domingo, 29 de septiembre de 2013

Antídoto contra la teoría



Tigre en la selva (1907). Henri Rousseau (1844-1910)


Por más que las teorías parezcan ser el non plus ultra del conocimiento científico, su éxito depende exclusivamente de que emerjan, para comprobarlas, los hechos que prescriben. De ahí el escaso estatus que, a pesar de su rimbombancia, corresponde a tanta teoría posmoderna. Por lo menos así ocurre en el campo de la antropología, cuyo carácter inductivo la amarra con fuerza a los hechos concretos que tienen lugar entre los hombres.
        Hace medio siglo, Claude Lévi-Strauss escribió en El pensamiento salvaje (1962) que, por la sola experiencia de las cualidades sensibles de las cosas, los pueblos “primitivos” estaban en capacidad de arribar a un conocimiento del mundo tan profuso y profundo como aquel del que tanto se vanagloria la ciencia occidental, e incluso con categorías clasificatorias equivalentes. En su momento, por medio de un gracioso método de exposición frazeriana que salta entre Gabón y Filipinas en el mismo párrafo, el antropólogo francés ofreció todos los ejemplos posibles de eso que dio en llamar “lógica de lo sensible” o “ciencia de lo concreto”. En uno de esos ejemplos cita con irónica condescendencia los apuntes de un biólogo: “El negrito [filipino] está completamente integrado a su medio, y, lo que es todavía más importante, estudia sin cesar todo lo que le rodea. A menudo, he visto a un negrito, que no estaba seguro de la identidad de una planta, gustar el fruto, oler las hojas, quebrar y examinar el tallo, echar una mirada al hábitat. Y, solamente cuando haya tomado en cuenta todos estos datos, declarará conocer o ignorar la planta de que se trate”.
        El reciente descubrimiento de una especie carnívora en los bosques de los Andes del norte, el olinguito (Bassaricyon neblina), pudo haberse convertido en un ejemplo cercano y convincente —o por cercano convincente— de la teoría levistraussiana para los lectores colombianos. Bastaba que el padre del estructuralismo hubiera incluido, en las estampas etnográficas de sus Mitológicas (1964-1971), una en que el sedoso animal apareciera como protagonista de algún mito, ávido de carne y tocado por los rasgos que lo distinguen de todos los olingos, y que los doctores en zoología acaban de descubrir hace apenas un cuarto de hora. Entonces hubiera podido decirse que la fina observación de los indígenas ya había descubierto, por su cuenta, lo que hace singular al olinguito. Pero Lévi-Strauss se interesó muy poco por los asuntos de los hombres y animales de Colombia y Ecuador; su conocimiento de esta esquina suramericana fue general y remoto, al punto de que, en La alfarera celosa (1985), supone impunemente que la “lechuza” de los mitos catíos es el mismo “chotacabras” de los relatos jíbaros. Con la misma lógica, el maestro confundiría una rata con una ardilla.
        El mejor ejemplo colombiano de la “lógica de lo sensible” data de la prehistoria de la antropología científica, y se adelanta en más de siglo y medio a la teoría formulada en El pensamiento salvaje: lo ofrece Francisco José de Caldas, “El Sabio”, en sus memorias científicas; concretamente, en una nota de pie de página sembrada en “Del influjo del clima sobre los seres organizados” (1808), uno de sus más famosos escritos. Se trata, al mismo tiempo, de una perla literaria. Cuenta El Sabio que en 1803, caminando por las espesuras de la selva pacífica en compañía de un indio noanamá, preguntó a este si podía mostrarle las plantas que servían para curar la mordedura de serpiente. El hermético nativo, ajeno al interés científico de Caldas, le dijo, apenas, que se despreocupara, que él lo curaría si lo atacaba uno de esos bichos; pero luego, ante la insistencia del científico payanés, acabó mostrándole —eso sí, con toda la discreción necesaria para que sus paisanos no se enteraran de la traición— todas las plantas que, bajo el nombre de “contras”, servían para el milagroso tratamiento. La exposición no pudo sorprender más a Caldas: “lo que me admiró y llamó toda mi atención fue que todas las plantas que me presentó como eficaces en las mordeduras de las serpientes eran de un solo género: todas eran beslerias. ¿Cómo este rústico jamás equivocaba el género, este género tan vario y caprichoso? […] Un hombre que no ha oído jamás los nombres de Linneo, de familias, de géneros, de especies; un hombre que no ha oído otras lecciones que las de la necesidad y el suceso, no podía reunir nueve o diez especies bajo un género, que él llama contra y los botánicos besleria, sin que tuviese un fondo de conocimientos y de experimentos felices en la curación de los desgraciados a quienes habían mordido las serpientes”.
        A pesar del prestigio del que gozan hoy las lucubraciones más abstractas de las ciencias sociales, nada de lo que ellas proponen supera lo que ya es claro en la cabeza del hombre común, y por eso no pocas veces parecen nada más que arrogantes, extravagantes o redundantes formulaciones de las ideas más simples. Con menos escepticismo, el antropólogo norteamericano Alfred Louis Kroeber sugirió alguna vez que las teorías eran, en el contexto de la ciencia, el equivalente de la expresión artística en la vida cotidiana del sentimiento.



