domingo, 31 de mayo de 2020

Rojo de vergüenza



Ídolos de los indios mandan (h. 1836). Karl Bodmer (1809-1893)


Sal Paradise, narrador y protagonista de En la carretera (1957), la mítica novela de Jack Kerouac, tiene un amigo antropólogo. Se trata de Chad King, quien acaso estudió la ciencia del hombre en la Universidad de Columbia, donde Franz Boas —nada más y nada menos— fundó el respectivo departamento. A fin de cuentas, fue esa misma universidad por la que pasó fugazmente Kerouac en su juventud, y acaso sea la misma en la que Paradise, su alter ego, toma algunos cursos. Como quiera que sea, poco se sabe de las actividades antropológicas de King más allá de su confeso interés por la cacería de cabelleras humanas entre los indios de las praderas, pues, para desgracia del lector —o, por lo menos, del lector antropólogo— Paradise sigue como un poseso la estela de otro amigo: Dean Moriarty, a quien el propio narrador define como “idiota sagrado”, un vagabundo con mucho arrojo y ningún seso.

        Al pasar por Denver, en su primer viaje a la Costa Oeste, Paradise se aloja un par de días en la casa materna de King. El narrador, con el propósito de dar una idea de cómo era el antropólogo —de quien antes había dicho, apenas, que era “nietzscheano” y que tenía “cara de brujo”—, transcribe algo que alguna vez le oyó decir con su voz nasal y tremolante: “—Lo que siempre me gustó, Sal, de los indios de las praderas era el modo en que siempre se avergonzaban después de jactarse de la cantidad de cabelleras que obtenían. En La vida en el Lejano Oeste, de Ruxton, hay un indio que se pone rojo por completo porque ha cortado muchos cueros cabelludos, y corre como un demonio por las llanuras para glorificarse, a escondidas, de sus actos. ¡Maldición, eso me hizo cosquillas!”. No logra saberse nada más sobre el sangriento episodio porque, muy pronto, Paradise pierde contacto con King, obsesionado como está por ponerse bajo la tutela de Moriarty, a quien también sigue otro tipo tan loco como él: Carlo Marx, un poeta excéntrico que se las da de mentalista. El narrador apenas consiente en acompañar al antropólogo a recoger unos mapas de las montañas donde moran los indígenas, y luego se sumerge sin remedio en los bares y fiestas juveniles de Colorado.

        El lector, sobra decirlo, no tiene más remedio que seguir los pasos errantes de Paradise. No obstante, si le fuera dado conocer a fondo lo que ha dejado abandonado en el nochero de King —si pudiera enterarse de ello en otra vida o, por mejor decir, en otra lectura—, quizá sentiría tanto interés y vértigo como los que le suscita la novela de Kerouac. Porque La vida en el Lejano Oeste (1848), de George Frederick Ruxton (1821-1848), dista de ser un libro banal. Su autor, nacido en Inglaterra, se hizo soldado casi en la adolescencia y por orden de Isabel II se desempeñó en las guerras civiles españolas, y luego viajó por África y América del Norte, donde murió en 1848, esto es, cuando apenas tenía 27 años, lo cual no estorbó para que dejara material suficiente para la confección de tres libros gruesos de aventuras por las praderas, las Montañas Rocosas y México. Uno de sus biógrafos escribió: “Teniendo en cuenta, de hecho, la cantidad de trabajo físico que desplegó y la extensión de las tierras sobre las que se extendió su deambular, es casi sorprendente que haya encontrado tiempo libre para escribir tanto”. Ruxton, como Kerouac, siempre estuvo en el camino, lápiz en ristre.

        Cuando Ruxton volvió de España, Su Majestad lo envió, como teniente del 89.o regimiento, a cumplir una misión en Canadá. La azarosa vida en las praderas acabó robando su corazón, y por eso, tras renunciar al ejército real y fracasar en una aventura comercial en las tierras ardientes del norte de África, retornó a América, por más que en ese mismo momento lo asaltaran todas las tentaciones geográficas, según escribió en una carta: “Mis movimientos son inciertos, porque estoy tratando de hacer un viaje en yate a Borneo y al archipiélago indio, […] y la Sociedad Protectora de Aborígenes desea que salga a Canadá para organizar las tribus indias; mientras tanto, por lo que a mí respecta, deseo ir a todas partes del mundo a la vez”. Acabó recorriendo el norte de América, desde Veracruz, en México, hasta las Montañas Rocosas y las grandes praderas. Trabó amistad con tramperos de montaña, cazadores de pieles y tribus indígenas, e incluso llegó a vivir —acompañado apenas por el caballo Panchito y un par de mulas— en un campamento en Bayou Salade, en Colorado. Finalmente, tomó rumbo hacia el este y se radicó en Saint Louis, Missouri, donde lo sorprendió la muerte, el 29 de agosto de 1848. La infección de una herida producida por una caída en las Montañas Rocosas lo hizo presa fácil de un ataque de disentería. Cuando eso ocurrió, buena parte de los textos que integran La vida en el Lejano Oeste se habían publicado en el Blackwood’s Magazine, y fueron reeditados completos, como libro, en 1851.

