domingo, 11 de octubre de 2015

Papeles personales



El estudioso (s.f.). Raja Ravi Varma (1848-1906)


“Narcisista rezongón, preocupado por sí mismo e hipocondríaco”: así se refirió Clifford Geertz a Bronislaw Malinowski en una reseña de 1967, cuando los diarios personales del antropólogo polaco fueron divulgados en letras de molde. Obviamente, en los días de gloria del estructuralismo —clímax del positivismo antropológico—, nada podría resultar tan natural como esa defensa enconada de la honra metodológica de la ciencia del hombre. Pocos años después, Michel Panoff dejó en claro que era eso, justamente, lo que debía ponerse a salvo del mefítico influjo del vagabundo de las islas Trobriand, de quien escribió: “resulta difícil presentarlo como un modelo irreprochable a los ojos de quienes se preparan para llevar a cabo su primera misión etnográfica”. Apenas cabe imaginar una idea más obtusa a propósito de lo que puede o debe ser un diario personal.
        Un diario escrito tres lustros después del de Malinowski —aunque publicado tres décadas antes— habría permitido entender a Geertz y a Panoff qué es lo que puede encontrarse en los papeles personales de un estudioso de la cultura: el Diario íntimo de la India (1935) de Mircea Eliade. Esas páginas no solo muestran las vísceras palpitantes de un diario auténtico, sino que proponen algo así como una teoría de los papeles de trabajo del etnólogo. En efecto, Eliade sugiere que esos documentos suelen desdoblarse en dos gestos discursivos definidos y reconocibles: los apuntes científicos —el sabio rumano llamaba “monstruos” a los cuadernillos que compilaban esos datos— y el diario íntimo, el que, por concentrarse en registrar los roces del escritor con los seres y cosas de su inmediata cotidianidad, podría considerarse en cierto sentido como una “novela indirecta”. Eliade se muestra persuadido de que cada uno de esos discursos solo puede tener vida plena al margen del otro, y su vehemencia en la defensa de esa tesis lo lleva a una afirmación audaz: que en las mejores páginas de ciencia social “no hay un ser vivo dentro”, es decir, que la vida real solo puede estar en la novela. De acuerdo con esa lógica, Malinowski habría sido tratado por sus críticos con terrible injusticia, toda vez que se le pidió sustancia etnológica a la “novela indirecta” de sus diarios, sin tenerse en cuenta que ese saber ya había sido vertido, convenientemente, en volúmenes tan monstruosos como los de su colega rumano.
        A Mircea Eliade y Bronislaw Malinowski los une algo más que su común desvelo bajo la luz mortecina de sus improvisados gabinetes. Ambos, cuando se combaban sobre las páginas de sus diarios, echaban mano del mismo recurso para conseguir olvidarse de las tareas científicas y, sobre todo, de neutralizar el pensamiento etnológico: entregarse a su delirio literario. Eso sí, mientras el polaco usaba su diario oceánico para hacer inventario de sus frenéticas lecturas —leyó las 800 páginas de El Conde de Montecristo en cinco días— el rumano daba cuenta, en sus apuntes, de la fiebre que lo llevaba a escribir novelas: mientras hacía el diario empezó y terminó Isabel y las aguas del diablo (1930) —su primer libro de ficción en ver la luz—, tomó algunas notas para una historia que debía llamarse Pedro y Pablo y para otra que llegó a ser publicada como La luz que se apaga (1934), escribió buena parte de lo que habría de conformar Regreso del Paraíso (1934) —en tres días garrapateó “119 densas páginas”— y vivía, con pasión, un idilio con la hija de su maestro de sánscrito, aventura sentimental que habría de quedar biografiada en Maytreyi (1933), acaso la más conocida entre las muchas novelas de Eliade. Así como Malinowski aplazaba el trabajo etnográfico para leer una nueva página de Dumas, Conrad o Kipling, el humanista rumano se distraía de sus erudiciones orientalistas con la pluma en la mano, convencido —como él mismo lo confiesa en sus páginas íntimas— de que la única manera de zafarse de las garras de la tentación literaria era entregándose a ella: “¿Por qué sigo escribiendo una novela que no sé si algún día la pasaré a limpio y, menos aún, si la publicaré? No puedo hacer otra cosa; y por rabia escribo diariamente veinte o treinta páginas; para escapar más rápidamente de esta obsesión, para escapar y volver a mi trabajo. Me da vergüenza mirar mis libros”.
        Por supuesto, la principal entre las novelas que importunaron los días de estudioso de Mircea Eliade en Calcuta es el mismo diario, su “novela indirecta”. En ella, el narrador es un héroe en lucha contra sí mismo, ya sea porque el estudioso deba sobreponerse al deseo permanente de vagabundear o porque el vagabundo deba lidiar contra la culpa que emana de los libros cerrados; en las propias palabras de Eliade, se trata del combate entre el “amor por la ‘ciencia’” y los “instintos ‘poéticos’, es decir, gratuitos, malsanos”. Esa tensión se desenvuelve en un zurcido de episodios en que tienen lugar la aventura —escoltar hasta su casa a un borracho metido en líos con los nativos—, las revelaciones trascendentales —el contacto con la mágica personalidad de Tagore—, los escarceos eróticos —o lo que sucede cuando se comparte posada con un puñado de adolescentes voluptuosas— e, incluso, los apuntes etnológicos que no alcanzaron a ser tragados por las fauces de los “monstruos”, y con los que, a propósito de los ritos hindúes, llega a ilustrarse la clásica noción durkheimiana de que la religión alimenta la fisiología social y tiene poco que ver con las insondables creencias de los individuos.
        En la que quizá sea la mejor entrada del diario, un mazo de hojas y fichas bibliográficas cae de las manos de Eliade, a la sazón parrillero en la moto de su amigo Lorrie, con la obvia consecuencia de que los papeles vuelan por toda una barriada ante el desconcierto impotente del erudito, quien, de todos modos, encuentra algún regocijo en el percance: “Y una cosa me emocionó: dos folios llegaron hasta la cuna de un niño, en un patio. Dudé si valía la pena entrar y recogerlos”. La imagen no podría ilustrar mejor los reveses y las conmociones de un hombre en busca de sí mismo. Sumido en la angustia de saber si su alma es la de un orientalista o la de un aventurero, Eliade discurre una profunda teoría de la personalidad social: concluye que solo se puede ser alguien definido cuando se tiene que vivir en medios similares y en circunstancias similares, en afirmación o negación de unas mismas opiniones, y que la zozobra viene cuando se vive entre gentes ante quienes no se está obligado a ser uno mismo.
        Es forzoso concluir que, sin importar cuáles sean las páginas en las que los hombres cifran sus vivencias, sus pensamientos o sus angustias —el diario, la novela o el tratado etnológico—, en ellas acaban aflorando las lecciones sobre la condición humana. Amén de las ya enunciadas, una de esas lecciones es que aún en los cuadernos privados de los hipocondríacos y los vagabundos se esconden las epifanías antropológicas.



Gitanos (1893). Raja Ravi Varma (1848-1906)

lunes, 21 de septiembre de 2015

Paraíso erótico



¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (detalle) (1897).
Paul Gauguin (1848-1903)



