wara y Agiali. Tras un rudo noviazgo vivido junto al lago Titicaca, y durante el cual Agustín debe cumplir con la prueba de viajar a los valles cálidos en busca de semillas para su patrón, la pareja contrae matrimonio y se establece como una familia más entre las que son explotadas en la hacienda Kohahuyo. Sin embargo, poco tiempo después, el arribo de Pablo Pantoja —el amo— deparará un desenlace fatal para el rústico idilio: ese hombre y tres amigos paceños ultrajan a Maruja en el mismo cerro en que pastorea sus ovejas, y lo hacen de modo tan brutal que ella muere, envuelta en la sangre de su embarazo malogrado. La comunidad india, encabezada por el viejo Coquehuanka, ataca la casa patronal en medio de la noche y le prende fuego, con la consecuente inmolación de los violadores.
        Cuando se publicó Raza de bronce, la novela indigenista hispanoamericana todavía vivía su infancia. En 1848, el peruano Narciso Aréstegui había incluido algunos personajes indígenas, agobiados por cargas tributarias y celadas politiqueras, en un par de capítulos de El padre Horán. Escenas de la vida del Cuzco, una novela realmente interesada por contar la historia de un cura que seduce a una de sus hijas espirituales. Por su parte, Grimanesa Martina Matto Usandivaras —mejor conocida como Clorinda Matto de Turner, también peruana— dio a la imprenta, en 1889, a Aves sin nido, una novela en que el matrimonio de Lucía y Fernando Marín asume la protección de las hijas de Juan y Marcela Yupanqui, una pareja india que sucumbe bajo la codicia y vilezas de los jefes civiles y eclesiásticos del pueblo de Kíllac. Y el mismo Arguedas, en 1904, había esbozado el argumento de su novela centenaria en Wuata-Wuara, una breve versión de la trágica historia de los amantes aymaras del Titicaca, y en la que la principal diferencia es el final poco menos que canibalesco con que se hace justicia sobre la perversidad del patrón y sus amigos. Más allá de eso y de un puñado de relatos sobre indios campesinos, lo que se ve en el paisaje de la literatura de tema indígena hasta la aparición de Raza de bronce son novelas históricas con incas, aztecas y muiscas esplendorosos, crueles antagonistas de lances épicos en que el heroísmo está reservado a los gallardos conquistadores españoles.
            En Raza de bronce la cuestión indígena se plantea con mayor realismo o, para decirlo con precisión, con mayor justeza histórica. Al personaje indio de la época republicana, por más que se lo hubiera pintado literariamente como a un ser miserable, víctima de infinitos abusos por parte de hacendados, jueces y curas y, por ello, digno de ser tratado con humanitarismo, no se lo había mostrado como a un antiguo propietario de tierras al que, tras la rapiña, solo cabe reivindicar en términos económicos. Esa advertencia, que en su versión sociológica corrió por cuenta de la voz flamígera de Manuel González Prada —ahí está, para probarlo, su ensayo "Nuestros indios" (1904)—, fue incorporada en la novela de Arguedas. El narrador, cuando presenta a Pablo Pantoja, lo sitúa como el heredero de una clase gamonal que, en el último tercio del siglo XIX, había sido lucrada con extensas tierras indígenas por parte del gobierno rapaz de Mariano Melgarejo. Este "caudillo bárbaro" —así lo define Arguedas en la novela y en el que, quizá, es el más célebre entre sus libros de historia boliviana, Los caudillos bárbaros (1929)—, exterminó a dos mil indios y arrebató sus querencias a más de trescientos mil, armado nada más que con el pretexto de que esa era la única manera de hacer productiva la gleba. En el clímax de la venganza aymara, Choquehuanka anima a los suyos poniendo el dedo sobre las llagas del despojo y la resignación: "Todo nos quitan ellos, hasta nuestras mujeres, y nosotros apenas nos vengamos haciéndoles pequeños males o dañando sus cosechas, como una débil reparación de lo mucho que nos hacen penar. Y así, maltratados y sentidos, nos hacemos viejos y morimos llevando una herida viva en el corazón". Coherentemente con esa toma de conciencia, los indios de Kohahuyo se llenan de la "virilidad suficiente para escarmentar a los opresores" —las palabras son, otra vez, de González Prada— y prenden fuego a la casa.
