Ofrenda de los indios mandan (h. 1843). Karl Bodmer (1809-1893) |
Robert H. Lowie, en sus trabajos sobre la religión
de los indios cuervos (crows o apsarókas) de Montana, hizo una apuesta grande
en contra de la sociología de la religión. En 1922, afirmado en una postura
psicológica, desestimó las ideas todavía recientes que Émile Durkheim había
expresado en Las formas elementales de la vida religiosa (1912) sobre lo
que sería el rasgo básico de la religión: que se conformaba como un sistema de
creencias y ritos compartidos por una comunidad, la cual se solazaría —hasta la
efervescencia— en la conciencia de sus vínculos. El sociólogo francés había
empezado por desterrar la idea de que el elemento de lo sobrenatural
fuera obligatorio en la constitución de lo religioso, persuadido de que esa
categoría no era más que una invención de última hora de la mentalidad
racionalista. Lowie, con decisión, declara el jaque: “Por otro lado, debo
mantener que ‘todos los pueblos poseen un sentido de lo sobrenatural’”.
Para el antropólogo de origen austriaco, la
esencia de lo religioso reside en la experiencia subjetiva. En el caso de los cuervos,
el clímax tiene lugar cuando un hombre tiene una visión en la cima de una
montaña, cuatro días después de haber empezado a ayunar y, a veces, tras
mutilarse alguna de sus falanges. Se instala casi desnudo en el sitio, con el solo avío de una piel de bisonte (o búfalo americano) que lleva para cobijarse. Cada visionario ve una
cosa distinta, pero normalmente se trata de la aparición de algún espíritu,
entidad o personaje —animal o humano— que, tras revelarse como símbolo o
mensajero del sol, da instrucciones al devoto a propósito del tema que lo
inquieta, ya se trate de un combate próximo, una aspiración social, una empresa
amorosa u otra cosa. Acabada la experiencia, el visionario debe realizar el
programa de acción sugerido por la entidad sobrenatural, pero esas
recomendaciones son de diversa naturaleza: puede ser que deba construir una cabaña, vestirse
de cierta manera, ingresar en una orden o sembrar tabaco. Esta libertad de
acción, ajena a la univocidad del rito —entre otras cosas, no se apela a
ninguna cosmovisión tradicional específica—, es la que lleva a Lowie a la
conclusión de que lo religioso propiamente dicho se centra en lo que sucede en la cumbre de la montaña: “no había un conjunto de dogmas admitidos
universalmente ni organización eclesiástica alguna que dictase leyes para guía
de la conciencia religiosa. Nadie insistía en que los Cuervo debían creer en el
mito de la creación o admitir una concepción generalizada del más allá; ni
necesitaba el joven [visionario] estímulo externo alguno para salir en busca de
la visión”.
En verdad, inquieta que se ponga las
ocurrencias individuales en el mismo lugar en el que cabría ver una institución
plenamente estructurada. Consciente de la audacia de su tesis, el mismo Lowie
llega a admitir que alguna filosofía de la religión, “mamada con la leche
materna”, podía modelar el contenido de las visiones y los hechos prácticos que
sucedían después. Aun así, se mantiene firme en la idea de que la religión, en
ese pueblo de Montana, consiste en una amplia serie de comportamientos con base
en una misma clase de estímulo, y que en ningún sentido se trata de una misma práctica estandarizada. En
el caso de que esta no sea una conclusión legítima, conviene, antes de lanzar
la primera piedra contra el discípulo de Franz Boas, echar un ojo sobre otros
casos etnográficos.
De acuerdo con el antropólogo canadiense Wade
Davis, los kiowas de Oklahoma conceden mucha importancia a los ritos que
incluyen experiencias de visión individual, las cuales estimulan con el consumo
del peyote (Lophophora williamsii). Ese cactus, originario de México,
habría sido adoptado como estimulante por muchas tribus de la actual
Norteamérica, especialmente las de las Grandes Llanuras. Escribe Davis en El
río. Exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (1996): “De los
kiowas, el culto del peyote había pasado a los arapahos y cheyenes, los
shawnees, wichitas y pawnees, y no solo hasta los pueblos de las praderas del
norte, los crows, sioux y blackfoots, sino yendo más allá hasta los senecas y
los creeks, los cheroquíes, los bloods, los chippewas, y alcanzando incluso a
llegar al norte del Canadá”. Ahora bien, lo que interesa son las razones de los
kiowas y sus pares para adoptar ese alucinógeno foráneo. De acuerdo con Davis,
todo se originó en el exterminio de las grandes manadas de bisontes en el siglo
XIX, ordenado por el gobierno de los Estados Unidos para desestabilizar la
economía de los nativos, cuyas tierras ambicionaba. Entre 1850 y 1880 se
comercializaron más de 75 millones de pieles de Bison bison, y a tal punto llegó a menguar su población que los indígenas no dispusieron, como antes, de la
materia prima de sus ritos. Los kiowas, en la celebración de la Danza del Sol
—practicada, con variantes, a lo largo y ancho de las praderas—, solían poner
un cráneo de bisonte junto al Tai-me, representación solar, y llegó un día en el
que tuvieron que mandar una delegación hasta Texas para tratar de encontrar una
cabeza del animal. Los blancos, cuando mataban los bisontes, dejaban que la
carne se pudriera, y aprovechaban comercialmente los huesos y la piel. El 20 de
julio de 1890, finalmente, fue prohibida oficialmente la Danza del Sol. En
consecuencia, en lo sucesivo se hizo popular la Danza de los Espectros —pensada
como proclama contra los invasores—, en la que jugaba un papel importante el
consumo del peyote, que los kiowas conocían desde mediados del siglo. Asimismo,
la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz cuenta, en La historia indígena de
Estados Unidos (2015), que, por esa época, un líder religioso paiute enseñó
a peregrinos de otras naciones indígenas del oeste cómo llevar a cabo una Danza
de los Espíritus. Bien se ve que las soluciones coyunturales se impusieron
sobre los usos tradicionales.