Hace poco menos de 30 años, en El antropólogo como autor (1988), Clifford Geertz escribió que la popularidad alcanzada por los tratados de sus ilustres colegas se debía más a la sugestión retórica que a la pureza científica de sus registros etnográficos. El aserto lo ilustra inmejorablemente el ensayo “Baloma. Los espíritus de los muertos en las islas Trobriand” (1916) de Bronislaw Malinowski, obra que alcanzó a ser calificada de “maestra” por la crítica etnológica sin importar que buena parte de las creencias sobre el Más Allá en aquella región del mundo fuera ignorada, por entonces, por el antropólogo polaco. Es curioso que Geertz, en el respectivo capítulo de su libro, solo acudiera a “Baloma” para transcribir un soso párrafo —quizá el único del magnífico trabajo— sobre las generalizaciones científicas.
        Las 88 páginas de “Baloma”, aparecidas originalmente en el volumen XLVI del Journal of the Royal Anthropological Institute de Londres significaron, muy tempranamente, no solo el estreno de la patente del funcionalismo antropológico —Malinowski probó que incluso la más etérea de las instituciones podía mantenerse vigente si rezumaba utilidad social—, sino la declaración del talento narrativo del autor. A propósito de esto, casi bastaría evocar aquel pasaje del abrebocas en que Malinowski refiere cómo una noche, mientras regresaba a la aldea de Omarakana con tres nativos que lo habían acompañado a un entierro, escuchó ruidos misteriosos en un huerto de ñame (solo los relatos oceánicos de Tusitala Stevenson podrían incubar tanto suspense). Pero conviene, asimismo, recordar la colorida estampa que ofrece el etnógrafo a propósito de lo que ocurre cuando un nuevo baloma llega a la isla de Tuma, comarca de los difuntos: después de llorar con desconsuelo sobre la piedra Modawosi y hacerse invisible al bañarse en las aguas del pozo Gilala, el recién llegado es recibido por Topileta, quien, como Caronte, cobra el óbolo de una riqueza mágica (vaygu’a) a modo de entrada. Este “canciller de la ultratumba” posee orejas grandes y móviles, tiene esposa e hijos tan fantasmagóricos como él y conoce el filtro de la eterna juventud, pues entre los trobriandeses se tiene por una verdad de a puño que incluso los espíritus envejecen. También cuenta Malinowski que los baloma se adaptan rápidamente a la “vida” en Tuma, toda vez que “en el otro mundo hay muchas más mujeres que hombres” y que ellas “no son ni menos expertas ni más escrupulosas en usar hechizos de amor que las mujeres vivas”. En un marco etnográfico tan sugestivo, la lección de teoría funcionalista se antoja, casi, un bonus track.
        Cuando casi habían transcurrido tres lustros desde de la publicación de “Baloma” se supo que no había sido dicho todo lo que podía decirse a propósito de la otra vida en Tuma; de hecho, faltaba conocer lo más sensacional. En efecto, cuando volvió sobre el tema en La vida sexual de los salvajes (1929), Malinowski reveló datos inéditos y audaces sobre Topileta, entre los cuales el menos sugestivo es, sin duda, el parecido con un “Flying fox” (zorro volador) que le confieren sus grandes orejas. También pudo saberse que el Caronte de Tuma no solo pide el vaygu’a a los nuevos espíritus sino que se encarga de iniciarlos sexualmente: por su propio esfuerzo si se trata de mujeres y con la colaboración de su hija —tiene “una o varias”— si los baloma son varones. Sin empacho alguno, el etnógrafo escribe de Topileta que “su lujuria es tan grande como su avaricia”, y sugiere que la cálida recepción que prodiga a los nuevos huéspedes de Tuma es el prólogo ideal de la dichosa experiencia que, sobre todo, les está deparada a los espíritus de los hombres, quienes desde entonces solo piensan en quedarse allí y “abrazar las bellas formas, no obstante no tener nada de carnales, de los espíritus hembra”, aunque no puede pasarse por alto que estos últimos “son apasionados y ardientes en grado no conocido en la tierra”. Las nuevas noticias sobre las rutinas de los baloma en Tuma revelan un sentido de “paraíso erótico” —las palabras son del propio Malinowski— que había estado más o menos velado en la versión de 1916, la cual solo hablaba de filtros amorosos y reservaba los grandes combates de la sexualidad para los vivos, confiriéndole a la ultratumba un quietismo grisáceo en que la única distracción parecía no ser otra que, una vez al año, saltar a Kiriwina para espiar las fiestas públicas. Dicho de otra manera: la imagen de unos espíritus desconfiados que viajan para fiscalizar la vida de sus deudos dio paso a la de unos espíritus que, ahítos de placer, no tienen un interés particular por las intrigas de los vivos. Se trata de dos formas, casi opuestas, de entender la muerte (y, sobre todo, la vida).
        En La vida sexual de los salvajes, Malinowski revela el nombre del “más eminente” de sus informadores sobre el tema espiritual: Tomwaya Lakwabulo, un médium de la aldea de Oburaku que decía tener una amante baloma en Tuma, adonde también había ido a parar su abnegada y fiel esposa Beyawa. No sorprende que en los diarios del etnógrafo polaco se hable de este siniestro Don Juan solo a partir de la segunda gran temporada de campo: en varias entradas de 1917 y 1918, pergeñadas cuando Malinowski volvió de sus fructíferas vacaciones inglesas. Es obvio que “T. L.” le contó al etnógrafo lo que él no sabía, en 1916, sobre los lúbricos asuntos de los espíritus; en algún sentido lo prueban las trazas de picardía que impregnan las anotaciones del viernes 21 de diciembre de 1917: “Después del almuerzo, Tomwaya Lakwabulo y sus historietas sobre el otro mundo […]. Cuando le hago una pregunta, se produce una pausa antes de que conteste, y un cambio de mirada en sus ojos”. Tampoco sorprende que sea el mismo Malinowski quien azuce a su interlocutor para llevarlo a los temas más húmedos: por entonces el polaco recién se había comprometido con Elsie R. Masson, una enfermera australiana que le inspiraba deseos tan tiernos como salvajes, y que sin duda lo arrastró a un pretencioso delirio consignado en la entrada del 13 de noviembre de 1917: “estoy intentando vencer el pesar metafísico de ¡Vsiekh nye pereyebiosh! [expresión rusa; literalmente: ‘¡Nunca te las follarás a todas!’]”.
        Suele olvidarse que los tratados etnográficos, a diferencia de las obras literarias, no son obras acabadas. Porque, si en la venta manchega en que fue manteado Sancho Panza no ocurrieron más cosas de las que ya contó Cervantes, las comarcas visitadas por los antropólogos obligan, a la hora de pretender fijarlas en palabras, a un esfuerzo indagatorio que nunca acaba de estar satisfecho de sí mismo. La impresión de que se ha dicho todo acerca de cómo viven los hombres solo puede explicarse en la fanfarronería propia del ejercicio descriptivo, el cual pretende vanamente que nada se le escapa, cuando, en verdad, lo único que consigue hacer es —como en cierto cuento de hadas— sacar personas y cosas, infinitamente, de un pozo sin fondo.



¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (detalle) (1897).
Paul Gauguin (1848-1903)


domingo, 30 de agosto de 2015

Pájaros de Venezuela



Indio (s. f.). Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988)



