lunes, 10 de agosto de 2015

Un baño caliente



Lago Suwa en la provincia de Shinano (ca. 1830).
Katsushika Hokusai (1760-1849)


Para Édgar Bolívar, profesor de Particularismo histórico

La hojarasca traída por los ventarrones de muchas décadas ha acabado por esconder los libros de Ruth Benedict. No hay ninguna alusión a ellos, por ejemplo, en un manual contemporáneo y vanguardista (por su narración en formato de cómic) del ABC de la historia antropológica: Antropología para principiantes (Introducing Anthropology, 1998), con textos de Merryl Win Davies y dibujos de Piero. Al parecer calaron muy profundamente las acusaciones que, en El antropólogo como autor (1988), hiciera Clifford Geertz contra el trabajo de la antropóloga neoyorquina, cuya noción rectora de los “patrones de la cultura” se le antojó como un lente hipertrofiado que convertía el mundo etnográfico en pura fábula impresionista. A juicio del antropólogo de San Francisco, las páginas de su colega no aportan conceptos sino, apenas, sugestiones; ellas, antes que ofrecer datos etnográficos, rezuman desconcierto literario.
        A primera vista, todo parece, en efecto, condenar a Benedict; sus dos libros canónicos dejan ver rasgos sospechosos: El hombre y la cultura (Patterns of Culture, 1934) confiesa una escasa experiencia etnográfica que, sin embargo, no tiene empacho en traducirse en lapidarias conclusiones sobre la inconmovible ecuanimidad de los zuñi, el desenfreno infernal de los kwakiutl y la paranoia maligna de los dobueses. A su vez, El crisantemo y la espada (1946) espanta a su lector ya desde la “Nota de agradecimiento”; concretamente, cuando la antropóloga dispara salvas en honor de la Oficina de Información de Guerra de los Estados Unidos y del comandante Alex H. Leighton, “quien presidía la sección de Estudio de la Moral Extranjera”. De hecho, tan comprometedoras cortesías quizá sean lo menos grave en un libro que pretende ofrecer conocimiento histórico y etnográfico sobre un país tan antiguo y heterogéneo como Japón, pero que, en la primera línea del primer capítulo, se refiere al pueblo en estudio como “el enemigo más enigmático”. La verdad, sin embargo, es que la tosca diplomacia de Benedict ha favorecido una humareda crítica que, en cierto sentido, le ha hecho injusta sombra a un libro del que emerge una luz antropológica que incluso toca, para aclararlos, algunos embrollos del mundo occidental.
        Por más que “La autodisciplina” —el undécimo capítulo de El crisantemo y la espada— se antoje, por su solo título, como la confesión de que, una vez más —como en el libro de 1934—, la complejidad cultural ha sido reducida a un patrón casi caricaturesco, lo cierto es que la exposición de Benedict deja ver descripción y análisis laboriosos. Para la antropóloga, el quid de la proverbial autodisciplina japonesa consiste en que sus cultivadores tratan de liberarse del espionaje de su conciencia a la hora de obrar —en suma, tratan de “vivir como alguien ya muerto”—, pero, paradójicamente, no para entregarse al nocivo desenfreno, sino para asumir el altruismo sin el sentimiento vergonzoso que, en sus actos plenos, suele estarle aparejado. Ya se agradece que en esas páginas no se apele de modo sensacionalista a la manoseada imagen del samurái atravesado por su propia espada; por fortuna, la cosecha excede ese fruto, pues también se ofrece, para comprender lo japonés, un razonamiento que dista de ser simple. La autodisciplina en el Imperio del Sol Naciente implica, al mismo tiempo, la ambición y la renuncia, y ello porque en la visión de mundo del japonés prima, por encima de cualquier cosa, algo que es escaso en Occidente (y según Benedict, también entre los frenéticos kwakiutl): la capacidad de delimitación. Así, cualquier idea de control o sacrificio solo es posible si, al mismo tiempo y sin ningún escrúpulo, se reconocen la noción de un placer correspondiente y el derecho de gozarlo. El mejor ejemplo emerge de las aguas del baño.
        En el noveno capítulo de su tratado orientalista, “El círculo de los sentimientos humanos”, Benedict se refiere a la buena reputación que tienen los japoneses que se someten a una ducha fría en las lóbregas madrugadas —a la hora “en que los dioses de bañan”—, pues hay consenso en que semejante prueba conduce a un conveniente “endurecerse” del temple y la voluntad. Sin embargo, ello solo puede tener sentido si, con la misma sinceridad, se reconoce el bienestar supremo del baño caliente del final de la tarde, al que la mayoría de los japoneses suele entregarse con tranquila voluptuosidad. Sería tonto no participar de ese regocijo acuático, y por eso la familia entera pasa por la alberca en amena coreografía; la antropóloga logra reflejar ese regocijo general en la frase desenfadada con que da cuenta de la situación: “Salen del baño rojos como cangrejos y se reúnen para gozar de la hora más relajada del día”. La autodisciplina japonesa, pues, no se inscribe en una lógica masoquista que ve mérito en la privación de los placeres; lo que está en juego, más bien, es una filosofía que sabe delimitar el gozo y definirlo por oposición a los punzantes retos que tiemplan el espíritu.
        Un descubrimiento etológico de las últimas décadas ha deparado un curioso guiño de complicidad a los apuntes etnográficos de Benedict. Se trata de una costumbre de los macacos de cara roja, habitantes de la zona montañosa de varias islas japonesas, y quienes practican deleitosas zambullidas en las hirvientes aguas termales que brotan en sus hábitats. Que los animales, cuya autenticidad y pragmatismo están siempre fuera de discusión, se entreguen sin recelo a las caricias del agua caliente, sugiere que hay redondez estructural en el comportamiento acuático de los Homo sapiens del mismo país. De hecho, la dicotomía planteada por la antropóloga neoyorquina puede usarse —algo así como una herramienta levistraussiana surgida en la prehistoria de Lévi-Strauss— para entender el talante mortificado de los campesinos católicos de las breñas andinas, para quienes la única virtud consiste en bañarse con el agua gélida del comienzo del día. Quién, si no la entrañable Ruth Benedict, deja entender el talante grisáceo de ese credo de tanto sufrimiento y tan poco balneario.


Casa de té en Koishikawa (ca. 1830). Katsushika Hokusai (1760-1849)


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