jueves, 12 de diciembre de 2013

El Evangelio según Juan Pérez Jolote



 
"La vacuna" (detalle de un mural, 1932). Diego Rivera (1886-1957)
 

Si algo le falta a la Navidad es que la cuenten más voces. La monotonía la acecha no solo en los colores y formas que cada año se repiten en las mismas ventanas, sino también en los relatos invariables que la explican o la celebran: una y otra vez hay que escuchar los mismos versículos de Juan y Lucas, los mismos estribillos radiales, la misma música para acompañar la novena o para ir de juerga, e, incluso, las mismas ocurrencias graciosas de los niños para resolver sus cruciales negocios con el Divino Niño, los Reyes Magos o Papá Noel. Hace falta que la antropología, así como refresca las teorías científicas y los dogmas religiosos con relatos impensados sobre el origen del universo, traiga nuevas imágenes del famoso alumbramiento.
        Hay una Navidad mexicana que merece ser conocida. La recogió el antropólogo Ricardo Pozas de boca de Juan Pérez Jolote, un indio tzotzil cuyo testimonio de vida fue editado y publicado en un libro homónimo, en 1948, mucho antes de que Oscar Lewis se hiciera popular con Antropología de la pobreza (1959) y Los hijos de Sánchez (1961), largas y complejas historias de vida con todos los ribetes de exitosas “novelas etnográficas”. Quizá convenga saber que en México, particularmente, han sido felices las fusiones de voces nativas y voces literarias. En la década que siguió a la de la publicación de Juan Pérez Jolote, el antropólogo Eraclio Zepeda puso su saber etnográfico al servicio de los personajes de los cuentos recogidos en Benzulul (1959), un libro henchido de indios que ven fantasmas y campesinos atrapados en presagios. Pero bastaría mencionar a Juan Rulfo para zanjar la cuestión: las crónicas de labriegos famélicos y nativos bandoleros de El llano en llamas (1953) y las voces de los muertos de Comala, en Pedro Páramo (1955), fueron la antesala del trabajo profesional adelantado por el novelista en el Instituto Nacional Indigenista de Mexico; de hecho, no pocos críticos literarios —ahora no importa si en un exceso de entusiasmo— lo han llamado “antropólogo”.
        En Juan Pérez Jolote el informante indígena cuenta cómo, de niño, huyó de su casa para escapar de los palos con que lo molía su padre; cómo aprendió a trabajar, cómo disparó fusiles en la Revolución bajo las banderas de cualquier caudillo, cómo se hizo hombre y consiguió mujer, y cómo sus compañeros y vecinos lo escogieron para varios oficios comunitarios; uno de ellos el de mayor, un cargo con todos los visos de una esclavitud nobiliaria. Mucho más digno fue el cargo de fiscal en el pueblo de Chamula, ocupación que, esencialmente, obligaba a “saber cuándo son todas las fiestas”. El predecesor de Juan fue despedido sin derecho a réplica por equivocarse en esa materia: dijo que la fiesta de San Juan era el 23 de junio, cuando realmente debía celebrarse el 24. El infeliz se llamaba Andrés Tiro, y el lapsus le valió ser puesto tras las rejas. Mucho más avisado, Pérez Jolote recurrió a la asesoría de un indio viejo apenas tomó posesión del cargo. Fue entonces cuando supo la historia del nacimiento de Jesús.
        Al principio, el Sol y la Luna estaban fríos, y los judíos se comían a la gente. Los parientes de la Virgen eran judíos, y cuando supieron que ella iba a tener un hijo la echaron de casa, pues sabían que con el nacimiento se iluminaría el mundo y terminaría la oscuridad cómplice. La Virgen y San José montaron en un burro y fueron hasta un pesebre, donde nació el niño. A los tres días no había con qué darle comida, así que el mismo Jesús, recién nacido, decidió irse a trabajar como carpintero, con herramientas sacadas de quién sabe dónde. Hizo una puerta pero le quedó muy corta, y tuvo que recurrir a un milagro expreso para corregir la medida. La gente quiso matar a Jesús cuando supo que había “estirado un palo”, de modo que la familia tuvo que salir del pesebre y huir nuevamente, ahora por las montañas, entre pueblos y milpas. En algún caserío, Jesús mandó hacer una cruz —quizá desconfiaba ya de sus dotes de carpintero— y se clavó en ella para apaciguar a los judíos; les dijo: “No se coman a mis hijos; por eso yo estoy aquí, cómanme a mí”. Después bajó al Olontic, el inframundo de los tzotziles.
        Aunque a primera vista parezca lo contrario, resulta particularmente oportuna y redonda esa versión indígena de la Navidad en continuidad con la pasión del Calvario. En la insondable inconsciencia a la que se dirigen los mitos —el “pensamiento nocturno”, en palabras de Joan-Carles Mèlich—, el singular relato de Pérez Jolote describe figuradamente la manera como en no pocos pueblos de América Latina se vive diciembre; allí donde fiesta y muerte —jolgorio familiar y recuerdo doloroso de los muertos, borrachera feliz y riña cruenta, pesebre y balas perdidas— se funden para poner el corazón en efervescencia. De todos modos, queda a los pusilánimes la posibilidad de interpretar el evangelio tzotzil de un modo menos pesimista: con él se representaría el nacimiento de Jesús y la muerte del año, dos símbolos antitéticos reunidos en un mismo mes. Bien se ve que, antes que feliz, la Navidad es compleja.


La piñata (1953). Diego Rivera (1886-1957)


lunes, 18 de noviembre de 2013

Oficio de difuntos



Cristo muerto en el sepulcro (detalle) (1521).
Hans Holbein (1497-1543)
 