Los cuervos, huéspedes de las praderas del
norte, también fueron perjudicados por la matanza de los bisontes, y, como los
kiowas al sur, quizá vieron afectados sus cultos ancestrales. En su obra más
conocida, La sociedad primitiva (1920), Lowie sugiere que, en efecto, en
el siglo XIX la cultura cuervo experimentó algunas mudanzas culturales. Cuando el
antropólogo visitó a los indígenas, observó que su organización social se
distinguía por la existencia de ciertas órdenes y clubes entregados a la
práctica exclusiva y generacional de ciertas actividades, entre ellas las
danzas. Lowie habla de usos “antiguos” y “modernos”, los primeros caracterizados
por la vigencia de un sentido más religioso. Y aunque no detalla en qué habría
consistido la transformación cultural, sí deja saber algunas cosas que le interesan
a nuestro ensayo. Una es que, como en el caso de los kiowas, las prácticas más
antiguas a que se entregaban las cofradías de los cuervos estaban relacionadas
con la temporada de cacería de los bisontes. Asimismo, sugiere que los cambios
en las prácticas se habrían producido a mediados del siglo XIX —esto es, cuando
recrudeció la depredación sobre el desgraciado bóvido—, y, como si fuera poco,
informa que los cuervos tuvieron que aprender nuevas danzas,
algunas de ellas enseñadas por sus vecinos hidatsas.
Si, como los kiowas, los cuervos se vieron
obligados a reemplazar un rito religioso tradicional por una nueva práctica, es
factible que también se tratara de una que ponía de relieve la experiencia
subjetiva. Cuando Lowie analiza el aspecto psicológico de la visión religiosa
entre los cuervos, señala que los nativos, al ayunar varios días o mutilarse,
quizá buscan ponerse en una situación de debilidad física que favorezca la
experiencia delirante. El antropólogo no menciona que se consuma ninguna planta
estimulante, pero de todas maneras admite que el fenómeno que se quiere
propiciar es, en esencia, una “alucinación”. Si, como apunta Davis, los cuervos
conocían el peyote, no parece una osadía pensar que, eventualmente, pudiera ser
usado para estimular las visiones. Con independencia de eso, lo que se antoja
relevante es la posibilidad de interpretar la vida religiosa de los cuervos —al
menos la que conoció Lowie— como una práctica reciente, quién sabe si
transicional, y por eso no del todo amarrada a los dogmas de la cosmovisión, ni
definida como unidad ritual. El mismo antropólogo llega a sospechar que en Montana se verificaba la problemática superposición de dos prácticas religiosas
distintas: “se me ocurre […] que el culto al Sol y los conceptos relacionados
con las visiones pertenecen a dos distintos compartimentos o estratos de las
creencias de los Cuervo. […] en tiempos relativamente recientes puede haberse
sentido la necesidad de establecer una correlación entre los dos sistemas”.
En sus trabajos sobre los cuervos, Lowie no
ofrece muchos datos sobre las formas de su antigua religión; de hecho, no dice
abiertamente que haya existido algo como eso: apenas sugiere que hubo cambios
en su organización social. Pero ese silencio puede ser conjurado por la vía del
método comparativo, alentado, en el caso presente, por las similitudes
objetivas o insinuadas entre la gente de Montana y la de Oklahoma. Por esa vía
se haría evidente la importancia de los bisontes en las religiones
tradicionales de las llanuras. En su mencionada obra, Roxanne Dunbar-Ortiz cita
un testimonio de la kiowa Anciana Mujer Caballo sobre la antigua sacralidad perdida,
y lo presenta como si fuera un lamento de “todas las naciones”. Y ese
testimonio, precisamente, evoca una imagen elocuente de la aparición del
bisonte en el corazón de la vida ritual: “En la Danza del Sol había que
sacrificar una cría de búfalo. Los sacerdotes usaban partes del búfalo para
realizar sus oraciones cuando sanaban a las personas o cuando cantaban a los
poderes de arriba” (Lowie menciona de pasada que, en la respectiva ceremonia
cuervo, los guerreros comían la lengua del bóvido). A diferencia de la
subjetividad de los nuevos tiempos, esa práctica reuniría, como beneficiario, a
un público compuesto por sacerdotes, dolientes y devotos, esto es, a una
comunidad moral —más o menos eclesial— del todo coherente con la teoría
durkheimiana. La buena mujer kiowa, incluso, suma una frase que hubiera
agradado mucho al sociólogo francés: “El búfalo vio que sus días estaban
contados. Ya no podría proteger a su gente”. Para Durkheim, el emblema de la
especie natural aparecía con el único fin de hacer pensable la noción de la
divinidad.
A manera de cierre cabe preguntarse si, de
verdad, las reflexiones de Lowie sobre la religión de los cuervos sean una
negación de la teoría de Durkheim. Si, como puede sospecharse —al menos no es
delirante hacerlo—, los indígenas de Montana vivieron días de auge de
fastuosos ritos públicos, todo lo que sucedió fue que al antropólogo boasiano
le correspondió conocer lo que ocurría en las primeras décadas de la debacle
cultural, cuando las instituciones fundamentales del sistema social intentaban
sobrevivir a pesar de los baches y los remiendos. Quizá Lowie fue el primero
que supo lo que otros, acabándose el siglo XX, advirtieron: que en algún
momento habría que hacerle lugar a una etnología de la soledad humana.
Paisaje con manada de bisontes en el Alto Missouri (1833). Karl Bodmer (1809-1893) |
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