lunes, 26 de noviembre de 2018

San Sebastián de Andamán



San Sebastián (1610-1614). El Greco (1541-1614)


El 16 de noviembre de 2018, el joven misionero estadounidense John Allen Chau desembarcó clandestinamente en la isla Sentinel del Norte, en el archipiélago de las islas Andamán y Nicobar, en pleno golfo de Bengala. Obsesionado con la idea de charlar sobre Cristo con los huraños nativos, Chau no solo violó una prohibición de las autoridades indias que busca preservar a la vulnerable población sentinelesa del contagio de las enfermedades occidentales; sobre todo, retó la proverbial hostilidad de un pueblo que, sin que haga falta preguntar las razones, desde hace siglos decidió mantenerse aislado del resto del mundo. El misionero pagó cara su osadía, pues, como San Sebastián en Roma, fue asaeteado sin piedad. Su cuerpo, según informó BBC News, fue abandonado en la playa.
        Apenas sorprende que la noticia, al rodar por el mundo con la velocidad y estridencia con que este tipo de sucesos son anunciados por las redes sociales, no haya incluido alguna referencia antropológica particular. Para decirlo con las palabras justas: como no sea a los antropólogos nostálgicos, a nadie ha llamado la atención que en la necrológica del misionero no se incluyan alusiones a Los isleños de Andamán (1922), la única monografía propiamente etnográfica de A. R. Radcliffe-Brown. Difícilmente podría ser de otra manera, pues ni siquiera cuando se publicó —hace poco menos de un siglo— esa obra descolló entre los lectores especializados. En parte, ocurrió que el brío de la experiencia en campo se apagó durante los seis años en que se dilató la escritura del informe; asimismo, terció la fatalidad de que, una vez terminada la monografía en 1914, la Primera Guerra Mundial obligó al cierre de las imprentas; pero, sobre todo, debe tenerse en cuenta que, cuando el libro por fin pudo ver la luz en 1922, era otra obra antropológica la que copaba el espacio en las vitrinas de las librerías: Los argonautas del Pacífico occidental, el tratado capital de Bronislaw Malinowski, considerado por no pocos críticos de la ciencia del hombre como el rival, por excelencia, de Radcliffe-Brown. Para colmo, el etnógrafo de Andamán firmó el libro con su nombre civil, que años después alteró por parecerle un homenaje exagerado a un padre que apenas conoció: “A. R. Brown”. Quizá no haga falta mencionar la queja de Adam Kuper a propósito del intenso tufillo difusionista que se percibe en la monografía.
        Los isleños de Andamán, empero, bien puede ser considerada —más allá de toda suspicacia crítica— como un franco aporte a la naciente teoría funcionalista. A pesar de que, cuando llegó a Andamán en 1906, Radcliffe-Brown albergaba el proyecto de reconstruir la historia cultural de las comunidades negrito, en algún momento optó por un estudio durkheimiano sobre las costumbres, de las cuales quiso conocer sus finalidades últimas. Con esa idea, el antropólogo inglés clasificó los hábitos de los nativos en tres grupos: técnicas, reglas de comportamiento y costumbres ceremoniales. Esta última categoría fue la que más le interesó, pues, al entender que las actuaciones públicas permiten expresar y fijar las emociones y sentimientos más útiles para el mantenimiento del orden social, pudo trazar las primeras líneas de un dibujo teórico en cuyo pulimento se empeñó hasta el final de sus días. La epifanía etnológica corrió por cuenta de las comunidades del grupo de islas de Gran Andamán, en la parte norte del archipiélago, que fue donde Radcliffe-Brown se radicó durante varios meses. Así como al proyecto de la reconstrucción histórica, el investigador se vio obligado a renunciar a la idea de hacer etnografía en la isla de Pequeño Andamán, sembrada mucho más al sur, no lejos de la isla Sentinel del Norte. Según confiesa en la introducción de la monografía, lo habrían persuadido razones de índole lingüística: “Habría querido concentrarme casi exclusivamente en los nativos de Pequeño Andamán, de los cuales se sabe tan poco. Sin embargo encontré que, en el tiempo que tenía disponible, no podía trabajar satisfactoriamente con ellos debido a la dificultad del lenguaje. Los nativos de Pequeño Andamán no conocen un idioma que no sea el suyo, el cual apenas se relaciona con los idiomas de Gran Andamán”. Radcliffe-Brown calculó que habría tardado hasta 3 años en aprender la lengua local a un nivel que le permitiera hacer preguntas comprensibles y, sobre todo, entender las respuestas de los isleños.
