lunes, 9 de septiembre de 2013

Conversación en la catedral



Los embajadores (1533). Hans Holbein el Joven (1497-1543)


Nunca deja de sorprender —aunque se trate de la sorpresa más ingenua— el descubrimiento de que quienes escriben los libros son personas de carne y hueso en irrefrenable caducidad. Ese sobresalto es el efecto obvio del misterioso acto de la lectura, en el cual una voz sin cuerpo asalta nuestra conciencia y hace que sobreagüemos, sin voluntad, en el río de sus palabras. Después de semejante experiencia, nadie tiene el derecho de exigirnos imaginar al hablador prodigioso haciendo fila en el banco o rasurándose frente a un espejo cuarteado; ya es suficiente que nosotros mismos, de regreso del sortilegio libresco y más o menos ilesos, podamos ejecutar otra vez esas ceremonias ordinarias.
        Si no se comparte vecindario con algún genio internacional, la enrarecida revelación de la cotidianidad de los famosos suele producirse cuando un autor escoge como objeto de su escritura a alguno de sus colegas. Es el caso de las entrevistas que se hacen a los grandes maestros y, sobre todo, de aquellas en que el cronista de turno ha tenido el cuidado de no dejar escapar los gestos escenográficos. En las toldas de la antropología, pocos ejercicios de esa índole resultan tan significativos como la conversación sostenida por el antropólogo español Alberto Cardín con su ilustre colega francés Claude Lévi-Strauss, en 1989. Que el gran estructuralista, a todas luces malhumorado, haya resoplado de alivio al final del encuentro, es algo que no hubiera podido sospecharse ni siquiera por inspiración de las páginas más sinceras y circunspectas de Tristes trópicos (1955).
        Lo primero que sabemos es que Lévi-Strauss se esconde en un cuarto alto de la sala de lectura del Laboratoire d’Anthropologie Sociale del College de France, en una especie de “sacristía” con frontón y claraboya, de acuerdo con la descripción de Cardín. Allí, tembloroso a causa de un incipiente mal de Parkinson y con cara “judaica y senatorial”, el estructuralista saluda al visitante de modo tal que, como una advertencia, quede claro su humor agriado: “Lo verdaderamente fastidioso es que en este tipo de entrevista se repiten siempre las mismas cosas”. A causa de su mala pata o por puro cinismo, Cardín inaugura su cuestionario con una beatífica pregunta a propósito del aporte de la ciencia del hombre “para la comprensión del mundo en que vivimos”. El maestro, con cajas destempladas, aclara que esa no es una tarea de la antropología, pues las visiones y los juicios de conjunto no hacen parte de su método; de hecho, le parece que sus ideas sobre asuntos tan panorámicos tendrían el mismo interés que las opiniones de la portera de su despacho. El entrevistador cae en la trampa y, con la vana idea de zaherir al anfitrión, le echa en cara su perspectiva particularista: “Es usted más boasiano de lo que me figuraba”. Lévi-Strauss, con la mofa propia de quien se ve obligado a ratificar lo obvio, apenas dice: “Sí, soy muy boasiano”. Muy a despecho de su carrera de ratón de biblioteca, Cardín ha olvidado que, entre los libros del estructuralista, La vía de las máscaras (1979) significó, casi, el intento de escribir el tratado analítico que no había podido zurcir el viejo Boas, perdido entre sus arrumes de datos sobre la costa oeste de Canadá.
        Mejor suerte tiene Cardín cuando lleva a Lévi-Strauss al terreno de sus ideas sobre el Tercer Mundo. La carnada servida por el antropólogo español es tan tentadora y fácil como una rata en un serpentario: la idea de que Occidente sufre, hoy en día, una profunda desmoralización. El maestro, sin mesura, se apresura a negar la proposición por medio de un infantil viaje al otro extremo: “Eso no es verdad en absoluto. Diría que es incluso al contrario”; y muy pronto, con el mismo furor de Fernando Vallejo, se despacha contra la proliferación de la humanidad en aquellos países que, como Brasil e India, habían despertado su fascinación varias décadas atrás, en Tristes trópicos: “veo un Mundo Occidental que, como usted acaba de decir hace un instante, está amenazado (no hablo de una amenaza física, que no es el caso, pero sí ciertamente de una amenaza de sus valores, sus tradiciones), por la escalada de eso que se llama Tercer Mundo, la eclosión demográfica. Y como estoy profundamente apegado a los valores de mi propia sociedad, empiezo a preguntarme si dicha sociedad no tendrá a su vez que empezar a defenderse”. Ahora es el entrevistador quien hila a su gusto, como se ve en su respuesta, audaz al punto de poner en tela de juicio la idoneidad profesional del antropólogo más influyente del siglo XX: “Y, cuando se está tan apegado a la sociedad donde uno ha crecido y donde se ha enculturado, a sus valores y formas de ver las cosas, ¿usted cree que es posible comprender a otra sociedad desde dentro, tal como idealmente se lo proponen los antropólogos?”.
        Conforme van y vienen las preguntas y las respuestas, la atmósfera de la entrevista se satura de una cruda y retadora sinceridad. Es sobre todo Lévi-Strauss quien, a fuer de maestro, da la lección: sólido, concreto, confiesa sin empacho —incluso con jactancia— sus vacíos de lector. Cardín menciona una reflexión de Alain Finkielkraut sobre el relativismo, pero el anfitrión lo corta con una ríspida confesión: “No lo he leído”. Poco después el español arremete con una alusión a la escuela italiana de hermenéutica, y el otro escurre el bulto con un “No sé nada de eso”. El clímax de la negación —la tercera antes de que cante el gallo— ocurre cuando, tras la invocación de El antropólogo como autor de Clifford Geertz por parte de Cardín, Lévi-Strauss dice que no ha leído ese libro porque su colega norteamericano no se lo ha enviado. De hecho, el maestro se muestra alejado no solo de los libros de los demás sino de los propios, pues, como si se tratara de una ocurrencia ajena, retoma sin ningún entusiasmo su brillante idea de 1962 a propósito de las “sociedades frías” que lograban sortear la dinámica de la conciencia histórica: “Pero en ningún caso puede hablarse ya de sociedades ‘frías’. Justamente el problema es que esas sociedades ya no son ‘frías’”. Cerca del cierre del diálogo, incapaz de reconocer la viga en su ojo, critica las posiciones teóricas férreas de las que no podría encontrarse mejor ilustración que el propio estructuralismo: “En verdad, las gentes que buscan una única clave para resolver todas las cosas no me interesan nada”. Pareciera como si aquello del binarismo lingüístico hubiera sido apenas una pesadilla pasajera.
        En la oposición levistraussiana de lo frío y lo caliente está, justamente, la explicación del misterio biobliográfico: los libros, congelados en las mismas ideas, ignoran el paso del tiempo, mientras que sus compungidos y remordidos autores van dando tumbos por la historia, cada vez menos seguros de que alguna vez habitaron en esas páginas. A despecho de lo que se piensa popularmente, con cada libro escrito han apurado dosis de amarga mortalidad.



Los jugadores de naipes (1892). Paul Cézanne (1839-1906)



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