jueves, 25 de abril de 2019

Confesiones de amor y de odio



La rendición de Breda (1634). Diego Velásquez (1599-1660)


Los lectores de la obra de Claude Lévi-Strauss, sin importar qué tanto puedan sacar en limpio de las audaces ecuaciones que minan esas páginas —ecuaciones cuyos términos suelen ser un hombre que busca a su hermana raptada, un trozo de carne podrida o la retención anal del perezoso—, sin duda se han percatado de la mucha animadversión que el antropólogo francés experimentó hacia las reflexiones de Bronislaw Malinowski. Se trata de una inquina evidente ya desde una lectura a vuelo de pájaro: se vislumbra allí una desafección tan exacta y previsible que sin duda podría planteársela con una fórmula más limpia e inteligible que aquellas con las cuales Lévi-Strauss quiso describir la variabilidad de las versiones míticas o la conformación del átomo básico del parentesco. Cualquiera sabe que, cuando en un párrafo de la exposición estructuralista relumbra el apellido Malinowski, no demora en sonar el trueno.
Una prueba incontrovertible del desencuentro entre los dos gurús de la antropología social es el lapidario aforismo que Lévi-Strauss dejó caer sobre su colega polaco en un artículo de 1952, “La noción de estructura en etnología”, posteriormente incluido en la bíblica Antropología estructural (1958): “Un funcionalista puede ser todo lo contrario de un estructuralista, y ahí está el ejemplo de Malinowski para convencernos de ello”. Es igualmente punzante un comentario que, en el escenario particular del análisis totémico, dirigió el fiscal contra su acusado en El pensamiento salvaje (1962); y todo porque el inocente Malinowski —hacía ya 20 años que sus huesos descansaban bajo la lápida— había dicho que los ritos totémicos se explicaban en la necesidad humana de controlar las especies naturales de las cuales dependía la sobrevivencia. El padre del estructuralismo escribió, con rezumante ironía, que el profeta del funcionalismo se había equivocado de cabo a rabo al pretender “que el interés por las plantas y los animales totémicos no se lo inspiraban a los primitivos más que las quejas de su estómago”. La prueba fehaciente de que Lévi-Strauss no hacía concesiones a Malinowski es que incluso se permitió mortificarlo a propósito de un tema en que los discípulos del polaco hubieran querido que se lo tratara con total consideración: el magisterio etnográfico. En efecto, en el ensayo “Historia y etnología” (1949), el francés escribió que si Malinowski había hecho buena —incluso “admirable”— etnografía, ello, que había ocurrido “sobre todo” al comienzo de su carrera, no había significado otra cosa que el cumplimiento de una recomendación hecha por Franz Boas desde 1895. Lévi-Strauss se permitió ser particularmente insidioso en esas páginas: “los funcionalistas pretenden hallar en su ascetismo la salvación y, haciendo lo que todo buen etnógrafo debe hacer y hace —con la sola condición suplementaria de cerrar resueltamente los ojos a toda información histórica relativa a la sociedad considerada y a todo dato comparativo tomado de sociedades vecinas o alejadas—, intentan alcanzar de un solo golpe, replegados en su interioridad, por un milagro inusitado, esas verdades generales cuya posibilidad Boas nunca había negado”. Como se sabe, era en el altar del santo germano-estadounidense donde ardían las velas del estructuralista. 
Sin embargo, detrás de tanta mala sangre se erigen fortísimos puntos de acuerdo cuya omisión deja muy mal parado —lo hace parecer solapado— al crítico Lévi-Strauss. Se trata, en esencia, de dos encuentros teóricos tan luminosos como el atardecer del séptimo capítulo de Tristes trópicos (1955). De esas dos banderas blancas, la que más se antoja al alcance de la mano es la comunión entre el famoso ensayo levistraussiano de “La eficacia simbólica” (1949) y las reflexiones de Malinowski sobre el objeto de estudio de la corriente funcionalista, vertidas en un gárrulo artículo de 1939. En ese trabajo, escrito con