martes, 22 de junio de 2021

Hombre de poca fe


La incredulidad de Santo Tomás (1602). Caravaggio (1571-1610)

 

Alfred Reginald Radcliffe-Brown se cuenta entre los discípulos de primera línea de Émile Durkheim. Fue su San Pablo en Inglaterra, y no solo por fungir de profeta y apóstol, sino porque la obra del sociólogo francés iluminó el camino oscuro de la etnología, por el que —según como él llegó a verlo— lo llevaban William H. Rivers y Alfred C. Haddon, sus viejos profesores de doctorado. Cuenta Adam Kuper, en su magistral Antropología y antropólogos. La escuela británica 1922-1972 (1973), que Radcliffe-Brown dictó conferencias sobre las ideas de Durkheim en Birmingham, ciudad natal del inglés, y que el francés le envió, complacido, una carta en la que certificaba su inclusión en el rebaño de los elegidos: “Ello me ha proporcionado una nueva prueba de la comprensión que reina entre nosotros sobre la concepción general de nuestra ciencia”.

Una mirada panorámica a la obra de Radcliffe-Brown —su apolillada monografía sobre las islas Andamán y sus famosos artículos— deja ver que, en efecto, en ella son básicas nociones durkheimianas como las de los hechos sociales, las relaciones solidarias y el ajuste estructural, además de que, en materia religiosa, se ratifica la idea fundamental de que los ritos se concentran en propiciar una celebración del cuerpo social. Con todo, el discípulo tuvo la personalidad suficiente como para advertir algunas costuras sueltas en la túnica del maestro. Por ejemplo, se preguntó por qué, en su voluminoso estudio sobre el totemismo australiano —Las formas elementales de la vida religiosa (1912)—, Durkheim no explicaba la razón por la cual las etiquetas distintivas de los clanes eran especies naturales; algo que Radcliffe-Brown entendió como una manera de consagrar, ritualmente, plantas y animales que eran útiles económicamente. Asimismo, en una conferencia de 1945 —la “Henry Myers Lecture”— alteró la ecuación de Durkheim sobre las creencias y los ritos como elementos constitutivos del sistema religioso. De acuerdo con el sociólogo, las primeras —“estados de opinión”— expresan ideas sobre las cosas sagradas, mientras que los segundos —“modos de acción”— son las reglas para relacionarse con esas cosas. Pero Radcliffe-Brown consideró que la mirada antropológica debía privilegiar los ritos, convencido, como estaba, de que las creencias van y vienen y no siempre afectan a las prácticas, las cuales son mucho más estables: “Mi sugerencia es que, para intentar comprender una religión, hemos de concentrar primero nuestra atención en los ritos más que en las creencias”. Para él, la idea de la sobrevivencia espiritual del difunto es un producto del rito y no su causa.

E. E. Evans-Pritchard, en Las teorías de la religión primitiva (1965) —obra maestra del ensayo a pesar de su escepticismo irredimible, o quizá por eso mismo—, critica con dureza algunas ideas de Radcliffe-Brown. La tesis de la importancia económica de las especies totémicas se le antoja sin fundamento, y, a su juicio, la idea de que los ritos comunitarios producen ciertas emociones y efectos no puede aspirar a ser una ley general, sino, apenas, la descripción de algo que a veces sucede, pero no siempre. Así objetó el etnógrafo de Sussex, con base en su saber libresco y su experiencia sudanesa: “En la danza, viene a decirnos [Radcliffe-Brown], la personalidad del individuo se sujeta a la acción que sobre él ejerce la comunidad […]. Tal vez suceda esto entre los andamaneses o tal vez no, pero en uno de mis primeros trabajos tuve que protestar de que se admitiera su validez general, dado que las danzas que pude observar en el África central daban frecuentísimo lugar a las discrepancias, y mi experiencia posterior ha confirmado el escepticismo de mi juventud”. Con todo, Evans-Pritchard no vio sospechosa la apuesta de Radcliffe-Brown por los ritos, en detrimento de las creencias. Cabe suponer que se le antojó plausible, de la misma manera que —así fuera indirectamente— se lo pareció a Mary Douglas. En efecto, en Pureza y peligro (1966), la antropóloga advierte que el énfasis puesto sobre lo espiritual quizá no sea más que un rasgo particular de las religiones evangélicas conocidas en Occidente, y que ese sesgo ha impedido entender lo fundamental, esto es, el simbolismo ritual de los cultos. Escribe Douglas con su proverbial lucidez: “Tal como ocurre con la sociedad, asimismo ocurre con la religión: la forma exterior es la condición misma de su existencia”. En su momento, Radcliffe-Brown había hecho una advertencia similar: que a partir de la Reforma se había querido reducir la religión a una mera cuestión de fe. De hecho, la idea habría sido sugerida en el siglo XIX por William Robertson Smith, un investigador de las grandes religiones a quien los antropólogos no le han hecho, aún, todas las reverencias que merece.

