Nativo de Tierra del Fuego (h. 1832-1834). Conrad Martens (1801-1878) |
En la historia de la antropología suramericana
hay un lugar para el sacerdote alemán Martin Gusinde (1886-1969), quien viajó
por Tierra del Fuego entre 1918 y 1924 y pudo, de esa manera, tener contacto
directo con varias comunidades selk’nam, yámana y kawésqar. El expedicionario,
perteneciente a la Congregación del Verbo Divino, había sido enviado a Chile en
1912 para desempeñarse como profesor de Ciencias Naturales en el Liceo
Alemán de Santiago, y fue tal su entusiasmo académico que muy pronto estuvo
trabajando al lado del arqueólogo Max Uhle en el Museo de Etnología y
Antropología de Chile. De acuerdo con el antropólogo chileno Juan Carlos
Olivares, Gusinde fue “el mejor y último etnógrafo que pudo conocer y describir
los estilos de vida que un día existieron en el territorio austral del
continente”, y no cree desproporcionado ponerlo a un lado de Bronislaw
Malinowski.
El trabajo de Gusinde conoció la imprenta en
1923, cuando algunos reportes suyos empezaron a ser publicados en Stadt
Gottes, la revista de la Congregación. Al final de esa década escribió
algunos textos para la revista Anthropos, en la que participó como
miembro del equipo editorial, y entre 1931 y 1939 publicó, en tres tomos, la
monografía Die Feuerlander-Indianer. Una síntesis de ese grueso trabajo
fue lo que vino a conocerse en español, cuando, en 1951, lo tradujo la Escuela
de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla. Aunque en la colorida carátula del
libro se puso nada más que la palabra Fueguinos —acomodada en la parte
alta de una inmensa llamarada en torno de la cual, con ingenuidad escolar,
bailan algunos monigotes— el título formal de la obra es el de Hombres
primitivos en la Tierra del Fuego (de investigador a compañero de tribu).
No cabe duda de que esa imagen de camaradería entre etnógrafo y nativo fue la
que suscitó, en Olivares, la invocación malinowskiana, misma que, desde otro
punto de vista, podría resultar herética.
Recientemente, en octubre de 2020, la editorial
chilena Alquimia dio a luz una nueva edición de los escritos de Gusinde, si
bien se trata de una selección de fragmentos de la versión de 1951, a su vez
una síntesis del original. Fiel a su nombre —la disciplina de las transmutaciones—,
la editorial decidió cambiar el título a Fueguinos. Una crónica sobre los
pueblos australes. La razón para semejante licencia queda clara —o al menos
pretende hacerlo— en una nota de la editora general, Natacha Oyarzún Cartagena,
quien apela a su propia interpretación del “horizonte ideológico” de la obra y,
sobre todo, a la corrección política en uso. Se lee en la parte final de esa
advertencia: “Se han hecho enmiendas ortotipográficas, actualizado arcaísmos y
modificado las reiteradas alusiones a ‘hombre’ por ‘ser humano’ —cuando el
autor refiere a la especie humana en general y no a su género—, y a su vez, se
ha reemplazado el término ‘indio’ por ‘indígena’, a causa de su origen erróneo
y colonialista. De la misma forma, se ha evitado toda alusión a lo salvaje y
primitivo”. Cabe suponer que, con la misma buena intención ciega, Alquimia llamaría
El pensamiento primordial al famoso libro de Claude Lévi-Strauss si
consiguiera los derechos de traducción. Ojalá nunca ocurra.
En la nueva versión se ven las intervenciones
editoriales al primer golpe de vista. En el título del primer capítulo, “¿Nos
interesan realmente ‘los salvajes’?”, las comillas internas han sido agregadas
a la fórmula usada en la traducción de 1951. Al dar vuelta a la página, las
primeras líneas dejan escapar el tufillo de la retórica contemporánea: “El
egoísmo presuntuoso de los europeos ha sido y continúa siendo la causa de que
no se les haya prestado la debida atención a los pueblos originarios que
pueblan la mayor parte de nuestro planeta”. Un párrafo más allá, unas comillas
del siglo XXI envuelven la expresión “economía inferior”, del todo desprevenida
en el original. Asimismo, se lee en el tercer fragmento del mismo capítulo:
“Pero es allí tan íntima la unión entre el ser humano y la naturaleza, que los
indígenas se han orientado en ella y adaptado con ventaja su forma de vivir a
las condiciones de aquel medio ambiente”. Y así por el estilo, a lo largo de
256 páginas en las que solo las magníficas fotografías no han sido retocadas.
Desde una perspectiva general, el reemplazo de algunas
palabras está justificado. Por lo menos así parece en el caso del indígena
que toma el lugar del indio, pues, al fin y al cabo, la aplicación del
segundo término a los nativos de América —o del territorio que habría de
llamarse así— nació de la confusión geográfica de los navegantes ibéricos del
siglo XV, además de que, como lúcidamente lo señaló Guillermo Bonfil Batalla en
1972, la palabreja está sesgada por la intención política que una sociedad
tiene de someter a otra, y para lo cual necesita inventar una diferencia radical.