precedencia, el polaco había llegado a la conclusión de que el funcionalismo es una teoría a la cual le corresponde reconocer la sujeción de las necesidades orgánicas a los imperativos culturales. Para el autor, lo que vale la pena estudiar es el proceso transformador que hace de un mero impulso biológico primario —por decir algo, la necesidad de alimentarse— una necesidad simbólica derivada: la necesidad de comer algo que se considere saludable, nutritivo y delicioso. Llegada su hora, el antropólogo francés logró mostrar cómo la fisiología humana acaba siendo receptiva al consumo simbólico: tal es la moraleja de aquella anécdota memorable de la mujer cuna cuyo trabajo de parto se ha interrumpido, hasta que la recitación de un relato alegórico sobre la concepción y el parto, por parte de un chamán, regresa a la gestante a la normalidad obstétrica para que ella, sin tropiezos, pueda abrazar a su hijo. Cabría preguntarle a Lévi-Strauss si las narrativas tradicionales cunas se han originado en las quejas del vientre.
La otra correspondencia entre los antropólogos remite al plano de la semiótica. En el trascendental “suplemento” en que Malinowski hizo glosa del trabajo lingüístico de Charles Kay Ogden e Ivor Armstrong Richards, El significado del significado (1923), el antropólogo sentó las bases de aquello que, andando el tiempo, Roman Jakobson habría de reconocer como la “función fática” del lenguaje. Explica Malinowski que, con frecuencia, una comunidad no usa el lenguaje para informar nada ni para expresar ninguna idea, pues solo se trata de que, al tocarse con las palabras —cualesquiera sean estas—, las personas se sientan cercanas. Por esa razón, los saludos, aunque suelen consistir en un intercambio de preguntas que no se responden —“¿Qué tal?”, “¿Cómo estás?”—, son plenamente eficientes a la hora de transmitir calor social. Lo realmente temible, sugiere Malinowski, es el silencio: “para un hombre de la naturaleza, el silencio de otro hombre no es factor de tranquilidad, sino, por el contrario, algo alarmante y peligroso. El extranjero que no puede hablar el idioma de una tribu, es para todos los salvajes de esta un enemigo natural”. Con todo y el sesgo decimonónico del autor —su fijación con una presunta humanidad salvaje—, logra dibujar con nitidez una teoría de la reciprocidad social en clave lingüística; y es tan precisa su fórmula que fácilmente se colige qué términos hay que cambiar para que en ella encaje la reflexión levistraussiana: basta poner a las mujeres en el lugar de las palabras. En el capítulo quinto de Las estructuras elementales del parentesco (1949), el antropólogo francés plantea el dilema de que, ante el extraño, solo queda la alternativa de hacerle la guerra o proponerle un intercambio de regalos, el más expedito de los cuales son las mujeres. Y aun si se alegara que este razonamiento no es lo suficientemente afín con el de Malinowski —pero evidentemente lo es—, bastaría con considerar aquel artículo, ya mencionado, de “La noción de estructura en etnología”, en el que Lévi-Strauss redondea su argumento al establecer que el parentesco no es más que un sistema de comunicación de mujeres. Ellas son los mensajes que los hombres intercambian para no espantarse con el silencio.
        Las oposiciones totales quizá solo existen en las alegorías literarias, las tendencias impresionistas de la escritura histórica y —por supuesto— las ecuaciones levistraussianas sobre los astros y los animales. Difícilmente pueden resumirse en esas aversiones —en su imagen de agua y aceite repelidos— las relaciones entre los hombres de carne y hueso, y con mayor —o menor— razón en el caso de los antropólogos, a quienes, más allá de las elecciones dogmáticas, une el deseo ferviente y quimérico de comprender a la criatura humana. Pero quién niega que fingir la rivalidad de dos científicos —imaginar que son como la zorra y el cuervo de las fábulas— es una de las estrategias más felices a la hora de cautivar a los estudiantes universitarios.


Niños comiendo uvas y melón (h. 1650).
Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682)

jueves, 4 de abril de 2019

Un humanista



Paisaje de San Bernardino (1892). Arturo Michelena (1863-1898)



En su libro Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana (1990), Roberto González Echevarría propone la tesis de que los escritores del subcontinente han imitado, en diversos momentos de la historia, el discurso más prestigioso entre los que pretendían establecer el origen de las cosas americanas. Es así como —según explica el crítico cubano— en el siglo XVI se siguió el ejemplo de las actas notariales sobre fundación de ciudades y repartición de privilegios, prueba de lo cual sería la Historia general del Perú (1617) de Inca Garcilaso de la Vega, toda una autobiografía disfrazada de declaración judicial; y, por obra del mismo impulso, en el siglo XIX se tomaron como modelo las descripciones de los naturalistas, razón por la cual los protagonistas de Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, y Los sertones (1902), de Euclides da Cunha, se nos aparecen como bichos muy bien aclimatados en su ambiente social. Finalmente, los escritores del siglo XX habrían preferido echar mano de la retórica y datos de la antropología, apoteosis de lo cual sería Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, una novela que es viaje a la semilla de la cultura al mismo tiempo que reescritura de un mito.
            Con independencia del magisterio de Carpentier, es necesario aclarar —la galantería corre por cuenta del mismo González Echevarría— que uno de los primeros novelistas en recurrir a las páginas antropológicas fue Rómulo Gallegos. La canónica Doña Bárbara (1929), por ejemplo, no estaría inspirada únicamente en las correrías del autor por los llanos apureños, sino también en su provechosa lectura de obras etnográficas como Escenas rústicas en Suramérica o la vida en los llanos de Venezuela (1862), de Ramón Páez —hijo del mismísimo “León de Apure”—, y El llanero venezolano (Estudio de sociología venezolana) (1922), de Daniel Mendoza. Esas fuentes se reflejan en el convincente retrato de las costumbres llaneras que ofrece la novela, así como en la riqueza filológica con que se registran las coplas y los giros y metáforas del habla cotidiana, e incluso en algún chisme sobre la vida de los yaruros del Arauca. Junto a esos datos se expresaría la pericia antropológica del mismo Gallegos, límpidamente manifiesta en esta caracterización del hombre del Apure: “el hombre de la llanura era, ante la vida, indómito y sufridor, indolente e infatigable; en la lucha, impulsivo y astuto; ante el superior, indisciplinado y leal; con el amigo, receloso y abnegado; con la mujer, voluptuoso y áspero; consigo mismo, sensual y sobrio. En sus conversaciones, malicioso e ingenuo, incrédulo y supersticioso; en todo caso, alegre y melancólico, positivista y fantaseador. Humilde a pie, y soberbio a caballo. Todo a la vez y sin estorbarse, como están los defectos y las virtudes en las almas nuevas”. Un cuadro de actitudes tan complejo habría provocado un pasmo de admiración en Ruth Benedict, quien a un lustro de publicada Doña Bárbara se posó en la cima de la celebridad antropológica con un dibujo mucho más sencillo de los patrones culturales.
            Lo antropológico, sin embargo, tiene una manifestación más sugestiva en la obra de Rómulo Gallegos. Porque, bien vistas las cosas, que las obras literarias ofrezcan datos etnográficos dista de ser un hecho singular; de hecho, la novela Canaima (1935) podría resultar más ilustrativa de la inspiración antropológica del escritor venezolano, habida cuenta que su tema es el autoexilio de Marcos Vargas en una aldea guaraúna. Mucho menos común es que en las novelas aparezca un personaje antropólogo, o al menos un personaje que, por tener alguna formación académica y un interés explícito por las cosas de la cultura, funja como antropólogo. Ese rol es precisamente el que, en Cantaclaro (1934), corresponde al estudiante universitario Martín Salcedo, a quien los vaqueros llaman “El Caraqueño”, y quien ha ido a los llanos en busca de un caudillo que lidere un proyecto de rebelión que él y algunos de sus compañeros acarician. Poco importa que Salcedo estudie ingeniería: se interesa por las costumbres de los baquianos de la llanura, concediendo especial atención a su pensamiento y modos de expresión, y ello al punto de detectar y expresar, con sus propias palabras, la contradicción entre positivismo y superstición que el narrador de Doña Bárbara conocía nada más que por obra de su mágica omnisciencia; en efecto, esto pregunta El Caraqueño a dos rústicos campesinos en la mitad de un matorral: “¿Cómo pueden ustedes darse, simultáneamente, las dos explicaciones contrapuestas sobre la verdad y a la vez creer lo absurdo respecto a un hecho cualquiera?”. Él mismo, al parecer influido por esa mixta visión del orden cósmico, acaba planteando una teoría sociolingüística con visos de revelación metafísica: que los fantasmas no son otra cosa que las palabras frustradas que no han sabido llegar al “interlocutor necesario”. No se exagera si se liga la ocurrencia con las que, por entonces, eran las reflexiones pioneras de Bronislaw Malinowski sobre la posibilidad de entender el hecho lingüístico como una actuación.
            La figura de un científico social propiamente dicho aparecerá mucho más definida en el personaje de Cecilio Alcorta, el joven aristócrata de provincia que padece de lepra —y muere por ese mal— en Pobre negro (1937). Su padre quería que él fuera un hombre público, y por eso lo envió a estudiar a Caracas, donde, según el narrador, Cecilio se sometió a “metódicos estudios de humanidades”. Logra saberse que su vida en la capital transcurrió entre bibliotecas y tertulias literarias, y que aprendió mucha “ciencia política”. Pero, al regresar a la casa paterna y, más tarde, a la hacienda familiar, lo que se revela en el joven es una perspectiva en que, virtualmente, se descubren intereses de sociólogo, antropólogo y etnógrafo. Una y otra vez expresa el deseo —propio de un científico social místico— de ayudar a los hombres a solucionar sus problemas. Mientras tanto, en la mesa entretiene al padre y a las hermanas con relatos sobre sus viajes, en los que, “con precisión de observador perspicaz”, “describe las ciudades donde ha vivido durante los años de su ausencia y los países que ha recorrido, sus panoramas, sus gentes, sus costumbres”. Cuando la enfermedad horrible lo obliga a alejarse, Cecilio se consuela al saber que podrá ver de cerca la vida particular de los negros de la hacienda cacaotera del padre, y no es escaso el ánimo que le insufla el proyecto de escribir un libro sobre la estructura social y económica de su país. A este humanista podría vérselo como a todo un Radcliffe-Brown de la Zona Tórrida si no fuera por su muerte prematura al abrazo pútrido de la lepra.
          Hoy, a medio siglo de la muerte de Rómulo Gallegos —ocurrida en Caracas, el 5 de abril de 1969—, los abúlicos lectores del mundo poco se interesan por sus novelas, al mismo tiempo que se vislumbra borroso el dato de que, entre febrero y noviembre de 1948, el escritor fue Presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Qué podría decirse, entonces, de su interés por la etnografía llanera: al público común le parecerá nada más que un hecho pintoresco —y banal— de su biografía. Los antropólogos latinoamericanos, sin embargo, no deberían ignorar que el autor de Doña Bárbara fue uno de los creyentes más tempranos y acreditados en la disciplina.


Paisaje del Paraíso (1890). Arturo Michelena (1863-1898)


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Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...