domingo, 29 de marzo de 2020

El viejo y el mal



Anciano afligido (1890). Vincent van Gogh (1853-1890)


Hace un par de semanas, el escritor colombiano Juan Esteban Constaín se lamentó, en su columna hebdomadaria en El Tiempo, por la cínica idea que buena parte de la humanidad se ha hecho frente a las cifras de la mortalidad del covid-19: mucha gente, según Constaín, se siente aliviada solo con saber que la mayor parte de los fallecidos han sido o serán los viejos. Escribe con sobrada razón el columnista: “la idea de que hay que estar tranquilos porque el ‘coronavirus’ solo mata a los viejos, que igual de algo se iban a morir pronto o ya debían de haberlo hecho, es una infamia miserable y peligrosa”. Luego, de manera más o menos previsible —pero no por eso menos justa—, Constaín acusa a nuestra sociedad “moderna” por haber hecho de la atrevida juventud un mérito, en detrimento de la experiencia de la senectud, mientras que “las grandes culturas” siempre respetaron a los ancianos, seguras de que eran los mejores depositarios de la memoria.
       Cuando se piensa en “grandes culturas” que tengan prácticas opuestas a la llamada cultura o sociedad occidental —o lo que sea que corresponda a ese nosotros—, es inevitable pensar en los pueblos de Oriente Medio y Lejano. Puede citarse un libro clásico de la antropología, El crisantemo y la espada (1946), de Ruth Benedict, para saber que, en Japón, los mayores tienen derecho a esperar acatamiento absoluto de los jóvenes, y que el cabeza de familia es tratado con total deferencia, incluso si se trata de un calzonazos dominado por su mujer. Cualquier otra pretensión de autoridad sería vista como arbitraria. Sin embargo, para ilustrar la misma idea quizá no fuera necesario ese viaje libresco al otro lado del mundo —pasemos por esta vez la sospecha, ya tradicional, de que el Japón de Benedict es más estadounidense que japonés—, pues, a fin de cuentas, los viejos en Occidente no pierden la consideración de sus conciudadanos mientras sigan activos como productores y consumidores. Esa aclaración, proveniente de la Antropología de la muerte (1975), de Louis-Vincent Thomas —otro clásico de la disciplina—, permite precisar la reflexión de Constaín de una manera tan simple como desalentadora: la que no importa es la muerte de los ancianos pobres, pues la de los viejos patricios es lamentada en la primera plana de El Tiempo y todos los diarios de su especie.
        El libro de Thomas sugiere tomarse sin prisa otras ideas del columnista. Porque el corolario de la constatación de que la sociedad moderna es desalmada con los ancianos, esto es, que las sociedades ancestrales no lo son, no puede ser aceptado de buenas a primeras. El antropólogo francés refiere que algunos pueblos de economía estrecha suelen no tener muchas contemplaciones con aquellos que, entre sus miembros, han sido devastados por la edad. Los siriono de Bolivia, por ejemplo, abandonan a sus viejos —o al menos solían hacerlo— al emprender sus peregrinaciones estacionales hacia tierras ricas en alimentos. Los ojibwa del Canadá, mientras tanto, habían convertido la muerte de ciertos veteranos en todo un rito festivo: “no sin ostentación se intercambia la pipa de la paz, hasta que de pronto el hijo sacrifica a su padre de un golpe de tomahawk”. Entre los aranda de Australia se trataba a los viejos con miramientos, pero más por temor que por respeto: por estar ya cerca de los muertos, se creía que podían dañar o enfermar a los más jóvenes. Entre los hotentote del sudoeste de África, los