domingo, 30 de agosto de 2015

Pájaros de Venezuela



Indio (s. f.). Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988)



El ideal del mestizaje flamea en la bandera venezolana. Muy temprano, cuando otras naciones americanas se ahogaban en cruzadas del más fanático higienismo racial, Rómulo Gallegos —a la fecha, el más ilustre escritor de la tierra bolivariana— hacía de la protagonista de Doña Bárbara (1929) el símbolo de una integración étnica que, a su juicio, era el único porvenir plausible para su país. Bárbara, cerril como sugiere su nombre, acaba doblando la cerviz bajo el código civilizatorio, materializado este en la explosión del tierno amor filial con que renuncia a su poderío en favor de Marisela, su único vástago. El crítico cubano Roberto González Echevarría se ha referido a esa alegoría que une tierra salvaje y ciudad sublimada como una “fábula maestra”, y no tiene duda de que su principal alimento fue el saber antropológico de la época.
        El exegeta caribeño pone el énfasis en que los novelistas latinoamericanos del siglo XX, además de meter las narices en los asuntos del folclor y tomar nota de ellos como etnógrafos aficionados, se dejaron llevar por la fuerte corriente discursiva que manaba de los tratados de los antropólogos propiamente dichos. El primer gesto, en el caso de Rómulo Gallegos, queda documentado en las notas del viaje que hizo en 1927 por el llano venezolano. Menos claro es el segundo elemento, esto es, las lecturas antropológicas que pudieron inspirar al novelista en su apoteosis mestiza. Pero entre esa niebla puede aventurarse la hipótesis de que el alimento proviniera de la obra de un pionero de la etnología venezolana: Lisandro Alvarado, el médico y humanista tocuyano que murió, precisamente, en el mismo 1929 en que el país fue sacudido por las pisadas furiosas del hato de Doña Bárbara. Alvarado publicó, en vida, el artículo “Etnografía patria” (1907) y los libros Observaciones sobre el caribe hablado en los llanos de Venezuela (1919) y Glosario de voces indígenas de Venezuela (1921), y póstumamente se conocieron sus Datos etnográficos de Venezuela (1945). No hay que hacer un esfuerzo mayúsculo para suponer que esas páginas, particularmente interesadas por temas lingüísticos, filológicos y folclóricos, llamaron la atención de un novelista desvelado por las voces populares y las tradiciones copleras de su país.
        Alvarado da cuenta de los temas antropológicos con una ecuanimidad que deja ver su simpatía por el proceso del mestizaje. El etnólogo no se obsesiona con las imágenes rutilantes de una cultura grandiosa a cuya sombra sean olvidadas las demás —como sí ocurrió en Colombia por cuenta del delirio muisca en que se ahogaron las cabezas pensantes del siglo XIX—: en sus párrafos aparecen referencias a pueblos de todo el territorio venezolano, sin importar en qué tronco lingüístico hubieran retoñado o que su cultura material fuera fastuosa o precaria. De hecho, las prácticas occidentales asoman ocasionalmente en el fresco, y antes que ser tratadas como rutilantes noticias de un paraíso cultural se las asume como otros tantos datos etnográficos, tan pintorescos o tan dramáticos como los asuntos indígenas; así, por ejemplo, Alvarado se muestra convencido de que las perforaciones de nuestras orejas no van a la zaga de las mutilaciones corporales de