domingo, 10 de mayo de 2020

Juego de espejos



Otro mundo II (1947). M. C. Escher (1898-1972)


Si hay algo que caracteriza a los prejuicios culturales es su obsesión por repetirse. Tal idea, poco original cuando se la enuncia al comienzo de la tercera década del siglo XXI, tuvo una de sus más contundentes demostraciones en Orientalismo (1978), de Edward W. Said. En ese libro, ya clásico, el erudito palestino deja ver que las ideas occidentales sobre lo que se conoce como “Oriente” son, en esencia, unos mismos empecinamientos sobre el presunto carácter falsario, concupiscente y anárquico de los pueblos situados al este y sudeste del Mediterráneo; imágenes nacidas en la literatura medieval y renacentista, ratificadas como verdades filológicas en el siglo XIX y promulgadas, en el siglo XX, como diagnósticos políticos. Parte del problema es que muchos de esos ecos fueron emitidos por quienes no creían faltar a la verdad antropológica al pensar, decir o escribir que los árabes eran gente de barba espesa y nariz ganchuda, montada en camellos en la mitad de un desierto incandescente.            

         Hace una década se publicó en Colombia un libro en el que, con las mejores intenciones imaginables —las de un antropólogo acaso tan erudito como Said—, se reforzó una idea prejuiciada sobre los nativos amazónicos. Se trata de la reedición de En el Putumayo y sus afluentes (1907), el reporte de viaje de Eugène Robuchon, explorador francés que en los primeros años del siglo XX fue contratado por la Casa Arana —el siniestro emporio cauchero— para hacer medición de las tierras explotadas en el área de los ríos Putumayo, Igarapaná y Caquetá, así como para caracterizar las culturas y las especies botánicas y animales de la selva. La obra fue recuperada por la Universidad del Cauca bajo el cuidado editorial de uno de los más versados amazonólogos colombianos: el antropólogo Juan Álvaro Echeverri, quien proveyó al libro de un completa reseña de la vida del autor y las circunstancias de sus viajes, así como de varios anexos documentales, entre ellos un informe de época de Thomas Whiffen sobre la desaparición de Robuchon en 1906, así como varias tablas sobre las palabras en lengua aborigen que, en el reporte del francés, aparecen transcritas e interpretadas con evidente —pero en todo caso esperable— inexactitud.

En su primera misión, que tuvo lugar entre septiembre de 1903 y enero de 1904, Robuchon salió de Iquitos bajando por el Amazonas, remontó el Putumayo y, luego, subió por el Igaraparaná hasta la estación cauchera de La Chorrera. De ahí partió por tierra para dar un rodeo que lo llevó al puesto de Último Retiro, ubicado más al norte sobre las aguas del Igaraparaná, por el que bajó hasta la Chorrera, desde donde, poco después, se embarcó de nuevo hacia Iquitos. El francés tomó apuntes sobre las características de la ruta y las costumbres de los pueblos indígenas de la región, en su mayor parte etnias que Echeverri reconoce como clanes del grupo uitoto. Llaman la atención de Robuchon objetos como el maguaré —el ingenioso telégrafo de la selva—, pero, sobre todo, las costumbres que a él se le antojan más salvajes. El canibalismo es, sin duda, la que más lo inquieta, al punto de verter en su informe —en el capítulo sexto de la parte segunda— una parrafada de cruento colorido sobre hechos que jamás presenció: el banquete en que el clan nonuya solía devorar a sus enemigos de guerra. Con una fruición más intensa que la de los presuntos antropófagos, Robuchon habla de la cabeza y los brazos de las víctimas como insumo de una “horrible operación culinaria”. La cocción es descrita a una escala que deja ver los condimentos untados sobre la carne: “Arrójanse en ella [una gran olla] los despojos humanos sin mutilarlos, sazonados con una buena cantidad de ajíes rojos, y aquel puchero repugnante se pone a hervir a fuego lento”. Cuando está lista la sopa, las presas son devoradas con una técnica que también merece descripción detallada: “El capitán o cacique agarra un pedazo de carne humana y después de deshacerlo en largos filamentos, se lo lleva a la boca y comienza a chuparlo lentamente”. Menos expresivo había sido el informe que, en el capítulo previo, el francés había ofrecido sobre una ceremonia que sí pudo ver con sus propios ojos: el chupe del ambil de tabaco, práctica que, de todo modos, también usa para sugerir la barbarie nativa, pues le parece que el tema fijo de conversación durante esos conciliábulos rituales no puede ser otro que el reniego contra los blancos y la promesa de una venganza atroz.

