jueves, 8 de agosto de 2019

La prenda de la verdad



Novena ola (1850). Iván Aivazovsky (1817-1900)



En El antropólogo como autor (1988), Clifford Geertz pretende llamar la atención sobre algo que, muy seguramente, para entonces ya no era un secreto: que Bronislaw Malinowski había alcanzado la cima de la persuasión antropológica —o, cuando menos, una de las cimas, habida cuenta que Claude Lévi-Strauss, E. E. Evans-Pritchard y Ruth Benedict habían coronado otros picos nevados— gracias a la estrategia de asumir el estatus del testigo real y privilegiado de los hechos etnográficos narrados en sus libros. Para el antropólogo estadounidense, su colega polaco construye un convincente “yo-testifical” gracias a que, al mismo tiempo que como un científico creíble, logra presentarse como un hombre auténtico: como un aventurero capaz de entregarse a novelerías y mezquindades, como lo denunció el mismo Geertz cuando, dos décadas atrás, saludó la publicación de los diarios de Malinowski con una reseña demoledora. Pero, precisamente, la interpretación de Geertz resbala al depender, en gran medida, de una prueba que, en sentido estricto, poco o nada tiene qué ver con las persuasivas monografías sobre las islas Trobriand: los diarios, conocidos 25 años después de la muerte del polaco, esto es, cuando su nombre ya había sido entronizado en el salón antropológico de la fama.
            Quizá resulte más sugestiva la hipótesis lanzada por Mary Louise Pratt sobre el origen del yo-testigo en la escritura etnográfica disciplinar: habría llegado proveniente de la literatura de viajes, donde la obligada narración en primera persona se había revelado como una perspectiva adecuada para hablar con cercanía y persuasión incluso de los hechos más absurdos y, por ello, inimaginables. En el caso de Malinowski, esa idea permite atar los cabos sueltos que tanto han tentado a los intérpretes de su obra escrita, toda vez que deja vincularla con legitimidad a las novelas marineras de Joseph Conrad, su doble compatriota si se piensa que, así como el autor de Los argonautas del Pacífico occidental (1922), el de El corazón de las tinieblas (1899) también fue un polaco renacido como inglés. Al menos hay un guiño favorable a las presuntas emulaciones de Malinowski en la famosa introducción metodológica de la monografía de 1922: un párrafo que es casi un calco de la escena que da comienzo a “Una avanzada del progreso” (1896), el relato de Conrad sobre dos blancos abandonados en un puerto africano en que se hace abastecimiento de materias primas. Escribe el antropólogo: “Imagínese que de repente está en tierra, rodeado de todos sus pertrechos, solo en una playa tropical cercana de un poblado indígena, mientras ve alejarse hasta desaparecer la lancha que le ha llevado”. La deliberación con que se alude a la fuga de la embarcación parece dar la razón a Geertz, toda vez que da idea de un narrador socarrón e indisciplinado que —como años después el taimado Nigel Barley— ve en la experiencia etnográfica el peor de los castigos humanos.
           Sin embargo, no hace falta buscar ni en los atrevidos diarios de Malinowski ni en las aventuras de Joseph Conrad las pruebas de que el etnógrafo polaco acudió al recurso de la testificación como estrategia para hacerse irresistiblemente convincente en su escritura. En la misma obra antropológica de Malinowski —de hecho, en su más célebre monografía— palpita esa prueba. En efecto, Los argonautas del Pacífico occidental sabe combinar una audaz reconstrucción científica con una personalísima narración, de las que, por su estudiada disposición, el lector sale convencido de que le han dicho en qué reside —o casi— el más valioso secreto de la vida en Melanesia. La máquina de la persuasión función así: entre el capítulo V y el XV, Malinowski describe con meticulosidad el paso a paso de una expedición Kula, y lo hace por medio de una imagen ideal e intemporal de la institución. Las frases que componen esos centenares de páginas contienen nada más que verbos en presente, de suerte que consiguen ocultar la historicidad de la experiencia etnográfica: “los trobriandeses se reúnen”, “el mago recita”, “la canoa navega”… El autor sabe perfectamente que, de lo que se trata, es de construir, en abstracto, un dibujo de hechos sociales que, realmente, no tiene cabida en la conciencia de los nativos: “Ningún indígena, ni el más inteligente, tiene una idea clara del Kula como gran institución social organizada y menos aún de su función e implicaciones sociológicas. […] La tarea del etnógrafo consiste en integrar todos los detalles observados y extraer la síntesis sociológica a partir de todos los síntomas de diversa índole en que puede apoyarse”. Pero un esfuerzo tan arduo de imaginación científica —la costumbre descrita se alarga en duración y detalles— implica el riesgo de que el lector acabe perdiendo la fe y sienta mareo por el tanto rato que se le impide poner los pies sobre la tierra y en la historia. Entonces, en el inmediato capítulo XVI, con el pretexto de relatar cómo se hace el Kula entre Dobu y Sinaketa, Malinowski cuenta una aventura personal en que los verbos aparecen en un fresco y convincente pretérito, además de que están uncidos a la cercana y cálida primera persona: “cuando yo atravesé el distrito”, “observé el procedimiento durante largo rato”, “Mi llegada resultó muy molesta para los indígenas”… El yo-testigo aparece, pues, no tanto para hablar de sí mismo como para dar a entender que todo lo que ha imaginado previamente resulta tan concreto y creíble como las divertidas aventuras que ahora se permite narrar.
         Podría decirse que la sucesión de esas perspectivas en la descripción del Kula no encubre ningún propósito de persuadir al lector, y que se trata apenas de transiciones naturales del discurso en que el autor no es consciente de lo que hace; que él, simplemente, cambia de posición después de haber dormido largo rato sobre uno de sus costados. Eso resultaría del todo indiscutible si el mismo Malinowski no hubiera sugerido, en otro de sus libros, que todo relato está obligado a ofrecer algo que él llama “la prenda de la verdad”. En efecto, en la marginada monografía —pero no menos monumental— Jardines de coral y su magia (1935), el etnógrafo ofrece una síntesis de la saga mítica en que Tudava, héroe civilizador de las Trobriand, funge de patrono de la agricultura. Este personaje va y viene por todas las islas tratando de compartir saberes y semillas con los nativos, quienes le reciben con más o menos hostilidad, y de ahí la actual esterilidad o feracidad de las diversas tierras. Junto a la costa de Nadili, una de las islas Laughlan, Tudava se encuentra con un pescador de tiburones que le pide colmarlo de dones; el héroe, generoso como todos los de su especie, le da dos paquetes mágicos, mucha comida y un par de pendientes de colmillo de jabalí. Pero la embarcación del pescador zozobra y todo el botín va a parar al fondo del mar. De modo significativo, los nativos entrevistados por Malinowski en la segunda década del siglo XX afirmaban que los pendientes de colmillo habían quedado, como marca del acontecimiento, en ese lugar del archipiélago: “pueden verse a través del agua en un acantilado del otro lado de las Laughlan”. Según sugiere el antropólogo y escritor, una evidencia tan concreta como un afloramiento marino acaba paliando la habitual “falta de sentido” que aqueja a los mitos. Pero él mismo, años atrás y mejor que nadie, ya había tomado atenta nota de eso.


Ola (1889). Iván Aivazovsky (1817-1900)


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