Para Mariana, ahora del otro lado

 Aunque la muerte sea mucho más vieja que el hombre, los antropólogos hicieron de ella un tema especializado solo muy recientemente. Prueba de ello es que la Biblia de ese campo, Antropología de la muerte, apenas fue publicada por Louis-Vincent Thomas en 1975. Con todo, si no como honda reflexión etnológica, los asuntos fúnebres sí fueron objeto de vívidas descripciones etnográficas en épocas tempranas, tal y como lo prueba la memorable monografía Baloma. Los espíritus de los muertos en las islas Trobriand (1916) de Bronislaw Malinowski. Incluso un trabajo semejante fue publicado en Colombia, tres lustros antes de que Thomas divulgara su evangelio: Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó (1961), obra del antropólogo chocoano Rogerio Velásquez.
        En la obra de marras, por más que Velásquez llegue a apelar a la noción de la “superstición” para calificar algunas creencias de sus paisanos y que confiese, sin ningún pudor, sus ocasionales visitas a las páginas de John Lubbock —ese en quien el etnocentrismo fue casi una modalidad de la demencia—, su estudio, al presentar una imagen redonda del hecho capital según la cosmovisión chocoana, supera los festivos arrumes folclóricos que regularmente se ocupan de las ideas sobre la muerte en los pueblos colombianos. En efecto, trabajos más difundidos sobre creencias populares enlistan los comportamientos frente a la muerte a un lado de las recetas para curar el hipo y de las ideas sobre la existencia de los ángeles. Más o menos así han procedido folcloristas como Daniel Mesa Bernal y Javier Ocampo López, más frazerianos que Frazer en virtud de sus collages infinitos de datos pintorescos, y aún así acogidos con relativo beneplácito en bibliotecas y librerías.
        En Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó, el fenómeno de la muerte es considerado según diversos puntos de vista o, mejor, según las diversas fases de su ocurrencia de acuerdo con la percepción de la negredumbre —como llamó Velásquez a la masa afrodescendiente—. Siete capítulos componen el estudio, de modo tal que la muerte de un chocoano prototípico va deshojándose, como una margarita trágica, ante los ojos del lector: se consideran las ideas en boga sobre la enfermedad, se examinan las impresiones comunes sobre la agonía y la muerte, se describen la preparación y la puesta en marcha del velorio, se detallan las actividades propias del enterramiento, se ofrece un cuadro del novenario y los ágapes ligados a él —hay lista de mercado y presupuesto de gastos—, se explican las cándidas maniobras con que los vivos buscan ahuyentar al nuevo fantasma y, finalmente, se ofrece un arrume de locuciones sobre el asunto mortuorio. Décadas atrás, en su exploración de las ideas sobre ultratumba en Melanesia, Malinowski había considerado ítems semejantes, deteniéndose en aspectos como las imágenes que, ante el cadáver, dominan en las cabezas de los vivos, las prácticas económicas propias del culto a los muertos y las tradiciones orales sobre el inframundo.
        Gracias a su paso por el Instituto Etnológico del Cauca, Rogerio Velásquez pudo alimentarse de las enseñanzas de Gregorio Hernández de Alba, el primer gran antropólogo criollo. A su vez, Hernández de Alba había sido contagiado por las fiebres intelectuales en boga en el Smithsonian Institute, entre las cuales era particularmente tenaz el funcionalismo malinowskiano. De ahí, sin duda, la intención sistémica de la descripción del rito funerario entre los chocoanos emprendida por el etnógrafo de Sipí. A un lado de ese plan narrativo, otras tendencias del pensamiento antropológico cruzan las páginas del tratado y les confieren garantía disciplinar: baste considerar que, así como Evans-Pritchard se empeñó en saber en qué glándula debía albergarse la sustancia de brujería según los azande, Velásquez dirigió sus pesquisas hasta determinar que, de acuerdo con las impresiones de sus informantes, el alma, en el último trance, viajaba a escape por el sistema respiratorio del moribundo. Hallazgos etnográficos de ese tipo permitieron que, tiempo después, las explicaciones estructuralistas sobre el carácter fundamentalmente cultural del saber fisiológico cundieran con todo éxito.
        Podría objetarse que Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó se conforma con el dibujo cotidiano de las agonías y pavores fúnebres de la negredumbre y que, en consecuencia, renuncia a la síntesis conceptual que hizo célebres a los antropólogos franceses que sondearon los misterios de la Parca. Empero, en tal caso habría que recordar que, en Baloma, Malinowski tampoco acuñó teoría alguna sobre la muerte trobriandesa y que, una vez sembrado el punto final en su rico cuadro descriptivo, prefirió huir por un camino de sosas reflexiones metodológicas. Acaso sabía que, ante la muerte, la única sabiduría posible es la de las sugestiones. Así lo supo también Rogerio Velásquez, y de ahí el interés con que, en su monografía, intenta atrapar los indicios rotundos del fallecimiento: “Muertos los pies, afiladas las narices, sin hablar, obscurecidos y hundidos los ojos, levantado el pecho, helado el cuerpo, desencajado el rostro, tiesa la mandíbula inferior, con pulso imperceptible, comienza a entrar el moribundo en la etapa final de la existencia”. Ante una imagen tan contundente, cualquier lucubración científica se antoja una frivolidad inexcusable.
        Rogerio Velásquez Murillo murió en Quibdó el 7 de enero de 1965, cuando apenas ajustaba 58 años. Su valioso trabajo etnográfico, publicado cuatro años atrás, ya había recogido el dicho popular que mejor explica un deceso que amigos y colegas, en su momento, definieron como brutalmente sorpresivo: “La muerte es ladrón que puede llegar a cualquier hora”. Por fortuna, no pocas veces el bandido suele dejar la celebridad en el mismo lugar del crimen.



Cristo muerto en el sepulcro (detalle) (1521).
Hans Holbein (1497-1543)


domingo, 20 de octubre de 2013

Voces andinas



India del Collao (1925). José Sabogal (1888-1956)


