Visión de Ezequiel (1518). Rafael Sanzio (1483-1520) |
¿Qué son los científicos sociales cuando escriben ficción?
¿Científicos o escritores? Sin duda, ambas cosas. No obstante, mientras que el
gesto literario se realiza plenamente —es
o no es, parafraseando a Hamlet—, el gesto científico es apenas esbozo,
pues en el ámbito de un cuento o novela los conceptos suelen aparecer con
rostro de ejemplos, hipótesis, experimentos e ideas imperfectas. Para el
científico social, la literatura es su laboratorio de pruebas; o su hoja de
borrador, para decirlo con mayor propiedad bibliófila.
La obra literaria de Mircea Eliade, especialmente la colección
de tres cuentos traducida al castellano como El burdel de las gitanas (1984), es una buena ilustración de cómo
un científico social —en este caso un historiador y filósofo, es decir, un
antropólogo— se sirvió de la ficción para especular con libertad a propósito de
aquello que, en sus tratados, se presenta con rigurosa objetividad. Bien se
sabe cuáles son las ideas fundamentales de este rumano, maestro en el estudio
de las religiones: el mundo de los hombres se distingue por la oposición de dos
ámbitos, el sagrado y el profano (por lo demás, se trata de una idea ya alojada
en Las formas elementales de la vida
religiosa [1912] de Émile Durkheim, fuente de la que Eliade bebió
copiosamente, como lo hicieron los antropólogos del siglo XX). A su vez, lo
sagrado se caracteriza por ser el ámbito en que se revela el orden fundamental
del mundo, revelación que se actualiza en las repeticiones organizadas de palabras
y actos; de mitos y ritos, para decirlo en la jerga de los especialistas.
La odiosa tendencia, en muchos trabajos etnográficos de
veteranos y amateurs, de describir el
mundo del otro como una exótica
comarca en que todo resulta trascendental —lo mismo da rezar al dios o liar un
cigarrillo—, justifica que uno de los libros más clásicos de Eliade, Lo sagrado y lo profano (1957), deba ser
lectura obligatoria en la formación de un antropólogo. Poco importa que se
trate de un trabajo con más de medio siglo a cuestas: allí se enseña que lo
sagrado solo puede existir a condición de que haya cosas profanas que se le
opongan. Allí está, bien se ve, la sana lógica estructuralista del gran
Ferdinand de Saussure: cualquier elemento de un sistema, más que ser una cosa
en sí misma, es lo que no son los demás.
A pesar de todo, el mismo Eliade —o, mejor, el Eliade
escritor— parece no estar muy persuadido de las relaciones complementarias
entre su ying y su yang; eso, por lo menos, es lo que sugiere
el relato “El puente”, en que hasta las cosas banales del mundo son vistas como
depositarias del cálido misterio de lo sagrado. Cuatro hombres, a bordo de un
tren, conversan sobre sendos temas grises: el accidente de un motociclista, un
teniente que se sienta a la mesa con dos estudiantes, una reunión al término de
un bautizo, una niña que le lee a una vieja; conforme avanza el palique, los
tertuliantes descubren que se trata de situaciones que nunca han tenido un
comienzo y que nunca tendrán un final, pues su naturaleza es la de las
revelaciones: ocurrirán una y otra vez. Ganados por esa idea, y cerca de llegar
a su destino, se convencen de que el paso del tren por un puente constituye un
hecho trascendental de la misma especie. Es evidente cuál es la idea de fondo:
la separación entre lo sagrado y lo profano, clara en la teoría, es difusa en
la realidad; y esa realidad, reflejada en la literatura, aparece como un
extenuante continuum de sospechas espirituales. Así que, en potencia, todo es
sagrado. Nada más frustrante.
Mientras tanto, un Eliade muy confesional se deja ver en “Las
Tres Gracias” —cuento que, por lo
demás, da título al volumen original en francés—: el filósofo de la experiencia
religiosa universal se muestra, allí, como un rumano católico de carne y hueso.
