Los embajadores (1533). Hans Holbein el Joven (1497-1543) |
Nunca deja de sorprender —aunque se trate de la sorpresa más ingenua— el descubrimiento de que quienes escriben los libros son personas de carne y hueso en irrefrenable caducidad. Ese sobresalto es el efecto obvio del misterioso acto de la lectura, en el cual una voz sin cuerpo asalta nuestra conciencia y hace que sobreagüemos, sin voluntad, en el río de sus palabras. Después de semejante experiencia, nadie tiene el derecho de exigirnos imaginar al hablador prodigioso haciendo fila en el banco o rasurándose frente a un espejo cuarteado; ya es suficiente que nosotros mismos, de regreso del sortilegio libresco y más o menos ilesos, podamos ejecutar otra vez esas ceremonias ordinarias.
Si no se
comparte vecindario con algún genio internacional, la enrarecida revelación de
la cotidianidad de los famosos suele producirse cuando un autor escoge como
objeto de su escritura a alguno de sus colegas. Es el caso de las entrevistas
que se hacen a los grandes maestros y, sobre todo, de aquellas en que el
cronista de turno ha tenido el cuidado de no dejar escapar los gestos
escenográficos. En las toldas de la antropología, pocos ejercicios de esa
índole resultan tan significativos como la conversación sostenida por el
antropólogo español Alberto Cardín con su ilustre colega francés Claude
Lévi-Strauss, en 1989. Que el gran estructuralista, a todas luces malhumorado,
haya resoplado de alivio al final del encuentro, es algo que no hubiera podido
sospecharse ni siquiera por inspiración de las páginas más sinceras y
circunspectas de Tristes trópicos (1955).
Lo primero que
sabemos es que Lévi-Strauss se esconde en un cuarto alto de la sala de lectura
del Laboratoire d’Anthropologie Sociale del College de France, en una especie
de “sacristía” con frontón y claraboya, de acuerdo con la descripción de Cardín.
Allí, tembloroso a causa de un incipiente mal de Parkinson y con cara “judaica
y senatorial”, el estructuralista saluda al visitante de modo tal que, como una
advertencia, quede claro su humor agriado: “Lo verdaderamente fastidioso es que
en este tipo de entrevista se repiten siempre las mismas cosas”. A causa de su
mala pata o por puro cinismo, Cardín inaugura su cuestionario con una beatífica
pregunta a propósito del aporte de la ciencia del hombre “para la comprensión del
mundo en que vivimos”. El maestro, con cajas destempladas, aclara que esa no es
una tarea de la antropología, pues las visiones y los juicios de conjunto no
hacen parte de su método; de hecho, le parece que sus ideas sobre asuntos tan panorámicos tendrían el mismo interés que las opiniones de la
portera de su despacho. El entrevistador cae en la trampa y, con la vana idea
de zaherir al anfitrión, le echa en cara su perspectiva particularista: “Es
usted más boasiano de lo que me figuraba”. Lévi-Strauss, con la mofa propia de
quien se ve obligado a ratificar lo obvio, apenas dice: “Sí, soy muy boasiano”.
Muy a despecho de su carrera de ratón de biblioteca, Cardín ha olvidado que,
entre los libros del estructuralista, La
vía de las máscaras (1979) significó, casi, el intento de escribir el
tratado analítico que no había podido zurcir el viejo Boas, perdido entre sus
arrumes de datos sobre la costa oeste de Canadá.
Mejor suerte
tiene Cardín cuando lleva a Lévi-Strauss al terreno de sus ideas sobre el
Tercer Mundo. La carnada servida por el antropólogo español es tan tentadora y fácil
como una rata en un serpentario: la idea de que Occidente sufre, hoy en día,
una profunda desmoralización. El maestro, sin mesura, se apresura a negar la
proposición por medio de un infantil viaje al otro extremo: “Eso no es verdad
en absoluto. Diría que es incluso al contrario”; y muy pronto, con el mismo
furor de Fernando Vallejo, se despacha contra la proliferación de la humanidad
en aquellos países que, como Brasil e India, habían despertado su fascinación
varias décadas atrás, en Tristes trópicos: “veo un Mundo Occidental que, como usted acaba de decir hace un
instante, está amenazado (no hablo de una amenaza física, que no es el caso,
pero sí ciertamente de una amenaza de sus valores, sus tradiciones), por la
escalada de eso que se llama Tercer Mundo, la eclosión demográfica. Y como
estoy profundamente apegado a los valores de mi propia sociedad, empiezo a
preguntarme si dicha sociedad no tendrá a su vez que empezar a defenderse”.
Ahora es el entrevistador quien hila a su gusto, como se ve en su respuesta, audaz
al punto de poner en tela de juicio la idoneidad profesional del antropólogo
más influyente del siglo XX: “Y,
cuando se está tan apegado a la sociedad donde uno ha crecido y donde se ha
enculturado, a sus valores y formas de ver las cosas, ¿usted cree que es
posible comprender a otra sociedad desde dentro, tal como idealmente se lo
proponen los antropólogos?”.
Conforme van y
vienen las preguntas y las respuestas, la atmósfera de la entrevista se satura
de una cruda y retadora sinceridad. Es sobre todo Lévi-Strauss quien, a fuer de
maestro, da la lección: sólido, concreto, confiesa sin empacho —incluso con
jactancia— sus vacíos de lector. Cardín menciona una reflexión de Alain
Finkielkraut sobre el relativismo, pero el anfitrión lo corta con una ríspida
confesión: “No lo he leído”. Poco después el español arremete con una alusión a
la escuela italiana de hermenéutica, y el otro escurre el bulto con un “No sé
nada de eso”. El clímax de la negación —la tercera antes de que cante el gallo—
ocurre cuando, tras la invocación de El
antropólogo como autor de Clifford Geertz por parte de Cardín, Lévi-Strauss
dice que no ha leído ese libro porque su colega norteamericano no se lo ha
enviado. De hecho, el maestro se muestra alejado no solo de los libros de los
demás sino de los propios, pues, como si se tratara de una ocurrencia ajena, retoma
sin ningún entusiasmo su brillante idea de 1962 a propósito de las “sociedades
frías” que lograban sortear la dinámica de la conciencia histórica: “Pero en
ningún caso puede hablarse ya de sociedades ‘frías’. Justamente el problema es
que esas sociedades ya no son ‘frías’”. Cerca del cierre del diálogo, incapaz
de reconocer la viga en su ojo, critica las posiciones teóricas férreas de las
que no podría encontrarse mejor ilustración que el propio estructuralismo: “En
verdad, las gentes que buscan una única clave para resolver todas las cosas no
me interesan nada”. Pareciera como si aquello del binarismo lingüístico hubiera
sido apenas una pesadilla pasajera.
En la oposición levistraussiana
de lo frío y lo caliente está, justamente, la explicación del misterio
biobliográfico: los libros, congelados en las mismas ideas, ignoran el paso del
tiempo, mientras que sus compungidos y remordidos autores van dando tumbos por la
historia, cada vez menos seguros de que alguna vez habitaron en esas páginas. A despecho de lo que se piensa popularmente, con cada libro escrito han
apurado dosis de amarga mortalidad.Los jugadores de naipes (1892). Paul Cézanne (1839-1906) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario