martes, 11 de mayo de 2021

El ruido de las estatuas al caer


La incertidumbre del poeta (1913). Giorgio de Chirico (1888-1978)


Desde antiguo se han derribado estatuas. De acuerdo con el arqueólogo español Alfredo González Ruibal, se sabe de estatuas destruidas en revueltas sociales ya en el siglo V a. de C. La razón para ello no podría ser más obvia: al echar por tierra sus representaciones, se rechaza un personaje, un régimen o un ideario. Si se quieren condimentos antropológicos, podría decirse también que con la caída de una estatua se pretende, por magia homeopática, dañar la carne o el espíritu del personaje representado; o que, al removerla de donde está —casi siempre una plaza, muchas veces un lugar fundacional—, se quiere conmover el axis mundi e inaugurar un nuevo orden cósmico.

En Colombia, en los últimos meses, las figuras metálicas de varios personajes históricos han venido cayéndose como fichas de dominó. El 16 de septiembre de 2020, la comunidad misak echó por tierra la estatua ecuestre de Sebastián de Belalcázar que vigilaba el casco histórico de Popayán desde el morro de Tulcán. Los indígenas, después de tumbarla, aplastaron la cabeza de quien fuera, hace cinco siglos, cabecilla de la invasión y el genocidio a que fueron sometidos los pueblos nativos de la región. No contentos con ese golpe, los misak marcharon a Cali el pasado 28 de abril y enlazaron como un perro bravo, hasta hacerlo inclinar en su pedestal, al Belálcazar de bronce de que se precia la tercera ciudad de Colombia. Al manifestarse sobre el hecho, las autoridades indígenas dijeron que habían querido rendir homenaje al cacique Petecuy, “quien luchó contra la Corona española, para que hoy sus nietos y nietas sigamos luchando para cambiar este sistema de gobierno criminal que no respeta los derechos de la madre tierra”. La firmeza de la causa se comprobó cuando, en las primeras horas del 7 de mayo, los misak derribaron la estatua de Gonzalo Jiménez de Quesada, sembrada en plazoleta del Rosario, en Bogotá. A esas alturas, los indígenas del Cauca ya habían asumido la vocería de otros pueblos americanos pisoteados por los españoles, en este caso, los muiscas del altiplano cundiboyacense. Desde ya, tiembla el monumento erigido en Cartagena a Pedro de Heredia, victimario de los calamaríes.

Llama la atención que, mientras caían las imágenes de los feroces conquistadores, rodara también la de quien, bien miradas las cosas, es su antítesis: Antonio Nariño, llamado “Precursor de la Independencia” por su trabajo de conspirador contra España —hacia 1794 tradujo los Derechos del Hombre y del Ciudadano—, y quien, después del Grito de Independencia de 1810, combatió contra las tropas ibéricas con la ilusión de mantener con vida a la enclenque república criolla. En Pasto, durante las recientes manifestaciones del Primero de Mayo, algunos participantes de la marcha proletaria enlazaron la estatua del Precursor y la jalaron hasta dar con ella sobre los duros adoquines de la plaza que, por supuesto, lleva su nombre. Inmediatamente, la misma opinión pública nacional que explícita o veladamente había celebrado los atentados contra el bulto de Belalcázar, se pronunció en contra del hecho. Porque, además de lo que queda dicho, Nariño pagó su lucha contra la Corona con muchos días de doloroso presidio. Por supuesto, el solo hecho de que el prócer representara, allá sobre su pedestal, al Estado colombiano, ya hace posible que alguien legitime su derribamiento. Sin embargo, todavía no se efectuaba el levantamiento forense de la estatua cuando, en las redes sociales, ya había quien reivindicara la caída con razones minuciosas. Alguien mencionó una carta henchida de odio contra Pasto, escrita por Nariño el 6 de abril de 1814, mientras lideraba la Campaña del Sur, dirigida contra los focos realistas del suroccidente colombiano. Asimismo, otro cibernauta, indignado por la ignorancia de sus compatriotas en materia de historia, dijo que el santafereño había masacrado a 3500 pastusos en la batalla del Ejido, hito culminante de la campaña sureña.

Parece, sin embargo, que los antinariñistas de las redes sociales son quienes no han leído la historia con suficiente atención. La carta, realmente escrita y firmada por Nariño, implementa la amenaza como una forma de la retórica bélica. El general santafereño la dirigió al Cabildo de Pasto cuando se encontraba en el sitio de La Caldera, entre Popayán y Pasto, con la idea de hacer desistir a sus rivales de la confrontación armada: “Es preciso que antes de romper el fuego, [Pasto] se decida abiertamente a hacer causa común con nosotros o a quedar destruida y destruida de un modo que nunca jamás pueda volver a ser habitada”; y agrega en el siguiente párrafo: “Si Usía muy ilustre se decide a tomar el partido a que la necesidad y la justicia le obligan, puede contar con entera seguridad y la libertad de constituirse del modo que lo crea más conveniente a su felicidad”. Nariño sugiere la ruina tanto como la prosperidad, y sus términos quizá hubieran sido los mismos si el fortín realista fuera Cali o Popayán; de hecho, había pasado por esta última ciudad sin permitir que sus hombres saquearan ninguna casa. En cuanto a la batalla del Ejido —la cual tuvo lugar hace 207 años exactos: entre el 10 y el 11 de mayo de 1814—, el dislate del comentarista virtual es evidente: el bando republicano, derrotado, fue el que puso los muertos. En los documentos del Estado Mayor del mariscal Melchor Aymerich, jefe militar de la plaza, se consignó que las huestes de Nariño tuvieron 473 bajas, mientras que los pastusos solo vieron caer a 38 compañeros. La cifra de 3500 muertos es, a todas luces, delirante.