los pueblos selváticos, y que el infanticidio al que se encuentran suscritas varias etnias aborígenes es una ocurrencia demográfica mucho menos incisiva que las guerras europeas. Por lo demás, hay en la prosa del tocuyano una estética frazeriana que junta manotadas de referencias disímiles en el mismo párrafo —de una frase a otra se viaja entre las áridas tierras de los guajiros y las selvas del Roraima, pasando por los museos de Caracas— y que acaba haciendo relativas las grandes diferencias culturales. Se trata de una prosa mestiza en que se incuba, saludablemente, la noción plural del hombre venezolano.
        Lo más interesante de todo es que ese discurso abigarrado de noticias étnicas no es, apenas, un calco de los célebres tratados de los antropólogos de poltrona oficiales —con todo y que podría probarse la riesgosa aproximación de Alvarado a las tozudas páginas de John Lubbock—. Uno de los trabajos etnohistóricos más tempranos de la América emancipada, el “Resumen de la historia de Venezuela” (1810) de Andrés Bello, ofrece un frenético cuadro de las avanzadas españolas por la costa norte de Suramérica y lo adereza con noticias de la existencia de incontables naciones indias —cumanagotos, corianas, jirajaras, caracas, tacariguas, cuicas, timotes, teques, arbacos, caramaicas, mariches, guaiqueríes, quiriquires, tomuzas—, las cuales aparecen y desaparecen del escenario como pájaros entre la fronda. Difícilmente puede tenerse una visión de conjunto en aquel inventario cultural, al mismo tiempo que no se la tiene de las muchas avanzadas de los conquistadores, de tal suerte que, al cabo de las cuarenta páginas que conforman el documento de Bello, prevalece la imagen del territorio venezolano como un solo organismo palpitante, abierto en la riqueza de vísceras de diversas formas y colores. Pareciera como si desde entonces se hubiera establecido la idea de que el país lo conforma, inobjetablemente, un complejo vitral humano.
        No es gratuito el símil que asocia indígenas y aves. La idea de la vivaz multiplicidad de los pueblos humanos se manifiesta en el lenguaje literario, por refracción, bajo la forma de un mosaico ornitológico. Basta volver a las páginas de Rómulo Gallegos para comprobarlo: en Canaima (1935), el arribo de Marcos Vargas a las selvas de los guaraúnos y guaiqueríes se ve marcado por la contemplación de un cuadro singular: una colorida reunión de todas las aves del Orinoco —pericos verdes, guacamayos pintados como banderas, moriches negros y dorados, turpiales bullosos, arrendajos, curañatás, gonzalitos y muchos más— cruza el cielo al paso de la canoa que lleva al protagonista. De hecho, una década antes y no muchos kilómetros al oeste, en la vecina selva colombiana, el Arturo Cova de La vorágine (1924) se había topado con el mismo cuadro apenas al pisar las tierras de los guahíbos: un estero arbolado en que habían hecho sus nidos el garzón soldado, las cercetas, las corocoras y los patos, y por el que solo sabían adentrarse los indios cuando querían cosechar las plumas de sus tocados.
        Suele tomarse como una afrenta la verdad científica que recuerda el carácter animal de la especie humana. Sin embargo, no cabe duda de que esa perspectiva logra relativizar las diferencias que creemos más inconciliables, y al punto de aceptar que todos podemos habitar en el mismo árbol.