En defensa de la justa causa de Radcliffe-Brown puede sumarse, más allá del dogma de los antropólogos británicos, y acaso sin que sea necesario, un caso ilustrativo. Este se ubica en la Europa continental —en España— y procede de una realidad no etnográfica: “San Manuel Bueno, mártir” (1931), un cuento de Miguel de Unamuno. El cura de Valverde de Lucerna, don Manuel, era el más adorado en la aldea: sabio y caritativo como nadie, conmovía a su feligresía en el sermón del Viernes Santo al proferir, con inigualable dramatismo, las cuartas palabras de Jesucristo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. En contrapartida, desfallecía cuando recitaba el Credo en la misa diaria, perdiéndose su voz entre el coro de la grey devota. Lo que ocurría era que don Manuel no creía en la vida eterna: pensaba que, al término de la existencia terrenal, apenas seguía el silencio de la existencia mineral. Antes que en la gracia post mortem, creía en Calderón de la Barca, para quien la única experiencia posible era la de una vida fugaz como un sueño. Para no torturarse más de la cuenta con la idea, el cura evitaba estar a solas con su pensamiento —era lo menos parecido a un místico en una tierra de místicos—, y prefería entregarse a una rutina de actividad desenfrenada: “Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir”. Cortaba leña, trillaba y aventaba trigo, buscaba reses perdidas y, en fin, se ocupaba en inventar ocupaciones. Silenciada su falta de fe, ese entusiasmo epidérmico mantenía a los hijos espirituales esperanzados con la vida eterna, lo que les permitía llevar una existencia tranquila. Al relegar sus propias convicciones, don Manuel aliviaba las angustias de los hombres y los propiciaba para el abrazo social. En un momento específico, mientras conversa con un amigo de la parroquia, el cura formula los propósitos de la religión en términos que no podrían ser más funcionalistas: “Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir […]. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío”.

Radcliffe-Brown, aunque lamentara el sesgo malinowskiano de la teoría de don Manuel sobre la función de la religión —aquel afán de tranquilizar a los intranquilos—, hubiera celebrado el pragmatismo solidario en que se empeñaba, día a día, aquel santo de aldea, con todo y el infierno de desesperanza que llevaba por dentro.


San Serapio (1628). Francisco de Zurbarán (1598-1664)


martes, 1 de junio de 2021

Correcciones salvajes


Nativo de Tierra del Fuego (h. 1832-1834).
Conrad Martens (1801-1878)


En la historia de la antropología suramericana hay un lugar para el sacerdote alemán Martin Gusinde (1886-1969), quien viajó por Tierra del Fuego entre 1918 y 1924 y pudo, de esa manera, tener contacto directo con varias comunidades selk’nam, yámana y kawésqar. El expedicionario, perteneciente a la Congregación del Verbo Divino, había sido enviado a Chile en 1912 para desempeñarse como profesor de Ciencias Naturales en el Liceo Alemán de Santiago, y fue tal su entusiasmo académico que muy pronto estuvo trabajando al lado del arqueólogo Max Uhle en el Museo de Etnología y Antropología de Chile. De acuerdo con el antropólogo chileno Juan Carlos Olivares, Gusinde fue “el mejor y último etnógrafo que pudo conocer y describir los estilos de vida que un día existieron en el territorio austral del continente”, y no cree desproporcionado ponerlo a un lado de Bronislaw Malinowski.

