La tentación de San Antonio (1945). Max Ernst (1891-1976) |
En su lúcido ensayo sobre la conquista de América ―De la Edad de Oro a El Dorado: Génesis del discurso utópico americano (1992)―, el escritor hispano-uruguayo Fernando Aínsa discurre que las crónicas de Indias, al imaginar los reinos de oro en las comarcas más exóticas y remotas del mundo, situaron allí mismo a los seres humanos que debían habitarlas, de modo que, antes que hombres, daban la impresión de ser monstruos. Aínsa se refiere a esa idea extrema que se construyó sobre el otro como “alteridad radical”, noción que, en cierto sentido, es la que mejor justifica el trabajo de los antropólogos; porque es en neutralizar esa experiencia en lo que ha consistido, básicamente, su oficio.
Al
principio, de todos modos, costó a los científicos de lo humano
entender que de lo que se trataba era de achicar la enorme distancia que, a
juicio del hombre común de Occidente, separaba a los congéneres de otras
latitudes. Franz Boas, a quien le divertía denunciar la miopía decimonónica, ofrece
en La mente del hombre primitivo (1911)
una glosa de las ideas de Carl Gustav Carus, quien en 1849 enunció una
pintoresca teoría que pretendía explicar las diferencias étnicas con base en
los diversos momentos luminosos del día, de modo que debía haber “una raza
diurna, una raza nocturna, una raza del amanecer y otra del crepúsculo”,
caracterizada cada una de ellas no solo por un color particular de la piel sino
por un tamaño específico del cerebro. Por fortuna, las oleadas de descripciones
etnográficas basadas en el trabajo de campo ―cada vez más comunes conforme apuntaba
y avanzaba el siglo XX― dieron al traste con las clasificaciones prejuiciadas.
De hecho, la mayoría de edad de la etnografía permitió ingeniosos recursos
metodológicos a favor de la debida comprensión de la alteridad; ejemplo
inmejorable de ello son los discursos del jefe samoano Tuiavii de Tiavea sobre
la vida en Occidente, presuntamente recogidos y traducidos por el viajero
alemán Erich Scheurmann, quien los publicó en 1920 con el título de Los papalagi. Con independencia de la
originalidad de esos discursos, el amargo examen que ellos hacen de la vida en
Europa sirvió para relativizar la superioridad
diferenciadora que los blancos creían tener sobre el resto del mundo.
Cuando
ha pasado más de un siglo desde la definitiva maduración de la antropología, sorprende,
precisamente, lo que en el siglo XIX se creía común: que
haya pueblos que se nos antojen expresión de la alteridad radical. A todos nos parece razonable, por ejemplo, que Claude Lévi-Strauss haya ido hasta el rincón más
agreste del Mato Grosso para dar con un nativo nambiquara que tenía para sí ―como
una de sus grandes filosofías― que “hacer el amor es bueno”. Con todo, todavía
hay experiencias antropológicas que hacen pensar otra vez, como si se mantuviera
incólume, en la vetusta ilusión de la otredad
extrema. Eso, al menos, es lo que se deduce del testimonio de Daniel
Everett, un lingüista estadounidense que pasó muchos días, a lo largo de tres
décadas, bajo los techos pajizos de los pirahã del noroccidente de Brasil,
vecinos de los ríos Maici y Madeira.
