El estudioso (s.f.).
Raja Ravi Varma (1848-1906)
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“Narcisista rezongón, preocupado por sí mismo e hipocondríaco”: así se refirió Clifford Geertz a Bronislaw Malinowski en una reseña de 1967, cuando los diarios personales del antropólogo polaco fueron divulgados en letras de molde. Obviamente, en los días de gloria del estructuralismo —clímax del positivismo antropológico—, nada podría resultar tan natural como esa defensa enconada de la honra metodológica de la ciencia del hombre. Pocos años después, Michel Panoff dejó en claro que era eso, justamente, lo que debía ponerse a salvo del mefítico influjo del vagabundo de las islas Trobriand, de quien escribió: “resulta difícil presentarlo como un modelo irreprochable a los ojos de quienes se preparan para llevar a cabo su primera misión etnográfica”. Apenas cabe imaginar una idea más obtusa a propósito de lo que puede o debe ser un diario personal.
Un diario escrito tres lustros después del de Malinowski —aunque
publicado tres décadas antes— habría permitido entender a Geertz y a Panoff qué
es lo que puede encontrarse en los papeles personales de un estudioso de la
cultura: el Diario íntimo de la India
(1935) de Mircea Eliade. Esas páginas no solo muestran las vísceras palpitantes
de un diario auténtico, sino que proponen algo así como una teoría de los
papeles de trabajo del etnólogo. En efecto, Eliade sugiere que esos documentos suelen
desdoblarse en dos gestos discursivos definidos y reconocibles: los apuntes
científicos —el sabio rumano llamaba “monstruos” a los cuadernillos que
compilaban esos datos— y el diario íntimo, el que, por concentrarse en
registrar los roces del escritor con los seres y cosas de su inmediata
cotidianidad, podría considerarse en cierto sentido como una “novela
indirecta”. Eliade se muestra persuadido de que cada uno de esos discursos solo
puede tener vida plena al margen del otro, y su vehemencia en la defensa de esa
tesis lo lleva a una afirmación audaz: que en las mejores páginas de ciencia
social “no hay un ser vivo dentro”, es decir, que la vida real solo puede estar
en la novela. De acuerdo con esa lógica, Malinowski habría sido tratado por sus
críticos con terrible injusticia, toda vez que se le pidió sustancia etnológica
a la “novela indirecta” de sus diarios, sin tenerse en cuenta que ese saber ya
había sido vertido, convenientemente, en volúmenes tan monstruosos como los de
su colega rumano.
A Mircea Eliade y Bronislaw Malinowski los une algo más que
su común desvelo bajo la luz mortecina de sus improvisados gabinetes. Ambos,
cuando se combaban sobre las páginas de sus diarios, echaban mano del mismo
recurso para conseguir olvidarse de las tareas científicas y, sobre todo, de
neutralizar el pensamiento etnológico: entregarse a su delirio literario. Eso
sí, mientras el polaco usaba su diario oceánico para hacer inventario de sus
frenéticas lecturas —leyó las 800 páginas de El Conde de Montecristo en cinco días— el rumano daba cuenta, en
sus apuntes, de la fiebre que lo llevaba a escribir novelas: mientras hacía el
diario empezó y terminó Isabel y las
aguas del diablo (1930) —su primer libro de ficción en ver la luz—, tomó
algunas notas para una historia que debía llamarse Pedro y Pablo y para otra que llegó a ser publicada como La luz que se apaga (1934), escribió
buena parte de lo que habría de conformar Regreso
del Paraíso (1934) —en tres días garrapateó “119 densas páginas”— y vivía,
con pasión, un idilio con la hija de su maestro de sánscrito, aventura
sentimental que habría de quedar biografiada en Maytreyi (1933), acaso la más conocida entre las muchas novelas de
Eliade. Así como Malinowski aplazaba el trabajo etnográfico para leer una nueva
página de Dumas, Conrad o Kipling, el humanista rumano se distraía de sus
erudiciones orientalistas con la pluma en la mano, convencido —como él mismo lo
confiesa en sus páginas íntimas— de que la única manera de zafarse de las
garras de la tentación literaria era entregándose a ella: “¿Por qué sigo
escribiendo una novela que no sé si algún día la pasaré a limpio y, menos aún,
si la publicaré? No puedo hacer otra cosa; y por rabia escribo diariamente
veinte o treinta páginas; para escapar más rápidamente de esta obsesión, para
escapar y volver a mi trabajo. Me da vergüenza mirar mis libros”.
Por supuesto, la principal entre las novelas que
importunaron los días de estudioso de Mircea Eliade en Calcuta es el mismo
diario, su “novela indirecta”. En ella, el narrador es un héroe en lucha contra
sí mismo, ya sea porque el estudioso deba sobreponerse al deseo permanente de
vagabundear o porque el vagabundo deba lidiar contra la culpa que emana de los
libros cerrados; en las propias palabras de Eliade, se trata del combate entre
el “amor por la ‘ciencia’” y los “instintos ‘poéticos’, es decir, gratuitos,
malsanos”. Esa tensión se desenvuelve en un zurcido de episodios en que tienen
lugar la aventura —escoltar hasta su casa a un borracho metido en líos con los
nativos—, las revelaciones trascendentales —el contacto con la mágica
personalidad de Tagore—, los escarceos eróticos —o lo que sucede cuando se
comparte posada con un puñado de adolescentes voluptuosas— e, incluso, los
apuntes etnológicos que no alcanzaron a ser tragados por las fauces de los
“monstruos”, y con los que, a propósito de los ritos hindúes, llega a
ilustrarse la clásica noción durkheimiana de que la religión alimenta la
fisiología social y tiene poco que ver con las insondables creencias de los
individuos.
En la que quizá sea la mejor entrada del diario, un mazo
de hojas y fichas bibliográficas cae de las manos de Eliade, a la sazón
parrillero en la moto de su amigo Lorrie, con la obvia consecuencia de que los
papeles vuelan por toda una barriada ante el desconcierto impotente del
erudito, quien, de todos modos, encuentra algún regocijo en el percance: “Y una
cosa me emocionó: dos folios llegaron hasta la cuna de un niño, en un patio.
Dudé si valía la pena entrar y recogerlos”. La imagen no podría ilustrar mejor
los reveses y las conmociones de un hombre en busca de sí mismo. Sumido en la
angustia de saber si su alma es la de un orientalista o la de un aventurero,
Eliade discurre una profunda teoría de la personalidad social: concluye que
solo se puede ser alguien definido cuando se tiene que vivir en medios
similares y en circunstancias similares, en afirmación o negación de unas
mismas opiniones, y que la zozobra viene cuando se vive entre gentes ante quienes no se está obligado a ser uno mismo.
Es forzoso concluir que,
sin importar cuáles sean las páginas en las que los hombres cifran sus
vivencias, sus pensamientos o sus angustias —el diario, la novela o el tratado
etnológico—, en ellas acaban aflorando las lecciones sobre la condición humana.
Amén de las ya enunciadas, una de esas lecciones es que aún en los cuadernos
privados de los hipocondríacos y los vagabundos se esconden las epifanías
antropológicas.
Gitanos (1893).
Raja Ravi Varma (1848-1906)
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