domingo, 6 de diciembre de 2020

Dos novelas argentinas


Indios pampas (s. f.). Carlos Morel (1813-1894)

 

Algún día tenía que ocurrir que el Premio Rómulo Gallegos se otorgara a una novela con protagonista indígena. Sucedió en este 2020, con El país del diablo (2015), obra de la escritora argentina —cordobesa, para más señas— Perla Suez. En la historia literaria latinoamericana, las novelas en que los indígenas son los personajes principales, y no simples figuras del decorado, conforman un capítulo largo y sólido. La corriente se remonta hasta la temprana y anónima Jicotencal (1826) y se concreta, en el siglo XX, en nombres tan relumbrantes como los de Jorge Icaza, Ciro Alegría y José María Arguedas, mientras que, en lo que va de la nueva centuria, ha copado el trabajo de escritoras best seller como Isabel Allende y Laura Esquivel. Por eso sorprendía que, en los más de 50 años de existencia del prestigioso galardón venezolano, no hubiera, entre las páginas distinguidas, otros indios que los que son personajes de reparto en novelas sobre la Conquista o la colonización selvática.

La historia narrada en El país del diablo está ambientada en la pampa, en la segunda mitad del siglo XIX. Por entonces, el gobierno argentino desplegaba la feroz Campaña del Desierto, con la idea de exterminar a los nativos y apropiarse de sus tierras, las que debían pasar a manos de colonos locales e inmigrantes europeos. Apenas al iniciar la novela, una avanzada del ejército arrasa una toldería mapuche y masacra a sus habitantes, con excepción de Lum, una muchacha de 14 años que, en cumplimiento de su iniciación como machi —curandera e interlocutora con el mundo espiritual—, había sido apartada transitoriamente de la comunidad. Entre los despojos, el teniente Obligado descubre, intacto, el cultrum —tambor ritual en que están representadas las cuatro partes del universo—, y decide llevarlo consigo, toda vez que, a su juicio, “merece ser pieza de museo”. De regreso a su fortín, el ejército se divide en varios grupos, correspondiéndole la retaguardia a Obligado, a quien acompañan tres soldados —uno de ellos mapuche, Ancatril— y un agrimensor que también cumple con el oficio de fotógrafo. Lum, al conocer la suerte nefasta que ha perdido a su pueblo, decide, a pesar de que la agobian las secuelas del rito iniciático, salir en busca de los asesinos para recuperar el tambor y vengar la afrenta por la misma vía sangrienta. Esa persecución singular conforma la trama de El país del diablo.

La novela de Perla Suez no se enturbia con el exotismo, ni con la indiofilia, al representar el mundo aborigen. La narración no se vale de perspectivas o premisas ‘noblesalvajistas’ a la hora de contrastar a mapuches y soldados, por más que sea evidente que se quiere mostrar la atrocidad de las incursiones oficiales. Pero, antes que como héroes y villanos, los personajes de uno y otro grupo se muestran como humanos complejos que, en ciertas circunstancias, eligen el camino de la barbarie. Incluso Lum empuña un cuchillo. Entrevistada con motivo del premio, Suez dijo: “Sentí que esa historia que estaba contando no era otra vez la de malos y buenos, sino la historia ambivalente, pendular, porque eso somos, pendulamos entre una cosa y otra todo el tiempo. Nadie es tan bueno y nadie es tan malo”. La complejidad de los personajes se expresa de varias maneras: Lum es hija de una india mapuche y un blanco sanguinario; Ancatril es un mapuche enrolado, esto es, empuña un fusil contra los suyos; Deus, el agrimensor, es un muchacho un tanto frívolo, pero no aspira a matar indígenas sino a vivir en París; el teniente Obligado, con las manos manchadas por el crimen, recuerda los días tranquilos de la infancia, al lado de su padre.

El mundo mapuche no es, para Suez, una tentación que la arrastre hacia algún tipo de romanticismo étnico. A un lado de las noticias sobre lo que pasa en el rito iniciático, la cultura mapuche no se exhibe más allá de algunos pensamientos vagos sobre el mundo espiritual que animan a la muchacha. Del cultrum, con todo y que es la manzana de la discordia, apenas se ofrece —en el primer párrafo de la novela— una escueta noticia de los sentidos ligados a él y de la manera como lo maneja la machi que se apresta a iniciar a Lum: “Con la mano izquierda, sostiene alto el tambor ritual, el cultrum, en el que está dibujado el universo, dividido en cuatro partes con los símbolos de la tierra y el cielo. Con la mano derecha lo hace sonar”. Después de eso, no es más que un objeto en las manos equivocadas, que urge recuperar. Con todo y que Suez ha dedicado muchas horas de su vida a investigar sobre la cultura mapuche y que, con fascinación inspiradora, leyó los testimonios del lonco Pascual Coña, se abstiene de imaginar un mundo mapuche para su lector. El cultrum nunca es un pretexto para ensoñaciones cosmogónicas apócrifas, pues la única historia que hay detrás del objeto es la que constituye la novela. El tambor sirve como coartada narrativa de la aventura de Lum.