Puede decirse, a riesgo de que parezca una verdad de Perogrullo, que a los antropólogos siempre los ha tentado la literatura; de hecho, no pocos críticos sospechan que la escritura etnográfica es, en esencia, ficción. Sin entrar a examinar tan polémica cuestión, y en conformidad con la visión más conservadora de las distinciones discursivas, basta con esgrimir un puñado de ejemplos para probar el primer aserto: piénsese, por ejemplo, en un Claude Lévi-Strauss recién llegado de su experiencia etnográfica en el Chaco brasileño y deseoso de escribir una novela que debía llamarse Tristes trópicos; o recuérdese —pues no se trata solo de los científicos consagrados en las enciclopedias— a Gregorio Hernández de Alba, acaso el primer antropólogo colombiano, autor de unos Cuentos de la Conquista (1937) así como de unas melancólicas estampas de la vida provinciana, Popayán. Rincones de la ciudad (1953).
        Menos común es el gesto inverso, según el cual el escritor se esfuerza por hacerse antropólogo; y no de modo tácito, sino con flamante cartón universitario. Sin embargo, uno de los pocos casos es justamente el de una figura memorable de las letras latinoamericanas: el peruano José María Arguedas, autor de cinco novelas y tres libros de relatos, graduado como bachiller en etnología a los 46 años, en 1957, y recibido como doctor en la misma disciplina en 1963, seis años antes de morir. De su obra literaria basta decir que se trata, sin atenuantes de ningún tipo, de la única que en todo el continente logró adentrarse con profundidad y verosimilitud en la vida indígena, gracias a que, de niño, Arguedas fue uno más junto al fogón de una aldea lucana, en la sierra sur del Perú. De la obra del antropólogo puede citarse no solo su tesis doctoral, “Las comunidades de España y Perú”, sino, sobre todo, la nueva traducción que hizo de los textos mitológicos recogidos por el cuzqueño Francisco de Ávila —extirpador de idolatrías— en el siglo XVI, Dioses y hombres de Huarochirí (1966).
        Es inútil, por lo previsible del contrastante resultado, comparar el impacto de la obra literaria y el de los escritos científicos de Arguedas: mientras que, por ejemplo, Los ríos profundos (1958) sigue siendo la novela más lograda del indigenismo latinoamericano sin importar que hayan pasado más de cien años desde el nacimiento de su autor, sus monografías antropológicas, de títulos nada memorables, se aprecian como meras curiosidades bibliográficas y no como aportes significativos a la etnología del continente. La poca trascendencia de los trabajos del antropólogo Arguedas puede deberse a que su empeño por examinar los mecanismos y productos del mestizaje cultural andino no tiene la brillantez de los trabajos que, para explicar similares complejidades en Brasil y Cuba, coronaron Gilberto Freyre y Fernando Ortiz, respectivamente. Incluso podría decirse que el aristocrático José Enrique Rodó, en su muy hispanófilo Ariel (1900), logró imágenes más persuasivas sobre las tensiones culturales en América Latina que las yertas estampas serranas del etnólogo peruano.
        Al proyecto antropológico de Arguedas lo salvan, con todo, las buenas letras del literato; la agudeza con que sus cuentos y novelas penetran en las cosas humanas (de modo inverso como a Lévi-Strauss, trunco novelista, lo redime la lucidez antropológica de Tristes trópicos [1955]). En sus relatos se alcanza un botín que fue esquivo a los demás escritores interesados por el indio, así como a no pocos antropólogos: la eficaz representación, en el relato, de la voz nativa. Ni la impostura folletinesca y romántica de unos (los cultores del “¡Indio odiar blanco!”) ni el celo filológico de otros (apegados a la cifrada transcripción del habla de sus informantes) logró vender, a la masa lectora del continente, una imagen al mismo tiempo mesurada y creíble del otro cultural. Eso lo logró Arguedas con base en sus ocurrencias  literarias. Sabedor de que lo fundamental era traducir la alteridad a un código común, el escritor peruano ideó para sus indios una voz que los mostrara contemporáneos y, al mismo tiempo, ajenos a la sociedad mestiza; en suma, una voz que no los hiciera parecer ni exóticos ni aculturados. Escribe Arguedas a propósito del panorama lingüístico de sus primeros relatos y de los planes que hizo para su primera novela, Yawar Fiesta (1941): “Muchas esencias, que sentía como las mejores y legítimas, no se diluían en los términos castellanos construidos en la forma ya conocida. Era necesario encontrar los sutiles desordenamientos que harían del castellano el molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trataba de un hallazgo estético, él fue alcanzado como en los sueños, de manera imprecisa”. Los teóricos más quisquillosos de la antropología posmoderna estarán de acuerdo en que, de lo que se trata, es de construir una imagen que sepa representar la diferencia cultural.
        Es claro que se pierde demasiado tiempo derribando o restaurando los muros que separan la escritura de antropólogos y literatos. Si los hombres antiguos idearon alfabetos y se atrevieron a grabar palabras en las piedras, fue con la idea de multiplicar los vestigios que dan cuenta de nuestra condición. Como escribió el poeta andino Aurelio Arturo, en la palabra “nos miramos / para saber quiénes somos”.



El recluta (1926). José Sabogal (1888-1956)

domingo, 29 de septiembre de 2013

Antídoto contra la teoría



Tigre en la selva (1907). Henri Rousseau (1844-1910)


Por más que las teorías parezcan ser el non plus ultra del conocimiento científico, su éxito depende exclusivamente de que emerjan, para comprobarlas, los hechos que prescriben. De ahí el escaso estatus que, a pesar de su rimbombancia, corresponde a tanta teoría posmoderna. Por lo menos así ocurre en el campo de la antropología, cuyo carácter inductivo la amarra con fuerza a los hechos concretos que tienen lugar entre los hombres.
        Hace medio siglo, Claude Lévi-Strauss escribió en El pensamiento salvaje (1962) que, por la sola experiencia de las cualidades sensibles de las cosas, los pueblos “primitivos” estaban en capacidad de arribar a un conocimiento del mundo tan profuso y profundo como aquel del que tanto se vanagloria la ciencia occidental, e incluso con categorías clasificatorias equivalentes. En su momento, por medio de un gracioso método de exposición frazeriana que salta entre Gabón y Filipinas en el mismo párrafo, el antropólogo francés ofreció todos los ejemplos posibles de eso que dio en llamar “lógica de lo sensible” o “ciencia de lo concreto”. En uno de esos ejemplos cita con irónica condescendencia los apuntes de un biólogo: “El negrito [filipino] está completamente integrado a su medio, y, lo que es todavía más importante, estudia sin cesar todo lo que le rodea. A menudo, he visto a un negrito, que no estaba seguro de la identidad de una planta, gustar el fruto, oler las hojas, quebrar y examinar el tallo, echar una mirada al hábitat. Y, solamente cuando haya tomado en cuenta todos estos datos, declarará conocer o ignorar la planta de que se trate”.
        El reciente descubrimiento de una especie carnívora en los bosques de los Andes del norte, el olinguito (Bassaricyon neblina), pudo haberse convertido en un ejemplo cercano y convincente —o por cercano convincente— de la teoría levistraussiana para los lectores colombianos. Bastaba que el padre del estructuralismo hubiera incluido, en las estampas etnográficas de sus Mitológicas (1964-1971), una en que el sedoso animal apareciera como protagonista de algún mito, ávido de carne y tocado por los rasgos que lo distinguen de todos los olingos, y que los doctores en zoología acaban de descubrir hace apenas un cuarto de hora. Entonces hubiera podido decirse que la fina observación de los indígenas ya había descubierto, por su cuenta, lo que hace singular al olinguito. Pero Lévi-Strauss se interesó muy poco por los asuntos de los hombres y animales de Colombia y Ecuador; su conocimiento de esta esquina suramericana fue general y remoto, al punto de que, en La alfarera celosa (1985), supone impunemente que la “lechuza” de los mitos catíos es el mismo “chotacabras” de los relatos jíbaros. Con la misma lógica, el maestro confundiría una rata con una ardilla.
        El mejor ejemplo colombiano de la “lógica de lo sensible” data de la prehistoria de la antropología científica, y se adelanta en más de siglo y medio a la teoría formulada en El pensamiento salvaje: lo ofrece Francisco José de Caldas, “El Sabio”, en sus memorias científicas; concretamente, en una nota de pie de página sembrada en “Del influjo del clima sobre los seres organizados” (1808), uno de sus más famosos escritos. Se trata, al mismo tiempo, de una perla literaria. Cuenta El Sabio que en 1803, caminando por las espesuras de la selva pacífica en compañía de un indio noanamá, preguntó a este si podía mostrarle las plantas que servían para curar la mordedura de serpiente. El hermético nativo, ajeno al interés científico de Caldas, le dijo, apenas, que se despreocupara, que él lo curaría si lo atacaba uno de esos bichos; pero luego, ante la insistencia del científico payanés, acabó mostrándole —eso sí, con toda la discreción necesaria para que sus paisanos no se enteraran de la traición— todas las plantas que, bajo el nombre de “contras”, servían para el milagroso tratamiento. La exposición no pudo sorprender más a Caldas: “lo que me admiró y llamó toda mi atención fue que todas las plantas que me presentó como eficaces en las mordeduras de las serpientes eran de un solo género: todas eran beslerias. ¿Cómo este rústico jamás equivocaba el género, este género tan vario y caprichoso? […] Un hombre que no ha oído jamás los nombres de Linneo, de familias, de géneros, de especies; un hombre que no ha oído otras lecciones que las de la necesidad y el suceso, no podía reunir nueve o diez especies bajo un género, que él llama contra y los botánicos besleria, sin que tuviese un fondo de conocimientos y de experimentos felices en la curación de los desgraciados a quienes habían mordido las serpientes”.
        A pesar del prestigio del que gozan hoy las lucubraciones más abstractas de las ciencias sociales, nada de lo que ellas proponen supera lo que ya es claro en la cabeza del hombre común, y por eso no pocas veces parecen nada más que arrogantes, extravagantes o redundantes formulaciones de las ideas más simples. Con menos escepticismo, el antropólogo norteamericano Alfred Louis Kroeber sugirió alguna vez que las teorías eran, en el contexto de la ciencia, el equivalente de la expresión artística en la vida cotidiana del sentimiento.