        Cabe suponer que el desconocimiento de cómo hablaba la gente de esa parte del archipiélago no obedecía, apenas, a un descuido venial de los antropólogos. Radcliffe-Brown apunta que la etnia jarawa, radicada en la parte sur, se mostraba abiertamente hostil por los días de su estadía etnográfica; y cuenta también que en 1870 habían atacado con ferocidad a los presidiarios indios y birmanos de la colonia de Port Blair, así como a algunos cortadores de árboles que tenían sus campamentos junto a la playa. De hecho, siglos atrás, el escenario de Andamán ya había suscitado el recelo occidental. Marco Polo, por ejemplo, escribió: “Los habitantes son idólatras, y son una raza brutal y salvaje; tienen cabezas, ojos y dientes que se parecen a los de las especies caninas. Sus disposiciones son crueles, y a toda persona que no sea de su nación le pueden echar mano para matarla y comerla”. Cesar Friederike, quien pasó por Nicobar en 1556, advirtió que la fama de caníbales de los andamaneses se debía, posiblemente, nada más que a la mutua desconfianza que reinaba entre las diversas etnias, pero aún así no descartó que, eventualmente, alguien que se extraviara por aquellas costas pudiera ser incluido en el menú del día: “Si por casualidad algún barco se pierde en esas islas, como ha ocurrido con muchos, ninguno de sus tripulantes se escapará de ser comido o, al menos, de encontrar la muerte”. Eso sí, el navegante advirtió que, en todo caso, los isleños preferían pasar inadvertidos por vecinos y forasteros: “Estas personas no tienen ninguna relación con otras, ni practican el comercio con nadie, pues viven nada más que de los frutos que producen estas islas”. A este cuadro de apatía Radcliffe-Brown agrega el dato de los expedicionarios chinos y malayos que, en diversos momentos, llegaron a esa parte de Andamán en busca de nidos y aves comestibles, y que fracasaron a la hora de establecer “relaciones amistosas” con los nativos.
        Es muy poco lo que Los isleños de Andamán deja conocer a propósito de la vida que, en la primera década del siglo XX, se llevaba en Sentinel del Norte, la isla en que murió John Allen Chau. Que los nativos solían construir grandes campamentos de cacería en los que podían alojarse hasta 12 familias y que labraban toscas canoas en los troncos de árboles curvados lo supo Radcliffe-Brown gracias a Gilbert Rogers, un aventurero que visitó la isla en 1903 y que, por lo visto, volvió para contarlo. Pero los informes más detallados fueron levantados entre las frías paredes del British Museum, donde reposan algunos objetos procedentes de Sentinel del Norte. Lo curioso —o lo siniestro— es que esas piezas de vitrina quizá sean las que más se parezcan a los instrumentos con que los isleños del siglo XXI dieron muerte al misionero: un arco y una flecha para pescar. A propósito del primero, escribe el antropólogo: “Está hecho de un tipo de madera diferente al utilizado en Pequeño Andamán. La longitud es de 155,5 cm, y la anchura en el centro es de 4,3. La parte del medio es ligeramente diferente a la del arco promedio de Pequeño Andamán, pero tiene la misma característica de mayor convexidad en el exterior y menos convexidad en el lateral […] No está adornado con un patrón pintado o inciso”. El buen tamaño, la forma aerodinámica y la sobriedad ornamental se antojan como los más adecuados para albergar y expulsar una flecha diseñada para ser letal, “con cuatro puntas atadas a un eje de madera, y donde cada púa está afilada por una pieza de madera desprendida al final”. El tecnicismo de la descripción no hace otra cosa que, prospectivamente, intensificar el dramatismo del episodio acaecido el 16 de noviembre último.
        Un lanchero anónimo se acerca a la costa de Sentinel del Norte y deja a un misionero en el agua, con el mar chocando contra sus muslos. Este hombre, casi como Jesucristo en el lago Tiberiades, avanza entre las aguas mientras recita un versículo fervoroso. Sobre la playa, un puñado de nativos con los arcos de pesca en ristre apenas se interesa por la letanía, y, sin perder el tiempo en advertencias, dispara contra el inopinado visitante. Este, vestido de púas como un erizo, sigue su camino hacia el grupo de sus hermanos infieles, y antes de llegar se desploma. Los pescadores enlazan el cuerpo y lo arrastran hasta la playa, y acto seguido desaparecen entre la fronda costera. Aunque cabe la posibilidad de que todo eso no haya sido más que la celebración de un rito, cualquier idea concluyente sobre sus finalidades solo podría vislumbrarse bajo la luz de las teorías de Radcliffe-Brown.


