Lago Suwa en la
provincia de Shinano (ca. 1830). Katsushika Hokusai (1760-1849) |
Para Édgar Bolívar, profesor de Particularismo histórico
La hojarasca traída por los ventarrones de muchas décadas ha
acabado por esconder los libros de Ruth Benedict. No hay ninguna alusión a
ellos, por ejemplo, en un manual contemporáneo y vanguardista (por su narración
en formato de cómic) del ABC de la historia antropológica: Antropología para principiantes (Introducing Anthropology, 1998), con textos de Merryl Win Davies y
dibujos de Piero. Al parecer calaron muy profundamente las acusaciones que, en El antropólogo como autor (1988), hiciera
Clifford Geertz contra el trabajo de la antropóloga neoyorquina, cuya noción
rectora de los “patrones de la cultura” se le antojó como un lente hipertrofiado
que convertía el mundo etnográfico en pura fábula impresionista. A juicio del
antropólogo de San Francisco, las páginas de su colega no aportan conceptos
sino, apenas, sugestiones; ellas, antes que ofrecer datos etnográficos, rezuman
desconcierto literario.
A primera vista, todo parece, en efecto, condenar a
Benedict; sus dos libros canónicos dejan ver rasgos sospechosos: El hombre y la cultura (Patterns of Culture, 1934) confiesa una
escasa experiencia etnográfica que, sin embargo, no tiene empacho en traducirse
en lapidarias conclusiones sobre la inconmovible ecuanimidad de los zuñi, el desenfreno infernal de los kwakiutl y la paranoia maligna de los
dobueses. A su vez, El crisantemo y la
espada (1946) espanta a su lector ya desde la “Nota de agradecimiento”;
concretamente, cuando la antropóloga dispara salvas en honor de la Oficina de
Información de Guerra de los Estados Unidos y del comandante Alex H. Leighton,
“quien presidía la sección de Estudio de la Moral Extranjera”. De hecho, tan
comprometedoras cortesías quizá sean lo menos grave en un libro que pretende
ofrecer conocimiento histórico y etnográfico sobre un país tan antiguo y heterogéneo
como Japón, pero que, en la primera línea del primer capítulo, se refiere al
pueblo en estudio como “el enemigo más enigmático”. La verdad, sin embargo, es
que la tosca diplomacia de Benedict ha favorecido una humareda crítica que, en
cierto sentido, le ha hecho injusta sombra a un libro del que emerge una luz
antropológica que incluso toca, para aclararlos, algunos embrollos del mundo
occidental.
Por más que “La autodisciplina” —el undécimo capítulo de El crisantemo y la espada— se antoje,
por su solo título, como la confesión de que, una vez más —como en el libro de
1934—, la complejidad cultural ha sido reducida a un patrón casi caricaturesco,
lo cierto es que la exposición de Benedict deja ver descripción y análisis
laboriosos. Para la antropóloga, el quid
de la proverbial autodisciplina japonesa consiste en que sus cultivadores
tratan de liberarse del espionaje de su conciencia a la hora de obrar —en suma,
tratan de “vivir como alguien ya muerto”—, pero, paradójicamente, no para
entregarse al nocivo desenfreno, sino para asumir el altruismo sin el
sentimiento vergonzoso que, en sus actos plenos, suele estarle aparejado. Ya se
agradece que en esas páginas no se apele de modo sensacionalista a la manoseada
imagen del samurái atravesado por su propia espada; por fortuna, la cosecha
excede ese fruto, pues también se ofrece, para comprender lo japonés, un
razonamiento que dista de ser simple. La autodisciplina en el Imperio del Sol
Naciente implica, al mismo tiempo, la ambición y la renuncia, y ello porque en
la visión de mundo del japonés prima, por encima de cualquier cosa, algo que es
escaso en Occidente (y según Benedict, también entre los frenéticos kwakiutl):
la capacidad de delimitación. Así, cualquier idea de control o sacrificio solo
es posible si, al mismo tiempo y sin ningún escrúpulo, se reconocen la noción
de un placer correspondiente y el derecho de gozarlo. El mejor ejemplo
emerge de las aguas del baño.
En el noveno capítulo de su tratado orientalista, “El
círculo de los sentimientos humanos”, Benedict se refiere a la buena reputación
que tienen los japoneses que se someten a una ducha fría en las lóbregas
madrugadas —a la hora “en que los dioses de bañan”—, pues hay consenso en que semejante
prueba conduce a un conveniente “endurecerse” del temple y la voluntad. Sin
embargo, ello solo puede tener sentido si, con la misma sinceridad, se reconoce
el bienestar supremo del baño caliente del final de la tarde, al que la mayoría
de los japoneses suele entregarse con tranquila voluptuosidad. Sería tonto no
participar de ese regocijo acuático, y por eso la familia entera pasa por la
alberca en amena coreografía; la antropóloga logra reflejar ese regocijo general
en la frase desenfadada con que da cuenta de la situación: “Salen del baño
rojos como cangrejos y se reúnen para gozar de la hora más relajada del día”.
La autodisciplina japonesa, pues, no se inscribe en una lógica masoquista que
ve mérito en la privación de los placeres; lo que está en juego, más bien, es
una filosofía que sabe delimitar el gozo y definirlo por oposición a los punzantes
retos que tiemplan el espíritu.
Un descubrimiento etológico de las últimas décadas ha deparado
un curioso guiño de complicidad a los apuntes etnográficos de Benedict. Se
trata de una costumbre de los macacos de cara roja, habitantes de la zona
montañosa de varias islas japonesas, y quienes practican deleitosas zambullidas
en las hirvientes aguas termales que brotan en sus hábitats. Que los animales,
cuya autenticidad y pragmatismo están siempre fuera de discusión, se entreguen
sin recelo a las caricias del agua caliente, sugiere que hay redondez
estructural en el comportamiento acuático de los Homo sapiens del mismo país. De hecho, la dicotomía planteada por
la antropóloga neoyorquina puede usarse —algo así como una herramienta levistraussiana surgida en la
prehistoria de Lévi-Strauss— para entender el talante mortificado de los
campesinos católicos de las breñas andinas, para quienes la única virtud consiste
en bañarse con el agua gélida del comienzo del día. Quién, si no la entrañable Ruth Benedict, deja entender el talante grisáceo de ese credo de
tanto sufrimiento y tan poco balneario.
Casa de té en Koishikawa (ca. 1830). Katsushika Hokusai (1760-1849) |
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