domingo, 19 de abril de 2020

Mi árbol y yo



Mohini (s. f.). Raja Ravi Varma (1848-1906)


En La vida sexual de los salvajes (1929), Bronislaw Malinowski admite que, más allá de los gustos particulares de los trobriandeses por este o aquel rasgo —un rostro redondo, unos ojos sin pestañas— las mujeres que a ellos les parecían bellas lo eran también para él. Escribe: “Una vez acostumbrado al tipo físico y a las maneras de los melanesios, el observador europeo no tarda en observar que su criterio sobre el encanto personal no difiere esencialmente del de los indígenas”. Pero no por esto cabe suponer que el polaco se hubiera puesto en trance de enamorarse de alguna nativa. No hay que olvidar, sobre todo, una frase más o menos célebre de la introducción de Los argonautas del Pacífico occidental (1922): aquella de que “el indígena no es un compañero moral para el hombre blanco”, frase que, sin duda, alude a la imposibilidad de establecer, en un escenario de diferencia cultural, ciertas comuniones tácitas y sobreentendidos de los que se alimenta o sobre los que se apoya el amor.
              Más que la obra de Malinowski —quien apenas se interesó por el tema—, es Maitreyi (1933), novela de Mircea Eliade, uno de los libros que mejor ilustra los líos cosmovisionales de los amores interculturales. Se trata de la historia del amor frustrado entre Allan y la heroína cuyo nombre da título a la obra. Él, europeo, trabaja para el ingeniero indio Narendra Sen, y contrae malaria tras una temporada en campo. Al ser dado de alta, el ingeniero lo invita a vivir en su casa, en Calcuta, donde vive con su mujer, sus dos hijas —Maitreyi, de 16 años, y Chabú, una niña— y algunos sirvientes. Entre Allan y la muchacha, a pesar de cierta incomprensión de base que nunca acaba de ser conjurada, se forja un fuerte vínculo afectivo que los lleva a ennoviarse en secreto y a compartir la cama. Sin embargo, en lo más tórrido del romance, unas palabras indiscretas de Chabú revelan la aventura a los padres de Maitreyi, tras lo cual Allan abandona la casa y viaja a un retiro en el Himalaya, donde, en vano, trata de olvidar a su novia india. Aun así, rehúsa tener cualquier contacto con ella, pues así se lo ha encarecido el ingeniero. Mutatis mutandis, se trata de la versión literaria de un episodio de la vida de Eliade, quien vivió en casa de su profesor de sánscrito, Surendranath Dasgupta, de cuya hija —también llamada Maitreyi— se apasionó, con accidentes y consecuencias similares a los que conforman la trama de la novela.
            La relación entre Allan y Maitreyi se ve acosada por dificultades de todo tipo. La muchacha, en sí misma, es de un carácter proteico: la alternancia de sus entusiasmos y reticencias la hacen parecer tanto ingenua como astuta, pura y sensual, cercana y ajena, refinada y rústica, intelectual y apasionada; una fluidez moral y psíquica que, incluso, Allan cree ver reflejada en su físico: “Me preguntaba a veces […] qué tipo de alma escondería bajo aquella expresión tan cambiante de su rostro (pues había días en que estaba más fea, y otros estaba tan guapa que no me cansaba de mirarla)”. En seguida, en un plano mucho más banal, están las ríspidas disputas por celos entre los enamorados, suscitados en Allan por el interés que ve poner a Maitreyi sobre cierto danzarín, o por los masajes que ella dice recibir esporádicamente de Khokha —uno de los criados de su casa—, o, sobre todo, por su amistad con Rabindranath Tagore. Es particularmente singular el tratamiento que el narrador da al venerable poeta bengalí, toda vez que se le antoja como un viejo embustero y pervertido que, sin pudor alguno, ha sacado provecho de una adolescente con aspiraciones de poetisa: “«¡Qué repugnante histrión!», pensaba yo, devorado por los celos, la rabia y la impotencia. «¡Maldito corruptor, con ese misticismo carnal, esa mezcla repelente de devoción y mentira!»”. Muy lejos de esas sospechas, en los apuntes de diario y las crónicas tempranas de su experiencia en la India —textos incluidos en libros como Diario íntimo de la India (1935) y La india (1936)—, Eliade se refiere con jubiloso respeto a quien reconoce no solo como artista y filósofo, sino también como a un sabio reformador de la enseñanza en la India, y ello al punto de que la entrevista que sostiene con él se trasluce en imágenes felices y expresiones de admiración, alguna tan superlativa como decir que el poeta es “el «gran hombre» menos conocido que existe hoy en el mundo”. Bien puede verse que la confusión no solo habita el alma de Maitretyi: Allan, ofuscado por la pasión, ve a un hombre virtuoso como al más pérfido de todos los vivientes.