El martirio de San Sebastián (1577-1578). El Greco (1541-1614)
            

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Pelota caliente



Jugadores de béisbol que practican (1875). Thomas Eakins (1844-1916)


Doug Glanville, jardinero central de los Phillies de Filadelfia y de otros equipos de la MLB, dijo alguna vez que el béisbol había sido para él como un ejercicio de antropología, puesto que le había permitido vivir en estrecho contacto con gentes de diversas culturas. Esta frase rosácea —tan rebosante de armonía planetaria— no debe ocultar el hecho de que quien la profirió no es antropólogo; porque, a juzgar por lo que han constatado los etnógrafos profesionales, quizá ocurra todo lo contrario: que el béisbol propicia la feroz rivalidad al interior de una misma comunidad.
        En 1959, el antropólogo J. R. Fox visitó Cochiti, un asentamiento de indios pueblo en Nuevo México. Grosso modo, el científico pudo constatar que Ruth Benedict, su famosa colega, se había equivocado de cabo a rabo al suponer que a estos nativos los caracterizaba una personalidad tranquila, reflejo del patrón cultural “apolíneo” que ponía en orden todas las formas y acciones de la vida social. A Fox se le hizo evidente que, al menos en Cochiti, reinaba la más profunda desconfianza entre los pobladores, y así lo consignó con palabras que más parecen las que Benedict dedicó a la lejana y maligna cultura dobuesa: “Toda persona es sospechosa […]. Todas las relaciones interpersonales están llenas de peligro y solo hay pocas personas en las que se pueda confiar plenamente. Especialmente las mujeres no confían unas en otras”. Este último dato remite al estado de permanente histeria en que vivían las esposas a causa de las mil aventuras de sus maridos. Con todo, varias razones impedían que las damas pueblo se arrancaran los cabellos: una era que acusar a otra mujer de hechicería —según se creía, era el origen de todos los males— podía llevar a un peligroso rompimiento del equilibrio en que convivían los dos grupos de parentesco que conformaban la comunidad. Pero la más importante razón era que la cultura pueblo promovía la salud de ese crítico equilibrio con instituciones que no subrayaban la oposición fundamental y que, antes bien, favorecían la cooperación entre los que no eran parientes. Por ejemplo, los juegos de cucaña —tradicionales en Cochiti— conformaban sus bandos con arreglo a categorías tan gruesas y transversales como las de “solteros” y “casados”, y jamás echaban mano de las segmentaciones basadas en diferencias de sangre. El béisbol, sin embargo, vino a cambiarlo todo.
        Acabada la Segunda Guerra Mundial, los nativos que habían sido enrolados regresaron a Cochiti con la idea de conformar el equipo de los Silversmiths y avivar así una enmohecida pasión local por el deporte de la “pelota caliente”; pasión que, en su momento, había llevado a la conformación del viejo equipo de los Eagles, la única escuadra que, hasta ese momento, participaba en la Inter-Pueblo Baseball League (la ILB, como cabrá suponer). Con el tiempo, los equipos acabaron por llamarse, respectivamente, Braves y Redskins, y sobra decir que el cambio de nombre no supuso ningún lío, muy a pesar de que una etiqueta insinuara que los oponentes eran cobardes y que la otra significara la aceptación, harto subalterna, de la condición “pielroja”. El verdadero problema estuvo en que la conformación de cada equipo se hizo sin seguir ninguna regla social y que, entregado cada quien a su voluntad, se apelara a la división familiar estructural a la hora de vestir una u otra camiseta. Por primera vez, entonces, hubo en Cochiti una actividad social que, antes que tender una cortina de humo sobre las diferencias sociales entre vecinos, las enfatizaba frente a sus narices. Escribe Fox: “Según las manifestaciones de mis interlocutores, parece que desde que el hombre es hombre ha habido siempre dos grandes familias que no se querían muy bien y formaban dos bloques enemigos por una razón —algún tipo de contienda— que hacía mucho tiempo había caído en el olvido […]. Pero con la división propiciada por el béisbol se presentó una oportunidad única para dejar salir de nuevo a la superficie las viejas enemistades latentes”.
