Escena familiar (1969). Fernando Botero (1932) |
En el siglo XIX, el etnólogo alemán Max Müller
llegó a convencerse de que algo en el mundo sensible —el amplísimo cielo, el
sol incandescente— sugería a los hombres la idea de lo infinito, y que los
dioses fueron imaginados, deliberadamente, como símbolos de esas poderosas
entidades. Con el tiempo, sin embargo, la conciencia de la metáfora se disolvió,
de manera que las divinidades —recursos retóricos para poder referirse a
ciertas cosas inabarcables— acabaron siendo tomadas como las cosas en sí
mismas. Lo que sólo era nombre pasó a ser numen, sintetizó
Müller, y con no poca originalidad llegó a la conclusión de que la religión no
era otra cosa que una “enfermedad del lenguaje”. Más que mirar hacia adelante —hacia
el futuro en que se desacreditó esa teoría pintoresca—, resulta sugestivo echar
la vista atrás, esto es, hacia lo que serían los orígenes de semejante idea. El
etnólogo era hijo del poeta romántico Wilhelm Müller, autor de Viaje de
invierno (1824-1825), poemario en el que se muestra a un paseante conmovido
por las formas y fuerzas de la naturaleza; una obra cuya expresividad, incluso,
inspiró algunas composiciones célebres de Franz Schubert.
En Colombia, un siglo más tarde, también vino a
suceder que de un poeta surgió un antropólogo. El tercer hijo del poeta
nariñense Aurelio Arturo, Julián, estudió la ciencia del hombre en Bogotá, en
la Universidad de los Andes, donde se licenció en 1971. William Ospina, en uno
de sus penetrantes ensayos sobre la obra del padre, informa que en él eran
notorios el interés por la historia, las lenguas y la antropología, y cabe
suponer que transmitió ese fervor a sus hijos, de la misma manera que Müller legó
al suyo la obsesión por los signos de la naturaleza. Por lo demás, el
ambiente en casa de los Arturo era propicio para la formación de Julián: entre
padre e hijos había la mejor relación —Ospina, conocedor de fuentes íntimas,
revela que Aurelio jugaba “a ser niño” con ellos—, y, además de eso, el escepticismo religioso del autor de Morada al sur (1945) era afín con una
perspectiva de relativismo cultural y, en general, con la actitud tolerante que
es constitutiva de la vocación antropológica.
Julián Arturo ha ejercido la antropología con
mérito. En Colombia se le considera, no sin razón, uno de los padres de la
antropología urbana o —como él mismo prefiere decirlo— de los estudios
antropológicos sobre lo urbano. En 1978 creó el curso de Antropología urbana en
la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá, donde era profesor, y ese mismo
año participó en el simposio especializado que tuvo lugar en el I Congreso de
Antropología en Colombia, celebrado en Popayán. Asimismo, la impresión de que los
estudios antropológicos sobre la urbe conforman un campo sólido de
investigación se debe en buena parte a la investigación juiciosa de Julián Arturo,
quien en 1983 divulgó una aclaradora síntesis bibliográfica: el artículo “Estudios
antropológicos sobre la problemática urbana en Colombia, análisis y
perspectivas”. Allí, precisamente, ventiló su idea de que, al volcarse sobre la
ciudad, la ciencia del hombre no se convierte en una subespecie de sí misma,
pues todo lo que ocurre es que la antropología —la antropología a secas— sitúa
su perspectiva y sus métodos en el escenario urbano, en el cual es necesario
desplegar una etnografía tan rigurosa como la que, en los primeros tiempos,
Franz Boas y Bronislaw Malinowski llevaron a cabo en remotos contextos indígenas.
Como si fuera poco, Julián Arturo también fue la cabeza principal del proyecto
editorial Pobladores urbanos (1994), una compilación que acabó por
hacerse canónica entre los científicos sociales interesados en entender la
versatilidad característica de las ciudades.
Lo cierto es que Julián Arturo no traía en la
sangre el interés por lo urbano. Aunque la obra de su padre incluye una pieza
magistral ambientada entre edificios y avenidas —“Amo la noche” (1964), poema en
el que la ciudad, atravesada por cables eléctricos, se antoja como “una grande,
dócil guitarra”—, se trata de una rara avis en un conjunto literario en
el que dominan los bosques iluminados por la luna, las hojas movidas por el
viento y la yerba rastrera que aspira a devorar el mundo de los hombres. Como
quiera que sea, no desbarra William Ospina cuando dice que Aurelio Arturo tenía
su vena antropológica. En sus poemas puede rastrearse una alusión fina a una
vida nativa, organizada en comunidad, en las montañas y selvas del sur de
Colombia. Pero, sobre todo, prueban su interés los escritos menos conocidos:
sus artículos y relatos. En la revista bogotana Lámpara publicó, en
1952, el ensayo “Del arado al tractor”, en el que, además de mostrar
conocimiento general sobre varias civilizaciones milenarias, deja ver una idea
clara sobre la diferencia cualitativa entre el campo y la ciudad: los citadinos
habrían hecho la historia, mientras que los campesinos se resignaron a
ganarse la vida sin aspavientos. Escribe el poeta: “La faena en el campo era
demasiado absorbente, demasiado dura y monótona, como para que quienes la
llevaban a cabo pudieran tener tiempo sobrante para actuar e influir en la
formación y transformación de las culturas”. A diferencia de lo que llegó a
desvelar a Julián —la feroz dinámica de las ciudades—, Aurelio prefirió
encallar en la evocación melancólica de la comarca verde y tranquila, ajena al
paso del tiempo.
