Autorretrato con botella de vino (1906). Edvard Munch (1863-1944) |
Knut Hamsun, uno de los más
grandes novelistas europeos —parecerá original pero no
loco quien diga que Hambre (1890) fue
el mejor libro publicado en el viejo continente en el siglo XIX—, murió sumido
en las tinieblas del descrédito. Es verdad que a incontables genios les correspondió
igual destino; sin embargo, el caso del escritor noruego no deja de ser llamativo,
toda vez que su infortunio se alimentó, en buena parte, con el fruto mismo de
su buena ventura: en 1943, en plena ocupación alemana de Noruega, se le ocurrió regalarle a
Joseph Goebbels la medalla distintiva del Premio Nobel de Literatura que había
ganado merecidamente en 1920, y todo para conseguir una audiencia privada con
Adolf Hitler. Se le acusó de traidor.
Acabada la
Segunda Guerra Mundial, que era cuando también acababa la vida de Hamsun, el
escritor tuvo que emplear sus últimos bríos en capear una presión judicial y social
inimaginable; esto escribió en Por senderos
que la maleza oculta (1949), una mixtura de ficción y autobiografía que fue
lo último que publicó en vida: “Ya tenemos en Noruega el arrestado político.
Antes de nuestros días, el preso político era solo una especie de cuento en las
novelas rusas, no existía para nosotros, no lo conocíamos”. Hamsun, que en Hambre presentó a un vagabundo que
hallaba su diversión en inventar palabras sin significado —«Ylajali» entre
ellas—, y que en Pan (1894) ideó una
historia de amor con un enamorado que dispara sobre uno de sus pies nada más
que para llamar la atención de la mujer idolatrada, jamás imaginó al personaje
que él mismo terminó encarnando: un octogenario preso en un hospicio para
ancianos y en una clínica psiquiátrica, y al que sus antiguos admiradores miran
por el rabillo del ojo cuando lo avistan en la calle, de camino hacia los tribunales.
El escritor
justificó su cercanía con el nazismo —porque es un hecho que sintió simpatía
por esas ideas— aduciendo que en su momento había creído que era afín con la
expectativa de progreso de su país, y que haber hecho propaganda escrita de esas
tesis había evitado que “la juventud y los hombres noruegos se comportaran de
un modo necio y provocador ante los ocupantes cuando no serviría de nada”;
incluso, llegó a decirse a sí mismo que, a fin de cuentas, todos sus paisanos
famosos habían pasado por Alemania como condición para alcanzar la celebridad.
Amén de lo que pueda pensarse de estos argumentos, lo cierto es que a propósito
del suceso capital de la traición de Hamsun —deshacerse de la flamante medalla que le habían dado sus vecinos suecos— quizá se hayan dicho palabras de sobra. Realmente,
se trata del hecho menos importante de este desaguisado político y, de hecho,
quizá se trate de un argumento impensado, pero contundente, en la defensa del
escritor. Para entenderlo es necesario invocar las reflexiones de Bronislaw
Malinowski sobre los objetos preciados de los nativos de las islas Trobriand.
En Los argonautas del Pacífico occidental
(1922), Malinowski describe el intercambio de riqueza vaygu’a que tiene lugar entre los indígenas que, en esa parte del
mundo, conforman un curioso club de alianza entre enemigos; una costumbre
ceremonial tan célebre como la misma antropología: el Kula. Sus socios intercambian collares de espóndilo rojo y
brazaletes de concha blanca con arreglo a una rigurosa reglamentación que se
pone en práctica en momentos señalados del año, y una vez los tienen en las
manos gozan con la sola conciencia de haberlos obtenido, pues el lance suele
prodigarles fama de buenos magos. Son los parientes más jóvenes de los socios —sus
hijos y sobrinos— quienes lucen collares y brazaletes en las fiestas de la comunidad,
y posiblemente sean quienes más se lamentan cuando, en un nuevo round del Kula, sus mayores ponen el vaygu’a
en manos de otros socios. Esa posesión apenas transitoria de los objetos es,
a ojos del etnógrafo, el rasgo más significativo de esa práctica, pues se
trata de un comercio sui géneris en el
que lo que circula y se reafirma es el prestigio social, y en el que de ninguna
manera se trata de acumular riqueza material. Escribe Malinowski en el último
capítulo de su ópera magna: “es
precisamente a través de este intercambio, a través del hecho de estar siempre
al alcance y ser objeto de un deseo competitivo, a través de ser un medio de
provocar la envidia y de conferir fama y distinción social, como este objeto
alcanza su alto valor”. Al alegar que se trata de un hecho etnológico inédito,
el antropólogo polaco abona el terreno para anunciar el advenimiento de una
nueva teoría: el funcionalismo.