La encantadora se serpientes (1907).
Henri Rousseau (1844-1910)


lunes, 9 de septiembre de 2013

Conversación en la catedral



Los embajadores (1533). Hans Holbein el Joven (1497-1543)


Nunca deja de sorprender —aunque se trate de la sorpresa más ingenua— el descubrimiento de que quienes escriben los libros son personas de carne y hueso en irrefrenable caducidad. Ese sobresalto es el efecto obvio del misterioso acto de la lectura, en el cual una voz sin cuerpo asalta nuestra conciencia y hace que sobreagüemos, sin voluntad, en el río de sus palabras. Después de semejante experiencia, nadie tiene el derecho de exigirnos imaginar al hablador prodigioso haciendo fila en el banco o rasurándose frente a un espejo cuarteado; ya es suficiente que nosotros mismos, de regreso del sortilegio libresco y más o menos ilesos, podamos ejecutar otra vez esas ceremonias ordinarias.
        Si no se comparte vecindario con algún genio internacional, la enrarecida revelación de la cotidianidad de los famosos suele producirse cuando un autor escoge como objeto de su escritura a alguno de sus colegas. Es el caso de las entrevistas que se hacen a los grandes maestros y, sobre todo, de aquellas en que el cronista de turno ha tenido el cuidado de no dejar escapar los gestos escenográficos. En las toldas de la antropología, pocos ejercicios de esa índole resultan tan significativos como la conversación sostenida por el antropólogo español Alberto Cardín con su ilustre colega francés Claude Lévi-Strauss, en 1989. Que el gran estructuralista, a todas luces malhumorado, haya resoplado de alivio al final del encuentro, es algo que no hubiera podido sospecharse ni siquiera por inspiración de las páginas más sinceras y circunspectas de Tristes trópicos (1955).
        Lo primero que sabemos es que Lévi-Strauss se esconde en un cuarto alto de la sala de lectura del Laboratoire d’Anthropologie Sociale del College de France, en una especie de “sacristía” con frontón y claraboya, de acuerdo con la descripción de Cardín. Allí, tembloroso a causa de un incipiente mal de Parkinson y con cara “judaica y senatorial”, el estructuralista saluda al visitante de modo tal que, como una advertencia, quede claro su humor agriado: “Lo verdaderamente fastidioso es que en este tipo de entrevista se repiten siempre las mismas cosas”. A causa de su mala pata o por puro cinismo, Cardín inaugura su cuestionario con una beatífica pregunta a propósito del aporte de la ciencia del hombre “para la comprensión del mundo en que vivimos”. El maestro, con cajas destempladas, aclara que esa no es una tarea de la antropología, pues las visiones y los juicios de conjunto no hacen parte de su método; de hecho, le parece que sus ideas sobre asuntos tan panorámicos tendrían el mismo interés que las opiniones de la portera de su despacho. El entrevistador cae en la trampa y, con la vana idea de zaherir al anfitrión, le echa en cara su perspectiva particularista: “Es usted más boasiano de lo que me figuraba”. Lévi-Strauss, con la mofa propia de quien se ve obligado a ratificar lo obvio, apenas dice: “Sí, soy muy boasiano”. Muy a despecho de su carrera de ratón de biblioteca, Cardín ha olvidado que, entre los libros del estructuralista, La vía de las máscaras (1979) significó, casi, el intento de escribir el tratado analítico que no había podido zurcir el viejo Boas, perdido entre sus arrumes de datos sobre la costa oeste de Canadá.