En los escritos de tema literario también se
muestran las dotes del poeta para analizar los asuntos culturales. En “De la
Fontaine a Pombo” (1969), artículo publicado en el dosier dominical de El
Espectador, Aurelio Arturo basa su tesis de la menguada originalidad del
fabulista francés —idea sugerida por el lingüista Karl Vossler— en
consideraciones difusionistas y evolucionistas, muy en boga en los estudios
formalistas de la literatura popular hasta que, en la segunda mitad del siglo
XX, fueron puestos en jaque, entre otros, por Claude Lévi-Strauss. Así que no
dejaba de tener legitimidad que Arturo definiera a La Fontaine —de quien Pombo
sería émulo— como un adaptador, al gusto literario de su época, de viejos
motivos de la narrativa humana. Se lee en el artículo de marras: “El mayor
encanto de La Fontaine radicó posiblemente en seguir el desenvolvimiento
estilístico al paso de los siglos de uno y el mismo motivo. Pudo así escoger la
versión mejor entre todas o fundir varias en una y por último añadir a una u
otra algo de su propia cosecha”. El poeta sugiere, entonces, que el fabulista
habría bebido en tradiciones hindúes y egipcias, las cuales sabe especialmente
ricas y proteicas.
A modo de coda cabe mencionar una perla filológica, incrustada en uno de los pocos cuentos publicados por Aurelio Arturo, “Desiderio Landínez” (1929). De ese relato temprano es protagonista un vagabundo célebre cuya más apreciada gracia eran sus conversaciones de bar, tan interminables como inverosímiles. En el primer párrafo del cuento se nos advierte que Landínez se encontraba tomando aguardiente de caña en un boliche, situación que, más adelante, hace ver especialmente coherente la implementación de una metáfora casi endémica en Colombia: aquella que pone las cañas al nivel de las mentiras. En el cuento de Aurelio Arturo se hace tanto énfasis en la expresión figurada —o mejor, se construye con tanto cuidado la respectiva frase— que parece hacerse evidente una intención pedagógica. Cuando el narrador refiere que al vagabundo “le gusta cultivar la caña cuando está ya en copas”, no solo desnuda la lógica mecánica de la metáfora —la mentira crece, larga y gruesa, como una planta que se cultiva—, sino que sugiere para la palabra reemplazante un significado muy preciso: una caña no sería cualquier mentira, sino la que se cuenta al calor de la borrachera producida al ingerir licores derivados de la caña. Cuando se tiene sensibilidad por el lenguaje —entendido como cosa cultural— y, al mismo tiempo, se es poeta, se puede alcanzar ese grado de magisterio.
Suele hablarse del lenguaje humano como uno entre los campos de trabajo más clásicos de la antropología. Aunque esa lección es inobjetable —la incluyen todos los manuales de la disciplina—, acaso ha encubierto el hecho fundamental de que para ser antropólogo, cualquiera sea la especialidad, es preciso tener sensibilidad por la palabra. Prueba de ello es que algunos maestros del arte verbal dieron al mundo no solo libros con versos luminosos sino, también, hijos especialmente audaces para descifrar los enigmas de la cultura.
Retrato de un hombre de la familia Barbet y su hijo (s. f.) Henri-François Riesener (1767-1828) |
Mi amigo y colega Diego Armando Chaves, natural de Sandoná (Nariño), me envía esta nota con el propósito expreso de que yo, en su nombre, la ponga en este muro: "El antropólogo Milciades Chaves era mi tío abuelo, y dentro de los amigos de la casa Chaves Chamorro estaba Aurelio Arturo. En medio de las andanzas y conversas en las tierras del sur, Julián conoció la antropología y la etnología recorriendo los caminos del trigo y la amapola en Gualmatán (un municipio pequeñito y frío de Nariño)".
ResponderEliminarBuenas noches, en el haber y la vocación se dice hay un trecho compartido; mi madre estudió 3 tecnologías o carreras para su tiempo que son enfermería, contaduría pública y secretariado, pero al final ejerció diseño de modas, su gran pasión. Mi padre fue ingeniero textil, el si la ejerció. Lo que no cabe duda es el alma del que forma un futuro antropólogo, aquel que ve en su retoño mil habilidades con un puerto incierto donde llegar...hasta que Eureka!! Encuentra la antropología.
ResponderEliminar¿Tu madre fue contadora pública? ¡Mi padre también! Será ese, entonces, otro camino para llegar a la antropología: que uno de los progenitores se haya entregado a los números y a hacer balances, quién sabe si imitando (sin saberlo) a Lévi-Strauss.
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