jueves, 21 de febrero de 2019

Babel



La Torre de Babel (1563). Pieter Bruegel (1525-1569)



En un ensayo de principios de esta década, Mary Louise Pratt lamenta que los estudios sobre la globalización hayan puesto poco interés sobre el tema del lenguaje; escribe la autora: “Si escogemos una de las docenas de antologías sobre globalización, es probable que no encontremos un solo registro de ‘lenguaje’ en el índice; seguramente tampoco encontraremos un capítulo sobre él en la tabla de contenido”. Acto seguido, con deliciosa coherencia, Pratt vierte una docena de páginas sobre el asunto marginado; páginas en las que denuncia la discriminación y control implementados por muchas sociedades con base en las habilidades idiomáticas de las personas, y en las que también celebra la potencia de extroversión del lenguaje, facultad humana del todo incontrolable por cualquier política o mecanismo administrativo igualmente humanos. “Dondequiera que haya linderos, la lengua los franqueará”, es la conclusión.
        Para la profesora de New York University, los humanos de hoy en día participan al menos en tres escenarios en que los intercambios idiomáticos fundan situaciones culturales particulamente nutricias: las migraciones —que suponen una “redistribución de las aptitudes lingüísticas”—, los eventos mundiales a escala planetaria —donde la comprensión se consigue más allá del lenguaje formal— y las expresiones artísticas o textuales en que conviven dos sistemas lingüísticos distintos, uno alojando al otro, y que Pratt ilustra con el pintoresco ejemplo del hip hop boliviano en que se mixturan español, aymara y portugués. Con todo, hay una imagen de colores más surtidos e intensos en su ensayo: una anécdota neoyorquina que busca ilustrar la comprensión entre quienes, a duras penas, comparten el mismo código lingüístico. Un hombre ha robado una botella de agua en el minimarket de una coreana, y un dependiente mexicano que pretendía perseguirlo es atajado por un transeúnte jamaiquino, de modo que ambos, ante un público integrado por un guatemalteco y una estadounidense —Pratt—, discuten en inglés sobre la pertinencia de emprender o no la persecución: el mexicano se siente obligado a defender los intereses de su patrona, mientras que el otro cree que lo que debe hacer es defender su propia vida y no seguir al delincuente. Pero la discusión, sin importar lo que cada uno juzgue conveniente hacer, se lleva a cabo sobre una idea compartida más allá de los idiomas o sus semánticas particulares: hay algo llamado “el sistema” que obliga a tomar decisiones contrarias a la voluntad, que tanto abarcan la convicción del mexicano de perseguir a un ladrón como el consejo del jamaiquino de dejarlo huir para evitar altercados. En resumen: aunque aquel día cada quien interpretó el sistema a su modo, afloró un “indicador de éxito”, consistente en que se mostró altruismo y, de paso, se evitó la violencia. Por supuesto, el ladrón escapó.
        Puede decirse, dejando la anécdota momentáneamente de lado, que la inquietud general de Pratt sobre el valor de la diversidad lingüística en la cultura ha sido, desde mucho tiempo atrás, un tema conocido por la reflexión antropológica. En los albores del siglo XX, James George Frazer escribió sobre el vivo interés que esa diversidad lingüística suscitó incluso entre los pueblos más antiguos; lo hizo en El folklore en el Antiguo Testamento (1907-1918) y se refirió particularmente a la historia de la Torre de Babel, relato con que los antiguos hebreos quisieron explicar el origen de la pluralidad de las lenguas. El lector recordará los rasgos generales de la leyenda: los primeros hombres quisieron construir una torre tan alta que les permitiera llegar al cielo, al mismo tiempo que tener una referencia material para no perderse nunca —la torre podría verse desde cualquier lugar de la tierra—; sin embargo, Dios sintió recelo —Frazer cree que, también, envidia— e hizo que cada quien hablara una lengua distinta, de