           La novela deja ver una veta apreciable de realismo, y lo hace ya desde su primera parte, en la que, a un lado de los hombres —o mejor, sobre ellos y bajo ellos—, el paisaje se hace protagonista. Ya no es, como en el siglo XIX, el escenario jubiloso o dramático hecho a la medida del ánimo del poeta, supeditado a los vuelcos caprichosos de su corazón. Por el contrario, en Raza de bronce las montañas y los ríos ignoran a los hombres: a fin de cuentas, los gigantes no viven en la misma isla de los liliputienses. Cuando Agustín viaja a comprar semillas, un río voraz de los Yungas arrastra a Manuno, un indio de la comitiva, y apenas viene a devolverlo como una "masa lodosa y elástica", del todo putrefacta. Más adelante, el Illimani impone su mole: "presentándose  de improviso a la vuelta de las laderas, saltaba el amplio nevado, deforme, inaccesible, soberbiamente erguido en el espacio. Su presencia aterrorizaba y llenaba de angustia el ánimo de los pobres llaneros. Sentíanse vilmente empequeñecidos, impotentes, débiles. Sentían miedo de ser hombres". Con la misma rudeza objetiva se presenta la vida humana, caracterizada por el esfuerzo y la injusticia, aunque es verdad que, en el retrato de las cosas indígenas, el narrador se deja llevar por algunos prejuicios de época y sube los colores en las descripciones de los aymaras borrachos, así como sugiere, con visible ironía, el carácter pintoresco y supersticioso de algunos ritos. Pero, de la misma manera, ha desaparecido el delirante desenlace antropofágico de Wuata Wuara, en el que las indias beben la sangre del patrón; en su lugar, la tercera edición de Raza de bronce, aparecida en 1945, incluye una nota de autor a modo de balance histórico y moral de la política indigenista boliviana: "Este libro ha debido en más de veinte años obrar lentamente en la conciencia nacional, porque de entonces a esta parte y sobre todo en estos últimos tiempos, muchos han sido los afanes de los poderes públicos para dictar leyes protectoras del indio". Salta a la vista que, con su cuarta novela, Arguedas pretendía dar un paso hacia la comprensión de la realidad étnica andina.
       Puede pensarse con legitimidad que, con Raza de bronce, la novela indigenista hispanoamericana alcanzó su mayoría de edad. Además de lo que queda aducido, un indicio no siempre advertido por la crítica permite aferrarse a esa interpretación: la presencia de un personaje antropólogo, manifestación inequívoca de una intención de afinar el zoom etnográfico de la narración. Se trata de Alejandro Suárez, un amigo de Pantoja que estudia leyes —como Arguedas— y quien se niega a tomar parte en el asalto a Maruja, pues en general critica el maltrato con que los hacendados acostumbran tratar a sus colonos. Mientras está en la hacienda, este filántropo prefiere preguntarle a los aymaras acerca de sus genealogías, preferencias matrimoniales, creencias y costumbres en general, material con el que aspira a confeccionar "algún trabajo". Particularmente significativo es que, además de reproducir el cuestionario especializado de la antropología —que por entonces estaba en embrión en Bolivia, como en la mayor parte de América Latina—, Suárez es víctima del poco interés que los nativos suelen deparar a los oficiantes de la disciplina: "Los indios ya le conocían; y no bien los perros ladraban anunciando su visita, recibíanle con disgusto pero sin hostilidad, y le tendían sobre el poyo, a la entrada de una alcoba, la mejor y más limpia manta, tejida en horas de reposo por la mujer o la hija, y que se guarda preciosamente en lo más recóndito de la casa, junto con los trajes nuevos, el disfraz y otras prendas de estimación; pero se negaban obstinadamente a satisfacer sus preguntas sobre sus hábitos y creencias, alegando no saber nada de nada, recelosos y sentidos". No de mejor manera fue recibido Malinowski por los trobriandeses, quienes tenían para sí que hacía "preguntas tontas", si bien lo acogían con alguna simpatía, en la esperanza de que les regalara tabaco.
          Un siglo después de que Raza de bronce fuera impresa en los talleres de la editorial paceña González y Medina, su vigencia y su interés como documento literario son inobjetables, sin que la mellen las muchas declaraciones sobre la presunta caducidad de la novela indigenista, proferidas en las últimas décadas. La obra de Arguedas parece tener el mismo vigor que Pantoja descubre en la heroína en el momento en que intenta doblegarla: "Al verla tan fina, nadie hubiese sospechado que esa salvaje tuviese tanta fuerza. Yo la cogí por la cintura y quise echarla al suelo, pero no pude. Es una raza de bronce".