El ideal del mestizaje flamea en la bandera venezolana. Muy temprano, cuando otras naciones americanas se ahogaban en cruzadas del más fanático higienismo racial, Rómulo Gallegos —a la fecha, el más ilustre escritor de la tierra bolivariana— hacía de la protagonista de Doña Bárbara (1929) el símbolo de una integración étnica que, a su juicio, era el único porvenir plausible para su país. Bárbara, cerril como sugiere su nombre, acaba doblando la cerviz bajo el código civilizatorio, materializado este en la explosión del tierno amor filial con que renuncia a su poderío en favor de Marisela, su único vástago. El crítico cubano Roberto González Echevarría se ha referido a esa alegoría que une tierra salvaje y ciudad sublimada como una “fábula maestra”, y no tiene duda de que su principal alimento fue el saber antropológico de la época.
        El exegeta caribeño pone el énfasis en que los novelistas latinoamericanos del siglo XX, además de meter las narices en los asuntos del folclor y tomar nota de ellos como etnógrafos aficionados, se dejaron llevar por la fuerte corriente discursiva que manaba de los tratados de los antropólogos propiamente dichos. El primer gesto, en el caso de Rómulo Gallegos, queda documentado en las notas del viaje que hizo en 1927 por el llano venezolano. Menos claro es el segundo elemento, esto es, las lecturas antropológicas que pudieron inspirar al novelista en su apoteosis mestiza. Pero entre esa niebla puede aventurarse la hipótesis de que el alimento proviniera de la obra de un pionero de la etnología venezolana: Lisandro Alvarado, el médico y humanista tocuyano que murió, precisamente, en el mismo 1929 en que el país fue sacudido por las pisadas furiosas del hato de Doña Bárbara. Alvarado publicó, en vida, el artículo “Etnografía patria” (1907) y los libros Observaciones sobre el caribe hablado en los llanos de Venezuela (1919) y Glosario de voces indígenas de Venezuela (1921), y póstumamente se conocieron sus Datos etnográficos de Venezuela (1945). No hay que hacer un esfuerzo mayúsculo para suponer que esas páginas, particularmente interesadas por temas lingüísticos, filológicos y folclóricos, llamaron la atención de un novelista desvelado por las voces populares y las tradiciones copleras de su país.
        Alvarado da cuenta de los temas antropológicos con una ecuanimidad que deja ver su simpatía por el proceso del mestizaje. El etnólogo no se obsesiona con las imágenes rutilantes de una cultura grandiosa a cuya sombra sean olvidadas las demás —como sí ocurrió en Colombia por cuenta del delirio muisca en que se ahogaron las cabezas pensantes del siglo XIX—: en sus párrafos aparecen referencias a pueblos de todo el territorio venezolano, sin importar en qué tronco lingüístico hubieran retoñado o que su cultura material fuera fastuosa o precaria. De hecho, las prácticas occidentales asoman ocasionalmente en el fresco, y antes que ser tratadas como rutilantes noticias de un paraíso cultural se las asume como otros tantos datos etnográficos, tan pintorescos o tan dramáticos como los asuntos indígenas; así, por ejemplo, Alvarado se muestra convencido de que las perforaciones de nuestras orejas no van a la zaga de las mutilaciones corporales de los pueblos selváticos, y que el infanticidio al que se encuentran suscritas varias etnias aborígenes es una ocurrencia demográfica mucho menos incisiva que las guerras europeas. Por lo demás, hay en la prosa del tocuyano una estética frazeriana que junta manotadas de referencias disímiles en el mismo párrafo —de una frase a otra se viaja entre las áridas tierras de los guajiros y las selvas del Roraima, pasando por los museos de Caracas— y que acaba haciendo relativas las grandes diferencias culturales. Se trata de una prosa mestiza en que se incuba, saludablemente, la noción plural del hombre venezolano.
        Lo más interesante de todo es que ese discurso abigarrado de noticias étnicas no es, apenas, un calco de los célebres tratados de los antropólogos de poltrona oficiales —con todo y que podría probarse la riesgosa aproximación de Alvarado a las tozudas páginas de John Lubbock—. Uno de los trabajos etnohistóricos más tempranos de la América emancipada, el “Resumen de la historia de Venezuela” (1810) de Andrés Bello, ofrece un frenético cuadro de las avanzadas españolas por la costa norte de Suramérica y lo adereza con noticias de la existencia de incontables naciones indias —cumanagotos, corianas, jirajaras, caracas, tacariguas, cuicas, timotes, teques, arbacos, caramaicas, mariches, guaiqueríes, quiriquires, tomuzas—, las cuales aparecen y desaparecen del escenario como pájaros entre la fronda. Difícilmente puede tenerse una visión de conjunto en aquel inventario cultural, al mismo tiempo que no se la tiene de las muchas avanzadas de los conquistadores, de tal suerte que, al cabo de las cuarenta páginas que conforman el documento de Bello, prevalece la imagen del territorio venezolano como un solo organismo palpitante, abierto en la riqueza de vísceras de diversas formas y colores. Pareciera como si desde entonces se hubiera establecido la idea de que el país lo conforma, inobjetablemente, un complejo vitral humano.
        No es gratuito el símil que asocia indígenas y aves. La idea de la vivaz multiplicidad de los pueblos humanos se manifiesta en el lenguaje literario, por refracción, bajo la forma de un mosaico ornitológico. Basta volver a las páginas de Rómulo Gallegos para comprobarlo: en Canaima (1935), el arribo de Marcos Vargas a las selvas de los guaraúnos y guaiqueríes se ve marcado por la contemplación de un cuadro singular: una colorida reunión de todas las aves del Orinoco —pericos verdes, guacamayos pintados como banderas, moriches negros y dorados, turpiales bullosos, arrendajos, curañatás, gonzalitos y muchos más— cruza el cielo al paso de la canoa que lleva al protagonista. De hecho, una década antes y no muchos kilómetros al oeste, en la vecina selva colombiana, el Arturo Cova de La vorágine (1924) se había topado con el mismo cuadro apenas al pisar las tierras de los guahíbos: un estero arbolado en que habían hecho sus nidos el garzón soldado, las cercetas, las corocoras y los patos, y por el que solo sabían adentrarse los indios cuando querían cosechar las plumas de sus tocados.
        Suele tomarse como una afrenta la verdad científica que recuerda el carácter animal de la especie humana. Sin embargo, no cabe duda de que esa perspectiva logra relativizar las diferencias que creemos más inconciliables, y al punto de aceptar que todos podemos habitar en el mismo árbol.


Quetzalcohualt (1931). Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988)

lunes, 10 de agosto de 2015

Un baño caliente



Lago Suwa en la provincia de Shinano (ca. 1830).
Katsushika Hokusai (1760-1849)


Para Édgar Bolívar, profesor de Particularismo histórico

La hojarasca traída por los ventarrones de muchas décadas ha acabado por esconder los libros de Ruth Benedict. No hay ninguna alusión a ellos, por ejemplo, en un manual contemporáneo y vanguardista (por su narración en formato de cómic) del ABC de la historia antropológica: Antropología para principiantes (Introducing Anthropology, 1998), con textos de Merryl Win Davies y dibujos de Piero. Al parecer calaron muy profundamente las acusaciones que, en El antropólogo como autor (1988), hiciera Clifford Geertz contra el trabajo de la antropóloga neoyorquina, cuya noción rectora de los “patrones de la cultura” se le antojó como un lente hipertrofiado que convertía el mundo etnográfico en pura fábula impresionista. A juicio del antropólogo de San Francisco, las páginas de su colega no aportan conceptos sino, apenas, sugestiones; ellas, antes que ofrecer datos etnográficos, rezuman desconcierto literario.
        A primera vista, todo parece, en efecto, condenar a Benedict; sus dos libros canónicos dejan ver rasgos sospechosos: El hombre y la cultura (Patterns of Culture, 1934) confiesa una escasa experiencia etnográfica que, sin embargo, no tiene empacho en traducirse en lapidarias conclusiones sobre la inconmovible ecuanimidad de los zuñi, el desenfreno infernal de los kwakiutl y la paranoia maligna de los dobueses. A su vez, El crisantemo y la espada (1946) espanta a su lector ya desde la “Nota de agradecimiento”; concretamente, cuando la antropóloga dispara salvas en honor de la Oficina de Información de Guerra de los Estados Unidos y del comandante Alex H. Leighton, “quien presidía la sección de Estudio de la Moral Extranjera”. De hecho, tan comprometedoras cortesías quizá sean lo menos grave en un libro que pretende ofrecer conocimiento histórico y etnográfico sobre un país tan antiguo y heterogéneo como Japón, pero que, en la primera línea del primer capítulo, se refiere al pueblo en estudio como “el enemigo más enigmático”. La verdad, sin embargo, es que la tosca diplomacia de Benedict ha favorecido una humareda crítica que, en cierto sentido, le ha hecho injusta sombra a un libro del que emerge una luz antropológica que incluso toca, para aclararlos, algunos embrollos del mundo occidental.
        Por más que “La autodisciplina” —el undécimo capítulo de El crisantemo y la espada— se antoje, por su solo título, como la confesión de que, una vez más —como en el libro de 1934—, la complejidad cultural ha sido reducida a un patrón casi caricaturesco, lo cierto es que la exposición de Benedict deja ver descripción y análisis laboriosos. Para la antropóloga, el quid de la proverbial autodisciplina japonesa consiste en que sus cultivadores tratan de liberarse del espionaje de su conciencia a la hora de obrar —en suma, tratan de “vivir como alguien ya muerto”—, pero, paradójicamente, no para entregarse al nocivo desenfreno, sino para asumir el altruismo sin el sentimiento vergonzoso que, en sus actos plenos, suele estarle aparejado. Ya se agradece que en esas páginas no se apele de modo sensacionalista a la manoseada imagen del samurái atravesado por su propia espada; por fortuna, la cosecha excede ese fruto, pues también se ofrece, para comprender lo japonés, un razonamiento que dista de ser simple. La autodisciplina en el Imperio del Sol Naciente implica, al mismo tiempo, la ambición y la renuncia, y ello porque en la visión de mundo del japonés prima, por encima de cualquier cosa, algo que es escaso en Occidente (y según Benedict, también entre los frenéticos kwakiutl): la capacidad de delimitación. Así, cualquier idea de control o sacrificio solo es posible si, al mismo tiempo y sin ningún escrúpulo, se reconocen la noción de un placer correspondiente y el derecho de gozarlo. El mejor ejemplo emerge de las aguas del baño.
        En el noveno capítulo de su tratado orientalista, “El círculo de los sentimientos humanos”, Benedict se refiere a la buena reputación que tienen los japoneses que se someten a una ducha fría en las lóbregas madrugadas —a la hora “en que los dioses de bañan”—, pues hay consenso en que semejante prueba conduce a un conveniente “endurecerse” del temple y la voluntad. Sin embargo, ello solo puede tener sentido si, con la misma sinceridad, se reconoce el bienestar supremo del baño caliente del final de la tarde, al que la mayoría de los japoneses suele entregarse con tranquila voluptuosidad. Sería tonto no participar de ese regocijo acuático, y por eso la familia entera pasa por la alberca en amena coreografía; la antropóloga logra reflejar ese regocijo general en la frase desenfadada con que da cuenta de la situación: “Salen del baño rojos como cangrejos y se reúnen para gozar de la hora más relajada del día”. La autodisciplina japonesa, pues, no se inscribe en una lógica masoquista que ve mérito en la privación de los placeres; lo que está en juego, más bien, es una filosofía que sabe delimitar el gozo y definirlo por oposición a los punzantes retos que tiemplan el espíritu.
        Un descubrimiento etológico de las últimas décadas ha deparado un curioso guiño de complicidad a los apuntes etnográficos de Benedict. Se trata de una costumbre de los macacos de cara roja, habitantes de la zona montañosa de varias islas japonesas, y quienes practican deleitosas zambullidas en las hirvientes aguas termales que brotan en sus hábitats. Que los animales, cuya autenticidad y pragmatismo están siempre fuera de discusión, se entreguen sin recelo a las caricias del agua caliente, sugiere que hay redondez estructural en el comportamiento acuático de los Homo sapiens del mismo país. De hecho, la dicotomía planteada por la antropóloga neoyorquina puede usarse —algo así como una herramienta levistraussiana surgida en la prehistoria de Lévi-Strauss— para entender el talante mortificado de los campesinos católicos de las breñas andinas, para quienes la única virtud consiste en bañarse con el agua gélida del comienzo del día. Quién, si no la entrañable Ruth Benedict, deja entender el talante grisáceo de ese credo de tanto sufrimiento y tan poco balneario.


