viernes, 30 de mayo de 2014

Los vivos y los muertos



Criatura muerta (1944). Cândido Portinari (1903-1962)
  

“Solo existen dos clases de seres humanos, señor. Los vivos y los muertos”, filosofa un telegrafista caído en desgracia en una de las historias hindúes de Rudyard Kipling. El aserto se antoja como un juego de palabras ligado a un referente delirante: una sociedad de prototumba y ultratumba. Sin embargo, quizá se trate de una observación antropológica plausible y, más que eso, obvia. Porque, si a las sociedades humanas las hace posibles la radical distinción de cada uno de sus integrantes, nada podría ser más coherente que una sociedad de vivos y muertos; de hecho, acaso esta resultara más armónica que las que, en todos los tiempos, se han empeñado en reunir a ricos y pobres.
        Hace más de medio siglo, el historiador, sociólogo y antropólogo brasileño Gilberto Freyre ―autor de la inmortal Casa grande y senzala (1933) y alumno, en su momento, de Franz Boas­― se empeñó en describir los principales lances entre vivos y fantasmas de la ciudad de Recife. El libro que resultó del ejercicio, Espantos de Recife antiguo (Assombrações do Recife velho) (1955), parte de la idea de que, si una convicción participa de algún orden de la realidad, no habría por qué desestimar sociológicamente los fenómenos de diversa índole que permiten la comunión entre vivos y muertos. Cuando un ciudadano común pide compañía a su ángel de la guarda o a su querido tío recién fallecido, cuando algún pusilánime teme a un enemigo muerto o cuando un desdichado Fausto cree haber celebrado un intenso palique con el Diablo, lo que propiamente se está manifestando es una particular sociabilidad; una que ―sociabilidad al fin y al cabo― se materializa en torno de intereses reconocibles y da lugar a influencias y actitudes concretas. Desmayarse de pavor ante un fantasma no deja de ser, de acuerdo con Freyre, una “forma de convivencia”.
        A fuer de antropólogo, el sabio brasileño no se contenta con reseñar los diversos roles y estatus vigentes en la sociedad de vivos y muertos. Con el ojo puesto en las particularidades culturales, también sabe encontrar lo que es peculiar en diversas tradiciones fantasmales. De ahí el que logre establecer, por ejemplo, que mientras los espectros cariocas suelen husmear en el futuro y anunciarlo, los de Recife se contentan con traer a colación el pasado. Eso sí, nadie como un fantasma inglés para sumirse con obstinación en los tiempos idos; según Freyre, “está tan preso en su casa o en su castillo que cuando los reconstructores de casas viejas alteran el piso, elevándolo, el fantasma típicamente inglés solo se deja ver por la mitad: no se entera de la nueva forma de la casa”. Mientras tanto, los fantasmas del norte brasileño gustan de la aventura y suelen viajar de pueblo en pueblo, como gitanos, sin sentir ninguna nostalgia por los edificios que los vieron nacer…  y morir.
        El examen etnológico del Recife fantasma lleva a Freyre a la comprensión de lo muy frágil que es, a la postre, la comunidad de los muertos. Sus miembros se encuentran a gusto solo en el lugar cuyo nombre evoca sus méritos, tal como aconteció en Recife con los endriagos que solían aparecerse en el yermo de Espanta-Moça, hasta que los “burgueses progresistas” construyeron allí un aeropuerto y, avergonzados de rendir culto a una leyenda, cambiaron el nombre del sitio por el del ingeniero Alberto Santos Dumont (sin duda que de allí tomaron inspiración los burócratas colombianos que propusieron cambiar el nombre del Aeropuerto Eldorado por el de Luis Carlos Galán Sarmiento). Tampoco son estos fantasmas amantes de la luz, y de ahí que acabe acorralándolos ―cuando no desvaneciéndolos― el luminoso crecimiento de las ciudades; Freyre alude a ello con especial brío y patente ironía: “El esplendor del hidrógeno que venía a sustituir la luz mortecina del aceite de Carrapato fue un golpe casi de muerte en el dominio que hasta entonces venían ejerciendo las almas de los muertos sobre las calles oscuras de Recife”. Finalmente, anótese que los espectros de esta ciudad son hipersensibles a las mudanzas ecológicas, de modo que, en tanto seres urbanos, no se adaptan al ámbito rural, de la misma manera que ―a diferencia de lo que ocurre entre los vivos― no se verifican dolorosos éxodos desde el campo. En Recife, escribe el especialista, “la vida sobrenatural parece regulada por invisibles posturas urbanas que prohíben la entrada al área de la ciudad y en sus alrededores del pécari, el puercoespín y otros animales encantados del matorral”. Palabras más, palabras menos: con los árboles se arrancan de cuajo los fantasmas.
        Gilberto Freyre sugiere, con nítido sabor de conclusión, que la supervivencia de las historias que vinculan a vivos y muertos, a fantasmas monstruosos y a hombres, se debe a la persistente heterogeneidad cultural de nuestras sociedades latinoamericanas, a un mismo tiempo “europeas, africanas, indígenas”. En ese sentido, no es gratuito que en el antropólogo ejerza una indoblegable fascinación la figura del hombre lobo (o lobisomem), “más mestizo que puro”. Con todo, la dramática descripción de la muerte de los fantasmas entre las grandes obras de concreto, las luces rutilantes y los árboles talados da pie para redondear la conclusión con el mismo tino antropológico pero, indudablemente, con mucho menos optimismo: si las sociedades de vivos y muertos son nada más que un trasunto de las sociedades de europeos e indios, queda clara la correspondencia entre fantasmas y nativos. El indígena, por más que ahora asuste ―o por eso mismo―, terminará desapareciendo entre las lustrosas paredes de las urbes. En las ciudades colombianas, por lo menos, ya se lo ve mendicante, vendiendo su dignidad por una moneda gastada.

