lunes, 27 de abril de 2015

On the Road



Gasolina (1940). Edward Hopper (1882-1967)



Tristes trópicos, posiblemente el libro más célebre de la antropología del siglo XX, se publicó hace casi sesenta años: en octubre de 1955, cuando la Librairie Plon de París lo incluyó en la colección de libros viajeros “Terre humaine”. Lo curioso es que el capítulo más recordado por la mayoría de los lectores de Claude Lévi-Strauss —millares entre legos e iniciados— es, a todas luces, el menos antropológico: aquel, séptimo, de “La puesta del sol”, en que el narrador alza la cabeza de los asuntos humanos y se abstrae en la tarea absurda de describir un evanescente atardecer, lo que constituye el más claro abuso —así como la más flagrante derrota— de la explicación estructuralista. Conviene aprovechar el inminente aniversario de la obra para escarbar en su entraña y promocionar una imagen más representativa de los gestos de la ciencia del hombre.
        La sustancia que hace memorable a Tristes trópicos no proviene, sin duda, del agudo análisis de la pintura corporal de los caduveo —el asunto vuelve y se trilla en Antropología estructural (1958)— ni de la revelación de la disposición simétrica de los poblados bororo —el mismo Lévi-Strauss llegó a confesar, en su madurez, que se había tratado de un hallazgo más o menos fortuito—, sino del temple con que se acomete la autocrítica del ejercicio etnográfico. En “La búsqueda del poder”, el cuarto capítulo —mucho menos nublado que el séptimo—, el autor pone el dedo en la llaga de la hipocresía política de Occidente, en razón de que ese proyecto hegemónico habría forjado la antropología para fingir la protección de la diversidad cultural, interesándose realmente por llevar, hasta las aldeas remotas, a los notarios más competentes para testificar la defunción de los pueblos nativos; escribe Lévi-Strauss: “Pues esos primitivos, a quienes basta con visitar para volver purificado, esas cumbres heladas, esas grutas y esas selvas profundas, templos de altas y aprovechables revelaciones, son, de diferente manera, los enemigos de una sociedad que representa para sí misma la comedia de ennoblecerlos en el momento en que termina de suprimirlos, pero que sólo experimentaba hacia ellos espanto y repugnancia cuando eran adversarios verdaderos”. Cuatrocientas páginas más adelante, la tesis apenas se ha movido: “Todo esfuerzo por comprender destruye el objeto al cual nos hemos aproximado”. Solo por cortés remordimiento, Lévi-Strauss envuelve esa idea en la profecía universal que mejor truena en las páginas postreras, según la cual, de todos modos, la totalidad de los hombres —tanto investigadores como investigados— acabará por desaparecer de la faz de la tierra.
        Decir que el antropólogo lleva a cuestas, por el mundo, la peste de Occidente, es nada más que una idea abstracta. Incomparablemente más sugestiva resulta cada una de las imágenes en que eso ha llegado a materializarse. Una de ellas yace sepultada entre los muchos párrafos de Tristes trópicos, habiendo merecido, hasta hoy, poca o ninguna atención por parte de los lectores. Se trata del viaje en Ford a lo largo de 1500 kilómetros, entre São Paulo y una aldea de indios karajá, realizado en julio de 1937 por Lévi-Strauss y otros dos profesores de la Universidade de São Paulo, Jean Maugüé y René Courtin, dueño del automóvil este último. Que los ilustres académicos fueron hasta la virginal aldea sobre todo en representación de su civilización, para alardear de sus logros, lo prueba la frase —del todo desprovista de calor etnográfico— con que el autor de Tristes trópicos anuncia la expedición: “Jean Maugüé y yo nos habíamos propuesto ir tan lejos como el auto lo permitiera”. El vehículo accedió a ir sin vacilaciones hasta los márgenes del río Araguaya, pero no ocurrió lo mismo en el viaje de regreso: los amortiguadores delanteros se rompieron y el motor cayó sobre el eje, y por espacio de cien kilómetros la máquina se arrastró por la senda selvática como un monstruo chirriante y contrahecho. Habría resultado especialmente pavoroso contemplar su paso en las horas sin luz, tal como lo sugiere una frase angustiosa de Lévi-Strauss: “Pero sobre todo recuerdo esas horas de la noche en que manejábamos con ansiedad”. La imagen no podría ser más impactante: la máquina del progreso occidental, con su peor cara, hiende la selva mientras lleva a un antropólogo en su vientre.
        Hay muy poca savia antropológica en un cuadro de nubes que pasan del azul al malva, en tanto que el motivo del nativo espantado ante la primera contemplación de un automóvil ya tiene abolengo en la literatura etnográfica. Por ejemplo, los discursos del jefe samoano Tuiavii de Tiavea recogidos en Los papalagi (1920) hablan del asombro del nativo oceánico ante las máquinas rodantes de los blancos: según él, en Europa “la gente no solo camina una contra otra, sino que se embisten también desde dentro de enormes cajas de vidrio”. De hecho, en el mismo Brasil por el que viajó Lévi-Strauss, el escritor modernista Mário de Andrade —especialmente cercano a los temas de los antropólogos— imaginó, en su paródica novela Macunaíma (1928), el horror con que un indio tapanhuma de visita en São Paulo ve, por primera vez, desfilar carros, y a los que solo puede comparar con los animales más feroces de la selva: “¡Qué mundo de bichos! ¡Qué despropósito de monstruos roncando!”. Se trata, en esencia, de la misma impresión de un indígena de carne y hueso: el embera José Joaquín Domicó, quien en Janyama. Un aprendiz de jaibaná (2002), describe cómo fue su primer encuentro con un automóvil en un camino veredal del noroeste de Colombia: “Cuando miré para atrás, vi que venía un animal grande con dos lámparas. Yo pensé que me venía persiguiendo a mí y me tiré por una falda abajo”. La aventura protagonizada por Lévi-Strauss no es menos tremebunda solo porque el antropólogo no se hubiera percatado de los muchos aborígenes que, muy seguramente, aterrados por los bramidos del auto de Courtin, saltaron de mala manera a uno y otro lado del camino.
        No es muy corriente, en los libros de los antropólogos, que estos dejen ver sin reservas su acomodo férreo y gozoso a los objetos de su civilización. Como no sean Lévi-Strauss y Nigel Barley —quien le dedicó un libro a su Jeep—, todos ellos parecen más inclinados, en sus relatos, a confundirse entre los nativos como si fueran idénticos a ellos. Por eso Tristes trópicos es un libro memorable: intensamente honesto, rumia las mejores convicciones y esperanzas de la ciencia del hombre hasta casi desnudarlas en sus prejuicios y obcecaciones de base. Con altura moral, Claude Lévi-Strauss no tiene empacho en mostrarse a sí mismo como un vicioso de la razón y sus fruiciones técnicas. Quién podría decir que no quedó en borrador un lúcido capítulo sobre las transformaciones estructurales del Ford de su colega.



Motel en el oeste (detalle) (1957). Edward Hopper (1882-1967)


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...