Casa de té en Koishikawa (ca. 1830). Katsushika Hokusai (1760-1849)


lunes, 20 de julio de 2015

Genealogía del Capitán Rivers



Autorretrato como enfermero (1915).
Max Beckmann (1884-1950)



Cada vez es más borrosa la figura de William Halse Rivers Rivers —W. H. R. Rivers— en la historia de la antropología, sin importar que sus méritos sean tan gruesos como los de Lewis Henry Morgan, Edward Burnett Tylor y James George Frazer. En las toldas de la ciencia del hombre, el recuerdo del médico psiquiatra y etnólogo inglés parece haber quedado reducido a la frase burlesca con que Bronislaw Malinowski, su propio discípulo, lo comparó con un ingenuo novelista del colonialismo inglés: “Rivers es el Rider Haggard de la antropología; yo seré el Conrad”.
        En cierto sentido, el aura que rodea a Morgan en los anales antropológicos se debe a Rivers, quien a fines del siglo XIX desempolvó los Sistemas de consanguinidad y afinidad de la familia humana (1870) para probar que los términos del parentesco debían reflejar prácticas sociales, y que no eran meras sobrevivencias de hábitos lingüísticos caprichosos ni misteriosas expresiones de emociones atávicas. De hecho, el aporte de Rivers al más tradicional de los campos de estudio de la antropología fue notable: el método genealógico. Poco importa que el etnólogo se hubiera inspirado en los protocolos de investigación de los criadores de perros y caballos; lo cierto fue que proveyó a la disciplina de un método que la hizo menos vulnerable a los prejuicios culturales del investigador. Para construir sus genealogías, Rivers preguntaba por personas reales antes que por términos, y entre estos trataba de usar únicamente los que se le hacían obligatorios —padre, hijo, esposa— para adentrar a sus informantes en las avenidas de la filiación y la alianza. Solo cuando sus árboles de nombres propios quedaban verificados por los testimonios de varios nativos, preguntaba cómo se le decía genéricamente a cada pariente. Con todo, la importancia de Rivers en la antropología quizá resida en que preparó la transición entre el historicismo de los evolucionistas y la preocupación funcionalista por la organización social. Así lo prueba no solo su tesis de que la terminología del parentesco consagraba hábitos sociales en uso, sino su insistencia en que era necesario llevar a cabo investigaciones en campo; un tipo de aventura en que él, por viajar al oceánico Estrecho de Torres en 1898 y al sur de la India entre 1902 y 1903, fue pionero entre sus colegas británicos. Esa experiencia le permitió colegir que los antropólogos debían permanecer entre las comunidades estudiadas al menos durante un año —intuía que esa era la duración mínima de los ciclos rituales—, y si él mismo no lo hizo al menos estableció un programa metodológico que Malinowski siguió a pie juntillas. No tiembla la pluma historiográfica de Ángel Palerm cuando escribe que Rivers fue el gran precursor de la antropología social.
        Quizá el primer factor para el descrédito de Rivers consistió en que, por haber vivido la mayor parte de su vida en el siglo XIX, se le pidieran los tratados omnicomprensivos —como los de Frazer y Tylor— que nunca escribió, pues orientó su monografía sobre los toda de la India hacia aspectos de la organización social —lo que, obviamente, hizo también en su trabajo póstumo Organización social (1924)—, y si escribió sobre los melanesios fue para concentrarse en reconstrucciones históricas. Aunque Malinowski tampoco cultivó el estilo enciclopédico de los maestros decimonónicos y aunque —según se lee en su entrada de diario del 20 de septiembre de 1914— la lectura de las páginas de Rivers llegó a parecerle ingrediente de un buen día, lo cierto es que la obra del médico y etnólogo brilla por su ausencia en Los argonautas del Pacífico Occidental (1922), sin duda la más influyente monografía sobre Melanesia escrita en toda la historia de la antropología. Muy posiblemente, lo que no gustó al polaco fue la preocupación histórica de Rivers. Ello parecen confirmarlo las consideraciones de Robert H. Lowie en su ácida Historia de la etnología (1937), obra de la que —como la mayoría de sus colegas— Rivers sale particularmente maltrecho. En efecto, Lowie lo acusa tanto de proponer verdades de Perogrullo en sus tratados —“A menudo Rivers descubre el Mediterráneo”— como de conducir llamativos descubrimientos etnográficos hacia conclusiones históricas descabelladas. El etnólogo inglés, por ejemplo, descubrió que entre algunos pueblos oceánicos de principios del siglo XX habían desaparecido varias artes útiles a la sociedad —la confección de canoas, la cerámica, el uso del arco, etcétera—, pero solo pudo explicarlo con una teoría fatalista sobre la furibunda propensión de ciertas sociedades hacia la degeneración tecnológica. Lowie comenta el asunto con su proverbial mordacidad: “Este argumento es característico del pensamiento ‘histórico’ de Rivers: del principio al fin descansa en puras fantasías ingeniosamente entrelazadas”.
        No hace mucho se acabó de sellar la lápida de W. H. R. Rivers, el etnólogo. El último responso corrió por cuenta de una novela y su posterior versión fílmica. Regeneración (1991), el primer libro de una trilogía de la inglesa Pat Barker, se interesa por la actividad de Rivers como psiquiatra militar durante la Primera Guerra Mundial, rol en el que trató al poeta Siegfried Sassoon, aquejado de una neurosis de guerra. La novela fue llevada al cine en 1997 bajo la dirección de Gillies MacKinnon, con Jonathan Pryce en el papel de Rivers. En la cinta se ve al personaje, con su grueso bigote y el pelo entrecano, envuelto en un gabán militar de color café claro, vestido por debajo con un traje atravesado en diagonal por una correa negra, la cabeza tocada con un quepis en el que se distingue el emblema de los altos mandos de los regimientos médicos. Se trata, en resumen, de una imagen grave y autoritaria que difícilmente podría borrarse para rescatar la figura desenfadada, con sombrero alón y en mangas de camisa, del etnólogo que acompañó a Alfred C. Haddon al Estrecho de Torres. Esa efigie del Capitán Rivers parece indeleble, en tanto que las otras versiones del mismo hombre se antojan tan grises como las fotos de antepasados remotos.
        Por trillado que parezca, una vez más habrá que decir que el destino de los hombres tiende irreversiblemente hacia los desenlaces irónicos. A Malinowski, uno de sus más queridos amigos —el escritor polaco Stanisław Ignacy Witkiewicz— lo tomó como modelo de uno de los protagonistas de su novela Las 622 caídas de Bunga o la mujer demoniaca (1911). Es decir que ni Malinowski alcanzó a ser Joseph Conrad ni Rivers llegó a reemplazar a Henry Rider Haggard —el autor de Las minas del Rey Salomón (1885)— en la historia de la narrativa etnográfica inglesa. Para su mala o buena suerte, les estaba deparado el papel de los personajes de la ficción.