hombres minados por los años eran abandonados, con un delicioso manjar, en una choza aislada, en la que debían morir de hambre una vez acabadas las provisiones, si no era que antes servían ellos como comida de las fieras. Los bushmen del Kalahari hacían algo parecido: antes de peregrinar por el desierto encerraban a los viejos tras un cerco rústico y les dejaban un poco de comida: “Si se les encuentra rápidamente agua y caza, podrán aumentar sus reservas; de lo contrario, los viejos serán olvidados definitivamente, y el hambre, el frío de la noche y las hienas darán cuenta de ellos rápidamente”, transcribe Thomas de un reporte de Isaac Schapera, y dice que él mismo observó una costumbre similar entre los diola de Senegal.
      Las cosas, sin embargo, nunca son tan simples, como para concluir apresuradamente que no hay sociedad que no devalúe o se deshaga de sus ancianos. Gracias a la erudición africana de Thomas sabemos que otros pueblos, así como las “grandes culturas” invocadas por Constaín, tienen en mucha consideración a los viejos, pues, sobre todo, se les reconoce como educadores privilegiados. En esas “civilizaciones de la oralidad” se desconoce el dominio pedagógico de la escritura científica y académica, y por eso los mayores están libres de ser juzgados a propósito de la ‘actualización’ de sus conocimientos. Entre los grupos bantú, la vejez es garantía de sabiduría. Un viejo patriarca, informa el antropólogo, es llamado únicamente para resolver los pleitos más difíciles, y sobre todo cuando está en jaque el interés común; y no solo eso: de entrada se asume que su juicio es infalible. Los pahouin de Gabón, entre los atributos que reconocen a los ancianos incluyen el muy significativo de no dejarse sorprender por la muerte: los mayores, dicen ellos, pueden precisar la fecha de su deceso, preparar debidamente su funeral y no perder la lucidez a costa del miedo a desaparecer.
         En la relación entre muerte y desaparición podría encontrarse la explicación de que en el seno de la misma África —es ingenuo suponerla como un bloque homogéneo— haya pueblos que se despreocupen de los viejos, al mismo tiempo que otros los veneran. El quid del asunto reside en que, según algunas cosmovisiones, cuando un hombre muere se convierte en antepasado, y de tal manera puede seguir interviniendo en los asuntos del grupo. No son pocas las culturas africanas en que se invoca a los espíritus de los fallecidos para que participen en ritos o asambleas, razón por la cual estar viejo es ser candidato a ocupar una posición superlativa. No hace muchos años, en El oficio de antropólogo (2006), Marc Augé estableció que el fenómeno de la posesión, en los muchos pueblos del continente negro en que se lo reconoce, es siempre, en esencia, el retorno de un antepasado poderoso que se manifiesta en el cuerpo de un vivo. En aquellos lugares se asume, de modo radical, la máxima de que “nada de lo que ha sido creado desaparece”.
         Una conclusión de esta vuelta frazeriana al mundo es que al anciano se le margina por traicionar la idea de la vitalidad —agitarse, comprar, viajar—, o se le respeta por neutralizar a la muerte —enfrentándola, burlándola—. Ambas actitudes, por supuesto, están alimentadas por el mismo sentimiento: el febril deseo de permanecer a todo trance, propio de los hombres de todas las latitudes. Así las cosas, el maligno —y falaz— alivio ante las presuntas preferencias etarias del covid-19 no sería otra cosa que un juicio vengativo contra quienes, se cree, traicionaron ese ideal.


