martes, 19 de noviembre de 2019

De aves y hombres



Del cuarto cuaderno de Una semana de bondad (1934).
Max Ernst (1891-1976)


El poeta mexicano Salvador Novo llegó a convencerse de que las aves habían huido de la poesía contemporánea. Escribió: “Sin más dioses que el yunque, más Ceres que el tractor, más ángeles que los aviones, resultará tan indecoroso que los poetas les canten a las aves, como natural que simplemente se las almuercen, ya implumes y sandwichificadas, a la salida del taller”. Presa de la melancolía, el vate se sumió en la antigua poesía española para encontrar ruiseñores en cada copla, halcones al acecho de las redondillas, vírgenes con alas de paloma e, incluso, un montón de gallos lúbricos que no dejan dormir a sus gallinas en los versos del Arcipreste de Hita. Esos y otros aleteos quedaron registrados en uno de los libros más curiosos del ensayo hispanoamericano: Las aves en la poesía castellana (1953).
            Debe ser cierto aquello de que Colombia es, en el mundo, el país más rico en especies de aves; porque, hasta donde se sabe, sus poetas contemporáneos, así como los de la historia reciente, han dado de comer en sus estrofas a muchas criaturas aladas. En Antioquia —para no ir muy lejos—, hasta hace muy poco fue un rito de escuela declamar la “Historia de una tórtola”, aquel poema de Epifanio Mejía cuya ave protagonista, para arrullar a sus polluelos, “de secas pajas fabricó su nido”. José Manuel Arango, quien escribió sus últimos versos ya en el siglo XXI, se interesó también por los pichones; en particular, por los de golondrina, a los que observó con atención de científico: “esa cosita plumosa y rígida / que termina en un pico / entreabierto, cartilaginoso”. En un libro que todavía huele a tinta fresca, Gustavo Adolfo Garcés ofrece pruebas de la originalidad ornitológica de sus viajes: “Silban / los chorlitos / en el cementerio / alemán”. Por supuesto, las aves no solo se posan en los poemas antioqueños: al cartagenero Raul Gómez Jattin —quizá el más díscolo y lúbrico de los vates colombianos— le quedó tiempo para reparar en el azulejo, “Pájaro borracho de nísperos y de sol / Pájaro fugitivo de los venenos industriales”.
            A nadie sorprende, sin embargo, que la poesía se interese por las aves. Más revelador resulta —en la tarea de buscar pruebas de la riqueza aviar colombiana— el hecho de que la antropología criolla, además de indagar por los hombres, también se haya desvelado por los seres vivos del cielo. Prueba de ello es una curiosa nota de Cristina Echavarría Usher sobre las aves de la Sierra Nevada de Santa Marta, publicada hace un cuarto de siglo: “Cuentos y cantos de las aves wiwa” (1994). La arqueóloga y ambientalista se interesa por cómo las ven esos indígenas —también conocidos como arsarios o sankás—, sin concentrarse propiamente en la mitología, donde a fin de cuentas es convencional que aparezcan los animales, y donde lo que suele ponerse en juego son los símbolos de una realidad que poco o nada tiene qué ver con las criaturas en sí mismas: Claude Lévi-Strauss, por ejemplo, diría que el pájaro herrero de los mitos jíbaros no es más que el signo de una mujer celosa invertida, o algo por el estilo. Es verdad que a Echavarría le interesa conocer las conexiones de las aves con los relatos del inframundo wiwa, pero del mismo modo quiere saber cómo entienden los indígenas la vida de los pájaros.