La encantadora se serpientes (1907).
Henri Rousseau (1844-1910)


lunes, 9 de septiembre de 2013

Conversación en la catedral



Los embajadores (1533). Hans Holbein el Joven (1497-1543)


Nunca deja de sorprender —aunque se trate de la sorpresa más ingenua— el descubrimiento de que quienes escriben los libros son personas de carne y hueso en irrefrenable caducidad. Ese sobresalto es el efecto obvio del misterioso acto de la lectura, en el cual una voz sin cuerpo asalta nuestra conciencia y hace que sobreagüemos, sin voluntad, en el río de sus palabras. Después de semejante experiencia, nadie tiene el derecho de exigirnos imaginar al hablador prodigioso haciendo fila en el banco o rasurándose frente a un espejo cuarteado; ya es suficiente que nosotros mismos, de regreso del sortilegio libresco y más o menos ilesos, podamos ejecutar otra vez esas ceremonias ordinarias.
        Si no se comparte vecindario con algún genio internacional, la enrarecida revelación de la cotidianidad de los famosos suele producirse cuando un autor escoge como objeto de su escritura a alguno de sus colegas. Es el caso de las entrevistas que se hacen a los grandes maestros y, sobre todo, de aquellas en que el cronista de turno ha tenido el cuidado de no dejar escapar los gestos escenográficos. En las toldas de la antropología, pocos ejercicios de esa índole resultan tan significativos como la conversación sostenida por el antropólogo español Alberto Cardín con su ilustre colega francés Claude Lévi-Strauss, en 1989. Que el gran estructuralista, a todas luces malhumorado, haya resoplado de alivio al final del encuentro, es algo que no hubiera podido sospecharse ni siquiera por inspiración de las páginas más sinceras y circunspectas de Tristes trópicos (1955).
        Lo primero que sabemos es que Lévi-Strauss se esconde en un cuarto alto de la sala de lectura del Laboratoire d’Anthropologie Sociale del College de France, en una especie de “sacristía” con frontón y claraboya, de acuerdo con la descripción de Cardín. Allí, tembloroso a causa de un incipiente mal de Parkinson y con cara “judaica y senatorial”, el estructuralista saluda al visitante de modo tal que, como una advertencia, quede claro su humor agriado: “Lo verdaderamente fastidioso es que en este tipo de entrevista se repiten siempre las mismas cosas”. A causa de su mala pata o por puro cinismo, Cardín inaugura su cuestionario con una beatífica pregunta a propósito del aporte de la ciencia del hombre “para la comprensión del mundo en que vivimos”. El maestro, con cajas destempladas, aclara que esa no es una tarea de la antropología, pues las visiones y los juicios de conjunto no hacen parte de su método; de hecho, le parece que sus ideas sobre asuntos tan panorámicos tendrían el mismo interés que las opiniones de la portera de su despacho. El entrevistador cae en la trampa y, con la vana idea de zaherir al anfitrión, le echa en cara su perspectiva particularista: “Es usted más boasiano de lo que me figuraba”. Lévi-Strauss, con la mofa propia de quien se ve obligado a ratificar lo obvio, apenas dice: “Sí, soy muy boasiano”. Muy a despecho de su carrera de ratón de biblioteca, Cardín ha olvidado que, entre los libros del estructuralista, La vía de las máscaras (1979) significó, casi, el intento de escribir el tratado analítico que no había podido zurcir el viejo Boas, perdido entre sus arrumes de datos sobre la costa oeste de Canadá.
        Mejor suerte tiene Cardín cuando lleva a Lévi-Strauss al terreno de sus ideas sobre el Tercer Mundo. La carnada servida por el antropólogo español es tan tentadora y fácil como una rata en un serpentario: la idea de que Occidente sufre, hoy en día, una profunda desmoralización. El maestro, sin mesura, se apresura a negar la proposición por medio de un infantil viaje al otro extremo: “Eso no es verdad en absoluto. Diría que es incluso al contrario”; y muy pronto, con el mismo furor de Fernando Vallejo, se despacha contra la proliferación de la humanidad en aquellos países que, como Brasil e India, habían despertado su fascinación varias décadas atrás, en Tristes trópicos: “veo un Mundo Occidental que, como usted acaba de decir hace un instante, está amenazado (no hablo de una amenaza física, que no es el caso, pero sí ciertamente de una amenaza de sus valores, sus tradiciones), por la escalada de eso que se llama Tercer Mundo, la eclosión demográfica. Y como estoy profundamente apegado a los valores de mi propia sociedad, empiezo a preguntarme si dicha sociedad no tendrá a su vez que empezar a defenderse”. Ahora es el entrevistador quien hila a su gusto, como se ve en su respuesta, audaz al punto de poner en tela de juicio la idoneidad profesional del antropólogo más influyente del siglo XX: “Y, cuando se está tan apegado a la sociedad donde uno ha crecido y donde se ha enculturado, a sus valores y formas de ver las cosas, ¿usted cree que es posible comprender a otra sociedad desde dentro, tal como idealmente se lo proponen los antropólogos?”.
        Conforme van y vienen las preguntas y las respuestas, la atmósfera de la entrevista se satura de una cruda y retadora sinceridad. Es sobre todo Lévi-Strauss quien, a fuer de maestro, da la lección: sólido, concreto, confiesa sin empacho —incluso con jactancia— sus vacíos de lector. Cardín menciona una reflexión de Alain Finkielkraut sobre el relativismo, pero el anfitrión lo corta con una ríspida confesión: “No lo he leído”. Poco después el español arremete con una alusión a la escuela italiana de hermenéutica, y el otro escurre el bulto con un “No sé nada de eso”. El clímax de la negación —la tercera antes de que cante el gallo— ocurre cuando, tras la invocación de El antropólogo como autor de Clifford Geertz por parte de Cardín, Lévi-Strauss dice que no ha leído ese libro porque su colega norteamericano no se lo ha enviado. De hecho, el maestro se muestra alejado no solo de los libros de los demás sino de los propios, pues, como si se tratara de una ocurrencia ajena, retoma sin ningún entusiasmo su brillante idea de 1962 a propósito de las “sociedades frías” que lograban sortear la dinámica de la conciencia histórica: “Pero en ningún caso puede hablarse ya de sociedades ‘frías’. Justamente el problema es que esas sociedades ya no son ‘frías’”. Cerca del cierre del diálogo, incapaz de reconocer la viga en su ojo, critica las posiciones teóricas férreas de las que no podría encontrarse mejor ilustración que el propio estructuralismo: “En verdad, las gentes que buscan una única clave para resolver todas las cosas no me interesan nada”. Pareciera como si aquello del binarismo lingüístico hubiera sido apenas una pesadilla pasajera.
        En la oposición levistraussiana de lo frío y lo caliente está, justamente, la explicación del misterio biobliográfico: los libros, congelados en las mismas ideas, ignoran el paso del tiempo, mientras que sus compungidos y remordidos autores van dando tumbos por la historia, cada vez menos seguros de que alguna vez habitaron en esas páginas. A despecho de lo que se piensa popularmente, con cada libro escrito han apurado dosis de amarga mortalidad.