Uno de sus personajes, el Dr. Tataru, investiga el origen del cáncer y llega a
la conclusión de que ese mal es, salido de madre, lo que en principio era el don
de la regeneración de la vida; el mismo don del que debían gozar Adán, Eva y
todos sus descendientes si la fatídica serpiente no hubiera metido baza, y que
acabó convirtiéndose en castigo: la regeneración celular se trocó en
degeneración, la reproducción armónica en reproducción caótica. Por más que se
trate de un ensueño literario, llama la atención que el escritor, habitualmente
muy interesado por los misterios de las religiones orientales, conceda al
Génesis un estatus especial como texto de revelaciones biológicas. Nada más
impensado.
También es peregrina la manifestación de ciertas pasiones —con
tufillo de prejuicio— en “El burdel de las gitanas”. Un hombre visita una
regocijada casa de las afueras de Bucarest, regentada por gitanas y juzgada con
severidad por la ciudadanía. El visitante, dado que no logra adivinar un
caprichoso acertijo, recibe el castigo mágico de perder varios años de su vida:
de repente se encuentra en el futuro, pobre y abandonado, con el único consuelo
de que logra reunirse con su primera novia —el amor de su vida—, a quien en
mala hora abandonó. Sin embargo, esa feliz reunión tiene lugar en un ámbito
enrarecido, onírico o, peor, coloreado con los tonos de las visiones de
ultratumba. De modo que, al final del cuento del gran humanista rumano, los
gitanos no alcanzan redención alguna: por el contrario, pareciera que se les
ratificara el estatus mefítico y el perfil canallesco que desde hace tanto
tiempo se les ha adjudicado en Occidente. Nada más descomedido.
Alguna vez dijo André Maurois que lo que se dice no es necesariamente lo
que se piensa, y que lo que se piensa no es forzosamente lo que se quiere; por
eso el escritor francés se solazaba con la convicción de que la máquina de leer
los pensamientos fuera una simple quimera. Es verdad que no existe tal máquina,
pero existen las novelas de los científicos: ellas son su pensamiento en voz
alta; son las impertinencias y genialidades que, en medio de su proverbial
distracción, creen haber confiado exclusivamente a las paredes de su alcoba.Caravanas, campamento gitano cerca de Arles (1888). Vincent Van Gogh (1853-1890) |
Me escribe a mi cuenta personal, sobre esta entrada, mi amigo Juan Guillermo Gómez:
ResponderEliminar"Juan Carlos,
Hasta el momento no había tenido el tiempo, o no lo había sacado, para leer una crónica o entrega de tu blog. Hoy leí solo las dos últimas. No sé si son representativas. Pero creo que guardas como la intención -con rencor ahogado- de acabar con la antropología como disciplina escolar. Eso está muy bien y es loable. Es disolver la sacrosanta antropología en un tarro de tiner literario. Esto debe incomodar a los Levisstrositos.
Me pregunto si los estudiantes siguen el juego, o se aburren en el papel improbable de ser lo que no serán nunca. En las Tesis sobre la historia de Walter Benjamin hay un frase muy sugerente: es cuando se dice 'cómo puede suceder esto en nuestro siglo'. Es posible ese asombro filisteo simplemente porque tenemos una imagen tergiversada del curso ordenado -por la idea derivada del ilustrado Condorcet- de la historia: la idea del progreso indefinido del hombre. Pero la historia no opera conforme nuestra imagen confiada a esa utopía mutilada -era libertaria para 1794, no obstante- de que todo presente es una superación positiva de su pasado.
Algo similar se esconde en tu texto: una réplica soslayada al pensar que hay una ciencia social en la que debamos confiar nuestros mejores pensamientos. Hay algo que se agrava, no obstante, en este lado de la charca histórica: nuestros inocentes Vonrankitos, no suelen saber -y esto es signo de su seriedad disciplinar- quienes fueron Condorcet, Benjamin y aun ni el mismo von Ranke. Culpa de von Ranke, piensan los más atrevidos. Yo también, pero von Ranke tenía una virtud indiscutible: sabía narrar.
Por lo pronto, hasta puedes considerar el caso de publicar en tu blog este comentario. Me daría curiosidad observar reacciones. Después de todo, un Doctor tiene derecho a sus descaches y sus impertinencias ex cathedra. La gaya anomia es patrimonio de nuestra universidad.
Abrazo,
Juan Guillermo"