El yatiri (1918). Arturo Borda Gosálvez (1883-1953)

jueves, 6 de junio de 2019

Botánico de poltrona



Alstroemeria salsilla (entre 1783 y 1816).
Francisco Javier Matís (¿1762?-1851)



En Bogotá, hacia 1860, se publicó por entregas la Memoria sobre la historia de la botánica en la Nueva Granada, de José Florentino Vezga Pinilla. A pesar de lo que pueda sugerir el segundo nombre de este santandereano, su labor periodística lo puso más veces entre los libros de su biblioteca que entre las flores de los jardines y campos del altiplano cundiboyacense; de hecho, la obra mencionada, más que la expresión libre de su pluma, es la compilación de muchas páginas ajenas, algunas de ellas —como el opúsculo del médico Álvaro Restrepo sobre el curare— citadas, sin pudor alguno, de modo tan extenso que cabría pensar en un asalto a la buena fe del autor original. Por fortuna, a Vezga lo salva su olfato de antologista literario, toda vez que los pasajes fusilados en la memoria botánica no se conforman con ofrecer datos sobre la sabiduría herbolaria de indios y negros: también son anécdotas de una gracia narrativa apreciable.
        De la “Botánica indígena” —primera parte de la compilación— surgen tres ejemplos contundentes del buen trabajo de selección llevado a cabo por nuestro botánico de poltrona. El primer caso corresponde a una anécdota sacada de los cuadernos personales de Francisco Javier Matís, el pintor de Guaduas que acompañó a José Celestino Mutis en la Expedición Botánica y luego fue guía de Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland en sus correrías por la sabana bogotana. De acuerdo con la laboriosa transcripción de Vezga, un día de 1788 estaba Matiz en Mariquita y vio a un negro —el negro Pío— jugueteando con una taya equis que pasaba de un brazo a otro. Según Pío, la serpiente no lo picaba porque él se había impregnado con hojas de guaco, y que se trataría con su zumo, con éxito asegurado, si el ofidio se atreviera a morderlo. El pintor corrió a imponer a Mutis del hallazgo, pero el sabio gaditano exigió hacer una prueba en presencia del negro. Esa evidencia apenas pudo surtirse cinco meses más tarde, cuando, en casa de Mutis, el pintor y Pedro Fermín de Vargas fueron inoculados con guaco y luego, como Pío, jugaron con la serpiente sin que ella pensara en atacarlos. Matís, con la idea de certificar el hallazgo ante su mentor, se empeñó en irritar a la taya equis hasta que esta le mordió un dedo. Pío, solícito, succionó el veneno de la herida y la tapó con una hoja de la planta, y después no sucedió nada que pudiera ser lamentado. Vargas publicó un reporte sobre el caso y muy pronto se difundió la noticia sobre las cualidades de antídoto del guaco. El efecto fue del todo inesperado: en Mariquita, en cuyos bosques aledaños abundaban tanto las serpientes como el guaco, se puso de moda, entre los jóvenes, apostarse en las calles para jugar con los reptiles, a los que permitían envolverse en sus brazos. Una escena semejante, hoy en día —cuando la juventud prefiere distraerse con aparatos inanimados—, se antoja, más que risible, inimaginable.
          Otra anécdota sugestiva —pero mucho más dramática— proviene de las páginas de El Orinoco ilustrado (1741), la crónica del jesuita español Joseph Gumilla. Escribe el misionero que los indios caverres de las riberas de Orinoco se especializaban en la preparación del curare, práctica que él describe con morosidad. Del pantano de las ciénagas extraían los indios una raíz de color pardo, la cual, tras ser lavada, era cortada, machacada y puesta a hervir a fuego lento en grandes ollas de barro. Cuando la cocción se encontraba avanzada, los trozos de la raíz eran estregados dentro de las ollas, y posteriormente eran escurridos antes de ser desechados, justo cuando el cocimiento había espesado. Según Gumilla, los cocineros designados para preparar el curare morían a causa de los vapores emanados de la tóxica sustancia, y de ahí que la tarea se asignara a las mujeres viejas de la