En un principio, los Arana vieron con muy buenos ojos las actividades de Robuchon, toda vez que, además de aportar pruebas palmarias sobre la bestialidad de los uitotos, el informe hacía algunos comentarios aprobatorios sobre la gestión civilizatoria de la casa cauchera. De ahí que fuera acordada una segunda misión, en la cual Robuchon debía salir de La Chorrera remontando el Igaraparaná, alcanzar el Caquetá, bajar por él hasta la confluencia con el Cahuinarí y avanzar a contracorriente por este último para, tras dar varios saltos a tierra y ganar otras aguas, salir del nuevo al Igaraparaná. El francés partió el 26 de octubre de 1905, pero, tras una travesía asediada por los accidentes y el hambre, logró llegar con más pena que gloria al punto en que el Cahiunarí se suma al Caquetá. El 3 de febrero de 1906, los acompañantes de Robuchon tomaron aguas arriba por el Cahuinarí en busca de comida, mientras que el francés se instaló con su perro Otelo y una mujer indígena en un campamento ocasional. Jamás volvieron a verlos, y de nada sirvió que, meses después, se organizaran expediciones en pos de sus rastros. Sin embargo, las malas lenguas insinuaron que la Casa Arana, si no había tenido parte en la desaparición, al menos se alegraría por ella, pues, para entonces, Robuchon ya había documentado, en diarios y fotografías, el trato inhumano dado los indígenas por los caucheros. De hecho, en La vorágine (1924), José Eustasio Rivera se valió de ese episodio para aderezar la narración de Clemente Silva, a quien el “mosiú”, hecho personaje, le comparte sus intenciones de denuncia: “Estos crímenes, que avergüenzan a la especie humana […], deben ser conocidos en todo el mundo para que los gobiernos se apresuren a remediarlos”. Pocas páginas después, se lee el lamento del viejo Silva: “¡El infeliz francés no salió jamás!”.

Por gestión del Cónsul de Perú en Manaos, Carlos Rey de Castro —quien además era socio de los Arana—, se publicó en 1907 el informe de la primera expedición de Robuchon. Sin aludir al incierto destino del francés —sobre lo cual, precisamente, el libro buscaba tender una cortina de humo—, Rey de Castro encomia, en su introducción, el “sentimiento patriótico” con que los caucheros peruanos adelantan su proyecto, sin amilanarse por la nutrida presencia de indígenas en la región, la cual constituye, sin que quepa dudarlo, “un serio peligro”. Como prueba irrefutable de esa amenaza aparecen, en el cuerpo del informe, las siniestras estampas de la conspiración en torno del ambil y la cena en que se sirven la cabeza y los brazos de los enemigos. No contento con que las descripciones del explorador justificaran su argumento sobre el valiente sacrificio de los Arana, el cónsul dio a conocer el manuscrito entre la gente de El Comercio, el principal diario limeño, de modo que una reseña entusiasta circuló antes de que el informe de Robuchon saliera de la imprenta y, por lo mismo, pudo ser incluida como apéndice del mismo. Pero esa recensión, pieza representativa del vigor de ciertos periodistas amodorrados, fue poco más allá de transcribir —a veces sin comillas— las palabras del explorador. En ella, una vez más, se lee que la cabeza y los brazos de los enemigos vencidos en la guerra se arrojan a la gran olla de los nonuyas y que, cocido el puchero, el cacique reduce un pedazo de carne a sus filamentos. Así pues, la primera edición de En el Putumayo y sus afluentes cuenta, entre sus características, con la de ofrecer, en el apéndice, un reflejo completo de algunos de sus pasajes; casualmente, de aquellos que hacen ver a los uitotos como una comunidad extravagante.