            La arqueóloga sugiere que los wiwa suelen ver a las aves como mensajeras, consejeras e indicios vivientes de múltiples asuntos, entre ellos los ciclos agrícolas; nada más natural si se piensa que, después de todo, son seres que lo ven todo desde las alturas. La tradición indígena las agrupa en tres categorías generales: aves nocturnas o negras, aves carroñeras y rapaces y aves que cantan a la cosecha. Entre las últimas caben los pájaros que gustan del néctar, los insectos y los frutos, y cuyos vuelos y presencia en bosques y cultivos son leídos como indicios de posiciones astrales, estaciones, lluvias, bonanzas, plagas y otros fenómenos; y, quizá, la cercanía de esas aves con la mecánica cósmica es lo que hace que sus plumas sean usadas en varios ritos de curación, pues, a fin de cuentas, ellas participan de la sustancia con la que está hecha el orden del mundo. Mientras tanto, las aves negras son las encargadas de anunciar la enfermedad y la muerte, situaciones que los wiwa interpretan como consecuencias de la transgresión de las reglas sociales y del abandono de las tradiciones. A ese grupo pertenecen la lechuza, el búho y el guácharo, entre otros mensajeros aciagos, a los cuales —por más que la autora no lo plantee— es inevitable ver como asidero material de la culpa indígena. Finalmente, las carroñeras y rapaces se aprecian porque ofrecen metáforas sobre la vida de los hombres: los buitres y gallinazos comen del animal podrido con obediencia a un sistema jerárquico muy definido, y organizan sus festines de modo análogo a como los wiwa atienden sus asuntos comunales; a su vez, las rapaces imponen lógicas territoriales que son reflejo de los repartimientos humanos. Escribe Echavarría: “Con un detallado conocimiento de la etología de estas aves, y haciendo un paralelo entre la ‘sociedad de las aves’ y la de las personas, los mamas refieren la forma como funciona la autoridad y el territorio en su propia comunidad”. A los aprendices, pues, les basta mirar por el vano de la puerta para toparse con los ejemplos que en Occidente yacen escondidos entre las páginas de las fábulas.
            No es una cuestión menor esta del paralelismo entre el mundo de las aves y la sociedad humana. Sobre el mismo eje temático fue que A. R. Radcliffe-Brown enunció, en 1951, el principio constitutivo del totemismo: el gesto intelectual de la asociación de los opuestos, el cual permite establecer analogías entre las diferencias y semejanzas de los animales —por un lado— y las diferencias y semejanzas de los hombres —por el otro—; el antropólogo británico llegó a esa idea tras darle varias vueltas al caleidoscopio ornitológico del totemismo australiano, en el que el halcón y la corneja —o dos tipos de cacatúa— sugerían una correlación con un sistema de mitades exógamas. Lévi-Strauss, quien bendijo esa interpretación a pesar de su aproximación quisquillosa al problema totémico, aportó a la consolidación de la metáfora en El pensamiento salvaje (1962); lo hizo en el capítulo séptimo, al establecer que los pájaros viven como los hombres —buscan la libertad, construyen un hogar y forman parejas— y al mismo tiempo se diferencian radicalmente de ellos —las aves ponen huevos, tienen plumas y alas—, razón por la cual pueden recibir nombres humanos sin riesgo de confusión clasificatoria. Como quiera que sea, una paradójica conclusión parece imponerse: en virtud de la riqueza aviar de Colombia, los antropólogos locales se han encontrado, frente a colegas de otros confines, más cerca de asistir a ciertas revelaciones fundamentales sobre la condición humana.
            La coda de este escrito nos devuelve a las búsquedas desesperanzadas de Salvador Novo. Frente a ellas podemos preguntarnos si la ausencia literaria de las aves no es otra cosa que una impresión falaz, nacida de la miopía de un poeta que, quizá, nunca tomó lecciones de antropología. Acaso lo que muestra la poesía contemporánea no sea otra cosa que la presencia apabullante de unos pájaros que, liberados de sus vergüenzas y complejos, decidieron quitarse sus abrigos de plumas y desfilar desnudos, entre los versos, como los hombres y mujeres que son en el fondo.


Del cuarto cuaderno de Una semana de bondad (1934).
Max Ernst (1891-1976)

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