jueves, 6 de junio de 2019

Botánico de poltrona



Alstroemeria salsilla (entre 1783 y 1816).
Francisco Javier Matís (¿1762?-1851)



En Bogotá, hacia 1860, se publicó por entregas la Memoria sobre la historia de la botánica en la Nueva Granada, de José Florentino Vezga Pinilla. A pesar de lo que pueda sugerir el segundo nombre de este santandereano, su labor periodística lo puso más veces entre los libros de su biblioteca que entre las flores de los jardines y campos del altiplano cundiboyacense; de hecho, la obra mencionada, más que la expresión libre de su pluma, es la compilación de muchas páginas ajenas, algunas de ellas —como el opúsculo del médico Álvaro Restrepo sobre el curare— citadas, sin pudor alguno, de modo tan extenso que cabría pensar en un asalto a la buena fe del autor original. Por fortuna, a Vezga lo salva su olfato de antologista literario, toda vez que los pasajes fusilados en la memoria botánica no se conforman con ofrecer datos sobre la sabiduría herbolaria de indios y negros: también son anécdotas de una gracia narrativa apreciable.
        De la “Botánica indígena” —primera parte de la compilación— surgen tres ejemplos contundentes del buen trabajo de selección llevado a cabo por nuestro botánico de poltrona. El primer caso corresponde a una anécdota sacada de los cuadernos personales de Francisco Javier Matís, el pintor de Guaduas que acompañó a José Celestino Mutis en la Expedición Botánica y luego fue guía de Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland en sus correrías por la sabana bogotana. De acuerdo con la laboriosa transcripción de Vezga, un día de 1788 estaba Matiz en Mariquita y vio a un negro —el negro Pío— jugueteando con una taya equis que pasaba de un brazo a otro. Según Pío, la serpiente no lo picaba porque él se había impregnado con hojas de guaco, y que se trataría con su zumo, con éxito asegurado, si el ofidio se atreviera a morderlo. El pintor corrió a imponer a Mutis del hallazgo, pero el sabio gaditano exigió hacer una prueba en presencia del negro. Esa evidencia apenas pudo surtirse cinco meses más tarde, cuando, en casa de Mutis, el pintor y Pedro Fermín de Vargas fueron inoculados con guaco y luego, como Pío, jugaron con la serpiente sin que ella pensara en atacarlos. Matís, con la idea de certificar el hallazgo ante su mentor, se empeñó en irritar a la taya equis hasta que esta le mordió un dedo. Pío, solícito, succionó el veneno de la herida y la tapó con una hoja de la planta, y después no sucedió nada que pudiera ser lamentado. Vargas publicó un reporte sobre el caso y muy pronto se difundió la noticia sobre las cualidades de antídoto del guaco. El efecto fue del todo inesperado: en Mariquita, en cuyos bosques aledaños abundaban tanto las serpientes como el guaco, se puso de moda, entre los jóvenes, apostarse en las calles para jugar con los reptiles, a los que permitían envolverse en sus brazos. Una escena semejante, hoy en día —cuando la juventud prefiere distraerse con aparatos inanimados—, se antoja, más que risible, inimaginable.
          Otra anécdota sugestiva —pero mucho más dramática— proviene de las páginas de El Orinoco ilustrado (1741), la crónica del jesuita español Joseph Gumilla. Escribe el misionero que los indios caverres de las riberas de Orinoco se especializaban en la preparación del curare, práctica que él describe con morosidad. Del pantano de las ciénagas extraían los indios una raíz de color pardo, la cual, tras ser lavada, era cortada, machacada y puesta a hervir a fuego lento en grandes ollas de barro. Cuando la cocción se encontraba avanzada, los trozos de la raíz eran estregados dentro de las ollas, y posteriormente eran escurridos antes de ser desechados, justo cuando el cocimiento había espesado. Según Gumilla, los cocineros designados para preparar el curare morían a causa de los vapores emanados de la tóxica sustancia, y de ahí que la tarea se asignara a las mujeres viejas de la comunidad, quienes, incluso, no se amilanaban ante esa imposición; cuenta el jesuita que todo eso tenía