Los jugadores de naipes (1892). Paul Cézanne (1839-1906)



domingo, 18 de agosto de 2013

En busca del tiempo perdido



La conquista del filósofo (1914).
Giorgio de Chirico (1888-1978)


Desde que Claude Lévi-Strauss escribió en El pensamiento salvaje (1962) que las sociedades primitivas esquivaban la historia para instalarse en un mundo de gélida estabilidad, la idea ha hecho carrera hasta convertirse en un principio de fe de la antropología. Sin embargo, no alcanza a entenderse por qué esa convicción es una de las más esgrimidas a la hora de distinguir las sociedades ancestrales de aquellas autodenominadas modernas, las que —continuando con las ideas del estructuralista— entenderían el tiempo como una sucesión candente de acontecimientos imprevisibles. Es mucho más plausible pensar que unos y otros pueblos participan de la misma experiencia cronológica.
       Hace poco, el antropólogo francés Marc Augé volvió sobre la idea de su compatriota en esa suerte de homilía testamentaria que es El oficio de antropólogo (2006), y consiguió aplicarla de modo ingenioso sobre una de las instituciones más singulares de la historia de la cultura: la creencia en la posesión de espíritus. Después de releer las vigorosas páginas de Michel Leiris sobre África —más exactamente, sobre el África fantasma— y de comparar esas imágenes con las del juicioso informe suscrito por un remoto administrador colonial en Togo y Benín, Augé llega a la conclusión de que aquí y allá se pone en juego una misma lógica cuando se experimentan los fenómenos de posesión: cada vez que un espíritu se cuela en el cuerpo de un hombre trae consigo su pasado, y así ocurre con todos los seres de ultratumba que escogen como sede temporal al mismo viviente. Esto significa que el principal efecto de la posesión es actualizar el pasado colectivo en el presente individual y, con ello, anular la impresión de que el tránsito de las sociedades por el tiempo sea una cadena de contingencias tan versátiles como irrecuperables; escribe el antropólogo: “El fenómeno de la posesión se revela capaz de recapitular la historia de todos detallando la de cada uno de nosotros: una arqueología ideal que propone, mediante el espectáculo de los cuerpos poseídos, la imagen de la copresencia simultánea de pasados diferentes, imposible al único nivel individual”. Quizá el poeta argentino Juan Gelman haya dicho lo mismo con mayor contundencia: “De todos modos yo soy otro”.
       La interpretación de Augé deja suponer que la adivinación es el gesto complementario de la posesión; porque si esta consiste en que un hombre del pasado se mete en un cuerpo del presente, la adivinación establece que un hombre del presente accede, por medio de alguna gracia espiritual, a una situación material del futuro que se le revela. Todos los hombres están en contacto, sin que importen las épocas en que viven. Por lo demás, este razonamiento deja claro por qué prácticas como el vudú y la nigromancia han merecido, de Occidente, una burla y un desprecio simétricos: al fin y al cabo, en tanto modalidades de la posesión y la adivinación —respectivamente—, son partes de un mismo sistema, concreciones de una misma lógica. Eso sí, en las cabezas de nuestros más obtusos conciudadanos —a qué dudarlo, la mayoría de ellos— la única explicación de la equivalencia de una y otra práctica es que se trata, simplemente, de extravagancias de salvajes; "cosas de negros", al decir de algunos fundamentalistas de la segregación.
       Lo paradójico es que en Occidente nada gusta más, hoy en día, que las artes de la adivinación. Poco importa que se las esconda detrás de nombres con olor a alta técnica y a reposada ciencia como administración o gerencia. Tras la vestidura de los significantes, nada hay en esos gestos que los aleje de las pretensiones primitivas: a la recuperación de las experiencias de otros hombres del pasado se la llama previsión de riesgos; a la adivinación de las cosas que deberán hacerse en el futuro o de las contingencias que tendrán lugar algún día, planificación. En el colmo de la pretensión de prever lo que sucederá mañana, en las empresas, hospitales y escuelas occidentales se simula que tienen lugar, ya, los incendios o terremotos del futuro, y se ensayan las reacciones más recomendables. De modo harto ingenuo se piensa que, llegado el momento, el pánico y otras emociones desbordadas podrán canalizarse en organizadas coreografías de evacuación. Hasta se llega a ensayar la respiración boca a boca, y algunos sujetos se impregnan de untos rojizos para representar el papel de los heridos. Dichas prácticas, a decir verdad, parecen no estar muy distantes de los conjuros mágicos trobriandeses descritos por Bronislaw Malinowski en Argonautas del Pacífico occidental (1922): allí todos los ensalmos tenían, al cabo de las recitaciones, una sección performativa en que los hechiceros hacían morisquetas y monerías que pretendían anticipar los efectos anhelados. En todas las latitudes del mundo se tiene la ilusión —o el deseo— de que los sucesos habrán de actualizarse constantemente.
        Un cuarto de siglo antes de que Lévi-Strauss partiera el mundo en sociedades frías y calientes, el etnolingüista norteamericano Benjamin Lee Whorf la había dividido en sociedades ancestrales que creían en la disolución del tiempo y sociedades modernas que pretendían hacerlo objeto y contarlo, tal como se cuentan las manzanas o las ovejas. De modo que si Lévi-Strauss creyó que en Occidente se renunciaba al control del tiempo, Whorf apostó por lo contrario. Basta aplicar un tranquilo razonamiento matemático —anular cantidades equivalentes a un lado y otro de la ecuación— para descubrir que todos los hombres, a una, son presa de las mismas obsesiones respecto de los temas más misteriosos, ya se trate del dios, la muerte o el tiempo.