 
Retirantes (1944). Cândido Portinari (1903-1962)


sábado, 10 de mayo de 2014

Lágrimas del Sol



Rostro y manos (1995). Oswaldo Guayasamín (1919-1999)


La antropología, casi desde el mismo momento de su nacimiento, ha soportado la acusación de ser hija del colonialismo occidental sobre el mundo. A antropólogos tan realengos como A. R. Radcliffe-Brown cabe no poca responsabilidad en la popularidad de tan grisáceo juicio, habida cuenta de su convicción de que la ciencia del hombre debía propiciar sistemas políticos que garantizaran “relaciones armoniosas” entre indígenas y blancos. Sin embargo, la defensa es tan fácil como el ataque: lejos de ser hija, la antropología ha sido realmente vasalla de la hegemonía occidental, y se la ha usado para producir un conocimiento de la cultura cuya aplicación, pocas veces, ha sido controlada por los antropólogos. Digan lo que digan los colegas más románticos, en descubrir, traducir y divulgar parece agotarse el gesto específico de la disciplina.
        Por supuesto, no es poca cosa arrojar luz sobre los misterios de la cultura, y mucho menos cuando, de lo que se trata, es de encarar las más solemnes ilusiones nacionales. Lo sabe bien el antropólogo ecuatoriano Ernesto Salazar, quien, a un lado de sus sesudas investigaciones sobre el cuaternario en la esquina noroccidental de Suramérica, se ha dedicado a cazar los fantasmas arqueológicos que desvelan a buena parte de sus paisanos. La mejor prueba de esa labor de exorcista es un librito editado varias veces en las últimas décadas, Entre mitos y fábulas. El Ecuador aborigen (1995), un trabajo abiertamente crítico frente a los entusiasmos patrioteros, los anacronismos científicos y las mentiras deliberadas de los libros escolares, y por eso mismo divertido hasta la carcajada. Como prueba de ello bastaría citar el capítulo de cierre, en que Salazar acude a su experiencia de niño engatusado y de arqueólogo curtido para dirigir consejos a los guaqueros: “Una o varias botellas de trago, según el número de participantes, son imprescindibles para minimizar las malas influencias del aire de otros tiempos atrapado en las tumbas, y las emanaciones virulentas de los esqueletos”.
        Entre los infundios desnudados por Salazar ocupa un lugar privilegiado el que concierne al tesoro del muy célebre Atahualpa. Como bien se sabe en nuestros Andes, el popularmente llamado “Príncipe de Quito” ―porque, mientras no medie en contra un dato contundente, puede presumírselo natural de la rancia capital ecuatoriana― arrebató el trono de los incas a su hermano Huáscar y, casi inmediatamente, fue apresado por Francisco Pizarro, quien esperaba recibir de los indígenas un cuantioso botín de oro y plata como pago por la libertad de su señor. La impaciente codicia de los españoles hizo que Atahualpa fuera agarrotado en Cajamarca el 26 de julio de 1533, mucho antes de que el tesoro prometido fuera completado. De acuerdo con algunos cronistas, los tributarios indios, afligidos e indignados por el proceder de quienes, desde entonces (y hasta hoy) creyeron monstruos carnívoros, tomaron las riquezas que aún no habían llegado a manos de Pizarro y las escondieron en lugares que la imaginación ecuatoriana y mundial, todavía hoy, no ha logrado desentrañar. El valioso entierro, nacido de la desgracia, era llamado “Lágrimas del Sol” por los últimos incas, y todavía puede ser llamado así si se tiene en cuenta el raudal de llanto que ha arrancado a los buscafortunas.