        La confrontación entre Braves y Redskins —que debía celebrarse dos veces por año— alcanzó su punto máximo de tensión en 1959. El Consejo de los Pueblo, prevalido de su sabiduría, había programado el doble encuentro para la misma semana en que debía celebrarse la danza anual de la cosecha, confiado en que por entonces iba a cundir, en “todos los corazones”, un sentimiento invencible de armonía. Pero los Braves hicieron todo lo posible por aguar la fiesta: llegaron tarde al campo de los Redskins, alinearon jugadores sacados de la manga o contrabandeados de otros equipos, e intimidaron a sus rivales de mil maneras. Por su parte, las barras femeninas de ambos bandos aportaron su cuota en el desaguisado: empezaron por acusar de ceguera al único árbitro —un negro de Virginia— y acabaron por escupir todo tipo de obscenidades contra los jugadores del equipo adversario. Por supuesto, estas audacias no dejan de ser esperables en un deporte cuya mitología básica remite a las pilatunas callejeras —no gratuitamente, el Home run tomó su nombre del obligado regreso a casa después de haber dejado la pelota al otro lado de una ventana quebrada—; de hecho, fueron los Redskins locales quienes, a pesar de haber recibido la mayor parte de los oprobios, ganaron el juego, y lo hicieron cómodamente: 18 carreras contra 8. Pero otra cosa sucedió en el partido de vuelta.
        Un par de días antes de ese encuentro final, el ambiente ya estaba caldeado. Las madres y esposas de los Redskins, temerosas de la ira que reinaría en las toldas de los vapuleados Braves y convencidas de los poderes sobrenaturales de esos enemigos tramposos, no ocultaron su expectativa grisácea: “Va a haber un montón de incidentes”, dijeron. Mucha gente prefirió quedarse en casa en vez de ir al partido, y muchos de los que fueron permanecieron dentro de sus automóviles, resguardados tras las ventanillas. No fue excesiva esa precaución: en la cuarta entrada, cuando la pizarra marcaba empate a una carrera, un ventarrón preñado de rayos y truenos, pero sin una gota de lluvia, asoló el campo. Fox, quien había tenido la audacia de llegar hasta las graderías, fue testigo de primera mano del fenómeno hasta que se vio obligado a refugiarse en la furgoneta de uno de los Redskins: “El campo de juego se sumió en la oscuridad, los jugadores se agachaban para que no los cegara la arena con sus latigazos”. A partir de entonces, todo se vino al traste para los visitantes: el árbitro permitió que los Braves ganaran una base ilegalmente, y la ventaja se capitalizó por cuenta de la arena, cuyos enviones parecían golpear nada más que el rostro de los Redskins. Dado que contra la maldad humana y la fuerza natural —ambas desatadas por el poder de la brujería— no hay manera de salir airoso, los Braves ganaron por 4 carreras contra 2. Sus mujeres aullaron de júbilo mientras la barra perdedora se retiraba convencida de haber sido presa del hechizo más artero. Tres semanas después, como la rivalidad había enconado en vituperios contra el honor de algunos matrimonios, el Consejo de los Pueblo amenazó con prohibir el béisbol si no se ponía coto a las reyertas. Sin embargo, de acuerdo con el informe del etnógrafo, no sucedió ni una cosa ni la otra, y, sin que eso importara, el mundo siguió andando.
        Albert Camus confesó en su día que el mejor aprendizaje sobre la moral humana lo había experimentado en su juventud, mientras fue portero del Racing Universitaire d’Algier. Es obvio que todos los deportes de conjunto, en la medida en que supongan la competencia, ofrecen la misma lección. Y bien se ve que no se trata apenas de una ilustración filosófica: porque bajo la distinción del bien y el mal yacen las divisiones arbitrarias con que se clasifica a los hombres y, más abajo aún, las ideas sobre su relación insondable con la naturaleza. Los antropólogos lo saben mejor que nadie, y por eso mismo sorprende que el deporte no sea una mina tan excavada como la política o la religión.


Vulcan Leather (2012). Eric Yahnker (1976)

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