Con la idea de
que el lector occidental pueda comprender adecuadamente el valor que corresponde
a los objetos oceánicos, Malinowski compara el vaygu’a con los trofeos deportivos conocidos en Europa y América:
más que su propia materialidad, lo que en ellos importa es que son símbolo de
un mérito particular, y de un mérito que habrá que ponerse en juego, para revalidarlo,
en el próximo torneo; en palabras del polaco: “El que detenta estos artículos,
aunque no sea más que un simple depositario durante algún tiempo, aunque nunca
los utilice en sentido utilitario, obtiene un tipo de satisfacción peculiar por
el mero hecho de poseerlos, de tener derecho a ellos”. Por casualidad, estas
palabras dejan entender por qué la destrucción del trofeo de la Copa
Libertadores, durante la vuelta olímpica del Once Caldas en 2004, no fue sino
una anécdota; pero, sobre todo, explican por qué la satisfacción de los
trobriandeses no se detiene a considerar que el vaygu’a sea, como realmente es, un hatajo de conchas mugrosas y
discos averiados. Malinowski, con patente ironía, deja ver la precariedad de la
sustancia que desvela a los isleños: “unas cuantas joyas indígenas de aspecto
insignificante, grasientas y sucias, compuesta cada una por una ristra de
discos, en parte descoloridos”.
En el affaire Hamsun, confunde la rutilancia
del trofeo. La medalla con la efigie de Alfred Nobel, acuñada en oro de 23
quilates, con 67 mm de diámetro y 200 gramos de peso, podrá parecer, a primera
vista, la moneda más apropiada para un soborno expedito. Pero, antes que un
objeto valioso en sí mismo, esa medalla donada en 1943 era el símbolo de un
valor singularísimo; bien visto, del valor más incorpóreo e incomprensible que
quepa imaginar: el talento literario. Y la medalla seguiría siendo su símbolo, con
la misma legitimidad, aún si se la hubiera labrado sobre latón o en azúcar. Así
que, al ponerla en las manos de Goebbels, Hamsun no hizo otra cosa que poner de
presente lo único que no podía pasar de mano en mano: el merecimiento de poseer
el objeto. A su vez, el ministro nazi, al recibir la moneda dorada en su caja
de terciopelo, no habría hecho otra cosa que refrendar, de su parte, la
carencia del mérito: para él, aceptar que la medalla tenía algún valor
implicaba admitir que jamás podría escribir novelas como Hambre y Pan. Tanto
hubiera dado que el escritor noruego lo hubiera abofeteado.
No gratuitamente se ha dicho que las ocurrencias
lingüísticas del protagonista de Hambre anticiparon
las ideas de Ferdinand de Saussure sobre la arbitrariedad del signo. La
historia de la significativa medalla, con significado tan autónomo, no parece
ser otra cosa que la ratificación de esa comunión intelectual.
Melancolía (1891). Edvard Munch (1863-1944) |
Juan un gusto encontrarte después de muchos años a través de este tu nuevo libro o bueno no tan nuevo. Me alegra conocer un espacio para disfrutar de tu catarsis literaria como bien las recuerdo en los cursos de funcionalismo y estructuralismo. Ademas de charlas vagas por fuera de las aulas. Espero que las letras sigan cruzando tu pluma. Santiago Cadavid ( antiguo Kogoró)
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