comunidad, quienes, incluso, no se amilanaban ante esa imposición; cuenta el jesuita que todo eso tenía lugar “sin que ellas repugnen este empleo, ni el vecindario o la parentela lo lleve a mal; pues ellas y ellos saben que este es el paradero de las viejas”. El cuadro se torna dantesco cuando se considera que en cada faena podían morir hasta dos cocineras, según la concentración de los vapores deletéreos y la resistencia de cada vieja. Para Vezga, es claro que los caverres abusaron de la credulidad de Gumilla y aprovecharon su curiosidad para endilgarle lo que bien parece un chiste cultural sobre la senectud. Algo similar le sucedió a Charles Darwin entre los onas de Tierra del Fuego, quienes, por creer que el naturalista los invitaba a conversar sólo para entretenerse, le dijeron que solían comerse a sus prisioneros y en ausencia de ellos a las mujeres más viejas de la tribu, y que preferían hacer esto a comerse sus perros, pues al menos estos servían para cazar nutrias, mientras que las mujeres eran absolutamente inútiles.
            La tercera viñeta también se relaciona con la preparación del curare, pero esta vez las palabras citadas corresponden a las memorias viajeras de Humboldt. Cuando él y Bonpland llegaron a la misión de La Esmeralda, en plena Orinoquia venezolana, les fue presentado un especialista en jugos vegetales que todos conocían como “el amo del curare”. Más allá de que este hombre parecía conocer, en efecto, no pocos secretos herbolarios, el sabio prusiano se hizo inmediatamente a una idea negativa sobre su actitud: “tenía ese aire soplado; ese tono de pedantería que en otro tiempo se les imputaba a los boticarios en Europa”. La comparación era del todo justa, de acuerdo con las palabras que el amo del curare dirigió a los viajeros: les dijo que su veneno era superior a todo lo que los hombres blancos sabían hacer, incluidos la pólvora y el jabón, y a propósito de un rústico embudo confeccionado con hojas secas les preguntó si en Europa habían visto, alguna vez, algo semejante. Júzguese, por esta descripción de Humboldt, sobre lo deslumbrante que podría ser el artilugio: “Era este una hoja de banano enroscada sobre sí misma en forma de cono y colocada en otro cucurucho más fuerte de hojas de palmera”. Es tentador pensar que, al transcribir las líneas sobre el carácter insufrible de los boticarios, Vezga tuviera en la cabeza la imagen de Monsieur Homais, el infatuado farmaceuta de Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert; al fin y al cabo, esa novela se hizo célebre al año de su publicación, que antecedió en casi un lustro a la de la Memoria sobre la historia de la botánica en la Nueva Granada.
           Es evidente que, desde la perspectiva de José Florentino Vezga, las plantas eran, para los hombres, algo más que recursos para suplir sus necesidades apremiantes. Así lo prueba el que los indios se valieran de un relato sobre la preparación del curare para zurcir bromas o para promover su prestigio público, o que el negro Pío —porque también eso sucedió en su charla con Matís— aprovechara la noticia que se le pedía sobre el guaco para evocar la figura heráldica de un águila llevando entre las garras a una serpiente, pues según él eso fue lo que sucedió una vez que el ave se hartó con las mágicas hojas. Para el periodista santandereano, el interés por las plantas era, en los nativos americanos, “íntimo e inmediato”, y tanto podía deberse a la necesidad como al placer o al capricho. Esa idea, que anticipa en más de un siglo la reflexión anti-funcionalista de Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje (1962), se expresa también en unas líneas que bien podrían haber sido plagiadas por el antropólogo francés: “Así que todo lo concerniente a las plantas debió ser para los indios materia predilecta de observación y de trabajo intelectual”. Cabe suponer que si Vezga prefirió citar a otros in extenso, ello fue por humilde pragmatismo antes que por falta de escrúpulos. Quedan servidas las pruebas de su talento.


