martes, 19 de mayo de 2015

Antropólogo de novela



Apoteosis de la lengua castellana (detalle) (1960).
Luis Alberto Acuña (1904-1994)



La antropología colombiana puede jactarse de que uno de sus pioneros sea, al mismo tiempo, el primer as del póker literario del país: el vallecaucano Jorge Ricardo Isaacs Ferrer, padre de la inmortal María (1867) y quien, dicho sea de paso, murió hace 120 años  —el 17 de abril de 1895— en una casa ibaguereña a orillas del río Combeima; el novelista, minado por las secuelas palúdicas que le habían dejado sus exploraciones por el Caribe y acosado —como todos los que se dedican al oficio plumario— por la pobreza, había recalado con su familia en un inmueble de propiedad de un colega escritor, el antioqueño Emiro Kastos. Toda vez que María ya ha asegurado su lugar privilegiado en el corazón de todos los colombianos, el aniversario redondo del fallecimiento de Isaacs puede emplearse, con mayor utilidad, para desempolvar los gestos primordiales del antropólogo.
        Difícilmente podría negarse que la más grande contribución de Isaacs a la ciencia del hombre sea el Estudio sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (publicado entre 1884 y 1886), un denso tratado de geografía, historia y etnología caribeñas cuyos focos son la Sierra Nevada de Santa Marta y la península de la Guajira. Los datos culturales presentados por Isaacs dejan ver, con claridad meridiana, su particular interés por las creencias de los diversos pueblos nativos que habitaban aquellas tierras: la descripción de los objetos cerámicos y óseos conduce no pocas veces a la identificación de ídolos y cultos, cuyo reconocimiento también se apuntala en la colección de leyendas e inventarios lingüísticos. Ese proceder mereció la condena del conservador Miguel Antonio Caro, por esos mismos días encargado de redactar la Constitución Política de 1886, y quien, en vista de que Isaacs no mostraba empacho en otorgar a las religiones indígenas el mismo estatus que el país letrado otorgaba a la católica, motejó al novelista de “darwinista” y “materialista”, y escribió públicamente que “El que hace guerra a la Religión es enemigo de la Patria”. Llama la atención que Caro, filólogo de profesión, no hubiera acusado a Isaacs por lo único que, en verdad, podía acusarlo: por la anemia literaria del tratado, el cual, yerto y técnico, hace olvidar que su autor era el mismo que había concebido la mejor novela romántica del continente. No se pierda de vista que el padre de María quería imitar el trabajo que tres décadas atrás había emprendido Manuel Ancízar, quien, al oficiar como secretario de Agustín Codazzi en la Comisión Corográfica, había vertido sus experiencias viajeras en un libro tan erudito como ameno, Peregrinación de Alpha (1853). En los folios de Isaacs, el deleite narrativo acaso se reduzca a la noticia de que un viejo chamán de Danguirúa bajó desde lo más espeso de la sierra solo por conocer al viajero, a quien le habían descrito como “un español cariñoso y bueno con los indígenas”.
        No menos canónicas son las muestras de sensibilidad antropológica que ofrece Isaacs en María. El antropólogo Germán Patiño Ossa —quien hace solo 4 meses se reunió con el novelista en el más allá de los darwinistas— logró mostrarlo con lujo de detalles en Fogón de negros (2006), un vigoroso ensayo sobre el tratamiento de los temas culinarios en la célebre novela. Por más que Isaacs hubiera idealizado la realidad socioeconómica colombiana en bucólicas estampas con esclavos plácidos —rendidos de amor por sus dulces amos y cómodamente instalados en pacíficas haciendas a las que nunca llegan las humaredas de la guerra civil—, sus apuntes sobre la comida en las vegas del Amaime son verídicos y coherentes y, por ello, dignos de atención etnográfica. Así logró probarlo Patiño, cuya fina lectura de las melancólicas páginas de María arriba a la conclusión de que los dulces, la jalea, los quesillos, el pandebono, el sancocho de nayo, las postas de venado y los guatines que componen la mesa de la novela son lo que, forzosamente, pasaba por las manos de las cocineras negras en los valles cálidos y templados del suroccidente colombiano; porque —y lo anota con sencillo magisterio el autor de Fogón de negros— “La verdad es que María, la heroína de la novela, no cocina”.
        Menos atención se ha prestado, en la misma María, a un hecho tan literario como antropológico: la noticia de que el bambuco —uno de los aires musicales más típicos en Colombia— procedería de África, a juzgar por la palabra Bambuk que lo habría nominado originalmente y por la escasa semejanza del baile con los usos indígenas y españoles. Dicha sugestión, consignada en una nota al pie del capítulo XL, no solo fijó en la novela el marco etnológico de la diáspora —obligatorio para entender las vicisitudes históricas y las particularidades de las culturas negras en América—, sino que señaló un rumbo temático que habrían de seguir otros novelistas de la afrodescendencia. Piénsese, si no, en las novelas Risaralda (1935) de Bernardo Arias Trujillo y Chambú (1947) de Guillermo Edmundo Chaves: la primera, ambientada cerca de las selvas chocoanas, retoma la inquietud folclórica de Isaacs para desarrollarla con la tesis de que el bambuco, africano y amargo, habría devenido en el eufórico torbellino; la segunda, asomada a las costas negras de Nariño, niega el origen negro del bambuco y lo naturaliza como hijo de la sierra tropical. Con independencia de la solución dada a la cuestión musical, es claro que Isaacs, como Franz Boas, supo sembrar en sus émulos la muy antropológica obsesión de dilucidar el origen particular de los rasgos culturales.
        Al morir en Ibagué, Jorge Isaacs fue sepultado de pie en el cementerio local, según como lo pedían los cánones masónicos a los que se encontraba afiliado. No obstante, tal y como en vida le había escrito a un amigo, aquella no fue más que una “tumba prestada”: diez años después, en 1905, los restos del escritor fueron llevados al Cementerio San Pedro, en Medellín, en cumplimiento de su expresa voluntad. La fúnebre maniobra habrá despertado o acabará despertando suspicacias sobre la autenticidad de los despojos —de hecho, hay quien dice que los huesos fueron llevados finalmente a Cali, con motivo del centenario de María—, y ello hará necesaria una exhaustiva investigación antropológica, quizá similar a la que no hace mucho se desplegó en torno de los huesos de Cervantes. Inicialmente antropólogo, el pionero vallecaucano acabará convertido en objeto de estudio de sus colegas. Salvas en su memoria.



Escritores colombianos (detalle) (1965). Luis Alberto Acuña (1904-1994)




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