lugar “sin que ellas repugnen este empleo, ni el vecindario o la parentela lo lleve a mal; pues ellas y ellos saben que este es el paradero de las viejas”. El cuadro se torna dantesco cuando se considera que en cada faena podían morir hasta dos cocineras, según la concentración de los vapores deletéreos y la resistencia de cada vieja. Para Vezga, es claro que los caverres abusaron de la credulidad de Gumilla y aprovecharon su curiosidad para endilgarle lo que bien parece un chiste cultural sobre la senectud. Algo similar le sucedió a Charles Darwin entre los onas de Tierra del Fuego, quienes, por creer que el naturalista los invitaba a conversar sólo para entretenerse, le dijeron que solían comerse a sus prisioneros y en ausencia de ellos a las mujeres más viejas de la tribu, y que preferían hacer esto a comerse sus perros, pues al menos estos servían para cazar nutrias, mientras que las mujeres eran absolutamente inútiles.
            La tercera viñeta también se relaciona con la preparación del curare, pero esta vez las palabras citadas corresponden a las memorias viajeras de Humboldt. Cuando él y Bonpland llegaron a la misión de La Esmeralda, en plena Orinoquia venezolana, les fue presentado un especialista en jugos vegetales que todos conocían como “el amo del curare”. Más allá de que este hombre parecía conocer, en efecto, no pocos secretos herbolarios, el sabio prusiano se hizo inmediatamente a una idea negativa sobre su actitud: “tenía ese aire soplado; ese tono de pedantería que en otro tiempo se les imputaba a los boticarios en Europa”. La comparación era del todo justa, de acuerdo con las palabras que el amo del curare dirigió a los viajeros: les dijo que su veneno era superior a todo lo que los hombres blancos sabían hacer, incluidos la pólvora y el jabón, y a propósito de un rústico embudo confeccionado con hojas secas les preguntó si en Europa habían visto, alguna vez, algo semejante. Júzguese, por esta descripción de Humboldt, sobre lo deslumbrante que podría ser el artilugio: “Era este una hoja de banano enroscada sobre sí misma en forma de cono y colocada en otro cucurucho más fuerte de hojas de palmera”. Es tentador pensar que, al transcribir las líneas sobre el carácter insufrible de los boticarios, Vezga tuviera en la cabeza la imagen de Monsieur Homais, el infatuado farmaceuta de Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert; al fin y al cabo, esa novela se hizo célebre al año de su publicación, que antecedió en casi un lustro a la de la Memoria sobre la historia de la botánica en la Nueva Granada.
           Es evidente que, desde la perspectiva de José Florentino Vezga, las plantas eran, para los hombres, algo más que recursos para suplir sus necesidades apremiantes. Así lo prueba el que los indios se valieran de un relato sobre la preparación del curare para zurcir bromas o para promover su prestigio público, o que el negro Pío —porque también eso sucedió en su charla con Matís— aprovechara la noticia que se le pedía sobre el guaco para evocar la figura heráldica de un águila llevando entre las garras a una serpiente, pues según él eso fue lo que sucedió una vez que el ave se hartó con las mágicas hojas. Para el periodista santandereano, el interés por las plantas era, en los nativos americanos, “íntimo e inmediato”, y tanto podía deberse a la necesidad como al placer o al capricho. Esa idea, que anticipa en más de un siglo la reflexión anti-funcionalista de Claude Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje (1962), se expresa también en unas líneas que bien podrían haber sido plagiadas por el antropólogo francés: “Así que todo lo concerniente a las plantas debió ser para los indios materia predilecta de observación y de trabajo intelectual”. Cabe suponer que si Vezga prefirió citar a otros in extenso, ello fue por humilde pragmatismo antes que por falta de escrúpulos. Quedan servidas las pruebas de su talento.


Tradescantia (entre 1783 y 1816). Francisco Javier Matís (¿1762?-1851)

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