La sobriedad de El país del diablo no es el rasgo más común de la novelística latinoamericana de tema indígena, regularmente dada a los excesos cromáticos y a las ensoñaciones o delirios mitológicos. Lo prueba, precisamente, una novela finalista del mismo Rómulo Gallegos 2020: Las aventuras de la China Iron (2017), de la también argentina Gabriela Cabezón Cámara, novela que —dicho sea de paso— también fue nominada al Booker Prize internacional. Se trata de otra historia pampina y decimonónica. Esta vez, la China, una joven madre separada de su marido gaucho, deja a sus hijos al cuidado de unos viejos y se junta con una inglesa que, a bordo de una carreta, busca a su marido inglés. Con el paso de los días, brota entre ellas una pasión que tiene su clímax mientras se hospedan en la estancia de Hernández, el hombre que dirige una especie de escuela correccional en la que los gauchos vagabundos son aleccionados para tomar parte en las tareas del progreso nacional. Las mujeres dejan el sitio y, acompañadas de algunos gauchos escapados, alcanzan un campamento indígena en el que todos obtienen asilo, y donde, de hecho, se encontraban los maridos extraviados. Fierro, coplero, es el de la China, pero ahora se viste como mujer y se identifica sexualmente como tal. A su vez, hay una cacica que acaba flechando a la muchacha, quien por su parte se viste como hombre desde su paso por la estancia. Al final, sobre la base de la tolerancia de todas las identidades, unos y otras, nativos y fuereños, se integran como una sola comunidad.

La novela de Cabezón Cámara es, de manera palpable, una novela de tesis: con apreciable atrevimiento, subvierte la tradición literaria argentina —dominada por la figura del gaucho viril y mujeriego—, y lo hace para defender la idea de que las identidades de todo tipo pueden —y deben— ser refundadas; de que, en la fluidez de las adscripciones basadas en el género y en la tolerancia frente a ellas, se hace viable una vida en comunidad realmente armónica. La llegada al asentamiento indígena es, precisamente, la alegoría que realiza ese anhelo: allí, las mujeres que se apasionan por mujeres, las mujeres viriles y los gauchos amujerados conviven de manera feliz, e incluso llega a concretarse una suerte de comunismo primitivo —como el de los libros apolillados de los antropólogos del poltrona— en el que los hijos de las diversas parejas parecen sentirse a gusto bajo la tutela de cualquier familia, ya se trate de una pareja convencional o de otra alternativa de ayuntamiento. Asimismo, hombres y animales se perciben como pares: tras comer un hongo, la China y la cacica Kaukalitrán comparten el delirio de saberse peces, y ello es algo más que una figuración chamánica, pues en otro pasaje esa misma asociación es asumida como una experiencia de identidad objetiva y permanente: la China, cuando ya está por completo integrada a la comunidad, sin estar bajo el efecto de los alucinógenos, refiere que ella y otros llevan “la piel pintada de los animales que también somos”. El mundo indígena es, de esa manera, una arcadia de fluidez genérica y, en suma, ontológica.

De más está decir que Cabezón Cámara, como novelista, goza del derecho de dibujar mundos ficticios y de poner en marcha, en sus párrafos, los ensueños sociales que sean de su gusto. Lo cierto, sin embargo, es que la narración apela a etnónimos reales para designar la comunidad indígena que acoge a las protagonistas: se la identifica como una sociedad nacida de la convergencia de selk’nam, tehuelches y colonos blancos. Esto quiere decir que la cosmovisión según la cual los hombres son asimilables a los animales y ser mujer u hombre es irrelevante o relativo, puede ser adjudicada a todos esos grupos o a alguno de ellos de manera particular. Sin embargo, nada tan falaz: en todas las sociedades ancestrales, las demarcaciones que la novela desestima son absolutas, y sobre ellas se asienta el orden social. Según Claude Lévi-Strauss, la diferenciación del hombre como agente y de la mujer como bien de intercambio habría sido la base del acuerdo de reciprocidad que hizo posible las sociedades humanas, más allá de lo odiosa que hoy pueda parecernos —y con razón— esa asimetría. Y sobre la diferenciación entre hombres y animales, el mismo gurú del estructuralismo cita un caso elocuente: la sorpresa de los caduveo ante la reticencia del antropólogo francés de tatuarse la piel, desdeñando con ello la oportunidad de ser distinto de los animales. De modo que Cabezón Cámara ni siquiera supone la cosmogonía indígena: más que eso, la niega y la suplanta con las imágenes de una utopía personal.

Para el lector del siglo XXI, el personaje indígena se antoja como una referencia del mundo real. El general desconocimiento del mundo del otro lleva a que cualquier imagen sobre él sea usada para llenar el vacío antropológico, y la literatura, como pocos discursos, suele ser asumida como documento informativo. Para colmo, la militancia romántica de algunos antropólogos, encandilados más de la cuenta con la idea de la diversidad —les parece algo particularmente excepcional—, ha propiciado las ideas más edulcoradas e idealistas sobre la vida y el pensamiento de los pueblos indígenas. Por eso, resulta mucho más inteligente —u honesto— que el novelista invite a su lector a cabalgar tras un tambor ritual que apenas se muestra entre el polvo de la pampa, y no tanto que le cuente un sueño personal disfrazado de revelación cultural.


La vuelta del malón (1892). Ángel Della Valle (1852-1903)


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