Viejos comiendo sopa (1823). Francisco de Goya (1746-1828)


lunes, 9 de marzo de 2020

Antropólogos de papel



El ratón de biblioteca (1850).
Carl Spitzweg (1808-1885)


A nadie debe sorprender que un antropólogo aparezca como personaje de novela. A fin de cuentas, su vida azarosa de viajes, confinamiento en pueblos remotos y degustación de viandas extravagantes no podría ser más afín con las expectativas de la ficción, o cuando menos de la llamada literatura de aventuras. Incluso las preocupaciones de un inocuo antropólogo de poltrona pueden ser aprovechadas por un novelista consumado: personajes muy cercanos al erudito de biblioteca son los que soportan los dramas de novelas como El anticuario (1816), de Walter Scott, y La tienda de antigüedades (1841), de Charles Dickens. Lo paradójico es que, a pesar de lo plausible que pueda parecer todo esto, no es precisamente de los antropólogos de papel de lo que más se habla.
            Ahora bien, que los antropólogos de la literatura no sean tan célebres como los boticarios y maestros de la misma especie no significa que no existan: ocurre, simplemente, que no se los conoce. Pareciera que la fronda espesa de las selvas y el grosor de los techos pajizos de los tambos indígenas no permiten que se los vea con claridad. Pero que los hay, los hay: la prueba corre por cuenta de Rosemary Firth, antropóloga británica que fue esposa de Raymond Firth y quien, en 1984, publicó una curiosa entrada en RAIN —la revista del Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland— sobre la presencia de antropólogos en la ficción. Solo para el ámbito anglosajón y para el periodo que va entre 1940 y 1979, Lady Firth encontró 21 obras —casi todas novelas— en que aparece un personaje que es antropólogo o actúa como tal. El corpus incluye un libro más o menos conocido entre los científicos de lo humano, La isla de las tres sirenas (1963), de Irving Wallace, así como La casa negra (1974), del celebérrimo Paul Theroux, pero también abarca nombres del todo empolvados, como el de Honor Tracy, autora de Camino largo y estrecho (1956), y tiene en cuenta, incluso, una obra de teatro, Salvajes (1974), de Cristopher Hampton.
Son rasgos comunes de ese corpus que el personaje antropólogo —quien  no pocas veces es retratado como una persona incauta, sufriente, ridícula y, en general, caricaturesca— tenga algún tipo de experiencia etnográfica entre nativos de los Mares del Sur, África, Medio Oriente, Suramérica, zonas rurales del Reino Unido o países imaginarios; que se ofrezcan descripciones de ritos sangrientos, banquetes canibalísticos, costumbres sexuales pintorescas, infanticidio y creencias supersticiosas; y que, vista desde la sencillez de la vida indígena, Occidente sea objeto de muchas críticas en función de sus apetitos capitalistas. Asimismo, y a modo de gesto autorreferencial, las obras recogidas por Firth suelen citar o aludir explícitamente a los grandes clásicos de la antropología: al menos la tercera parte de los libros menciona a Frazer, y también son plurales las invocaciones a Kroeber, Sapir, Malinowski, Gluckman y Lévi-Strauss. De hecho, en La isla de las tres sirenas hay un pasaje en el que el etnógrafo líder habla a sus ayudantes sobre los métodos de campo, lo cual permite introducir una larga parrafada con nombres, términos y temas especializados; la señora Firth, particularmente, sospecha que cierta referencia al coitus interruptus de los nativos es una alusión velada al famoso libro de su marido, Nosotros, los tikopia (1936). Como quiera que sea, ella no alcanza a ilusionarse con que esas ocurrencias rezumen mucha erudición antropológica: “con una sola excepción, pronto se hizo evidente para mí que ninguno de estos novelistas se interesaba de verdad por el trabajo de campo etnográfico o por las dificultades del etnógrafo, sino que se servía de este como de una especie de figura laica sobre la cual construir un romance, un thriller o una sátira, con un decorado muy exótico”.
Cabe preguntarse si, más allá del corpus anglosajón de Lady Firth, los antropólogos son pintados con los mismos colores estridentes: al fin y al cabo, la locuacidad impertinente de Monsieur Homais —el boticario de Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert— parece no tener nada en común con la actitud prudente, casi filosófica, de los farmaceutas caribeños imaginados por Gabriel García Márquez. Precisamente, es la literatura latinoamericana contemporánea la que provee un caso de personaje antropólogo a la luz del cual podría resolverse la cuestión: la novela Umami (2015), de la mexicana Laia Jufresa. La historia no es otra cosa que un collage de los traumas de un puñado de familias que comparten una “privada” —un conjunto cerrado— en Ciudad de México. Uno de los narradores es Alfonso Semitiel, un antropólogo especializado en el tema de la alimentación prehispánica y quien, por lo demás, es el dueño del predio. Las obsesiones académicas de Semitiel lo llevaron a poner, a cada una de las casas del conjunto, el nombre de un sabor: Dulce, Amargo, Salado, Ácido y Umami, este último entendido como el “quinto sabor” según las investigaciones —no ficticias— de Kikuane Ikeda, profesor de la Universidad Imperial de Tokio que logró aislar, en los primeros años del siglo XX, el glutamato monosódico, principio químico de la sensación umami. Casi sobra decir que la casa que lleva ese nombre singular es la que el antropólogo compartía con la médica Noelia Vargas, su mujer, cuya muerte por cáncer se informa desde las primeras páginas de la novela.
