martes, 30 de junio de 2015

Antropología andante



Don Quijote y Sancho (1868). Honoré Daumier (1808-1879)


"[...] naturalmente soy poltrón y perezoso"
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha

Llama la atención que las obras clásicas de la literatura, cuya común sustancia es la lúcida plasmación de la condición humana, no sean más frecuentadas por los antropólogos. Recuérdese, a modo de ilustración, que cuando James George Frazer aludió al teatro de Molière en el prefacio de Los argonautas del Pacífico Occidental (1922) de Bronislaw Malinowski, se refirió despectivamente a unos personajes que él encontraba planos y vacíos. Eso sí, el sabio de Glasgow aceptó —aunque con chocante laconismo— que William Shakespeare y Miguel de Cervantes sí habían forjado sólidas representaciones de lo humano. Está fuera de discusión que, en el invaluable acervo de esos dos genios, al menos un libro como Don Quijote de la Mancha (1605-1615) —al que Charles Agustin Sainte-Beuve llamó “biblia de la humanidad”— merece algo más que el par de líneas suscritas por Frazer.
        Un antropólogo que sí se ha interesado por la obra cumbre de la literatura española es Carmelo Lisón Tolosana, compatriota de Cervantes. Lo hizo en dos ensayos leídos y publicados a propósito del cuarto centenario de la aparición de la primera parte de Don Quijote de la Mancha; dos disecciones en que el científico español logró sopesar varias vísceras de la entraña antropológica de la novela. De la primera que se ocupa es de la actitud etnográfica de don Quijote, quien sale a los caminos de la Mancha ganado por la obsesión de conocer, de viva voz —y no solo por lo que le deja colegir su visión delirante—, el estado de todos los viandantes con los que se topa, a quienes interpela con ansiedad mal disimulada. Y como los personajes que aparecen por el camino, a pesar de su carácter variopinto, hacen parte de una misma comunidad marginal, rebuscadora y menesterosa, el conocimiento acopiado por el espigado caballero acaba convirtiéndose en un botín invaluable de saber social. Con no poca gracia, Lisón Tolosana se refiere a esa comunidad como una “España caminera en sus interminables y azarosos viajes de arrieros, carreteros, mozos de mulas, soldados, escuderos, galeotes, pordioseros y el submundo extraño de aventureros, miserables pedigüeños, hechiceros-rezadores e impenitentes trotamundos”. Pero el gesto etnográfico de la novela no se limita a esa “antropología de la pobreza”, pues el narrador también pone lo suyo en la descripción de otras situaciones y cosas culturales; por ejemplo, la fastuosidad de las bodas de Camacho, a juicio de Lisón Tolosana “una boda campestre del periodo, presentación que creo real y de valor documental”.
        Por supuesto, hay más que datos etnográficos en las páginas de Don Quijote de la Mancha: también están al orden del día las estrategias discursivas necesarias en la descripción de los asuntos de la cultura. El antropólogo exegeta es enfático cuando señala que Cervantes se regodea en la construcción de verdaderos tipos sociales y no de meros monigotes literarios; al escritor le interesa que sus personajes sean tan ambiguos como son los hombres de carne y hueso, lo cual, de paso, le permite poner muchos colores y formas en su fresco de la marginalidad española. Como bien lo sabe Lisón Tolosana, ningún personaje de la novela se hace particular por los hábitos de un mero oficio o por la simple posesión de un rasgo fatal, sino por participar de una metafísica compleja —cabría decir oximorónica— en que los locos pueden ser filósofos, los escuderos sabios, los venteros filólogos, los ermitaños mujeriegos, los bandoleros honrados y los nobles innobles, clara alusión, esta última, a los odiosos duques que basan su diversión malsana en la pureza de don Quijote y la bonachonería de Sancho. Ante semejante galería de particulares modalidades sociales, el antropólogo no puede evitar la evocación del “pattern cultural” de Ruth Benedict, cuyos tipos, de lo puro simples —ya se trate del zuñi psicorrígido, el kwakiutl desenfrenado o el dobuense paranoico—, se antojan ahora tan cercanos a la dramaturgia huera de Molière, de acuerdo con el gusto quisquilloso de Frazer.
        El momento más solemne del examen de Lisón Tolosana llega, sin duda, cuando este propone la novela de Cervantes como un mito. El antropólogo apuntala su tesis, al menos, sobre dos argumentos sólidos: el primero es que la historia contada puede resumirse en el motivo del héroe cultural que se somete a un rito iniciático para, una vez ungido del poder y la mística propios de ese tipo de traumas, enfrentar el caos del mundo y trocarlo en orden. El segundo argumento remite a lo que en el relato es intemporal y que, en buena parte, encarna en las cualidades antitéticas de los personajes: los pares de categorías opuestas que una y otra vez afloran en el discurso (locura y sensatez, pobreza y riqueza, entre las más importantes), con poco ánimo de síntesis y conciliación y sí, por el contrario, con mucha intención de mostrar que en el ámbito de lo humano son forzosas las encrucijadas y las contradicciones. Fácilmente podría creerse que es Claude Lévi-Strauss quien habla cuando Lisón Tolosana enuncia las paradojas de la existencia humana de que está preñado el texto de Don Quijote de la Mancha: “no podemos ir más allá del mito en su poética del Bien y del Mal […]. Y mientras haya aporías que nos asedien como por qué estamos aquí y cuál es el sentido de la vida y de la muerte, habrá arte, religión y mito”. Solo cabría advertir que en la prédica que, con el mismo sentimiento e idénticas palabras, el maestro francés emprende en el último capítulo de Mitológicas IV (1971), el apoyo literario no viene de las páginas del Manco de Lepanto sino del Hamlet de Shakespeare. Por supuesto, se trata de la otra cara de la misma moneda de la genialidad.
       Finalmente, vale la penar tener en cuenta que la reflexión antropológica de Carmelo Lisón Tolosana sobre el libro más importante de la historia hispánica no se queda en la ardua evocación de los métodos y teorías oficiales de la ciencia del hombre. También hay una conclusión edificante con dulces ribetes de moraleja: “El escurridizo Cervantes nos invita a practicar la antropológica cultura de la curiosidad, incompatible con el maniqueísmo y con el discurso del rechazo”. Solo pudo ser más elocuente don Quijote cuando dio libertad a los pérfidos galeotes que, como único pago, dieron en molerlo a golpes.


Discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras (1883).
Manuel García y García, "Hispaleto" (1836-1898)

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