Síntesis plástica de la idea: Guerra (1915).
Gino Severini (1883-1966)


martes, 30 de junio de 2015

Antropología andante



Don Quijote y Sancho (1868). Honoré Daumier (1808-1879)


"[...] naturalmente soy poltrón y perezoso"
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha

Llama la atención que las obras clásicas de la literatura, cuya común sustancia es la lúcida plasmación de la condición humana, no sean más frecuentadas por los antropólogos. Recuérdese, a modo de ilustración, que cuando James George Frazer aludió al teatro de Molière en el prefacio de Los argonautas del Pacífico Occidental (1922) de Bronislaw Malinowski, se refirió despectivamente a unos personajes que él encontraba planos y vacíos. Eso sí, el sabio de Glasgow aceptó —aunque con chocante laconismo— que William Shakespeare y Miguel de Cervantes sí habían forjado sólidas representaciones de lo humano. Está fuera de discusión que, en el invaluable acervo de esos dos genios, al menos un libro como Don Quijote de la Mancha (1605-1615) —al que Charles Agustin Sainte-Beuve llamó “biblia de la humanidad”— merece algo más que el par de líneas suscritas por Frazer.
        Un antropólogo que sí se ha interesado por la obra cumbre de la literatura española es Carmelo Lisón Tolosana, compatriota de Cervantes. Lo hizo en dos ensayos leídos y publicados a propósito del cuarto centenario de la aparición de la primera parte de Don Quijote de la Mancha; dos disecciones en que el científico español logró sopesar varias vísceras de la entraña antropológica de la novela. De la primera que se ocupa es de la actitud etnográfica de don Quijote, quien sale a los caminos de la Mancha ganado por la obsesión de conocer, de viva voz —y no solo por lo que le deja colegir su visión delirante—, el estado de todos los viandantes con los que se topa, a quienes interpela con ansiedad mal disimulada. Y como los personajes que aparecen por el camino, a pesar de su carácter variopinto, hacen parte de una misma comunidad marginal, rebuscadora y menesterosa, el conocimiento acopiado por el espigado caballero acaba convirtiéndose en un botín invaluable de saber social. Con no poca gracia, Lisón Tolosana se refiere a esa comunidad como una “España caminera en sus interminables y azarosos viajes de arrieros, carreteros, mozos de mulas, soldados, escuderos, galeotes, pordioseros y el submundo extraño de aventureros, miserables pedigüeños, hechiceros-rezadores e impenitentes trotamundos”. Pero el gesto etnográfico de la novela no se limita a esa “antropología de la pobreza”, pues el narrador también pone lo suyo en la descripción de otras situaciones y cosas culturales; por ejemplo, la fastuosidad de las bodas de Camacho, a juicio de Lisón Tolosana “una boda campestre del periodo, presentación que creo real y de valor documental”.
        Por supuesto, hay más que datos etnográficos en las páginas de Don Quijote de la Mancha: también están al orden del día las estrategias discursivas necesarias en la descripción de los asuntos de la cultura. El antropólogo exegeta es enfático cuando señala que Cervantes se regodea en la construcción de verdaderos tipos sociales y no de meros monigotes literarios; al escritor le interesa que sus personajes sean tan ambiguos como son los hombres de carne y hueso, lo cual, de paso, le permite poner muchos colores y formas en su fresco de la marginalidad española. Como bien lo sabe Lisón Tolosana, ningún personaje de la novela se hace particular por los hábitos de un mero oficio o por la simple posesión de un rasgo fatal, sino por participar de una metafísica compleja —cabría decir oximorónica— en que los locos pueden ser filósofos, los escuderos sabios, los venteros filólogos, los ermitaños mujeriegos, los bandoleros honrados y los nobles innobles, clara alusión, esta última, a los odiosos duques que basan su diversión malsana en la pureza de don Quijote y la bonachonería de Sancho. Ante semejante galería de particulares modalidades sociales, el antropólogo no puede evitar la evocación del “pattern cultural” de Ruth Benedict, cuyos tipos, de lo puro simples —ya se trate del zuñi psicorrígido, el kwakiutl desenfrenado o el dobuense paranoico—, se antojan ahora tan cercanos a la dramaturgia huera de Molière, de acuerdo con el gusto quisquilloso de Frazer.
        El momento más solemne del examen de Lisón Tolosana llega, sin duda, cuando este propone la novela de Cervantes como un mito. El antropólogo apuntala su tesis, al menos, sobre dos argumentos sólidos: el primero es que la historia contada puede resumirse en el motivo del héroe cultural que se somete a un rito iniciático para, una vez ungido del poder y la mística propios de ese tipo de traumas, enfrentar el caos del mundo y trocarlo en orden. El segundo argumento remite a lo que en el relato es intemporal y que, en buena parte, encarna en las cualidades antitéticas de los personajes: los pares de categorías opuestas que una y otra vez afloran en el discurso (locura y sensatez, pobreza y riqueza, entre las más importantes), con poco ánimo de síntesis y conciliación y sí, por el contrario, con mucha intención de mostrar que en el ámbito de lo humano son forzosas las encrucijadas y las contradicciones. Fácilmente podría creerse que es Claude Lévi-Strauss quien habla cuando Lisón Tolosana enuncia las paradojas de la existencia humana de que está preñado el texto de Don Quijote de la Mancha: “no podemos ir más allá del mito en su poética del Bien y del Mal […]. Y mientras haya aporías que nos asedien como por qué estamos aquí y cuál es el sentido de la vida y de la muerte, habrá arte, religión y mito”. Solo cabría advertir que en la prédica que, con el mismo sentimiento e idénticas palabras, el maestro francés emprende en el último capítulo de Mitológicas IV (1971), el apoyo literario no viene de las páginas del Manco de Lepanto sino del Hamlet de Shakespeare. Por supuesto, se trata de la otra cara de la misma moneda de la genialidad.
       Finalmente, vale la penar tener en cuenta que la reflexión antropológica de Carmelo Lisón Tolosana sobre el libro más importante de la historia hispánica no se queda en la ardua evocación de los métodos y teorías oficiales de la ciencia del hombre. También hay una conclusión edificante con dulces ribetes de moraleja: “El escurridizo Cervantes nos invita a practicar la antropológica cultura de la curiosidad, incompatible con el maniqueísmo y con el discurso del rechazo”. Solo pudo ser más elocuente don Quijote cuando dio libertad a los pérfidos galeotes que, como único pago, dieron en molerlo a golpes.


Discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras (1883).
Manuel García y García, "Hispaleto" (1836-1898)

lunes, 8 de junio de 2015

Divino tesoro



Concierto de jóvenes (1596). Caravaggio (1571-1610)