        Mejor suerte tiene Cardín cuando lleva a Lévi-Strauss al terreno de sus ideas sobre el Tercer Mundo. La carnada servida por el antropólogo español es tan tentadora y fácil como una rata en un serpentario: la idea de que Occidente sufre, hoy en día, una profunda desmoralización. El maestro, sin mesura, se apresura a negar la proposición por medio de un infantil viaje al otro extremo: “Eso no es verdad en absoluto. Diría que es incluso al contrario”; y muy pronto, con el mismo furor de Fernando Vallejo, se despacha contra la proliferación de la humanidad en aquellos países que, como Brasil e India, habían despertado su fascinación varias décadas atrás, en Tristes trópicos: “veo un Mundo Occidental que, como usted acaba de decir hace un instante, está amenazado (no hablo de una amenaza física, que no es el caso, pero sí ciertamente de una amenaza de sus valores, sus tradiciones), por la escalada de eso que se llama Tercer Mundo, la eclosión demográfica. Y como estoy profundamente apegado a los valores de mi propia sociedad, empiezo a preguntarme si dicha sociedad no tendrá a su vez que empezar a defenderse”. Ahora es el entrevistador quien hila a su gusto, como se ve en su respuesta, audaz al punto de poner en tela de juicio la idoneidad profesional del antropólogo más influyente del siglo XX: “Y, cuando se está tan apegado a la sociedad donde uno ha crecido y donde se ha enculturado, a sus valores y formas de ver las cosas, ¿usted cree que es posible comprender a otra sociedad desde dentro, tal como idealmente se lo proponen los antropólogos?”.
        Conforme van y vienen las preguntas y las respuestas, la atmósfera de la entrevista se satura de una cruda y retadora sinceridad. Es sobre todo Lévi-Strauss quien, a fuer de maestro, da la lección: sólido, concreto, confiesa sin empacho —incluso con jactancia— sus vacíos de lector. Cardín menciona una reflexión de Alain Finkielkraut sobre el relativismo, pero el anfitrión lo corta con una ríspida confesión: “No lo he leído”. Poco después el español arremete con una alusión a la escuela italiana de hermenéutica, y el otro escurre el bulto con un “No sé nada de eso”. El clímax de la negación —la tercera antes de que cante el gallo— ocurre cuando, tras la invocación de El antropólogo como autor de Clifford Geertz por parte de Cardín, Lévi-Strauss dice que no ha leído ese libro porque su colega norteamericano no se lo ha enviado. De hecho, el maestro se muestra alejado no solo de los libros de los demás sino de los propios, pues, como si se tratara de una ocurrencia ajena, retoma sin ningún entusiasmo su brillante idea de 1962 a propósito de las “sociedades frías” que lograban sortear la dinámica de la conciencia histórica: “Pero en ningún caso puede hablarse ya de sociedades ‘frías’. Justamente el problema es que esas sociedades ya no son ‘frías’”. Cerca del cierre del diálogo, incapaz de reconocer la viga en su ojo, critica las posiciones teóricas férreas de las que no podría encontrarse mejor ilustración que el propio estructuralismo: “En verdad, las gentes que buscan una única clave para resolver todas las cosas no me interesan nada”. Pareciera como si aquello del binarismo lingüístico hubiera sido apenas una pesadilla pasajera.
        En la oposición levistraussiana de lo frío y lo caliente está, justamente, la explicación del misterio biobliográfico: los libros, congelados en las mismas ideas, ignoran el paso del tiempo, mientras que sus compungidos y remordidos autores van dando tumbos por la historia, cada vez menos seguros de que alguna vez habitaron en esas páginas. A despecho de lo que se piensa popularmente, con cada libro escrito han apurado dosis de amarga mortalidad.



Los jugadores de naipes (1892). Paul Cézanne (1839-1906)



Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...