El enigma de la hora (1911). Giorgio de Chirico (1988-1978)


domingo, 28 de julio de 2013

Noticias de Australia



Mount Williamy, parte de los Grampians en West Victoria (1865).
Eugene von Guérard (1811-1901)
 


Hace poco más de un mes, la revista National Geographic divulgó un artículo sobre la obstinada pero amenazada sobrevivencia de los yolngu del norte de Australia: después de ser los amos en la isla de los canguros durante cerca de 50.000 años, ellos y las demás etnias nativas representan, actualmente, menos del 3% de la población del país. Michael Finkel, el cronista de turno, basa su lamentación en imágenes que, aunque desgarradoramente ciertas, al mismo tiempo son todo un déjà vu: los colonizadores europeos llevaron allí los vicios, las enfermedades y el odio racial, pestes que, hoy en día, asumen el rostro de la dependencia de los estilos de vida e inventos occidentales. Casi puede estarse seguro de que, en nuestras latitudes, William Ospina ha dicho lo mismo a propósito de los nukak, cocamas, kankuamos o cualquier otra etnia en peligro de extinción.
       Nada tan ajeno al espíritu de esta crónica como zaherir al romántico ensayista y novelista colombiano, ganador del Premio Rómulo Gallegos en 2009 con una novela a todas luces indiófila. Sobre todo, cuando a los mismos antropólogos corresponde buena parte de la responsabilidad en la inminente extinción de muchas comunidades ancestrales, especialmente en el caso de los aborígenes australianos. El argumento contra el gremio es claro: durante las primeras décadas de existencia de la antropología —allá en el embrionario siglo xix—, las páginas pergeñadas por los científicos de lo humano establecieron para los isleños un estatus nefasto que, acaso, acabó tornándose indeleble. En Historia natural del hombre (1843), James Cowles Pritchard —“distinguido antropólogo” según el criterio de su colega Godfrey Lienhard— define así la conformación del atlas mundial de las etnias: “Si el negro y el australiano no son nuestros semejantes ni forman una sola familia con nosotros, sino que son de un orden inferior, y si nuestros deberes hacia ellos no están considerados en ninguno de los preceptos positivos en que se funda la moralidad del mundo cristiano, nuestras relaciones con esas tribus no resultarán muy diferentes de aquellas que pudieran imaginarse que subsisten entre nosotros y una raza de orangutanes”.
       No se puede decir que los primeros clásicos de la antropología hayan, precisamente, enmendado la plana a Pritchard. En La sociedad antigua (1877), el insigne Lewis Henry Morgan apenas tuvo, con los australianos, la galantería de no invocarlos como ejemplo del estadio inferior del salvajismo, fase para la que no podían encontrarse ejemplos vivos; pero no dudó en acomodarlos en el estadio medio del mismo salvajismo, inaugurado con el rudimentario conocimiento del uso del fuego. Asimismo, Morgan está convencido de que, en cuanto a su organización social, los australianos “se hallan colocados por debajo del negro africano y próximos al pie de la escala”, toda vez que son el único pueblo que basa su política en las crudas prerrogativas sexuales. Mientras tanto, en La rama dorada (1890), Sir James George Frazer no tiene duda de que “los aborígenes de Australia son los más rudos salvajes de que podamos tener informes seguros”, y, como si fuera poco, también sospecha que “todos son brujos”. Un par de décadas después Émile Durkheim se interesó por la religión australiana, pero solo porque la encontró elemental, aunque, stricto sensu, en la introducción de su famoso tratado de 1912 prefiere hablar de sus “cultos groseros”.
       En el tercer capítulo de El totemismo en la actualidad (1962), Claude Lévi-Strauss insinúa sus sospechas contra la manida idea de que Australia, por su insularidad, hubiera sido un territorio inaccesible y, por ello, propicio para la crianza de criaturas exóticas e incontaminadas, con inclusión de los seres humanos. Sin embargo, quizá ya era demasiado tarde: para entonces, la alteridad radical encarnada por los australianos ya se había consolidado como una de las presuntas verdades de Perogrullo en las enciclopedias antropológicas. Lo paradójico es que el llamado de atención de Lévi-Strauss explica justamente por qué hoy la Australia ancestral se desmorona ante las narices del mundo: justo por ser un territorio accesible, James Cook tocó su litoral en 1770 para subyugarlo a los pies del Reino Unido —de hecho, en 1788 ya había sido instalada allí una colonia penitenciaria—, y por eso, ahora mismo, los turistas acaudalados del mundo van hasta las tierras de los yolngu para ser masajeados por las nativas, durante el Festival Garma. Los Cook del siglo xxi ya no llevan bayonetas ni tifus, pero con sus celulares, sus cigarrillos y su whisky dejan en los jóvenes lugareños la tentación de zambullirse en el confort de la vida moderna. Por eso no extraña que los insidiosos mosquitos que todas las noches atacan a los yolngu sean vistos como deidades por algunos ancianos: a fin de cuentas, sus picaduras hacen entender que “la vida no es fácil”, de acuerdo con el testimonio ofrecido por una matriarca al condolido reportero de National Geographic.
       Lévi-Strauss escribió alguna vez que la antropología está tocada por un trágico don de Midas: convierte el mundo étnico en un tesoro de conocimiento, pero al precio de hacerlo inservible para otra cosa que no sea la contemplación enciclopédica. Es una lástima que no haya también, en el ejercicio del antropólogo, algo así como un efecto tipo boomerang australiano: el retorno del golpe como castigo ejemplar contra la torpeza del lanzador.


