jueves, 16 de mayo de 2019

Asuntos familiares



Homenaje a Apollinaire (1912). Marc Chagall (1887-1985)



El incesto, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, suscita más la tentación de los hombres que su repulsión, y fue por eso —según advirtió Sigmund Freud— que se hizo necesario erigir una ley que lo prohibiera. La literatura puede aducirse como uno de los mejores indicios de esa inclinación humana por la sexualidad en familia: medio milenio antes de Cristo, Sófocles ya había concebido en Edipo Rey el más trágico de todos los incestos, coronado con la cereza del parricidio. Con la misma contravención se obsesionó la literatura romántica de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas, habida cuenta que una de sus obras más representativas —María (1867), de Jorge Isaacs— se concentra en los amoríos entre dos primos que, además de paralelos, son hermanos de crianza. Un siglo después, un niño con cola de cerdo —hijo de tía y sobrino— fue parido entre las páginas de Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, una de las novelas estelares del cacareado “realismo mágico”.
        Los clásicos de la antropología no les van en zaga a los literarios. En el siglo XIX, las primeras teorías sobre el parentesco y la organización social se apoyaron en todo tipo de especulaciones relacionadas con el incesto, hasta que, décadas después, fueron a parar a la redonda formulación de Claude Lévi-Strauss sobre la prohibición del incesto, que el antropólogo francés entiende como la única “regla social universal”; regla que impide a un hombre el goce sexual de su hermana y le sugiere cambiarla por la mujer que otro hombre rechaza, intercambio que convierte a dos enemigos potenciales en aliados y hace de la sociedad un proyecto estructurado y, por ello, viable. Por supuesto, a un lado de esos dibujos teóricos están los datos concretos, recogidos en muchos lugares del mundo y referidos a diversas épocas, y entre los que descuellan los reportes de la etnología andina sobre el incesto real que unía al Sapa Inka con la Coya, su hermana de sangre. Los diarios de los etnógrafos modernos tienen mucho por decir a propósito de la sexualidad filial y consanguínea.
     Una aventura incestuosa por contar —o mejor, por ensamblar en un argumento de novela— reposa, desperdigada, en varias páginas de Bronislaw Malinowski. Se trata de la biografía de Mokadayu, un nativo trobriandés cuyas audacias son referidas en Sexo y represión en la sociedad primitiva (1927) y La vida sexual de los salvajes (1929). La historia de su vida, reconstruida tras extraer los datos respectivos y organizarlos de modo cronológico —con mínimos aderezos de nuestra parte— podría relatarse como sigue: Mokadayu nació en la aldea de Okopukopu, en la isla Boyowa, y pertenecía al poderoso clan Malasi. Se destacaba por su inteligencia y habilidad general, pero asimismo por su malicia. El primer oficio que se le conoció fue el de médium espiritista; alardeaba de su capacidad para producir ectoplasmas y aparecer y desaparecer objetos, aunque en esto último dejaba ver una sospechosa tendencia para la que Malinowski no puede evitar una descripción irónica: “realizó fuera de toda influencia algunas de las grandes hazañas en que sobresalen nuestros espiritistas modernos, tales como […] fenómenos de materialización (generalmente se trataba de objetos sin valor); pero se había especializado particularmente en la desmaterialización (invariablemente de objetos preciosos)”. De acuerdo con Mokadayu, él tenía bajo su control una mano espiritual que tomaba aquí y allá los objetos que debían ser llevados a las ánimas de los difuntos, radicadas en la islita de Tuma, al noroccidente de Boyowa. La mano actuaba entre las sombras nocturnas y solía apropiarse de tabaco, nueces de betel y comestibles en general. Así fue hasta que, una noche, un joven jefe agarró una mano que maniobraba sigilosamente tras una estera de su casa, y, tras descubrir que era una extremidad de carne y hueso, también constató que estaba pegada al cuerpo de Mokadayu. A partir de ese momento, muchos entre los embaucados se alejaron del falso médium y se dedicaron a desacreditarlo. Fue entonces cuando él prefirió dejar el espiritismo y dedicarse a la música, lo cual fue el inicio de la aventura sexual que interesa en esta crónica.