           Por supuesto, mucho antes que las veleidades del carácter y de los celos, es el choque entre perspectivas culturales lo que afecta la relación entre la joven india y el europeo. De hecho, el affaire de los masajes pertenece a ese ámbito: Maitreyi prefiere que sea Khokha quien frote sus músculos y no Allan, pues en la India es visto como poco agradable que alguien dé friegas a otro, y entre otras cosas porque es algo que debe hacerse a cambio de dinero. Sin embargo, ese es apenas un detalle etnográfico. Mucho más grueso es el conflicto de las ideas de cada amante sobre la pureza: la muchacha se entrega a Allan en el cuarto de este, cuando apenas se han jurado como novios —algo que ella hace poniendo a la Tierra como testigo—, pues su confianza en él la lleva a persuadirse de que el destino de la pasión de ambos será, a su debido momento, la fructificación en otro ser; de esa manera, cree Maitreyi —como todos sus coterráneos—, el amor no se trueca en vicio. Pero Allan, cristiano, no puede evitar pensar en flaqueza y sensualidad facilista por parte de su amada. Él mismo contradictorio, piensa en otro momento que lo mejor de su relación con la muchacha es la espontaneidad y autonomía del sentimiento, mientras que desde la expectativa de las mujeres indias —Maitreyi y su madre, por ejemplo— toda pasión debe someterse a la forja de la tradición y las reglas. Comenta la señora Sen, casualmente pero con irreprochable sabiduría, que el matrimonio no consiste precisamente en “ir a coger flores juntos”.
             El episodio más contundente de la interferencia cultural en la relación de Allan y Maitreyi tiene lugar cuando ella, con la idea de ofrecerle a él una prenda de su sinceridad, le habla de sus amores del pasado. El protagonista se sobrecoge cuando su novia le confiesa que, años atrás, había estado enamorada de un árbol “siete hojas”; un árbol grande que ella encontraba tierno, al que abrazaba, besaba y mojaba con su llanto, y del que recibía, con plena felicidad, la caricia de sus hojas contra el rostro. Algunas noches escapó de su habitación y, desnuda, subió al árbol, para dormir entre sus ramas hasta la madrugada, y tanto miedo sentía de ser descubierta que, según ella, desde entonces se enfermó del corazón. Allan, a pesar de que nunca perdió de vista la cosmovisión panteísta de Maitreyi, no puede evitar tambalearse ante la confesión, y no porque la sensibilidad de la muchacha se le antoje cándida o primitiva: ocurre, sobre todo, que la siente extraña de una manera irredimible. Más que como un amante postergado, se siente como un ser de otro mundo ante la imagen de la novia en comunión íntima con un árbol: “Yo la oía como el que oye contar un cuento pero, a la vez, tenía la sensación de que se alejaba de mí. ¡Qué alma tan complicada la suya! […] Que estas personas, a quienes yo quería tanto que estaba dispuesto a ser uno de ellos, ocultaban, todos y cada uno, una historia y una mitología impenetrables, que tenían un alma espesa y profunda, compleja e incomprensible. Me dolía lo que decía Maitreyi. […] Algo se había derrumbado” (si esta vivencia procede, íntegra, de la biografía de Eliade, habrá que decir que el único episodio que la supera en pavor es el relato de cómo escapó milagrosamente de una oleada de sanguijuelas en las selvas de las laderas bajas del Himalaya, según cuenta en un capítulo de La India). A su vez, Maitreyi se sorprende de que Allan, quien dice nunca haber experimentado nada semejante, haya podido hacerse adulto —en una palabra, vivir— sin sentir amor por algo.
            En uno de sus sonetos más conocidos, Lope de Vega definió el amor como el amasijo de 32 modos diversos de actuar o sentir, buena parte de ellos contradictorios: ceder a la cobardía y llenarse de ánimo, sentirse muerto y vivo, o incluso “creer que un cielo en un infierno cabe”. Pero, como quiera que fuera, el gran poeta del Siglo de Oro no llegó a considerar la posibilidad de que el amante se sintiera excluido del universo de su otra mitad. Estar en él le puede provocar felicidad al mismo tiempo que rabia, pero le es inimaginable —permítase el juego de palabras— no poderlo imaginar. Los celosos, precisamente, son maestros consumados en ese arte.


Rey con reina (h. 1890). Raja Ravi Varma (1848-1906)

2 comentarios:

  1. Hermoso el texto Juán. ¿Alguna sugerencia de texto sobre la conceptualización del amor?

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  2. Nada, Jaime. En el tema soy, casi totalmente, empírico. Mi única teoría son frases literarias desperdigadas en varios libros. Una que recuerdo, supongo que por casualidad, es esta de Proust: "Al amor lo roe el fracaso". Que lo digan, si no, Eliade y Maitreyi.

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