domingo, 11 de octubre de 2015

Papeles personales



El estudioso (s.f.). Raja Ravi Varma (1848-1906)


“Narcisista rezongón, preocupado por sí mismo e hipocondríaco”: así se refirió Clifford Geertz a Bronislaw Malinowski en una reseña de 1967, cuando los diarios personales del antropólogo polaco fueron divulgados en letras de molde. Obviamente, en los días de gloria del estructuralismo —clímax del positivismo antropológico—, nada podría resultar tan natural como esa defensa enconada de la honra metodológica de la ciencia del hombre. Pocos años después, Michel Panoff dejó en claro que era eso, justamente, lo que debía ponerse a salvo del mefítico influjo del vagabundo de las islas Trobriand, de quien escribió: “resulta difícil presentarlo como un modelo irreprochable a los ojos de quienes se preparan para llevar a cabo su primera misión etnográfica”. Apenas cabe imaginar una idea más obtusa a propósito de lo que puede o debe ser un diario personal.
        Un diario escrito tres lustros después del de Malinowski —aunque publicado tres décadas antes— habría permitido entender a Geertz y a Panoff qué es lo que puede encontrarse en los papeles personales de un estudioso de la cultura: el Diario íntimo de la India (1935) de Mircea Eliade. Esas páginas no solo muestran las vísceras palpitantes de un diario auténtico, sino que proponen algo así como una teoría de los papeles de trabajo del etnólogo. En efecto, Eliade sugiere que esos documentos suelen desdoblarse en dos gestos discursivos definidos y reconocibles: los apuntes científicos —el sabio rumano llamaba “monstruos” a los cuadernillos que compilaban esos datos— y el diario íntimo, el que, por concentrarse en registrar los roces del escritor con los seres y cosas de su inmediata cotidianidad, podría considerarse en cierto sentido como una “novela indirecta”. Eliade se muestra persuadido de que cada uno de esos discursos solo puede tener vida plena al margen del otro, y su vehemencia en la defensa de esa tesis lo lleva a una afirmación audaz: que en las mejores páginas de ciencia social “no hay un ser vivo dentro”, es decir, que la vida real solo puede estar en la novela. De acuerdo con esa lógica, Malinowski habría sido tratado por sus críticos con terrible injusticia, toda vez que se le pidió sustancia etnológica a la “novela indirecta” de sus diarios, sin tenerse en cuenta que ese saber ya había sido vertido, convenientemente, en volúmenes tan monstruosos como los de su colega rumano.
        A Mircea Eliade y Bronislaw Malinowski los une algo más que su común desvelo bajo la luz mortecina de sus improvisados gabinetes. Ambos, cuando se combaban sobre las páginas de sus diarios, echaban mano del mismo recurso para conseguir olvidarse de las tareas científicas y, sobre todo, de neutralizar el pensamiento etnológico: entregarse a su delirio literario. Eso sí, mientras el polaco usaba su diario oceánico para hacer inventario de sus frenéticas lecturas —leyó las 800 páginas de El Conde de Montecristo en cinco días— el rumano daba cuenta, en sus apuntes, de la fiebre que lo llevaba a escribir novelas: mientras hacía el diario empezó y terminó Isabel y las aguas del diablo (1930) —su primer libro de ficción en ver la luz—, tomó algunas notas para una historia que debía llamarse Pedro y Pablo y para otra que llegó a ser publicada como La luz que se apaga (1934), escribió buena parte de lo que habría de conformar Regreso del Paraíso (1934) —en tres días garrapateó “119 densas páginas”— y vivía, con pasión, un idilio con la hija de su maestro de sánscrito, aventura sentimental que habría de quedar biografiada en Maytreyi (1933), acaso la más conocida entre las muchas novelas de Eliade. Así como Malinowski aplazaba el trabajo etnográfico para leer una nueva página de Dumas, Conrad o Kipling, el humanista rumano se distraía de sus erudiciones orientalistas con la pluma en la mano, convencido —como él mismo lo confiesa en sus páginas íntimas— de que la única manera de zafarse de las garras de la tentación literaria era entregándose a ella: “¿Por qué sigo escribiendo una novela que no sé si algún día la pasaré a limpio y, menos aún, si la publicaré? No puedo hacer otra cosa; y por rabia escribo diariamente veinte o treinta páginas; para escapar más rápidamente de esta obsesión, para escapar y volver a mi trabajo. Me da vergüenza mirar mis libros”.