A pesar del aura de originalidad que distingue su propiedad y de su encumbrada posición de casero ante los demás protagonistas, y a pesar, también, de que su voz sea la que más se escucha en la novela, Semitiel dista de ser un antropólogo destacado. Lejos de la vida agitada de los antropólogos de las literaturas británica y estadounidense, el colega mexicano se muestra sumido en la rutina gris de un viudo solitario, con el agravante de que, antes de perder a su esposa, ya se conformaba con ser marido adocenado e investigador de oficina. El memorial de agravios que Semitiel se dirige a sí mismo es casi inacabable: se sabe cobarde, mandilón, sin hombría, insulso, supersticioso, desmemoriado, con poca rapidez mental, de torpe motricidad, feo, con apariencia de “hueso paliducho” y cara de “papaya caduca”. En cuanto a su hacer académico, se reconoce con más vocación para la arquitectura que para la antropología —se tiene por “el más burgués de los antropólogos”—, con poco vigor para la escritura científica y poca perspicacia como observador, ejercicio en el que la misma Noelia lo superaba, dado lo muy perspicaz que era para establecer tipos sociales entre sus conciudadanos. La médica conocía con precisión las limitaciones de su marido y no tenía problema en enrostrarle las que tenía por sus tres falencias imperdonables: no saber “alburear” —o “mamar gallo”, como habría dicho García Márquez—, ni manejar, ni nadar. No obstante, con no poco cinismo, el casero pretende definir los gestos característicos de la antropología con base en su menguado talento personal: “Diría que los antropólogos poseemos una tendencia natural a la observación y una sana dosis de curiosidad por lo humano, pero sin llegar a la sensibilidad del artista, la austeridad del filósofo ni el sentido oportunista del abogado. Nuestra sana curiosidad está lejos del rigor sistemático, ligeramente obsesivo del espía o del científico, del ingenio extrapolador del sociólogo, de la disciplina del novelista. Pero tenemos un poco de todos ellos, si se quiere ver el vaso lleno”.  Pareciera que, para Semitiel, la antropología fuera otra entre sus debilidades.
Sobra decir que el caso particular de este personaje de Umami no deja sacar conclusiones sólidas a propósito de lo que pueda ser típico en la conducta de los antropólogos de la región. Sin embargo, conviene no olvidar la drástica radiografía que acaba de presentarse, pues no deja de ser posible que un nuevo caso venga a ratificarla. Por lo menos, eso es lo que sugiere la que sería la primera actuación antropológica de un personaje en la literatura latinoamericana: la actuación del estudiante de letras Alejandro Suárez, quien en Raza de bronce (1919), de Alcides Arguedas, hace preguntas sobre parentesco y creencias religiosas a los aymaras de Kohahuyo, y al mismo tiempo es tan pusilánime como para permitir que se mate a los indios frente a sus narices. Tampoco se puede perder de vista que en Los hombres invisibles (2007), la novela en que el colombiano Mario Mendoza plasma una alegoría de la vida de los nukak-makú, la manifestación de la antropología profesional se concreta en los diarios de Jesús Castelblanco, un profesor de esa ciencia que, a su vez, se muestra obsesionado con las investigaciones adelantadas por un alumno suyo entre una misteriosa tribu nómada. Tanto el maestro como el discípulo figuran como ausentes, condenados a que Gerardo Montenegro —el narrador en primera persona— les preste su voz, en lo que sería una nueva manifestación de algo así como la insustancialidad de ese tipo de personaje en las letras del subcontinente.
El antropólogo, como personaje de novela, se revela como una figura finamente demarcada en Europa y Estados Unidos: su protagonismo no deja de hacerse evidente, así sea que se alimente de arrojo imprudente, sufrimiento vivo o valentía cándida. Mientras tanto, su correspondiente latinoamericano es apenas un monigote gris y mediano, relegado a ser poco menos que actor de reparto o testigo emasculado de un acontecer social que lo absorbe. Solo resta preguntarse —aunque quizá no convenga conocer ninguna respuesta— por el grado de representación de la realidad que subyace, mínimamente, a la tipificación literaria.


El lector en el parque (1850). Carl Spitzweg (1808-1850)

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