Quetzalcohualt (1931). Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988)

lunes, 10 de agosto de 2015

Un baño caliente



Lago Suwa en la provincia de Shinano (ca. 1830).
Katsushika Hokusai (1760-1849)


Para Édgar Bolívar, profesor de Particularismo histórico

La hojarasca traída por los ventarrones de muchas décadas ha acabado por esconder los libros de Ruth Benedict. No hay ninguna alusión a ellos, por ejemplo, en un manual contemporáneo y vanguardista (por su narración en formato de cómic) del ABC de la historia antropológica: Antropología para principiantes (Introducing Anthropology, 1998), con textos de Merryl Win Davies y dibujos de Piero. Al parecer calaron muy profundamente las acusaciones que, en El antropólogo como autor (1988), hiciera Clifford Geertz contra el trabajo de la antropóloga neoyorquina, cuya noción rectora de los “patrones de la cultura” se le antojó como un lente hipertrofiado que convertía el mundo etnográfico en pura fábula impresionista. A juicio del antropólogo de San Francisco, las páginas de su colega no aportan conceptos sino, apenas, sugestiones; ellas, antes que ofrecer datos etnográficos, rezuman desconcierto literario.
        A primera vista, todo parece, en efecto, condenar a Benedict; sus dos libros canónicos dejan ver rasgos sospechosos: El hombre y la cultura (Patterns of Culture, 1934) confiesa una escasa experiencia etnográfica que, sin embargo, no tiene empacho en traducirse en lapidarias conclusiones sobre la inconmovible ecuanimidad de los zuñi, el desenfreno infernal de los kwakiutl y la paranoia maligna de los dobueses. A su vez, El crisantemo y la espada (1946) espanta a su lector ya desde la “Nota de agradecimiento”; concretamente, cuando la antropóloga dispara salvas en honor de la Oficina de Información de Guerra de los Estados Unidos y del comandante Alex H. Leighton, “quien presidía la sección de Estudio de la Moral Extranjera”. De hecho, tan comprometedoras cortesías quizá sean lo menos grave en un libro que pretende ofrecer conocimiento histórico y etnográfico sobre un país tan antiguo y heterogéneo como Japón, pero que, en la primera línea del primer capítulo, se refiere al pueblo en estudio como “el enemigo más enigmático”. La verdad, sin embargo, es que la tosca diplomacia de Benedict ha favorecido una humareda crítica que, en cierto sentido, le ha hecho injusta sombra a un libro del que emerge una luz antropológica que incluso toca, para aclararlos, algunos embrollos del mundo occidental.
        Por más que “La autodisciplina” —el undécimo capítulo de El crisantemo y la espada— se antoje, por su solo título, como la confesión de que, una vez más —como en el libro de 1934—, la complejidad cultural ha sido reducida a un patrón casi caricaturesco, lo cierto es que la exposición de Benedict deja ver descripción y análisis laboriosos. Para la antropóloga, el quid de la proverbial autodisciplina japonesa consiste en que sus cultivadores tratan de liberarse del espionaje de su conciencia a la hora de obrar —en suma, tratan de “vivir como alguien ya muerto”—, pero, paradójicamente, no para entregarse al nocivo desenfreno, sino para asumir el altruismo sin el sentimiento vergonzoso que, en sus actos plenos, suele estarle aparejado. Ya se agradece que en esas páginas no se apele de modo sensacionalista a la manoseada imagen del samurái atravesado por su propia espada; por fortuna, la cosecha excede ese fruto, pues también se ofrece, para comprender lo japonés, un razonamiento que dista de ser simple. La autodisciplina en el Imperio del Sol Naciente implica, al mismo tiempo, la ambición y la renuncia, y ello porque en la visión de mundo del japonés prima, por encima de cualquier cosa, algo que es escaso en Occidente (y según Benedict, también entre los frenéticos kwakiutl): la capacidad de delimitación. Así, cualquier idea de control o sacrificio solo es posible si, al mismo tiempo y sin ningún escrúpulo, se reconocen la noción de un placer correspondiente y el derecho de gozarlo. El mejor ejemplo emerge de las aguas del baño.
        En el noveno capítulo de su tratado orientalista, “El círculo de los sentimientos humanos”, Benedict se refiere a la buena reputación que tienen los japoneses que se someten a una ducha fría en las lóbregas madrugadas —a la hora “en que los dioses de bañan”—, pues hay consenso en que semejante prueba conduce a un conveniente “endurecerse” del temple y la voluntad. Sin embargo, ello solo puede tener sentido si, con la misma sinceridad, se reconoce el bienestar supremo del baño caliente del final de la tarde, al que la mayoría de los japoneses suele entregarse con tranquila voluptuosidad. Sería tonto no participar de ese regocijo acuático, y por eso la familia entera pasa por la alberca en amena coreografía; la antropóloga logra reflejar ese regocijo general en la frase desenfadada con que da cuenta de la situación: “Salen del baño rojos como cangrejos y se reúnen para gozar de la hora más relajada del día”. La autodisciplina japonesa, pues, no se inscribe en una lógica masoquista que ve mérito en la privación de los placeres; lo que está en juego, más bien, es una filosofía que sabe delimitar el gozo y definirlo por oposición a los punzantes retos que tiemplan el espíritu.
        Un descubrimiento etológico de las últimas décadas ha deparado un curioso guiño de complicidad a los apuntes etnográficos de Benedict. Se trata de una costumbre de los macacos de cara roja, habitantes de la zona montañosa de varias islas japonesas, y quienes practican deleitosas zambullidas en las hirvientes aguas termales que brotan en sus hábitats. Que los animales, cuya autenticidad y pragmatismo están siempre fuera de discusión, se entreguen sin recelo a las caricias del agua caliente, sugiere que hay redondez estructural en el comportamiento acuático de los Homo sapiens del mismo país. De hecho, la dicotomía planteada por la antropóloga neoyorquina puede usarse —algo así como una herramienta levistraussiana surgida en la prehistoria de Lévi-Strauss— para entender el talante mortificado de los campesinos católicos de las breñas andinas, para quienes la única virtud consiste en bañarse con el agua gélida del comienzo del día. Quién, si no la entrañable Ruth Benedict, deja entender el talante grisáceo de ese credo de tanto sufrimiento y tan poco balneario.


Casa de té en Koishikawa (ca. 1830). Katsushika Hokusai (1760-1849)


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