Los versos suelen tener más fama que las cabezas que los conciben, y de ahí que se acostumbre recitarlos en olvido del poeta, como si se tratara de refranes. Por ejemplo, muy pocos entre los melancólicos que gustan invocar aquellas líneas de “Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!” saben que provienen de los Cantos de vida y esperanza (1905) del gran Rubén Darío. Por supuesto, esa ignorancia tiene sus ventajas: porque, liberadas de la firma de su autor, las palabras recitadas parecen hechizos mágicos o contundentes profecías, que es lo que ocurre con los citados versos del poeta nicaragüense. Por lo menos eso es lo que sugieren los tratados antropológicos.
        Por la época en que Rubén Darío parió sus cantos, en Occidente no se tenía a la juventud, propiamente, por un tesoro. Al término del mismo cuarto de siglo en que logró inmortalizarse el poeta, Margaret Mead viajó a Samoa para estudiar lo que ocurría con los jóvenes en esa isla pacífica, viaje que dio materia para la escritura de lo que, a la postre, se convirtió en un clásico antropológico: Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928). En el último capítulo del informe, Mead usa su sabiduría etnográfica para arremeter contra la concepción represiva y mojigata que la sociedad estadounidense tenía, por entonces, de los jóvenes. Los padres, para no perder el control sobre sus hijos adolescentes, antes los azotaron y ahora —en 1928— los chantajean con mesadas, todo con la idea de moldear su moral, sus gustos y su comportamiento y de evitarles —paradójicamente— enfrentar las coyunturas vitales más formativas. Y ya que, según Mead, cada familia se esfuerza por ser la más disciplinada del vecindario, lo que viene a resultar es que se establecen pequeñas pero sofisticadas industrias de tortura. En esto, los padres se alían con maestros y pastores religiosos, aunados para impartir una educación férrea que no necesariamente se apega a las lecciones ofrecidas por la experiencia humana. Mead se pone en el lugar de los jóvenes y advierte, con palabras casi tenebrosas, que “La tensión de las reuniones religiosas, la presión del pastor y del padre no les dan descanso, y las dificultades básicas existentes para reconciliar la doctrina de la autoridad con las prácticas de la sociedad y los hallazgos de la ciencia, turban y confunden a los niños ya atormentados hasta un límite ya superior a lo tolerable”. Queda claro que solo el optimismo de un poeta podría ver, en semejante régimen, un botín entrañable.
        En favor de Rubén Darío podría decirse que su visión dorada de la juventud quizá no bebiese de lo que ocurría en Nicaragua o a la vuelta de la esquina, sino de las ideas y costumbres imperantes en las antípodas: esto es, en los reinos salvajes y exóticos a los que —dicho sea de paso— eran tan aficionados los escritores modernistas. Porque, en efecto, Mead habla de la juventud samoana como si se tratara de la más deliciosa experiencia. Basta considerar que en las libretas de campo de la antropóloga fue registrado el dato de que, al iniciar la adolescencia, las mujeres eran liberadas de la carga de echarle una mano a su madre en la crianza de los hermanos, y que poco después se les permitía escaparse al bosque para tener todo tipo de aventuras sexuales con los varones, no importaba si imberbes o veteranos. Mead tiene muy claro que aquellas licencias son invaluables: “la joven de diecisiete años no desea casarse… todavía. Es mejor vivir como una muchacha sin responsabilidades, y con una rica variedad de experiencias emocionales. Este es el mejor periodo de su vida”. Pocos años después —y solo algunos kilómetros al oeste—, Malinowski comprobó que en las islas Trobriand de Nueva Guinea ocurría algo no muy distinto: escribe el etnólogo polaco que los adolescentes “ignoran la mayoría de los trabajos fatigosos y de las restricciones que pesan sobre sus mayores y coartan sus movimientos. Hay muchos tabúes a los que no están obligados a someterse, y el peso de la magia no ha caído todavía sobre sus hombros”. Con toda legitimidad, esos isleños podrían lamentarse cuando la juventud se fuera para no volver.
        Occidente, sin embargo, acabó por convertirse al credo de la feliz juventud. Bastó, tan solo, que transcurriera medio siglo, según sugiere Marc Augé en Travesía por los jardines de Luxemburgo (1985), su peregrina “etnonovela”. Para el antropólogo francés, mayo del 68 marcó el inicio de una nueva época y de un nuevo sentido para la juventud, la cual fue elevada al rango de condición deseable; la condición deseable por antonomasia. Que ello es así lo prueban varios hechos, entre ellos el que los atributos que se esperan en la juventud —la salud y una mayor cercanía a la naturaleza, por ejemplo— hayan sido convertidos, por poderosa lógica metonímica, en valores absolutos, comúnmente materializados en las prescripciones higiénicas y alimentarias, sin que importen los frenesíes consumistas que suelen derivarse de tan edificantes filosofías. La mejor prueba del prestigio de la juventud en Occidente es, de acuerdo con Augé, la manera explícita como se la ha ensanchado a expensas de una corta niñez —las iniciaciones sexual y tecnológica se dan con progresiva precocidad— y de una senectud ahuyentada con los contundentes disparos de la gimnasia pasiva y los potajes contra las arrugas. Pero no solo es ancho el imperio de la juventud: también ha logrado hacerse sostenible, y lo de menos es que sus habitantes tengan que bordear, para ello, el abismo de la mala conciencia. Porque los jóvenes, que rechazan las ideas de sus padres, no están dispuestos a renunciar a su cartera; en palabras del antropólogo francés: “viven, lo más cerca posible de sus mayores, una relativa autonomía cultural en una dependencia económica absoluta”. ¿Cabría imaginar una manera más redonda de hacer de la juventud un “divino tesoro”?
        Conviene a los antropólogos que sean los poetas a quienes corresponda enunciar las profecías culturales; al fin y al cabo, en los albores del ejercicio disciplinar, James George Frazer advirtió que los científicos de lo humano no podían dedicarse a la adivinación. Todo parece indicar que los antropólogos contemporáneos han tomado nota del asunto y han sabido inspirar sus reflexiones en las visiones de los vates; quién podría asegurar, por ejemplo, que las escépticas ideas de la etnografía de la soledad y la extinción de la antropología no provienen de una visión del mismo Rubén Darío, consignada en otro de sus cantos desesperanzados: “¡Y por Ti, lo que buscamos / y no encontraremos nunca / jamás!”.



Baco (1597). Caravaggio (1571-1610)


martes, 19 de mayo de 2015

Antropólogo de novela



Apoteosis de la lengua castellana (detalle) (1960).
Luis Alberto Acuña (1904-1994)



La antropología colombiana puede jactarse de que uno de sus pioneros sea, al mismo tiempo, el primer as del póker literario del país: el vallecaucano Jorge Ricardo Isaacs Ferrer, padre de la inmortal María (1867) y quien, dicho sea de paso, murió hace 120 años  —el 17 de abril de 1895— en una casa ibaguereña a orillas del río Combeima; el novelista, minado por las secuelas palúdicas que le habían dejado sus exploraciones por el Caribe y acosado —como todos los que se dedican al oficio plumario— por la pobreza, había recalado con su familia en un inmueble de propiedad de un colega escritor, el antioqueño Emiro Kastos. Toda vez que María ya ha asegurado su lugar privilegiado en el corazón de todos los colombianos, el aniversario redondo del fallecimiento de Isaacs puede emplearse, con mayor utilidad, para desempolvar los gestos primordiales del antropólogo.
        Difícilmente podría negarse que la más grande contribución de Isaacs a la ciencia del hombre sea el Estudio sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (publicado entre 1884 y 1886), un denso tratado de geografía, historia y etnología caribeñas cuyos focos son la Sierra Nevada de Santa Marta y la península de la Guajira. Los datos culturales presentados por Isaacs dejan ver, con claridad meridiana, su particular interés por las creencias de los diversos pueblos nativos que habitaban aquellas tierras: la descripción de los objetos cerámicos y óseos conduce no pocas veces a la identificación de ídolos y cultos, cuyo reconocimiento también se apuntala en la colección de leyendas e inventarios lingüísticos. Ese proceder mereció la condena del conservador Miguel Antonio Caro, por esos mismos días encargado de redactar la Constitución Política de 1886, y quien, en vista de que Isaacs no mostraba empacho en otorgar a las religiones indígenas el mismo estatus que el país letrado otorgaba a la católica, motejó al novelista de “darwinista” y “materialista”, y escribió públicamente que “El que hace guerra a la Religión es enemigo de la Patria”. Llama la atención que Caro, filólogo de profesión, no hubiera acusado a Isaacs por lo único que, en verdad, podía acusarlo: por la anemia literaria del tratado, el cual, yerto y técnico, hace olvidar que su autor era el mismo que había concebido la mejor novela romántica del continente. No se pierda de vista que el padre de María quería imitar el trabajo que tres décadas atrás había emprendido Manuel Ancízar, quien, al oficiar como secretario de Agustín Codazzi en la Comisión Corográfica, había vertido sus experiencias viajeras en un libro tan erudito como ameno, Peregrinación de Alpha (1853). En los folios de Isaacs, el deleite narrativo acaso se reduzca a la noticia de que un viejo chamán de Danguirúa bajó desde lo más espeso de la sierra solo por conocer al viajero, a quien le habían descrito como “un español cariñoso y bueno con los indígenas”.
        No menos canónicas son las muestras de sensibilidad antropológica que ofrece Isaacs en María. El antropólogo Germán Patiño Ossa —quien hace solo 4 meses se reunió con el novelista en el más allá de los darwinistas— logró mostrarlo con lujo de detalles en Fogón de negros (2006), un vigoroso ensayo sobre el tratamiento de los temas culinarios en la célebre novela. Por más que Isaacs hubiera idealizado la realidad socioeconómica colombiana en bucólicas estampas con esclavos plácidos —rendidos de amor por sus dulces amos y cómodamente instalados en pacíficas haciendas a las que nunca llegan las humaredas de la guerra civil—, sus apuntes sobre la comida en las vegas del Amaime son verídicos y coherentes y, por ello, dignos de atención etnográfica. Así logró probarlo Patiño, cuya fina lectura de las melancólicas páginas de María arriba a la conclusión de que los dulces, la jalea, los quesillos, el pandebono, el sancocho de nayo, las postas de venado y los guatines que componen la mesa de la novela son lo que, forzosamente, pasaba por las manos de las cocineras negras en los valles cálidos y templados del suroccidente colombiano; porque —y lo anota con sencillo magisterio el autor de Fogón de negros— “La verdad es que María, la heroína de la novela, no cocina”.
        Menos atención se ha prestado, en la misma María, a un hecho tan literario como antropológico: la noticia de que el bambuco —uno de los aires musicales más típicos en Colombia— procedería de África, a juzgar por la palabra Bambuk que lo habría nominado originalmente y por la escasa semejanza del baile con los usos indígenas y españoles. Dicha sugestión, consignada en una nota al pie del capítulo XL, no solo fijó en la novela el marco etnológico de la diáspora —obligatorio para entender las vicisitudes históricas y las particularidades de las culturas negras en América—, sino que señaló un rumbo temático que habrían de seguir otros novelistas de la afrodescendencia. Piénsese, si no, en las novelas Risaralda (1935) de Bernardo Arias Trujillo y Chambú (1947) de Guillermo Edmundo Chaves: la primera, ambientada cerca de las selvas chocoanas, retoma la inquietud folclórica de Isaacs para desarrollarla con la tesis de que el bambuco, africano y amargo, habría devenido en el eufórico torbellino; la segunda, asomada a las costas negras de Nariño, niega el origen negro del bambuco y lo naturaliza como hijo de la sierra tropical. Con independencia de la solución dada a la cuestión musical, es claro que Isaacs, como Franz Boas, supo sembrar en sus émulos la muy antropológica obsesión de dilucidar el origen particular de los rasgos culturales.
        Al morir en Ibagué, Jorge Isaacs fue sepultado de pie en el cementerio local, según como lo pedían los cánones masónicos a los que se encontraba afiliado. No obstante, tal y como en vida le había escrito a un amigo, aquella no fue más que una “tumba prestada”: diez años después, en 1905, los restos del escritor fueron llevados al Cementerio San Pedro, en Medellín, en cumplimiento de su expresa voluntad. La fúnebre maniobra habrá despertado o acabará despertando suspicacias sobre la autenticidad de los despojos —de hecho, hay quien dice que los huesos fueron llevados finalmente a Cali, con motivo del centenario de María—, y ello hará necesaria una exhaustiva investigación antropológica, quizá similar a la que no hace mucho se desplegó en torno de los huesos de Cervantes. Inicialmente antropólogo, el pionero vallecaucano acabará convertido en objeto de estudio de sus colegas. Salvas en su memoria.