        Mokadayu alcanzó prestigio como cantante gracias a que, entre sus atributos, también tenía el de una muy buena voz. Y esa fama lo hizo exitoso entre las mujeres, al extremo de tener acceso a muchas damas casadas, entre ellas todas las esposas del jefe de la aldea de Oliveri. Los otros nativos, carcomidos por la envidia, no se sorprendieron con la suerte del cantor, pues, imbuidos por sus tradiciones, sabían que la garganta y la vagina se atraen mutuamente por ser, ambos, conductos largos. Pero las dotes musicales de Mokadayu acabaron seduciendo a su hermana Inuvideri, quien era, acaso, la joven más bella de la aldea. Muchos hombres la pretendían, e incluso se decía que algunos de ellos eran sus amantes; sin embargo, a partir de cierto día rehuyó estar con ellos y dio a entender que se había reducido a la vida casta. Sobra decir que los desdeñados romeos sospecharon de la joven, y mucho más el día en que la vieron meterse con su hermano a la casa vacía de sus padres. Los siguieron y, con sigilo, hicieron un hueco en el techo pajizo. Lo que entonces sucedió lo cuentan, mejor que otras, las palabras de Malinowski: “vieron una escena que los sacudió profundamente: el hermano y la hermana fueron sorprendidos in flagrante delicto” (porque, dicho sea de paso, en las islas Trobriand se tenía a la cópula entre hermanos como el tabú supremo). El escándalo se desató inmediatamente, pero Mokadayu e Inuvideri, profundamente enamorados como estaban, siguieron cohabitando durante algunos meses, hasta que ella se casó con otro hombre y se mudó de aldea. Los informantes nativos explicaron al etnógrafo polaco que, de haber ocurrido aquel lance en otra época, a los amantes incestuosos no les habría quedado otro recurso que suicidarse.
        La historia podría terminar en esa enigmática aclaración si el drama de otro nativo incestuoso, Kima’i, no permitiera conocer y proyectar con todo detalle, en nuestra novela en ciernes, el final ideal de la aventura de Mokadayu. En Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926), Malinowski cuenta que, estando alguna vez en una aldea trobriandesa, escuchó el griterío producido tras la caída fatal de un muchacho desde la copa de un cocotero; y relata también que, tras haber percibido en el ambiente signos inequívocos de que algo gordo había ocurrido, indagó entre los azorados nativos hasta que supo la verdad de los hechos: Kima’i, el muerto, había sostenido una relación endogámica con una prima que, por ser hija de una hermana de su madre, él debía considerar forzosamente como su hermana de sangre. La comunidad había hecho la vista gorda frente a esa relación, hasta que un pretendiente de la joven, sintiéndose burlado, acusó públicamente a Kima’i como incestuoso. Entonces, con arreglo a la costumbre, los hechos se precipitaron por la única vía posible: el acusado escapó de la vergüenza renunciando a la vida. Mokadayu no trepó al cocotero sólo porque su moral acomodaticia no se esforzaba en seguir las tradiciones, pero un final ideal para su historia lo ve, irremediablemente, estrellado contra el suelo.
      Claude Lévi-Strauss, en los capítulos introductorios de Las estructuras elementales del parentesco (1949), dijo con su proverbial concisión que la sociedad solo prohíbe lo que ella misma suscita. Al amparo de esa idea, cabe suponer que los relatos ancestrales sugieren las infracciones que las leyes proscriben y sancionan. Pero esa ecuación poco dice de la novela que cada individuo escribe con sus íntimas pasiones; Malinowski, quien confiaba menos en las simetrías estructurales, apenas se acercó al asunto con su borroso concepto de los “imponderables de la vida cotidiana”, cuya sombra cobija por igual a espiritistas taimados, cantantes lúbricos y comunidades hipócritas.



Sueño de una noche de verano (1939). Marc Chagall (1887-1985)

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