        Por supuesto, la principal entre las novelas que importunaron los días de estudioso de Mircea Eliade en Calcuta es el mismo diario, su “novela indirecta”. En ella, el narrador es un héroe en lucha contra sí mismo, ya sea porque el estudioso deba sobreponerse al deseo permanente de vagabundear o porque el vagabundo deba lidiar contra la culpa que emana de los libros cerrados; en las propias palabras de Eliade, se trata del combate entre el “amor por la ‘ciencia’” y los “instintos ‘poéticos’, es decir, gratuitos, malsanos”. Esa tensión se desenvuelve en un zurcido de episodios en que tienen lugar la aventura —escoltar hasta su casa a un borracho metido en líos con los nativos—, las revelaciones trascendentales —el contacto con la mágica personalidad de Tagore—, los escarceos eróticos —o lo que sucede cuando se comparte posada con un puñado de adolescentes voluptuosas— e, incluso, los apuntes etnológicos que no alcanzaron a ser tragados por las fauces de los “monstruos”, y con los que, a propósito de los ritos hindúes, llega a ilustrarse la clásica noción durkheimiana de que la religión alimenta la fisiología social y tiene poco que ver con las insondables creencias de los individuos.
        En la que quizá sea la mejor entrada del diario, un mazo de hojas y fichas bibliográficas cae de las manos de Eliade, a la sazón parrillero en la moto de su amigo Lorrie, con la obvia consecuencia de que los papeles vuelan por toda una barriada ante el desconcierto impotente del erudito, quien, de todos modos, encuentra algún regocijo en el percance: “Y una cosa me emocionó: dos folios llegaron hasta la cuna de un niño, en un patio. Dudé si valía la pena entrar y recogerlos”. La imagen no podría ilustrar mejor los reveses y las conmociones de un hombre en busca de sí mismo. Sumido en la angustia de saber si su alma es la de un orientalista o la de un aventurero, Eliade discurre una profunda teoría de la personalidad social: concluye que solo se puede ser alguien definido cuando se tiene que vivir en medios similares y en circunstancias similares, en afirmación o negación de unas mismas opiniones, y que la zozobra viene cuando se vive entre gentes ante quienes no se está obligado a ser uno mismo.
        Es forzoso concluir que, sin importar cuáles sean las páginas en las que los hombres cifran sus vivencias, sus pensamientos o sus angustias —el diario, la novela o el tratado etnológico—, en ellas acaban aflorando las lecciones sobre la condición humana. Amén de las ya enunciadas, una de esas lecciones es que aún en los cuadernos privados de los hipocondríacos y los vagabundos se esconden las epifanías antropológicas.



Gitanos (1893). Raja Ravi Varma (1848-1906)

2 comentarios:

  1. ¡Qué pesar que sea esta la última entrada! Tremendo e inaudito ejercicio que llega a su final y queda a la espera de la imprenta. Como libro se verá muchísimo mejor.
    Una vez fui a una ceremonia en la cual le dieron el Honoris Causa a Carlo Ginzburg. En su conferencia "¿Qué he aprendido de los antropólogos?", el italiano contó que cuando estaba escribiendo su tesis de pregrado le recomendaron hablar con Mircea Eliade. Viajó a Londres y se entrevistó con el rumano, quien se mostró parco y mala-clase. Ginzburg no sabía si era por el tema que estudiaba —brujería y hechicería— o por misantropía. Más tarde comprendió que Eliade simpatizaba con el nazismo y claro, el italiano, descendiente de rusos, en ese entonces era un joven judío.
    Felicitaciones por este mega-esfuerzo del cual hemos aprendido mucho.
    Un saludo.

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    Respuestas
    1. Gracias a vos, Ñoño. Tus comentarios han sido mucho más interesantes que el mismo blog. Este chisme de las malas pulgas de Eliade está genial. Abrazo, JCO.

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