En la recuperación documental de 2010, Juan Álvaro Echeverri pone en contexto todas esas circunstancias, las cuales ilumina con los datos obtenidos en una exhaustiva investigación documental que adelantó en 2005 con financiación del CNRS de París. Rápidamente, en su ensayo introductorio, el antropólogo advierte que la Casa Arana había asolado el Amazonas con sus inhumanas atrocidades, y que Robuchon había acabado por registrar, con su cámara, buena parte de esos crímenes. Sin embargo, guiado por el deseo de ser minucioso en su ambientación al lector y por relievar los datos más interesantes para la disciplina antropológica, Echeverri reproduce in extenso los principales pasajes de la descripción etnográfica del autor: la apariencia física y el atuendo de los indígenas, el chupe del ambil de tabaco y la antropofagia. Se lee en ese introito: “El capitán o cacique agarra un pedazo de carne humana…”. Para colmo, el antropólogo suma a ese anticipo del texto la imagen, igualmente dramática —incluye vísceras sangrantes y a medio tostar— de un festín caníbal que le fue referido a Konrad Theodor Preuss en 1915. Pero, aún sin ese complemento, lo que queda claro es que la reedición del informe de Robuchon se conforma como la repetición de una misma imagen en un juego espejos: la introducción anticipa, completas, las imágenes que el cuerpo de la obra original contiene, una de cuyas partes es, a su vez, una reseña periodística que, con toda minuciosidad, las recuerda una vez más.

            No se trata de decir que los uitotos y sus vecinos no hayan conocido ningún tipo de antropofagia: el mismo Echeverri lo admite. Se trata, más bien, de advertir que, aun con la intención de denunciar el holocausto cauchero —o, más bien, de mostrar cómo se ensambló un dispositivo discursivo que pretendía justificarlo—, pueden promoverse las imágenes que menos convienen a la causa indígena. Con la idea de desnudar la entraña maquiavélica de la primera edición de En el Putumayo y sus afluentes, el antropólogo acaba haciendo eco de la imagen feroz con la que se pretende reducir la realidad de la vida nativa. Porque en eso consiste, en suma, el prejuicio: reducción más que mentira, o ambas cosas al tiempo. Antes que advertir la perfidia de la Casa Arana y sus socios —o incluso reparando en ella—, el lector se pone a merced del múltiple reflejo de un brazo masticado. Es como si, haciéndose cargo de la falacia de las imágenes sobre Oriente, el lector de Said pensara, con melancolía, que con ellas no se hace justicia a unos buenos hombres con barba que viajan sobre camellos de elásticas cervices.


Peces y escamas (1959). M. C. Escher (1898-1972)



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1 comentario:

  1. Un saludo Profe.
    El texto es todo un ejemplo de la influencia que tienen los prejuicios en cualquier ejercicio hermenéutico. Es una aproximación que me parece interesante y que se ha desarrollado desde otras disciplinas. Por ejemplo, Gadamer hace una reflexión al respecto en Verdad y Método que vale la pena abordar desde una perspectiva antropológica; más aún considerando que, según entiendo al autor, el término "prejuicio" adquirió un carácter peyorativo que no es del todo cierto, pues no todos los prejuicios son "falsos", "negativos" o "ilegítimos". De acuerdo con ello, la reflexión debería permitirnos, en primer lugar, identificarlos y, en segundo lugar, evaluar su legitimidad. Sin embargo, hay una cosa con los prejuicios y es la dificultad que tienen para ser llevados al nivel de la consciencia.
    De todas formas me permito recomendarle hacer una lectura de la obra de Gadamer por si acaso mi interpretación es errónea y,tal vez, pueda ser material para una futura entrada del Blog.
    Saludos nuevamente.

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