Compartimento C, coche 193 (1938). Edward Hopper (1882-1967) |
Pocas cosas intrigan tanto como saber qué leen los otros. De
hecho, ya se escribió el cuento de un hombre que enloquece —o poco menos—
cuando descubre que una lectora anónima, a quien espiaba en el metro, baja de
la máquina sin dejar ver cuál era el libro que dormía en sus manos. Con todo,
el drama implícito en esa anécdota ferroviaria parece poca cosa cuando se
compara con una angustiosa historia en que la verdad aparece velada —alumbrada
a medias por la luz de la revelación— al mismo tiempo que eternamente
irresoluta en el silencio del papel muerto. Es lo que ocurre con una exaltada
noticia de Bronislaw Malinowski a propósito de un libro de Joseph Conrad.
El 1.o
de agosto de 1915, luego de haber interrumpido la escritura de su diario de
campo por espacio de cinco meses, Malinowski recupera sus bríos de escritor y
—bajo los techos de hoja de palma de la aldea de Omarakana, en una de las islas
de Papúa-Nueva Guinea— consigna dos noticias sugestivas: la primera es que ha
decidido casarse con “N.”, su remota novia de entonces; la segunda, que
reconoce estar bajo la “fuerte impresión” que le ha dejado “la novela de Conrad”. Pero dado que los 150
días previos de la vida de Malinowski no han quedado consignados en sus papeles
íntimos, nada puede saberse a propósito de cuál haya sido la novela que tan familiarmente invoca como causa de su excitación.
Para tormento del lector curioso, el etnógrafo polaco admite que esos meses
podrían ser los “más importantes” de su vida emocional y, tras prometerse que
empezará un nuevo diario, aplaza su escritura hasta el lejano 28 de octubre de
1917. Así, la incógnita bibliográfica se ve seguida —en la versión editorial
del diario— por la frustrante respuesta de un par de páginas vacías.
La afición de
Malinowski por la obra de su compatriota escritor es todo un clásico de la
historia de la antropología, y sin duda tiene su clímax en una frase que la
señora B. Z. Seligman —esposa del etnólogo que sugirió a Malinowski radicarse
en las islas Trobriand— le escuchó en una reunión de amigos: “Rivers es el
Rider Haggard de la antropología; yo seré el Conrad”. Quién sabe si a William
H. R. Rivers, inventor del método de investigación genealógica, le haya
correspondido en la historia de la ciencia del hombre el mismo estatus que, en
la literatura, gozó el autor de Las minas
del Rey Salomón (1885); de lo que no hay duda es que el polaco, preocupado
por desentrañar la base biológica de la cultura —las necesidades animales sobre
las que ella se edifica— se instaló en los mismos temas que desvelaron a
Conrad. Basta recordar al Kurtz de El
corazón de las tinieblas (1899), olvidado
de su exquisita formación europea y convertido, casi, en un animal salvaje del
Congo, para advertir la afiliación de los dos paisanos al mismo partido
antropológico.
La mencionada
popularidad de la pasión literaria de Malinowski ha dado pie a reflexiones
igualmente canónicas. Una de ellas, suscrita por el antropólogo estadounidense
James Clifford, sugiere que el “yo” fragmentado del etnógrafo —a un mismo
tiempo investigador agudo, europeo mujeriego, colonizador infatuado, humanista
consumado, literato frustrado, viajero paranoico y guiñapo hipocondríaco, según
deja ver su diario— se avino con la cruda disyuntiva expresada en los
personajes de El corazón de las tinieblas:
Marlow, hipócrita y adocenado por las reglas sociales, y Kurtz, auténtico pero
destruido por su propia autonomía. Escribe Clifford: “Tanto El corazón de las tinieblas como el Diary parecen retratar la crisis de una
identidad, una lucha de los límites de la civilización occidental contra la
amenaza de la disolución moral”. Se trata, qué duda cabe, de una interpretación
brillante; con todo, ella no logra resolver el enigma vigente desde hace casi
un siglo: ¿cuál fue la novela que
dejó tan hondamente conmovido a Malinowski? Entre las decenas de libros cuya
culposa lectura se confiesa en el diario —porque, al fin y al cabo, la literatura fue el vicioso alcohol de un etnógrafo que no quería ponerse el overol
de trabajo—, los únicos títulos explícitos de Conrad son, lejos del contexto
del enigma por resolver, los de Juventud (1902)
y El agente secreto (1909).
James Clifford,
después de todo, ha hecho lo único que queda por hacer: especular, a propósito
de influyentes lecturas, con base en las páginas antropológicas que Malinowski escribió
al término de su intensa experiencia de campo. Sea entonces el momento de
señalar que, en Los argonautas del
Pacífico occidental (1922), una situación ideada por el etnógrafo para
ambientar al lector en el contexto geográfico de su tratado —“Imagínese que de
repente está en tierra, rodeado de todos sus pertrechos, solo en la playa
tropical”— se antoja como un calco del inicio de Una avanzada del progreso (1896), trágica fábula en que dos almas
cándidas, Kayerts y Carlier, son abandonadas con toda su inútil impedimenta moderna
a las orillas de un río africano. Asimismo, relaciónense las siniestras páginas
sobre peripecias marinas incluidas en Los
argonautas del Pacífico occidental con Tifón
(1902) o con La línea de sombra (1917), esta última, tardía novela en que Conrad imagina una travesía iniciática por un mar que, en
cierto sentido, corresponde a las aguas del inframundo. Un poco más en broma
—pero no por ello con menos posibilidad de acierto—, podría vincularse a Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1926)
con El duelo (1907), o al propio
diario con La locura de Almayer (1895)
o Un vagabundo de las islas (1896).
La novela de Conrad leída por Malinowski en 1915 son todas, al mismo tiempo que
ninguna.
Hasta hoy, los
etnógrafos han señalado con excesivo y sospechoso énfasis la importancia de los
ritos solemnes o de los expresivos gestos cotidianos. Parece escapárseles una
verdad que es el principio de fe de los antropólogos de poltrona: que algo
fundamental de la condición del otro
se revela en la elección de sus libros de cabecera. Albedrío bibliográfico es como debería llamarse esa nueva categoría
metodológica.
Retrato de un hombre no identificado (1941). Felix Nussbaum (1904-1944) |
El lector curioso quizá no me perdone haber mencionado, en el primer párrafo, la trama de un cuento cuyo título no revelo. Preferí ese pecado al de la vanidad, pues el cuento de marras es mío. Su título es en "En el metro", y está incluido en la colección "Cuentos que he querido escribir" (1999). El libro está casi agotado, pues se ha regalado masivamente.
ResponderEliminar:)
ResponderEliminar