        La vida en el Lejano Oeste narra las aventuras de una banda de montañeses blancos, cazadores de bisontes, en tierras del centro de los Estados Unidos, habitadas por pawnees, sioux, arapahos y yutas, entre otras naciones amerindias. Dos personajes se destacan: Killbuck y La Bonte. El primero es un explorador viejo y experto con cuyas remembranzas se abre la narración, las cuales sitúan la historia en el ambiente de dramatismo que le corresponde: cuenta, a su campamento de tramperos y cocineras indígenas, cómo alguna vez encontró, en medio de la pradera, un árbol untado de putrefacción. La corteza estaba bañada de materia podrida, destilada de las muchas cabelleras que los indios habían puesto sobre ellas quién sabe hacía cuánto. El otro personaje es La Bonte, un trampero más joven que, en la refriega que sigue al hediondo relato de Killbuck, resulta con dos heridas causadas por los arapahos. Este personaje sería el alter ego de Ruxton, quien usó ese nombre para firmar algunos de los artículos aparecidos en el Blackwood's Magazine. Acusado de exagerar sus propias vivencias para hacerlas literatura, el teniente retirado aclaró que apenas había atenuado la personalidad de sus cazadores blancos para hacerlos más entrañables a ojos del lector, muchas veces reuniendo rasgos de diferentes personas reales en un mismo personaje.

        En el segundo capítulo de La vida en el Lejano Oeste tiene lugar el episodio que le roba el sueño a Chad King. La banda de Killbuck y La Bonte, tras sobrevivir al ataque de los arapahos —no sin dejar las cabelleras de cuatro compañeros en sus manos y recibir, Killbuck, una flecha en unas de sus piernas— encuentra acogida en una aldea de indios yutas. Estos, advertidos de la asechanza de los arapahos, envían una feroz comitiva de cien guerreros que regresa con el trofeo de trece cueros cabelludos. La comunidad recibe a los vencedores en medio de gritos y cantos, y las logias de la tribu se pintan de bermellón, ocre, amarillo y negro. La asamblea nativa se dispone en forma de paralelogramo, de manera que en el medio quedan unas pieles de búfalo pintadas de rojo, puestas ante el “palo de las cabelleras”. De él cuelga su “fruta sangrienta”, así como al frente de cada cabaña, en lanzas con los emblemas totémicos, cuelgan cueros cabelludos más viejos. Algunos curanderos, vestidos con pieles de oso y lobo, prenden una fogata en el espacio central y a ella arriman el palo de las cabelleras. En torno se reúnen los guerreros, y alrededor de ellos algunas mujeres danzan al son de un tambor. Aparece una comparsa de seis hombres pintados de negro, quienes, tras lamentarse por las bajas del combate, celebran la muerte de los enemigos y se dirigen de manera humillante a sus cabelleras. Luego desaparecen y dejan el campo servido para que los guerreros entonen una canción. Posteriormente, irrumpe un hombre joven pintado de negro sobre un caballo blanco y “cuenta sus golpes” junto al palo, donde están los demás guerreros, cada uno hablando de sus hazañas. El joven declara haber cobrado siete cabelleras y los demás lo ratifican, y acto seguido clava su lanza en el suelo, a un lado del poste, tras de lo cual se golpea el pecho dos veces. Entonces, inopinadamente,  da media vuelta en el caballo y, conmovido, se aleja por la llanura. Escribe Ruxton: “La modestia lo había embargado tras verse obligado a gritar sus propias hazañas”. No otro es el indio, rojo de vergüenza, del que habla King.

      Quizá sea inútil una última prueba del desinterés antropológico de Sal Paradise y, quién dice que no, del mismo Jack Kerouac —al fin y al cabo, según dicen, el Beat a quien propiamente apasionaban los asuntos indígenas era William Burroughs—. Como quiera que sea, el documento de Ruxton sirve esa prueba en bandeja de plata: el indio que se sonroja no es un mero individuo histórico, tal como lo sugiere el parlamento atribuido a King —an Indian who gets red all over—, sino un rol ritual. En cada celebración guerrera, el más victorioso de los guerreros enumeraba sus trofeos y luego debía alejarse para congraciarse sin exhibicionismo. No de otra manera los yutas incluían, en su contento por el vencimiento del enemigo, la modesta aceptación de que, en cierto modo, de fondo no había otra cosa que fanfarronería humana. Lejos de esa relevación, Paradise estaba obnubilado por seguir el camino del más insensato de los fanfarrones: un chulo con disfraz de sabio que, todavía hoy, se roba el corazón de los lectores. Apenas cabe ponerse rojo de vergüenza.


Andamio fúnebre de un jefe sioux, cerca de Fort Pierre (h. 1836).
Karl Bodmer (1809-1893)



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1 comentario:

  1. Me alegra mucho por fin leerlo. Quisiera tener su libro, en algún momento será; por ahora lo leo por acá.
    Tiene unas imágenes claras y nítidas. Me gustan los detalles y la tan correcta utilización de las palabras.

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