Hombre de poca fe


La incredulidad de Santo Tomás (1602). Caravaggio (1571-1610)

 

Alfred Reginald Radcliffe-Brown se cuenta entre los discípulos de primera línea de Émile Durkheim. Fue su San Pablo en Inglaterra, y no solo por fungir de profeta y apóstol, sino porque la obra del sociólogo francés iluminó el camino oscuro de la etnología, por el que —según como él llegó a verlo— lo llevaban William H. Rivers y Alfred C. Haddon, sus viejos profesores de doctorado. Cuenta Adam Kuper, en su magistral Antropología y antropólogos. La escuela británica 1922-1972 (1973), que Radcliffe-Brown dictó conferencias sobre las ideas de Durkheim en Birmingham, ciudad natal del inglés, y que el francés le envió, complacido, una carta en la que certificaba su inclusión en el rebaño de los elegidos: “Ello me ha proporcionado una nueva prueba de la comprensión que reina entre nosotros sobre la concepción general de nuestra ciencia”.

Una mirada panorámica a la obra de Radcliffe-Brown —su apolillada monografía sobre las islas Andamán y sus famosos artículos— deja ver que, en efecto, en ella son básicas nociones durkheimianas como las de los hechos sociales, las relaciones solidarias y el ajuste estructural, además de que, en materia religiosa, se ratifica la idea fundamental de que los ritos se concentran en propiciar una celebración del cuerpo social. Con todo, el discípulo tuvo la personalidad suficiente como para advertir algunas costuras sueltas en la túnica del maestro. Por ejemplo, se preguntó por qué, en su voluminoso estudio sobre el totemismo australiano —Las formas elementales de la vida religiosa (1912)—, Durkheim no explicaba la razón por la cual las etiquetas distintivas de los clanes eran especies naturales; algo que Radcliffe-Brown entendió como una manera de consagrar, ritualmente, plantas y animales que eran útiles económicamente. Asimismo, en una conferencia de 1945 —la “Henry Myers Lecture”— alteró la ecuación de Durkheim sobre las creencias y los ritos como elementos constitutivos del sistema religioso. De acuerdo con el sociólogo, las primeras —“estados de opinión”— expresan ideas sobre las cosas sagradas, mientras que los segundos —“modos de acción”— son las reglas para relacionarse con esas cosas. Pero Radcliffe-Brown consideró que la mirada antropológica debía privilegiar los ritos, convencido, como estaba, de que las creencias van y vienen y no siempre afectan a las prácticas, las cuales son mucho más estables: “Mi sugerencia es que, para intentar comprender una religión, hemos de concentrar primero nuestra atención en los ritos más que en las creencias”. Para él, la idea de la sobrevivencia espiritual del difunto es un producto del rito y no su causa.

E. E. Evans-Pritchard, en Las teorías de la religión primitiva (1965) —obra maestra del ensayo a pesar de su escepticismo irredimible, o quizá por eso mismo—, critica con dureza algunas ideas de Radcliffe-Brown. La tesis de la importancia económica de las especies totémicas se le antoja sin fundamento, y, a su juicio, la idea de que los ritos comunitarios producen ciertas emociones y efectos no puede aspirar a ser una ley general, sino, apenas, la descripción de algo que a veces sucede, pero no siempre. Así objetó el etnógrafo de Sussex, con base en su saber libresco y su experiencia sudanesa: “En la danza, viene a decirnos [Radcliffe-Brown], la personalidad del individuo se sujeta a la acción que sobre él ejerce la comunidad […]. Tal vez suceda esto entre los andamaneses o tal vez no, pero en uno de mis primeros trabajos tuve que protestar de que se admitiera su validez general, dado que las danzas que pude observar en el África central daban frecuentísimo lugar a las discrepancias, y mi experiencia posterior ha confirmado el escepticismo de mi juventud”. Con todo, Evans-Pritchard no vio sospechosa la apuesta de Radcliffe-Brown por los ritos, en detrimento de las creencias. Cabe suponer que se le antojó plausible, de la misma manera que —así fuera indirectamente— se lo pareció a Mary Douglas. En efecto, en Pureza y peligro (1966), la antropóloga advierte que el énfasis puesto sobre lo espiritual quizá no sea más que un rasgo particular de las religiones evangélicas conocidas en Occidente, y que ese sesgo ha impedido entender lo fundamental, esto es, el simbolismo ritual de los cultos. Escribe Douglas con su proverbial lucidez: “Tal como ocurre con la sociedad, asimismo ocurre con la religión: la forma exterior es la condición misma de su existencia”. En su momento, Radcliffe-Brown había hecho una advertencia similar: que a partir de la Reforma se había querido reducir la religión a una mera cuestión de fe. De hecho, la idea habría sido sugerida en el siglo XIX por William Robertson Smith, un investigador de las grandes religiones a quien los antropólogos no le han hecho, aún, todas las reverencias que merece.

En defensa de la justa causa de Radcliffe-Brown puede sumarse, más allá del dogma de los antropólogos británicos, y acaso sin que sea necesario, un caso ilustrativo. Este se ubica en la Europa continental —en España— y procede de una realidad no etnográfica: “San Manuel Bueno, mártir” (1931), un cuento de Miguel de Unamuno. El cura de Valverde de Lucerna, don Manuel, era el más adorado en la aldea: sabio y caritativo como nadie, conmovía a su feligresía en el sermón del Viernes Santo al proferir, con inigualable dramatismo, las cuartas palabras de Jesucristo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. En contrapartida, desfallecía cuando recitaba el Credo en la misa diaria, perdiéndose su voz entre el coro de la grey devota. Lo que ocurría era que don Manuel no creía en la vida eterna: pensaba que, al término de la existencia terrenal, apenas seguía el silencio de la existencia mineral. Antes que en la gracia post mortem, creía en Calderón de la Barca, para quien la única experiencia posible era la de una vida fugaz como un sueño. Para no torturarse más de la cuenta con la idea, el cura evitaba estar a solas con su pensamiento —era lo menos parecido a un místico en una tierra de místicos—, y prefería entregarse a una rutina de actividad desenfrenada: “Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir”. Cortaba leña, trillaba y aventaba trigo, buscaba reses perdidas y, en fin, se ocupaba en inventar ocupaciones. Silenciada su falta de fe, ese entusiasmo epidérmico mantenía a los hijos espirituales esperanzados con la vida eterna, lo que les permitía llevar una existencia tranquila. Al relegar sus propias convicciones, don Manuel aliviaba las angustias de los hombres y los propiciaba para el abrazo social. En un momento específico, mientras conversa con un amigo de la parroquia, el cura formula los propósitos de la religión en términos que no podrían ser más funcionalistas: “Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir […]. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío”.

Radcliffe-Brown, aunque lamentara el sesgo malinowskiano de la teoría de don Manuel sobre la función de la religión —aquel afán de tranquilizar a los intranquilos—, hubiera celebrado el pragmatismo solidario en que se empeñaba, día a día, aquel santo de aldea, con todo y el infierno de desesperanza que llevaba por dentro.


San Serapio (1628). Francisco de Zurbarán (1598-1664)


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