En las
líneas más gruesas de la descripción etnográfica del mundo pirahã emprendida
por Everett ya se hace evidente la particularidad de esa cultura: no atesoran
mitos ni leyendas, pues no creen en la certidumbre de nada que no haya sido
presenciado por alguien vivo, ya se trate del interpelado o de algún conocido
suyo. El lingüista, fiel a las prácticas de su oficio, encaja esa visión de
mundo en la categoría ―para él, la que mejor resume la singularidad pirahã ― de
la “inmediatez de la experiencia”. Pero se trata de algo más que la ausencia de
mitos: Everett también se muestra persuadido de que sus nativos hablan sin gramática,
bastándoles amontonar las palabras justas de las que debe emerger, por sí solo,
el sentido pedido por el contexto del habla. Con todo ―y lejos de esa
solemne invectiva contra las tesis de Noam Chomsky―, es en la vida cotidiana
donde se encuentran las mejores expresiones de la alteridad radical que
encarnarían, para nosotros, los pirahã. Casi basta decir que esos aborígenes le
temen al sueño y pretenden no cerrar los ojos durante la noche, y si lo hacen
es solo cuando el cansancio se impone en sus cuerpos a pesar del bullicio con
que todos tratan de distraerse, pero, aun así, nadie duerme por largos
intervalos ni lo hacen todos los miembros de la comunidad simultáneamente; de hecho,
la máxima con que los pirahã explican su reticencia a la relajación nocturna
fue la que Everett eligió para hacer las veces de título de su libro, publicado
en 2008: No duermas, hay serpientes. Y
ya que, según los nativos, nunca duermen, lo que pasa en el sueño es tenido
como realmente acontecido. Por otro lado, les es imposible contar, toda vez que
los asuntos matemáticos son, siempre, abstracciones. Tampoco creen que los
colores sean algo tan absoluto como para ser nombrado, y cuando deben referirse
a los rasgos materiales de algo recurren a comparaciones prácticas. No saben
qué sea la izquierda o la derecha, porque siempre se remiten a su posición
respecto del río Maici para orientarse. El futuro no les inquieta ―si es que llegan
a representárselo― y por ello nunca guardan provisiones: comen todo lo que
tengan a la mano, incluso si no les apetece. La vida es lo que cada uno tiene
frente a su nariz, y punto.
A tanta particularidad cultural no va en zaga un rasgo de la
historia pirahã, y es que
nunca, a pesar de los muchos siglos corridos desde el inicio de la Conquista y
de la pertinacia de los misioneros occidentales ―tan populares en la selva
amazónica como los caboclos y los
escarabajos― han sido evangelizados. Everett, quien había llegado al río Maici
en un acto de fe protestante financiado por el Summer Institute of Linguistics
(SIL), es el que mejor advierte la tenacidad de esa resistencia y quien, sin
duda, cuenta con la clave antropológica para explicarla: si las cabezas pirahã son
impermeables ante las historias no constatadas, poco o nada dice la palabra
bíblica a sus oídos, por más que les llegue finamente traducida a la lengua local por
un misionero tozudo. El mismo Everett fue quien replegó la estrategia
evangelizadora cuando descubrió que a lo máximo que podía llegar era a que los
nativos se divirtieran a costillas de los evangelios, como aquel día en que le advirtieron
que sus mujeres temían a Jesús porque “Las persiguió por el poblado y quiso
meterles un pene muy grande”. Ya que nadie había visto a Jesús ―ni siquiera
Everett, quien se vio obligado a confesarlo a sus anfitriones―, cualquier cosa
que se dijera sobre él resultaba indiferente.
En el colofón de No duermas, hay serpientes, Daniel
Everett concluye que el estudio de las lenguas debe ser arrancado de las manos
de los lingüistas puros y de los psicólogos para ser puesto bajo la custodia de
los antropólogos. Su argumento, declara, es que la cultura determina la lengua.
Sin embargo, quizá se trate de una de esas “explicaciones secundarias” de las
que hablaba Franz Boas, y que la razón de fondo para invocar a la ciencia del
hombre sea, en este caso, la necesidad de prevenir un nuevo brote del delirio de
la alteridad radical.Napoleón en el desierto (1941). Max Ernst (1891-1976) |
Después de conocerlos, Everett se volvió ateo. De lo que se ha contado sobre el asunto me ha gustado mucho lo que le pasó alguna vez al preguntarle a un nativo "quién había creado las cosas"?, y el pirahã sabiamente respondió: Todo es lo mismo.
ResponderEliminarComo a Jack Casablanca, a mi gran amigo Juan Guillermo Gómez también lo conmovió la sabiduría de los pirahã. Con su acostumbrada generosidad, me puso estas líneas en mi correo: "Joven y querido Juan Carlos: Me hiciste contagiar de deseo de leer a este Everett de tu estupenda columna. Por una impertinencia, sigo escribiendo este libro sobre Bolívar. Como toda historia, decía Goethe, así sea la más sublime, hay algo de cadáverico, olor a flores de osario. Tenían razón estos pirahã, involuntarios cultivadores de una filosofía de la historia goetheana".
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