        En una paciente y meticulosa labor de ratón de biblioteca, Ernesto Salazar ha dado con los documentos en que se cuentan las historias, se reproducen los mapas y se describen los derroteros necesarios para dar con una riqueza que, sin embargo, a la fecha nadie ha encontrado. Dos lugares de la geografía ecuatoriana son los más recurridos cuando se intenta ponerle coordenadas al tesoro de los incas: la localidad de Quinara, al sur del país, y los montes Llanganati, sembrados no lejos del volcán Tungurahua. La leyenda oficial en Quinara no podría ser más pintoresca: para hallar el tesoro hay que excavar bajo una piedra con un rostro labrado, hasta encontrar una especie de silbato; este debe ser tocado junto a la piedra, hasta que alguien que haya seguido caminando en la dirección indicada por los ojos de la talla deje de escuchar el sonido: allí estará el tesoro. Mientras tanto, el protocolo que debe cumplirse en Llanganati obliga, en algún momento, a encontrar unos cerros en la forma de una “mujer reclinada”. A Salazar le basta su erudición arqueológica para echar por tierra las leyendas: sabe, por ejemplo, que es absurdo encontrar algo en Quinara antes de cavar muchísimos metros (tantos, que vencerían el tesón de cualquier aventurero); y le parece que las pistas que ―además del bulto femenino― componen el otro derrotero son contingentes y, por ende, de improbable duración histórica (por ejemplo, que haya fragmentos de ollas en la intemperie del camino). Sin embargo, con inigualable generosidad, el cazafantasmas no solo ofrece argumentos científicos; también objeta las leyendas con la sorna propia del más sano sentido común: “Si la ubicación del tesoro de Quinara dependía del pulmón del que sopla la quipa y de la agudeza auditiva del que recorre el terreno, la percepción de la ‘mujer reclinada’, supongo yo, dependerá grandemente de la libido de los huaqueros, que estará sin duda exacerbada por los largos días de marcha y las nieblas de los Llanganati”. A veces pareciera ―a despecho de Shakespeare― que entre cielo y tierra no hay tantas cosas como las que sueña nuestra filosofía.
        Consciente de que su tarea termina con la divulgación de sus datos, Salazar dedica el último capítulo de su libro a simular, con toda socarronería, que él mismo puede dirigir la aplicación de su saber, y es entonces cuando toma del pelo a los buscadores de tesoros del futuro; con pleno descaro, les recomienda instrumentos, avíos y procedimientos. No es más sincero cuando consigna su consejo final: “Con esto sólo me falta desearle buena suerte, y recomendarle por última vez: ¡no sea ambicioso!...”. Es claro que se debe ser ambicioso, y sobre todo cuando se trata de conocer todos los recovecos y embrollos de las tradiciones humanas. Ya desde el prólogo de Entre mitos y fábulas. El Ecuador aborigen, consciente de estar cumpliendo con su más sagrada misión de antropólogo, Ernesto Salazar se acusa de un desliz que ―sabe con creces― le será dispensado: “Confieso que me dejé llevar por el entusiasmo y me alargué tal vez demasiado”. En antropología siempre hay que alargarse, y de ahí que, antes de bajar el telón de esta crónica, sea necesario excusar su cortedad.



Quito verde (1948). Oswaldo Guayasamín (1919-1999)

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...