lunes, 8 de junio de 2015

Divino tesoro



Concierto de jóvenes (1596). Caravaggio (1571-1610)



Los versos suelen tener más fama que las cabezas que los conciben, y de ahí que se acostumbre recitarlos en olvido del poeta, como si se tratara de refranes. Por ejemplo, muy pocos entre los melancólicos que gustan invocar aquellas líneas de “Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!” saben que provienen de los Cantos de vida y esperanza (1905) del gran Rubén Darío. Por supuesto, esa ignorancia tiene sus ventajas: porque, liberadas de la firma de su autor, las palabras recitadas parecen hechizos mágicos o contundentes profecías, que es lo que ocurre con los citados versos del poeta nicaragüense. Por lo menos eso es lo que sugieren los tratados antropológicos.
        Por la época en que Rubén Darío parió sus cantos, en Occidente no se tenía a la juventud, propiamente, por un tesoro. Al término del mismo cuarto de siglo en que logró inmortalizarse el poeta, Margaret Mead viajó a Samoa para estudiar lo que ocurría con los jóvenes en esa isla pacífica, viaje que dio materia para la escritura de lo que, a la postre, se convirtió en un clásico antropológico: Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928). En el último capítulo del informe, Mead usa su sabiduría etnográfica para arremeter contra la concepción represiva y mojigata que la sociedad estadounidense tenía, por entonces, de los jóvenes. Los padres, para no perder el control sobre sus hijos adolescentes, antes los azotaron y ahora —en 1928— los chantajean con mesadas, todo con la idea de moldear su moral, sus gustos y su comportamiento y de evitarles —paradójicamente— enfrentar las coyunturas vitales más formativas. Y ya que, según Mead, cada familia se esfuerza por ser la más disciplinada del vecindario, lo que viene a resultar es que se establecen pequeñas pero sofisticadas industrias de tortura. En esto, los padres se alían con maestros y pastores religiosos, aunados para impartir una educación férrea que no necesariamente se apega a las lecciones ofrecidas por la experiencia humana. Mead se pone en el lugar de los jóvenes y advierte, con palabras casi tenebrosas, que “La tensión de las reuniones religiosas, la presión del pastor y del padre no les dan descanso, y las dificultades básicas existentes para reconciliar la doctrina de la autoridad con las prácticas de la sociedad y los hallazgos de la ciencia, turban y confunden a los niños ya atormentados hasta un límite ya superior a lo tolerable”. Queda claro que solo el optimismo de un poeta podría ver, en semejante régimen, un botín entrañable.
        En favor de Rubén Darío podría decirse que su visión dorada de la juventud quizá no bebiese de lo que ocurría en Nicaragua o a la vuelta de la esquina, sino de las ideas y costumbres imperantes en las antípodas: esto es, en los reinos salvajes y exóticos a los que —dicho sea de paso— eran tan aficionados los escritores modernistas. Porque, en efecto, Mead habla de la juventud samoana como si se tratara de la más deliciosa experiencia. Basta considerar que en las libretas de campo de la antropóloga fue registrado el dato de que, al iniciar la adolescencia, las mujeres eran liberadas de la carga de echarle una mano a su madre en la crianza de los hermanos, y que poco después se les permitía escaparse al bosque para tener todo tipo de aventuras sexuales con los varones, no importaba si imberbes o veteranos. Mead tiene muy claro que aquellas licencias son invaluables: “la joven de diecisiete años no desea casarse… todavía. Es mejor vivir como una muchacha sin responsabilidades, y con una rica variedad de experiencias emocionales. Este es el mejor periodo de su vida”. Pocos años después —y solo algunos kilómetros al oeste—, Malinowski comprobó que en las islas Trobriand de Nueva Guinea ocurría algo no muy distinto: escribe el etnólogo polaco que los adolescentes “ignoran la mayoría de los trabajos fatigosos y de las restricciones que pesan sobre sus mayores y coartan sus movimientos. Hay muchos tabúes a los que no están obligados a someterse, y el peso de la magia no ha caído todavía sobre sus hombros”. Con toda legitimidad, esos isleños podrían lamentarse cuando la juventud se fuera para no volver.
        Occidente, sin embargo, acabó por convertirse al credo de la feliz juventud. Bastó, tan solo, que transcurriera medio siglo, según sugiere Marc Augé en Travesía por los jardines de Luxemburgo (1985), su peregrina “etnonovela”. Para el antropólogo francés, mayo del 68 marcó el inicio de una nueva época y de un nuevo sentido para la juventud, la cual fue elevada al rango de condición deseable; la condición deseable por antonomasia. Que ello es así lo prueban varios hechos, entre ellos el que los atributos que se esperan en la juventud —la salud y una mayor cercanía a la naturaleza, por ejemplo— hayan sido convertidos, por poderosa lógica metonímica, en valores absolutos, comúnmente materializados en las prescripciones higiénicas y alimentarias, sin que importen los frenesíes consumistas que suelen derivarse de tan edificantes filosofías. La mejor prueba del prestigio de la juventud en Occidente es, de acuerdo con Augé, la manera explícita como se la ha ensanchado a expensas de una corta niñez —las iniciaciones sexual y tecnológica se dan con progresiva precocidad— y de una senectud ahuyentada con los contundentes disparos de la gimnasia pasiva y los potajes contra las arrugas. Pero no solo es ancho el imperio de la juventud: también ha logrado hacerse sostenible, y lo de menos es que sus habitantes tengan que bordear, para ello, el abismo de la mala conciencia. Porque los jóvenes, que rechazan las ideas de sus padres, no están dispuestos a renunciar a su cartera; en palabras del antropólogo francés: “viven, lo más cerca posible de sus mayores, una relativa autonomía cultural en una dependencia económica absoluta”. ¿Cabría imaginar una manera más redonda de hacer de la juventud un “divino tesoro”?
        Conviene a los antropólogos que sean los poetas a quienes corresponda enunciar las profecías culturales; al fin y al cabo, en los albores del ejercicio disciplinar, James George Frazer advirtió que los científicos de lo humano no podían dedicarse a la adivinación. Todo parece indicar que los antropólogos contemporáneos han tomado nota del asunto y han sabido inspirar sus reflexiones en las visiones de los vates; quién podría asegurar, por ejemplo, que las escépticas ideas de la etnografía de la soledad y la extinción de la antropología no provienen de una visión del mismo Rubén Darío, consignada en otro de sus cantos desesperanzados: “¡Y por Ti, lo que buscamos / y no encontraremos nunca / jamás!”.



Baco (1597). Caravaggio (1571-1610)


1 comentario:

  1. La juventud como dogma. Una de las mayores perversiones de occidente. En la película de Jonathan Kaplan "Over the edge", los jóvenes se rebelan contra el autoritarismo de padres y profesores y terminan incendiando una escuela. En el contexto actual también serviría como manual de instrucciones, un canto a la ingenuidad, el desacato al mandato consumista, y la efervescencia lúdica como apuesta anticapitalista. El adolescente como salvaje.

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