Escritores colombianos (detalle) (1965). Luis Alberto Acuña (1904-1994)




lunes, 27 de abril de 2015

On the Road



Gasolina (1940). Edward Hopper (1882-1967)



Tristes trópicos, posiblemente el libro más célebre de la antropología del siglo XX, se publicó hace casi sesenta años: en octubre de 1955, cuando la Librairie Plon de París lo incluyó en la colección de libros viajeros “Terre humaine”. Lo curioso es que el capítulo más recordado por la mayoría de los lectores de Claude Lévi-Strauss —millares entre legos e iniciados— es, a todas luces, el menos antropológico: aquel, séptimo, de “La puesta del sol”, en que el narrador alza la cabeza de los asuntos humanos y se abstrae en la tarea absurda de describir un evanescente atardecer, lo que constituye el más claro abuso —así como la más flagrante derrota— de la explicación estructuralista. Conviene aprovechar el inminente aniversario de la obra para escarbar en su entraña y promocionar una imagen más representativa de los gestos de la ciencia del hombre.
        La sustancia que hace memorable a Tristes trópicos no proviene, sin duda, del agudo análisis de la pintura corporal de los caduveo —el asunto vuelve y se trilla en Antropología estructural (1958)— ni de la revelación de la disposición simétrica de los poblados bororo —el mismo Lévi-Strauss llegó a confesar, en su madurez, que se había tratado de un hallazgo más o menos fortuito—, sino del temple con que se acomete la autocrítica del ejercicio etnográfico. En “La búsqueda del poder”, el cuarto capítulo —mucho menos nublado que el séptimo—, el autor pone el dedo en la llaga de la hipocresía política de Occidente, en razón de que ese proyecto hegemónico habría forjado la antropología para fingir la protección de la diversidad cultural, interesándose realmente por llevar, hasta las aldeas remotas, a los notarios más competentes para testificar la defunción de los pueblos nativos; escribe Lévi-Strauss: “Pues esos primitivos, a quienes basta con visitar para volver purificado, esas cumbres heladas, esas grutas y esas selvas profundas, templos de altas y aprovechables revelaciones, son, de diferente manera, los enemigos de una sociedad que representa para sí misma la comedia de ennoblecerlos en el momento en que termina de suprimirlos, pero que sólo experimentaba hacia ellos espanto y repugnancia cuando eran adversarios verdaderos”. Cuatrocientas páginas más adelante, la tesis apenas se ha movido: “Todo esfuerzo por comprender destruye el objeto al cual nos hemos aproximado”. Solo por cortés remordimiento, Lévi-Strauss envuelve esa idea en la profecía universal que mejor truena en las páginas postreras, según la cual, de todos modos, la totalidad de los hombres —tanto investigadores como investigados— acabará por desaparecer de la faz de la tierra.
        Decir que el antropólogo lleva a cuestas, por el mundo, la peste de Occidente, es nada más que una idea abstracta. Incomparablemente más sugestiva resulta cada una de las imágenes en que eso ha llegado a materializarse. Una de ellas yace sepultada entre los muchos párrafos de Tristes trópicos, habiendo merecido, hasta hoy, poca o ninguna atención por parte de los lectores. Se trata del viaje en Ford a lo largo de 1500 kilómetros, entre São Paulo y una aldea de indios karajá, realizado en julio de 1937 por Lévi-Strauss y otros dos profesores de la Universidade de São Paulo, Jean Maugüé y René Courtin, dueño del automóvil este último. Que los ilustres académicos fueron hasta la virginal aldea sobre todo en representación de su civilización, para alardear de sus logros, lo prueba la frase —del todo desprovista de calor etnográfico— con que el autor de Tristes trópicos anuncia la expedición: “Jean Maugüé y yo nos habíamos propuesto ir tan lejos como el auto lo permitiera”. El vehículo accedió a ir sin vacilaciones hasta los márgenes del río Araguaya, pero no ocurrió lo mismo en el viaje de regreso: los amortiguadores delanteros se rompieron y el motor cayó sobre el eje, y por espacio de cien kilómetros la máquina se arrastró por la senda selvática como un monstruo chirriante y contrahecho. Habría resultado especialmente pavoroso contemplar su paso en las horas sin luz, tal como lo sugiere una frase angustiosa de Lévi-Strauss: “Pero sobre todo recuerdo esas horas de la noche en que manejábamos con ansiedad”. La imagen no podría ser más impactante: la máquina del progreso occidental, con su peor cara, hiende la selva mientras lleva a un antropólogo en su vientre.
        Hay muy poca savia antropológica en un cuadro de nubes que pasan del azul al malva, en tanto que el motivo del nativo espantado ante la primera contemplación de un automóvil ya tiene abolengo en la literatura etnográfica. Por ejemplo, los discursos del jefe samoano Tuiavii de Tiavea recogidos en Los papalagi (1920) hablan del asombro del nativo oceánico ante las máquinas rodantes de los blancos: según él, en Europa “la gente no solo camina una contra otra, sino que se embisten también desde dentro de enormes cajas de vidrio”. De hecho, en el mismo Brasil por el que viajó Lévi-Strauss, el escritor modernista Mário de Andrade —especialmente cercano a los temas de los antropólogos— imaginó, en su paródica novela Macunaíma (1928), el horror con que un indio tapanhuma de visita en São Paulo ve, por primera vez, desfilar carros, y a los que solo puede comparar con los animales más feroces de la selva: “¡Qué mundo de bichos! ¡Qué despropósito de monstruos roncando!”. Se trata, en esencia, de la misma impresión de un indígena de carne y hueso: el embera José Joaquín Domicó, quien en Janyama. Un aprendiz de jaibaná (2002), describe cómo fue su primer encuentro con un automóvil en un camino veredal del noroeste de Colombia: “Cuando miré para atrás, vi que venía un animal grande con dos lámparas. Yo pensé que me venía persiguiendo a mí y me tiré por una falda abajo”. La aventura protagonizada por Lévi-Strauss no es menos tremebunda solo porque el antropólogo no se hubiera percatado de los muchos aborígenes que, muy seguramente, aterrados por los bramidos del auto de Courtin, saltaron de mala manera a uno y otro lado del camino.
        No es muy corriente, en los libros de los antropólogos, que estos dejen ver sin reservas su acomodo férreo y gozoso a los objetos de su civilización. Como no sean Lévi-Strauss y Nigel Barley —quien le dedicó un libro a su Jeep—, todos ellos parecen más inclinados, en sus relatos, a confundirse entre los nativos como si fueran idénticos a ellos. Por eso Tristes trópicos es un libro memorable: intensamente honesto, rumia las mejores convicciones y esperanzas de la ciencia del hombre hasta casi desnudarlas en sus prejuicios y obcecaciones de base. Con altura moral, Claude Lévi-Strauss no tiene empacho en mostrarse a sí mismo como un vicioso de la razón y sus fruiciones técnicas. Quién podría decir que no quedó en borrador un lúcido capítulo sobre las transformaciones estructurales del Ford de su colega.