Tradescantia (entre 1783 y 1816). Francisco Javier Matís (¿1762?-1851)

jueves, 16 de mayo de 2019

Asuntos familiares



Homenaje a Apollinaire (1912). Marc Chagall (1887-1985)



El incesto, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, suscita más la tentación de los hombres que su repulsión, y fue por eso —según advirtió Sigmund Freud— que se hizo necesario erigir una ley que lo prohibiera. La literatura puede aducirse como uno de los mejores indicios de esa inclinación humana por la sexualidad en familia: medio milenio antes de Cristo, Sófocles ya había concebido en Edipo Rey el más trágico de todos los incestos, coronado con la cereza del parricidio. Con la misma contravención se obsesionó la literatura romántica de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas, habida cuenta que una de sus obras más representativas —María (1867), de Jorge Isaacs— se concentra en los amoríos entre dos primos que, además de paralelos, son hermanos de crianza. Un siglo después, un niño con cola de cerdo —hijo de tía y sobrino— fue parido entre las páginas de Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, una de las novelas estelares del cacareado “realismo mágico”.
        Los clásicos de la antropología no les van en zaga a los literarios. En el siglo XIX, las primeras teorías sobre el parentesco y la organización social se apoyaron en todo tipo de especulaciones relacionadas con el incesto, hasta que, décadas después, fueron a parar a la redonda formulación de Claude Lévi-Strauss sobre la prohibición del incesto, que el antropólogo francés entiende como la única “regla social universal”; regla que impide a un hombre el goce sexual de su hermana y le sugiere cambiarla por la mujer que otro hombre rechaza, intercambio que convierte a dos enemigos potenciales en aliados y hace de la sociedad un proyecto estructurado y, por ello, viable. Por supuesto, a un lado de esos dibujos teóricos están los datos concretos, recogidos en muchos lugares del mundo y referidos a diversas épocas, y entre los que descuellan los reportes de la etnología andina sobre el incesto real que unía al Sapa Inka con la Coya, su hermana de sangre. Los diarios de los etnógrafos modernos tienen mucho por decir a propósito de la sexualidad filial y consanguínea.
     Una aventura incestuosa por contar —o mejor, por ensamblar en un argumento de novela— reposa, desperdigada, en varias páginas de Bronislaw Malinowski. Se trata de la biografía de Mokadayu, un nativo trobriandés cuyas audacias son referidas en Sexo y represión en la sociedad primitiva (1927) y La vida sexual de los salvajes (1929). La historia de su vida, reconstruida tras extraer los datos respectivos y organizarlos de modo cronológico —con mínimos aderezos de nuestra parte— podría relatarse como sigue: Mokadayu nació en la aldea de Okopukopu, en la isla Boyowa, y pertenecía al poderoso clan Malasi. Se destacaba por su inteligencia y habilidad general, pero asimismo por su malicia. El primer oficio que se le conoció fue el de médium espiritista; alardeaba de su capacidad para producir ectoplasmas y aparecer y desaparecer objetos, aunque en esto último dejaba ver una sospechosa tendencia para la que Malinowski no puede evitar una descripción irónica: “realizó fuera de toda influencia algunas de las grandes hazañas en que sobresalen nuestros espiritistas modernos, tales como […] fenómenos de materialización (generalmente se trataba de objetos sin valor); pero se había especializado particularmente en la desmaterialización (invariablemente de objetos preciosos)”. De acuerdo con Mokadayu, él tenía bajo su control una mano espiritual que tomaba aquí y allá los objetos que debían ser llevados a las ánimas de los difuntos, radicadas en la islita de Tuma, al noroccidente de Boyowa. La mano actuaba entre las sombras nocturnas y solía apropiarse de tabaco, nueces de betel y comestibles en general. Así fue hasta que, una noche, un joven jefe agarró una mano que maniobraba sigilosamente tras una estera de su casa, y, tras descubrir que era una extremidad de carne y hueso, también constató que estaba pegada al cuerpo de Mokadayu. A partir de ese momento, muchos entre los embaucados se alejaron del falso médium y se dedicaron a desacreditarlo. Fue entonces cuando él prefirió dejar el espiritismo y dedicarse a la música, lo cual fue el inicio de la aventura sexual que interesa en esta crónica.