Lo anterior deja ensayar esta hipótesis sobre las causas que llevaron a la caída de la estatua: a Nariño se le adjudicaron, por metonimia, las deudas de sus compañeros de causa política. Ocho años después, en mayo de 1822, Simón Bolívar acordó unas capitulaciones con las autoridades realistas de Pasto, capitulaciones que fueron desconocidas por el coronel español Benito Boves, quien, a la cabeza de un ejército en buena parte indígena, se tomó Pasto y puso autoridades por su cuenta. Bolívar, contrariado, ordenó a Antonio José de Sucre arremeter con la mayor ferocidad, de lo cual vino a resultar la tristemente célebre “Navidad negra”, todavía llorada por los pastusos: el 24 de diciembre de 1822, Sucre sometió la ciudad a un cruento ataque que causó la muerte de 400 combatientes pastusos y la deportación de otros mil, algunos de los cuales, según una leyenda pertinaz, fueron arrojados con todo y grilletes al río Guáitara. Para colmo, al año siguiente, el ejército que los realistas de Pasto habían conformado sobre las cenizas de la devastación de Sucre —ejército en que brilló el caudillo mestizo Agustín Agualongo— fue desbaratado en Ibarra por el propio Bolívar. El Libertador había jurado “destruir esa raza infame de pastusos”, y es de suponer que sintió mucha complacencia por los 800 muertos que produjo en las filas de Agualongo en aquella batalla, calificada de “mortandad horrorosa” por uno de los mismos edecanes de Bolívar. De ahí la histórica malquerencia de los pastusos al caraqueño, razón —entre otras— de que, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de capitales colombianas, su plaza principal no lo honre.

Los misak tendrían razones para derribar la estatua de Bolívar: no fueron pocos los soldados indígenas que perecieron en las diversas arremetidas del ejército libertador contra los cuerpos realistas de Pasto. Incluso podría estirarse el argumento hasta Nariño, si se considera que buena parte de los defensores de esa ciudad, vista por el Precursor como enemiga, eran reclutas indígenas de Buesaquillo, La Laguna y otros enclaves ancestrales. Pero, como se dijo, fueron los expedicionarios republicanos los que cedieron ante la valentía de los lugareños (incluso, correspondió a un indígena —acompañado de un miliaciano— la suerte de tomar prisionero al general santafereño, quien, después de los hechos del Ejido, había tratado de esconderse en la hosca montaña de Lagartijas). Y en cierto sentido, antes que Nariño —quien a fin de cuentas defendía un ideal libertario—, puede resultar más odioso a ojos de los nativos el mariscal Aymerich: este, a pesar de su deber de defender a Pasto, cuando supo de la proximidad de las huestes de Nariño abandonó la plaza y se acantonó en las montañas del sur, del todo desconfiado del poder de los lugareños para defenderse. Solo reapareció cuando supo del triunfo de la ciudad. Sin embargo, como quiera que sea —si uno u otro fungió de ofensor de los indígenas—, no fueron los misak quienes, el Primero de Mayo, derribaron la estatua en la plaza céntrica de Pasto.

De la antropología proviene una última hipótesis sobre la caída del Nariño de bronce. Se habría tratado de una suerte de actualización mítica, similar a la que Marshall Sahlins, en Islas de historia (1977), define como mito-praxis, y que ilustra con la muerte de James Cook en Hawaii, en 1779: el capitán habría sido asesinado por los nativos por haber protagonizado y repetido, involuntariamente, los hechos que el mito atribuía a Lono, el dios cuyo sacrificio ritual debía cumplirse periódicamente. Una vez capturado en Lagartijas, Nariño fue llevado a Pasto y puesto en manos de Aymerich, quien le concedió al reo dos deseos: un plato de caldo y la oportunidad de asomarse al balcón de la Casa del Cabildo, frente al que lo esperaban, para abuchearlo y pedir su cabeza, 400 o 500 ciudadanos rabiosos. De acuerdo con Alberto Montezuma Hurtado, uno de los historiadores locales más sobrios, el prócer encaró la turba y dijo con todo valor: “Yo soy el general Nariño”; pero otras páginas históricas —la mayoría— le atribuyen un discurso conmovedor y florido. Lo cierto fue que la muchedumbre depuso su encono y, andando los días, presionó a los españoles para que no ejecutaran la sentencia de muerte y la trocaran en presidio. Pues bien, en mayo de 2021, Nariño apareció de nuevo como en 1814: acomodado en la altura, exhibido ante una masa enardecida de pastusos y representando, como un heraldo infernal, al gobierno de Bogotá. La inercia mítica pidió el castigo superlativo —el mismo que ya había estado consagrado en la orden firmada por Toribio Montes, Presidente y Capitán de la Provincia de Quito—, y como, esta vez, el héroe permaneció mudo y no conmovió a nadie desde su atalaya, la sentencia se cumplió. 

Fue así como, en los días colombianos de mayor clamor contra la opresión, rodó por el suelo, estruendosamente, la estatua del Precursor de la Independencia.


El arqueólogo (1927). Giorgio de Chirico (1888-1978)


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