Motel en el oeste (detalle) (1957). Edward Hopper (1882-1967)


domingo, 5 de abril de 2015

Los otros



La tentación de San Antonio (1945). Max Ernst (1891-1976)



En su lúcido ensayo sobre la conquista de América ―De la Edad de Oro a El Dorado: Génesis del discurso utópico americano (1992)―, el escritor hispano-uruguayo Fernando Aínsa discurre que las crónicas de Indias, al imaginar los reinos de oro en las comarcas más exóticas y remotas del mundo, situaron allí mismo a los seres humanos que debían habitarlas, de modo que, antes que hombres, daban la impresión de ser monstruos. Aínsa se refiere a esa idea extrema que se construyó sobre el otro como “alteridad radical”, noción que, en cierto sentido, es la que mejor justifica el trabajo de los antropólogos; porque es en neutralizar esa experiencia en lo que ha consistido, básicamente, su oficio.
        Al principio, de todos modos, costó a los científicos de lo humano entender que de lo que se trataba era de achicar la enorme distancia que, a juicio del hombre común de Occidente, separaba a los congéneres de otras latitudes. Franz Boas, a quien le divertía denunciar la miopía decimonónica, ofrece en La mente del hombre primitivo (1911) una glosa de las ideas de Carl Gustav Carus, quien en 1849 enunció una pintoresca teoría que pretendía explicar las diferencias étnicas con base en los diversos momentos luminosos del día, de modo que debía haber “una raza diurna, una raza nocturna, una raza del amanecer y otra del crepúsculo”, caracterizada cada una de ellas no solo por un color particular de la piel sino por un tamaño específico del cerebro. Por fortuna, las oleadas de descripciones etnográficas basadas en el trabajo de campo ―cada vez más comunes conforme apuntaba y avanzaba el siglo XX― dieron al traste con las clasificaciones prejuiciadas. De hecho, la mayoría de edad de la etnografía permitió ingeniosos recursos metodológicos a favor de la debida comprensión de la alteridad; ejemplo inmejorable de ello son los discursos del jefe samoano Tuiavii de Tiavea sobre la vida en Occidente, presuntamente recogidos y traducidos por el viajero alemán Erich Scheurmann, quien los publicó en 1920 con el título de Los papalagi. Con independencia de la originalidad de esos discursos, el amargo examen que ellos hacen de la vida en Europa sirvió para relativizar la superioridad diferenciadora que los blancos creían tener sobre el resto del mundo.
        Cuando ha pasado más de un siglo desde la definitiva maduración de la antropología, sorprende, precisamente, lo que en el siglo XIX se creía común: que haya pueblos que se nos antojen expresión de la alteridad radical. A todos nos parece razonable, por ejemplo, que Claude Lévi-Strauss haya ido hasta el rincón más agreste del Mato Grosso para dar con un nativo nambiquara que tenía para sí ―como una de sus grandes filosofías― que “hacer el amor es bueno”. Con todo, todavía hay experiencias antropológicas que hacen pensar otra vez, como si se mantuviera incólume, en la vetusta ilusión de la otredad extrema. Eso, al menos, es lo que se deduce del testimonio de Daniel Everett, un lingüista estadounidense que pasó muchos días, a lo largo de tres décadas, bajo los techos pajizos de los pirahã del noroccidente de Brasil, vecinos de los ríos Maici y Madeira.
        En las líneas más gruesas de la descripción etnográfica del mundo pirahã emprendida por Everett ya se hace evidente la particularidad de esa cultura: no atesoran mitos ni leyendas, pues no creen en la certidumbre de nada que no haya sido presenciado por alguien vivo, ya se trate del interpelado o de algún conocido suyo. El lingüista, fiel a las prácticas de su oficio, encaja esa visión de mundo en la categoría ―para él, la que mejor resume la singularidad pirahã ― de la “inmediatez de la experiencia”. Pero se trata de algo más que la ausencia de mitos: Everett también se muestra persuadido de que sus nativos hablan sin gramática, bastándoles amontonar las palabras justas de las que debe emerger, por sí solo, el sentido pedido por el contexto del habla. Con todo ―y lejos de esa solemne invectiva contra las tesis de Noam Chomsky―, es en la vida cotidiana donde se encuentran las mejores expresiones de la alteridad radical que encarnarían, para nosotros, los pirahã. Casi basta decir que esos aborígenes le temen al sueño y pretenden no cerrar los ojos durante la noche, y si lo hacen es solo cuando el cansancio se impone en sus cuerpos a pesar del bullicio con que todos tratan de distraerse, pero, aun así, nadie duerme por largos intervalos ni lo hacen todos los miembros de la comunidad simultáneamente; de hecho, la máxima con que los pirahã explican su reticencia a la relajación nocturna fue la que Everett eligió para hacer las veces de título de su libro, publicado en 2008: No duermas, hay serpientes. Y ya que, según los nativos, nunca duermen, lo que pasa en el sueño es tenido como realmente acontecido. Por otro lado, les es imposible contar, toda vez que los asuntos matemáticos son, siempre, abstracciones. Tampoco creen que los colores sean algo tan absoluto como para ser nombrado, y cuando deben referirse a los rasgos materiales de algo recurren a comparaciones prácticas. No saben qué sea la izquierda o la derecha, porque siempre se remiten a su posición respecto del río Maici para orientarse. El futuro no les inquieta ―si es que llegan a representárselo― y por ello nunca guardan provisiones: comen todo lo que tengan a la mano, incluso si no les apetece. La vida es lo que cada uno tiene frente a su nariz, y punto.
        A tanta particularidad cultural no va en zaga un rasgo de la historia pirahã, y es que nunca, a pesar de los muchos siglos corridos desde el inicio de la Conquista y de la pertinacia de los misioneros occidentales ―tan populares en la selva amazónica como los caboclos y los escarabajos― han sido evangelizados. Everett, quien había llegado al río Maici en un acto de fe protestante financiado por el Summer Institute of Linguistics (SIL), es el que mejor advierte la tenacidad de esa resistencia y quien, sin duda, cuenta con la clave antropológica para explicarla: si las cabezas pirahã son impermeables ante las historias no constatadas, poco o nada dice la palabra bíblica a sus oídos, por más que les llegue finamente traducida a la lengua local por un misionero tozudo. El mismo Everett fue quien replegó la estrategia evangelizadora cuando descubrió que a lo máximo que podía llegar era a que los nativos se divirtieran a costillas de los evangelios, como aquel día en que le advirtieron que sus mujeres temían a Jesús porque “Las persiguió por el poblado y quiso meterles un pene muy grande”. Ya que nadie había visto a Jesús ―ni siquiera Everett, quien se vio obligado a confesarlo a sus anfitriones―, cualquier cosa que se dijera sobre él resultaba indiferente.
        En el colofón de No duermas, hay serpientes, Daniel Everett concluye que el estudio de las lenguas debe ser arrancado de las manos de los lingüistas puros y de los psicólogos para ser puesto bajo la custodia de los antropólogos. Su argumento, declara, es que la cultura determina la lengua. Sin embargo, quizá se trate de una de esas “explicaciones secundarias” de las que hablaba Franz Boas, y que la razón de fondo para invocar a la ciencia del hombre sea, en este caso, la necesidad de prevenir un nuevo brote del delirio de la alteridad radical.



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