Salto de Govett y valle del río Grose en Nueva Gales del Sur (1873).
Eugene von Guérard (1811-1901).


sábado, 6 de julio de 2013

El libro de las revelaciones



Visión de Ezequiel (1518). Rafael Sanzio (1483-1520)


¿Qué son los científicos sociales cuando escriben ficción? ¿Científicos o escritores? Sin duda, ambas cosas. No obstante, mientras que el gesto literario se realiza plenamente —es o no es, parafraseando a Hamlet—, el gesto científico es apenas esbozo, pues en el ámbito de un cuento o novela los conceptos suelen aparecer con rostro de ejemplos, hipótesis, experimentos e ideas imperfectas. Para el científico social, la literatura es su laboratorio de pruebas; o su hoja de borrador, para decirlo con mayor propiedad bibliófila.
       La obra literaria de Mircea Eliade, especialmente la colección de tres cuentos traducida al castellano como El burdel de las gitanas (1984), es una buena ilustración de cómo un científico social —en este caso un historiador y filósofo, es decir, un antropólogo— se sirvió de la ficción para especular con libertad a propósito de aquello que, en sus tratados, se presenta con rigurosa objetividad. Bien se sabe cuáles son las ideas fundamentales de este rumano, maestro en el estudio de las religiones: el mundo de los hombres se distingue por la oposición de dos ámbitos, el sagrado y el profano (por lo demás, se trata de una idea ya alojada en Las formas elementales de la vida religiosa [1912] de Émile Durkheim, fuente de la que Eliade bebió copiosamente, como lo hicieron los antropólogos del siglo XX). A su vez, lo sagrado se caracteriza por ser el ámbito en que se revela el orden fundamental del mundo, revelación que se actualiza en las repeticiones organizadas de palabras y actos; de mitos y ritos, para decirlo en la jerga de los especialistas.
       La odiosa tendencia, en muchos trabajos etnográficos de veteranos y amateurs, de describir el mundo del otro como una exótica comarca en que todo resulta trascendental —lo mismo da rezar al dios o liar un cigarrillo—, justifica que uno de los libros más clásicos de Eliade, Lo sagrado y lo profano (1957), deba ser lectura obligatoria en la formación de un antropólogo. Poco importa que se trate de un trabajo con más de medio siglo a cuestas: allí se enseña que lo sagrado solo puede existir a condición de que haya cosas profanas que se le opongan. Allí está, bien se ve, la sana lógica estructuralista del gran Ferdinand de Saussure: cualquier elemento de un sistema, más que ser una cosa en sí misma, es lo que no son los demás.
       A pesar de todo, el mismo Eliade —o, mejor, el Eliade escritor— parece no estar muy persuadido de las relaciones complementarias entre su ying y su yang; eso, por lo menos, es lo que sugiere el relato “El puente”, en que hasta las cosas banales del mundo son vistas como depositarias del cálido misterio de lo sagrado. Cuatro hombres, a bordo de un tren, conversan sobre sendos temas grises: el accidente de un motociclista, un teniente que se sienta a la mesa con dos estudiantes, una reunión al término de un bautizo, una niña que le lee a una vieja; conforme avanza el palique, los tertuliantes descubren que se trata de situaciones que nunca han tenido un comienzo y que nunca tendrán un final, pues su naturaleza es la de las revelaciones: ocurrirán una y otra vez. Ganados por esa idea, y cerca de llegar a su destino, se convencen de que el paso del tren por un puente constituye un hecho trascendental de la misma especie. Es evidente cuál es la idea de fondo: la separación entre lo sagrado y lo profano, clara en la teoría, es difusa en la realidad; y esa realidad, reflejada en la literatura, aparece como un extenuante continuum de sospechas espirituales. Así que, en potencia, todo es sagrado. Nada más frustrante.
       Mientras tanto, un Eliade muy confesional se deja ver en “Las Tres Gracias” —cuento que, por lo demás, da título al volumen original en francés—: el filósofo de la experiencia religiosa universal se muestra, allí, como un rumano católico de carne y hueso. Uno de sus personajes, el Dr. Tataru, investiga el origen del cáncer y llega a la conclusión de que ese mal es, salido de madre, lo que en principio era el don de la regeneración de la vida; el mismo don del que debían gozar Adán, Eva y todos sus descendientes si la fatídica serpiente no hubiera metido baza, y que acabó convirtiéndose en castigo: la regeneración celular se trocó en degeneración, la reproducción armónica en reproducción caótica. Por más que se trate de un ensueño literario, llama la atención que el escritor, habitualmente muy interesado por los misterios de las religiones orientales, conceda al Génesis un estatus especial como texto de revelaciones biológicas. Nada más impensado.
       También es peregrina la manifestación de ciertas pasiones —con tufillo de prejuicio— en “El burdel de las gitanas”. Un hombre visita una regocijada casa de las afueras de Bucarest, regentada por gitanas y juzgada con severidad por la ciudadanía. El visitante, dado que no logra adivinar un caprichoso acertijo, recibe el castigo mágico de perder varios años de su vida: de repente se encuentra en el futuro, pobre y abandonado, con el único consuelo de que logra reunirse con su primera novia —el amor de su vida—, a quien en mala hora abandonó. Sin embargo, esa feliz reunión tiene lugar en un ámbito enrarecido, onírico o, peor, coloreado con los tonos de las visiones de ultratumba. De modo que, al final del cuento del gran humanista rumano, los gitanos no alcanzan redención alguna: por el contrario, pareciera que se les ratificara el estatus mefítico y el perfil canallesco que desde hace tanto tiempo se les ha adjudicado en Occidente. Nada más descomedido.
       Alguna vez dijo André Maurois que lo que se dice no es necesariamente lo que se piensa, y que lo que se piensa no es forzosamente lo que se quiere; por eso el escritor francés se solazaba con la convicción de que la máquina de leer los pensamientos fuera una simple quimera. Es verdad que no existe tal máquina, pero existen las novelas de los científicos: ellas son su pensamiento en voz alta; son las impertinencias y genialidades que, en medio de su proverbial distracción, creen haber confiado exclusivamente a las paredes de su alcoba.