        Mokadayu alcanzó prestigio como cantante gracias a que, entre sus atributos, también tenía el de una muy buena voz. Y esa fama lo hizo exitoso entre las mujeres, al extremo de tener acceso a muchas damas casadas, entre ellas todas las esposas del jefe de la aldea de Oliveri. Los otros nativos, carcomidos por la envidia, no se sorprendieron con la suerte del cantor, pues, imbuidos por sus tradiciones, sabían que la garganta y la vagina se atraen mutuamente por ser, ambos, conductos largos. Pero las dotes musicales de Mokadayu acabaron seduciendo a su hermana Inuvideri, quien era, acaso, la joven más bella de la aldea. Muchos hombres la pretendían, e incluso se decía que algunos de ellos eran sus amantes; sin embargo, a partir de cierto día rehuyó estar con ellos y dio a entender que se había reducido a la vida casta. Sobra decir que los desdeñados romeos sospecharon de la joven, y mucho más el día en que la vieron meterse con su hermano a la casa vacía de sus padres. Los siguieron y, con sigilo, hicieron un hueco en el techo pajizo. Lo que entonces sucedió lo cuentan, mejor que otras, las palabras de Malinowski: “vieron una escena que los sacudió profundamente: el hermano y la hermana fueron sorprendidos in flagrante delicto” (porque, dicho sea de paso, en las islas Trobriand se tenía a la cópula entre hermanos como el tabú supremo). El escándalo se desató inmediatamente, pero Mokadayu e Inuvideri, profundamente enamorados como estaban, siguieron cohabitando durante algunos meses, hasta que ella se casó con otro hombre y se mudó de aldea. Los informantes nativos explicaron al etnógrafo polaco que, de haber ocurrido aquel lance en otra época, a los amantes incestuosos no les habría quedado otro recurso que suicidarse.
        La historia podría terminar en esa enigmática aclaración si el drama de otro nativo incestuoso, Kima’i, no permitiera conocer y proyectar con todo detalle, en nuestra novela en ciernes, el final ideal de la aventura de Mokadayu. En Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926), Malinowski cuenta que, estando alguna vez en una aldea trobriandesa, escuchó el griterío producido tras la caída fatal de un muchacho desde la copa de un cocotero; y relata también que, tras haber percibido en el ambiente signos inequívocos de que algo gordo había ocurrido, indagó entre los azorados nativos hasta que supo la verdad de los hechos: Kima’i, el muerto, había sostenido una relación endogámica con una prima que, por ser hija de una hermana de su madre, él debía considerar forzosamente como su hermana de sangre. La comunidad había hecho la vista gorda frente a esa relación, hasta que un pretendiente de la joven, sintiéndose burlado, acusó públicamente a Kima’i como incestuoso. Entonces, con arreglo a la costumbre, los hechos se precipitaron por la única vía posible: el acusado escapó de la vergüenza renunciando a la vida. Mokadayu no trepó al cocotero sólo porque su moral acomodaticia no se esforzaba en seguir las tradiciones, pero un final ideal para su historia lo ve, irremediablemente, estrellado contra el suelo.
      Claude Lévi-Strauss, en los capítulos introductorios de Las estructuras elementales del parentesco (1949), dijo con su proverbial concisión que la sociedad solo prohíbe lo que ella misma suscita. Al amparo de esa idea, cabe suponer que los relatos ancestrales sugieren las infracciones que las leyes proscriben y sancionan. Pero esa ecuación poco dice de la novela que cada individuo escribe con sus íntimas pasiones; Malinowski, quien confiaba menos en las simetrías estructurales, apenas se acercó al asunto con su borroso concepto de los “imponderables de la vida cotidiana”, cuya sombra cobija por igual a espiritistas taimados, cantantes lúbricos y comunidades hipócritas.



Sueño de una noche de verano (1939). Marc Chagall (1887-1985)

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