manera que los afanosos obreros no pudieran entenderse y les quedara, apenas, la opción de dispersarse. Llama la atención que esas páginas —todo el capítulo quinto del grueso volumen— no sean más célebres: porque no solo ocurre que la consabida historia babélica es reconstruida con base en el texto original y las glosas de los comentaristas bíblicos, sino que, también, el antropólogo escocés confirma las dotes de humor que ya habían destellado en La rama dorada (1890). En efecto, no podría ser más hilarante el recuento que hace Frazer de las explicaciones delirantes dadas por algunos investigadores bíblicos a la cuestión del origen de la diversidad lingüística; estas líneas lo muestran sin usura: “Otro escritor sostuvo la tesis de que Adán había hablado el vasco; mientras que otros, adelantándose a las mismas Escrituras, introdujeron la confusión de lenguas ya en el Edén, y así afirmaron que Adán y Eva hablaban el persa, que la serpiente había hablado en árabe y que el afable arcángel Gabriel había conversado con nuestros primeros padres en turco. Pero no acaba ahí la lista de escritores excéntricos: hubo otro que sostuvo seriamente que el Todopoderoso se había dirigido a Adán en sueco, que Adán había respondido en danés a su Hacedor y que la serpiente había tentado a Eva en francés”.
          De regreso a la Torre de Babel —se la ve fácilmente a la distancia—, interesa formarse una idea general del suceso sagrado: la pretensión humana de alcanzar una comunicación perfecta con Dios —cara a cara— tiene como resultado incomunicación y separación radicales entre los hombres. Y como materialización de todo eso, una torre formidable se levanta en la mitad del mundo: una torre que, así hubiera sido pensada para acceder a otro lugar, lo que a la postre termina subrayando es su carácter de muralla y parapeto para la defensa, esto es, lo que ella tiene de dispositivo para la segregación y el ocultamiento. Pues bien, sobre esa imagen invocada por Frazer coincide, por inversión, la imagen implícita en la anécdota neoyorquina de Mary Louise Pratt: en la “capital del mundo”, a lo que se asiste es a la reunión de un puñado de personas amarradas a diversas tradiciones lingüísticas, pero que a pesar de eso convergen y pretenden comunicarse. No ha caído sobre ellos, como un castigo, la cualidad de ser distintos; antes bien, han traído esa distinción —por ejemplo, la manera como cada uno percibe el “sistema”— como un aporte a la comprensión última en que deviene su encuentro fortuito. Pero la semejanza invertida no se reduce a esa disposición de ánimos: si ese encuentro tiene lugar en la Nueva York del siglo XXI, ello implica que se trata de una ciudad en la que la gran torre ha sido reemplazada por su inmenso vacío. En el primer caso, los hombres adquieren la diversidad lingüística y, partiendo de la torre, se dispersan; en el segundo, los hombres traen su diferencia idiomática y se congregan en un lugar donde la torre no es otra cosa que ausencia. La gran mole sería algo así como el símbolo de una obsesión rabiosa por lo divino que, en muchos momentos de la historia, ha impedido a los hombres entenderse.
      Quizá sea cierto que los teóricos de la globalización, interesados por los frenesíes económicos y las mutaciones políticas, hayan descuidado, en sus pesquisas, la veta lingüística. Por fortuna, el lenguaje nunca ha perdido el interés sobre sí mismo, de suerte que —como una cápsula del tiempo— guarda en sus entrañas los elementos suficientes como para que, quien se ponga en ello, logre resolver las ecuaciones sobre la vida de las palabras al interior de la cultura. El tema esencial de toda manifestación lingüística es el lenguaje mismo. Claude Lévi-Strauss, a quien encantaban las simetrías narrativas como aquella en que se vinculan las explicaciones de Pratt y Frazer, lo supo mejor que cualquier antropólogo.


La Torre de Babel (1563) (detalle). Pieter Bruegel (1525-1569)

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