Caravanas, campamento gitano cerca de Arles (1888).
Vincent Van Gogh (1853-1890)

viernes, 14 de junio de 2013

Un libro en las tinieblas



Compartimento C, coche 193 (1938). Edward Hopper (1882-1967)


Pocas cosas intrigan tanto como saber qué leen los otros. De hecho, ya se escribió el cuento de un hombre que enloquece —o poco menos— cuando descubre que una lectora anónima, a quien espiaba en el metro, baja de la máquina sin dejar ver cuál era el libro que dormía en sus manos. Con todo, el drama implícito en esa anécdota ferroviaria parece poca cosa cuando se compara con una angustiosa historia en que la verdad aparece velada —alumbrada a medias por la luz de la revelación— al mismo tiempo que eternamente irresoluta en el silencio del papel muerto. Es lo que ocurre con una exaltada noticia de Bronislaw Malinowski a propósito de un libro de Joseph Conrad.
       El 1.o de agosto de 1915, luego de haber interrumpido la escritura de su diario de campo por espacio de cinco meses, Malinowski recupera sus bríos de escritor y —bajo los techos de hoja de palma de la aldea de Omarakana, en una de las islas de Papúa-Nueva Guinea— consigna dos noticias sugestivas: la primera es que ha decidido casarse con “N.”, su remota novia de entonces; la segunda, que reconoce estar bajo la “fuerte impresión” que le ha dejado “la novela de Conrad”. Pero dado que los 150 días previos de la vida de Malinowski no han quedado consignados en sus papeles íntimos, nada puede saberse a propósito de cuál haya sido la novela que tan familiarmente invoca como causa de su excitación. Para tormento del lector curioso, el etnógrafo polaco admite que esos meses podrían ser los “más importantes” de su vida emocional y, tras prometerse que empezará un nuevo diario, aplaza su escritura hasta el lejano 28 de octubre de 1917. Así, la incógnita bibliográfica se ve seguida —en la versión editorial del diario— por la frustrante respuesta de un par de páginas vacías.
       La afición de Malinowski por la obra de su compatriota escritor es todo un clásico de la historia de la antropología, y sin duda tiene su clímax en una frase que la señora B. Z. Seligman —esposa del etnólogo que sugirió a Malinowski radicarse en las islas Trobriand— le escuchó en una reunión de amigos: “Rivers es el Rider Haggard de la antropología; yo seré el Conrad”. Quién sabe si a William H. R. Rivers, inventor del método de investigación genealógica, le haya correspondido en la historia de la ciencia del hombre el mismo estatus que, en la literatura, gozó el autor de Las minas del Rey Salomón (1885); de lo que no hay duda es que el polaco, preocupado por desentrañar la base biológica de la cultura —las necesidades animales sobre las que ella se edifica— se instaló en los mismos temas que desvelaron a Conrad. Basta recordar al Kurtz de El corazón de las tinieblas (1899), olvidado de su exquisita formación europea y convertido, casi, en un animal salvaje del Congo, para advertir la afiliación de los dos paisanos al mismo partido antropológico.
       La mencionada popularidad de la pasión literaria de Malinowski ha dado pie a reflexiones igualmente canónicas. Una de ellas, suscrita por el antropólogo estadounidense James Clifford, sugiere que el “yo” fragmentado del etnógrafo —a un mismo tiempo investigador agudo, europeo mujeriego, colonizador infatuado, humanista consumado, literato frustrado, viajero paranoico y guiñapo hipocondríaco, según deja ver su diario— se avino con la cruda disyuntiva expresada en los personajes de El corazón de las tinieblas: Marlow, hipócrita y adocenado por las reglas sociales, y Kurtz, auténtico pero destruido por su propia autonomía. Escribe Clifford: “Tanto El corazón de las tinieblas como el Diary parecen retratar la crisis de una identidad, una lucha de los límites de la civilización occidental contra la amenaza de la disolución moral”. Se trata, qué duda cabe, de una interpretación brillante; con todo, ella no logra resolver el enigma vigente desde hace casi un siglo: ¿cuál fue la novela que dejó tan hondamente conmovido a Malinowski? Entre las decenas de libros cuya culposa lectura se confiesa en el diario —porque, al fin y al cabo, la literatura fue el vicioso alcohol de un etnógrafo que no quería ponerse el overol de trabajo—, los únicos títulos explícitos de Conrad son, lejos del contexto del enigma por resolver, los de Juventud (1902) y El agente secreto (1909).
       James Clifford, después de todo, ha hecho lo único que queda por hacer: especular, a propósito de influyentes lecturas, con base en las páginas antropológicas que Malinowski escribió al término de su intensa experiencia de campo. Sea entonces el momento de señalar que, en Los argonautas del Pacífico occidental (1922), una situación ideada por el etnógrafo para ambientar al lector en el contexto geográfico de su tratado —“Imagínese que de repente está en tierra, rodeado de todos sus pertrechos, solo en la playa tropical”— se antoja como un calco del inicio de Una avanzada del progreso (1896), trágica fábula en que dos almas cándidas, Kayerts y Carlier, son abandonadas con toda su inútil impedimenta moderna a las orillas de un río africano. Asimismo, relaciónense las siniestras páginas sobre peripecias marinas incluidas en Los argonautas del Pacífico occidental con Tifón (1902) o con La línea de sombra (1917), esta última, tardía novela en que Conrad imagina una travesía iniciática por un mar que, en cierto sentido, corresponde a las aguas del inframundo. Un poco más en broma —pero no por ello con menos posibilidad de acierto—, podría vincularse a Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926) con El duelo (1907), o al propio diario con La locura de Almayer (1895) o Un vagabundo de las islas (1896). La novela de Conrad leída por Malinowski en 1915 son todas, al mismo tiempo que ninguna.
       Hasta hoy, los etnógrafos han señalado con excesivo y sospechoso énfasis la importancia de los ritos solemnes o de los expresivos gestos cotidianos. Parece escapárseles una verdad que es el principio de fe de los antropólogos de poltrona: que algo fundamental de la condición del otro se revela en la elección de sus libros de cabecera. Albedrío bibliográfico es como debería llamarse esa nueva categoría metodológica.


Retrato de un hombre no identificado (1941). Felix Nussbaum (1904-1944)

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Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...