En cuanto al caso del ser humano que aparece en el lugar del hombre,
resultan igualmente legítimas la posición de quienes rechazan el cambio en
nombre del pragmatismo lingüístico y la de quienes lo implementan, convencidos
de que es violento esconder las diversas condiciones sexuales y genéricas detrás
de síntesis tajantemente masculinas. Menos legitimidad tendría la supresión o el
entrecomillado irónico de las palabras salvaje y primitivo. Mary
Douglas escribió en Pureza y peligro (1966) que la evitación de la
palabra primitivo no era otra cosa que la expresión de una arrogancia
hipócrita muy propia de los ingleses, quienes, persuadidos efectivamente de su
superioridad, la compensarían con la práctica —pretendidamente ética— de no
poner de presente el rezago de otros pueblos. Pero, a juicio de la gran
antropóloga británica, el término se hace metodológicamente necesario para aludir
a una diferencia objetiva que, por supuesto, no debe entenderse en términos de
moralidad o cualidades jerarquizables. Para ella es plausible llamar primitivo
al bloque de culturas cuya perspectiva antropocéntrica no separa radicalmente
al hombre y al mundo, de manera que se asume que las fuerzas del cosmos están
entrelazadas con las personas, o que las cosas del mundo disciernen como ellas.
Esos pueblos serían, pues, ajenos a la tercería o despersonalización de la
ciencia occidental. No se pierda de vista que, cuatro años antes que Douglas,
Lévi-Strauss había emprendido en parecidos términos la reivindicación del
pensamiento salvaje, el cual entendió como un gesto natural, inherente
al cerebro humano y, por ello, base de cualquier domesticación cultural del
intelecto, ya se trate del raciocinio mítico o del científico.
Con todo, apenas importa si es mejor hablar de
una manera o de la otra. El quid, al menos en el caso Gusinde, reside en
que los editores de Alquimia han puesto en su boca —o mejor, en su pluma—
palabras que nunca dijo. En lo que constituye una violación grosera de la
verdad histórica, en la nueva versión de la monografía sobre los fueguinos, su
autor, nacido en el siglo XIX, se expresa con la corrección política del siglo
XXI. Gusinde aparece así, para el lector de nuestros días, como un escritor
académico comprometido con las aspiraciones lingüísticas del feminismo y la
decolonialidad, esto es, corrientes ideológicas que no solo no fueron suyas
sino de las que, acaso, fue su opositor en alguna medida, así fuera
inconscientemente. Solo un fallido truco de alquimia bibliográfica podría tener
como resultado semejante exabrupto de infidelidad documental.
Hay, adicionalmente, una paradoja que hace ver
más absurda la ocurrencia de los editores chilenos. Gusinde, por más que se
hubiese comprometido con un fino registro etnográfico de la cultura material,
los atuendos, los motivos de la pintura corporal y las secuencias rituales en
Tierra del Fuego, estaba suscrito a una estólida concepción bíblica de la
historia humana. Para él, acérrimo crítico de Darwin, era inaceptable la idea
de que la humanidad descendiera de alguna “especie de mono”, y creía que, salvo
en aspectos aislados en los que era evidente detectar su perfeccionamiento en
el tiempo, nuestros ancestros siempre habían sido, en esencia, el mismo ser:
uno con “alma”. Escribió, como si no perteneciera a la misma época de
Malinowski: “Quien no pueda estar de acuerdo con la idea de que el hombre haya
entrado perfectamente formado en su existencia terrena, tiene que decidirse por
una transición de un origen animal, sobre cuyo punto de partida y desarrollo se
cierne todavía una impenetrable oscuridad” (esta cita, sobra decir, es de la
confiable edición de 1951). ¿Qué justificación podría tener divulgar, en pleno
2020, una visión tan retrógrada del origen humano, si no fuera la de promover
el conocimiento del archivo documental de la antropología sudamericana? Pero,
si tal fuera la intención, ¿cómo entender la violación de la integridad
discursiva de esos documentos?
Al sacerdote alemán, a quien se le admite una obcecación
antievolucionista que ya resultaba patética en la cuarta década del siglo XX, parece
no perdonársele la omisión del lenguaje inclusivo y, en general, de una
profilaxis lingüística que no deja de ser pretenciosa. Su caso recuerda al de
Meursault en El extranjero (1942), de Albert Camus: lo que se le hace
pagar no es haber matado a un árabe, sino haberse atrevido a fumar en el
funeral de su propia madre.
HMS Beagle saludado por nativos fueguinos (h. 1836). Conrad Martens (1801-1878) |
Este ejercicio no tanto moral pero sí más actualizado en el lenguaje se ha realizado con El Quijote, esperando que el nuevo lector evite el viaje al diccionario de arcaísmos...
ResponderEliminarLamentable este en cambio, como si no se pudiese leer en contexto y ahora nos abocáramos a un revisionismo que obligue no solo a releer con furia, sino con desprecio a los viejos autores y con ello querer mandar al caño todo... Recuerdo siempre los días de la universidad con las discusiones ante los clásicos que fácilmente se solucionaban con la posición de no leerlos para no verse influidos por esas ideas arcaicas y detenernos en el presente activo de las nuevas categorías por inventar en una antropología menos teórica y más activa, aplicada, comprometida...
¿Querrás decir, Julián, una antropología menos disciplinada? A veces sospecho que tanto escrúpulo y pretexto para no leer a los clásicos no es más que la falta de vigor del lector contemporáneo, del todo hecho a la molicie de Netflix e Instagram.
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