El trabajo de Gusinde conoció la imprenta en 1923, cuando algunos reportes suyos empezaron a ser publicados en Stadt Gottes, la revista de la Congregación. Al final de esa década escribió algunos textos para la revista Anthropos, en la que participó como miembro del equipo editorial, y entre 1931 y 1939 publicó, en tres tomos, la monografía Die Feuerlander-Indianer. Una síntesis de ese grueso trabajo fue lo que vino a conocerse en español, cuando, en 1951, lo tradujo la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla. Aunque en la colorida carátula del libro se puso nada más que la palabra Fueguinos —acomodada en la parte alta de una inmensa llamarada en torno de la cual, con ingenuidad escolar, bailan algunos monigotes— el título formal de la obra es el de Hombres primitivos en la Tierra del Fuego (de investigador a compañero de tribu). No cabe duda de que esa imagen de camaradería entre etnógrafo y nativo fue la que suscitó, en Olivares, la invocación malinowskiana, misma que, desde otro punto de vista, podría resultar herética.

Recientemente, en octubre de 2020, la editorial chilena Alquimia dio a luz una nueva edición de los escritos de Gusinde, si bien se trata de una selección de fragmentos de la versión de 1951, a su vez una síntesis del original. Fiel a su nombre —la disciplina de las transmutaciones—, la editorial decidió cambiar el título a Fueguinos. Una crónica sobre los pueblos australes. La razón para semejante licencia queda clara —o al menos pretende hacerlo— en una nota de la editora general, Natacha Oyarzún Cartagena, quien apela a su propia interpretación del “horizonte ideológico” de la obra y, sobre todo, a la corrección política en uso. Se lee en la parte final de esa advertencia: “Se han hecho enmiendas ortotipográficas, actualizado arcaísmos y modificado las reiteradas alusiones a ‘hombre’ por ‘ser humano’ —cuando el autor refiere a la especie humana en general y no a su género—, y a su vez, se ha reemplazado el término ‘indio’ por ‘indígena’, a causa de su origen erróneo y colonialista. De la misma forma, se ha evitado toda alusión a lo salvaje y primitivo”. Cabe suponer que, con la misma buena intención ciega, Alquimia llamaría El pensamiento primordial al famoso libro de Claude Lévi-Strauss si consiguiera los derechos de traducción. Ojalá nunca ocurra.

En la nueva versión se ven las intervenciones editoriales al primer golpe de vista. En el título del primer capítulo, “¿Nos interesan realmente ‘los salvajes’?”, las comillas internas han sido agregadas a la fórmula usada en la traducción de 1951. Al dar vuelta a la página, las primeras líneas dejan escapar el tufillo de la retórica contemporánea: “El egoísmo presuntuoso de los europeos ha sido y continúa siendo la causa de que no se les haya prestado la debida atención a los pueblos originarios que pueblan la mayor parte de nuestro planeta”. Un párrafo más allá, unas comillas del siglo XXI envuelven la expresión “economía inferior”, del todo desprevenida en el original. Asimismo, se lee en el tercer fragmento del mismo capítulo: “Pero es allí tan íntima la unión entre el ser humano y la naturaleza, que los indígenas se han orientado en ella y adaptado con ventaja su forma de vivir a las condiciones de aquel medio ambiente”. Y así por el estilo, a lo largo de 256 páginas en las que solo las magníficas fotografías no han sido retocadas.

Desde una perspectiva general, el reemplazo de algunas palabras está justificado. Por lo menos así parece en el caso del indígena que toma el lugar del indio, pues, al fin y al cabo, la aplicación del segundo término a los nativos de América —o del territorio que habría de llamarse así— nació de la confusión geográfica de los navegantes ibéricos del siglo XV, además de que, como lúcidamente lo señaló Guillermo Bonfil Batalla en 1972, la palabreja está sesgada por la intención política que una sociedad tiene de someter a otra, y para lo cual necesita inventar una diferencia radical. En cuanto al caso del ser humano que aparece en el lugar del hombre, resultan igualmente legítimas la posición de quienes rechazan el cambio en nombre del pragmatismo lingüístico y la de quienes lo implementan, convencidos de que es violento esconder las diversas condiciones sexuales y genéricas detrás de síntesis tajantemente masculinas. Menos legitimidad tendría la supresión o el entrecomillado irónico de las palabras salvaje y primitivo. Mary Douglas escribió en Pureza y peligro (1966) que la evitación de la palabra primitivo no era otra cosa que la expresión de una arrogancia hipócrita muy propia de los ingleses, quienes, persuadidos efectivamente de su superioridad, la compensarían con la práctica —pretendidamente ética— de no poner de presente el rezago de otros pueblos. Pero, a juicio de la gran antropóloga británica, el término se hace metodológicamente necesario para aludir a una diferencia objetiva que, por supuesto, no debe entenderse en términos de moralidad o cualidades jerarquizables. Para ella es plausible llamar primitivo al bloque de culturas cuya perspectiva antropocéntrica no separa radicalmente al hombre y al mundo, de manera que se asume que las fuerzas del cosmos están entrelazadas con las personas, o que las cosas del mundo disciernen como ellas. Esos pueblos serían, pues, ajenos a la tercería o despersonalización de la ciencia occidental. No se pierda de vista que, cuatro años antes que Douglas, Lévi-Strauss había emprendido en parecidos términos la reivindicación del pensamiento salvaje, el cual entendió como un gesto natural, inherente al cerebro humano y, por ello, base de cualquier domesticación cultural del intelecto, ya se trate del raciocinio mítico o del científico.

Con todo, apenas importa si es mejor hablar de una manera o de la otra. El quid, al menos en el caso Gusinde, reside en que los editores de Alquimia han puesto en su boca —o mejor, en su pluma— palabras que nunca dijo. En lo que constituye una violación grosera de la verdad histórica, en la nueva versión de la monografía sobre los fueguinos, su autor, nacido en el siglo XIX, se expresa con la corrección política del siglo XXI. Gusinde aparece así, para el lector de nuestros días, como un escritor académico comprometido con las aspiraciones lingüísticas del feminismo y la decolonialidad, esto es, corrientes ideológicas que no solo no fueron suyas sino de las que, acaso, fue su opositor en alguna medida, así fuera inconscientemente. Solo un fallido truco de alquimia bibliográfica podría tener como resultado semejante exabrupto de infidelidad documental.

Hay, adicionalmente, una paradoja que hace ver más absurda la ocurrencia de los editores chilenos. Gusinde, por más que se hubiese comprometido con un fino registro etnográfico de la cultura material, los atuendos, los motivos de la pintura corporal y las secuencias rituales en Tierra del Fuego, estaba suscrito a una estólida concepción bíblica de la historia humana. Para él, acérrimo crítico de Darwin, era inaceptable la idea de que la humanidad descendiera de alguna “especie de mono”, y creía que, salvo en aspectos aislados en los que era evidente detectar su perfeccionamiento en el tiempo, nuestros ancestros siempre habían sido, en esencia, el mismo ser: uno con “alma”. Escribió, como si no perteneciera a la misma época de Malinowski: “Quien no pueda estar de acuerdo con la idea de que el hombre haya entrado perfectamente formado en su existencia terrena, tiene que decidirse por una transición de un origen animal, sobre cuyo punto de partida y desarrollo se cierne todavía una impenetrable oscuridad” (esta cita, sobra decir, es de la confiable edición de 1951). ¿Qué justificación podría tener divulgar, en pleno 2020, una visión tan retrógrada del origen humano, si no fuera la de promover el conocimiento del archivo documental de la antropología sudamericana? Pero, si tal fuera la intención, ¿cómo entender la violación de la integridad discursiva de esos documentos?

Al sacerdote alemán, a quien se le admite una obcecación antievolucionista que ya resultaba patética en la cuarta década del siglo XX, parece no perdonársele la omisión del lenguaje inclusivo y, en general, de una profilaxis lingüística que no deja de ser pretenciosa. Su caso recuerda al de Meursault en El extranjero (1942), de Albert Camus: lo que se le hace pagar no es haber matado a un árabe, sino haberse atrevido a fumar en el funeral de su propia madre.


HMS Beagle saludado por nativos fueguinos (h. 1836). Conrad Martens (1801-1878)

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...