miércoles, 5 de septiembre de 2018

Talento famélico



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Autorretrato con botella de vino (1906). Edvard Munch (1863-1944)


Knut Hamsun, uno de los más grandes novelistas europeos —parecerá original pero no loco quien diga que Hambre (1890) fue el mejor libro publicado en el viejo continente en el siglo XIX—, murió sumido en las tinieblas del descrédito. Es verdad que a incontables genios les correspondió igual destino; sin embargo, el caso del escritor noruego no deja de ser llamativo, toda vez que su infortunio se alimentó, en buena parte, con el fruto mismo de su buena ventura: en 1943, en plena ocupación alemana de Noruega, se le ocurrió regalarle a Joseph Goebbels la medalla distintiva del Premio Nobel de Literatura que había ganado merecidamente en 1920, y todo para conseguir una audiencia privada con Adolf Hitler. Se le acusó de traidor.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, que era cuando también acababa la vida de Hamsun, el escritor tuvo que emplear sus últimos bríos en capear una presión judicial y social inimaginable; esto escribió en Por senderos que la maleza oculta (1949), una mixtura de ficción y autobiografía que fue lo último que publicó en vida: “Ya tenemos en Noruega el arrestado político. Antes de nuestros días, el preso político era solo una especie de cuento en las novelas rusas, no existía para nosotros, no lo conocíamos”. Hamsun, que en Hambre presentó a un vagabundo que hallaba su diversión en inventar palabras sin significado —«Ylajali» entre ellas—, y que en Pan (1894) ideó una historia de amor con un enamorado que dispara sobre uno de sus pies nada más que para llamar la atención de la mujer idolatrada, jamás imaginó al personaje que él mismo terminó encarnando: un octogenario preso en un hospicio para ancianos y en una clínica psiquiátrica, y al que sus antiguos admiradores miran por el rabillo del ojo cuando lo avistan en la calle, de camino hacia los tribunales.
El escritor justificó su cercanía con el nazismo —porque es un hecho que sintió simpatía por esas ideas— aduciendo que en su momento había creído que era afín con la expectativa de progreso de su país, y que haber hecho propaganda escrita de esas tesis había evitado que “la juventud y los hombres noruegos se comportaran de un modo necio y provocador ante los ocupantes cuando no serviría de nada”; incluso, llegó a decirse a sí mismo que, a fin de cuentas, todos sus paisanos famosos habían pasado por Alemania como condición para alcanzar la celebridad. Amén de lo que pueda pensarse de estos argumentos, lo cierto es que a propósito del suceso capital de la traición de Hamsun —deshacerse de la flamante medalla que le habían dado sus vecinos suecos— quizá se hayan dicho palabras de sobra. Realmente, se trata del hecho menos importante de este desaguisado político y, de hecho, quizá se trate de un argumento impensado, pero contundente, en la defensa del escritor. Para entenderlo es necesario invocar las reflexiones de Bronislaw Malinowski sobre los objetos preciados de los nativos de las islas Trobriand.
En Los argonautas del Pacífico occidental (1922), Malinowski describe el intercambio de riqueza vaygu’a que tiene lugar entre los indígenas que, en esa parte del mundo, conforman un curioso club de alianza entre enemigos; una costumbre ceremonial tan célebre como la misma antropología: el Kula. Sus socios intercambian collares de espóndilo rojo y brazaletes de concha blanca con arreglo a una rigurosa reglamentación que se pone en práctica en momentos señalados del año, y una vez los tienen en las manos gozan con la sola conciencia de haberlos obtenido, pues el lance suele prodigarles fama de buenos magos. Son los parientes más jóvenes de los socios —sus hijos y sobrinos— quienes lucen collares y brazaletes en las fiestas de la comunidad, y posiblemente sean quienes más se lamentan cuando, en un nuevo round del Kula, sus mayores ponen el vaygu’a en manos de otros socios. Esa posesión apenas transitoria de los objetos es, a ojos del etnógrafo, el rasgo más significativo de esa práctica, pues se trata de un comercio sui géneris en el que lo que circula y se reafirma es el prestigio social, y en el que de ninguna manera se trata de acumular riqueza material. Escribe Malinowski en el último capítulo de su ópera magna: “es precisamente a través de este intercambio, a través del hecho de estar siempre al alcance y ser objeto de un deseo competitivo, a través de ser un medio de provocar la envidia y de conferir fama y distinción social, como este objeto alcanza su alto valor”. Al alegar que se trata de un hecho etnológico inédito, el antropólogo polaco abona el terreno para anunciar el advenimiento de una nueva teoría: el funcionalismo.
Con la idea de que el lector occidental pueda comprender adecuadamente el valor que corresponde a los objetos oceánicos, Malinowski compara el vaygu’a con los trofeos deportivos conocidos en Europa y América: más que su propia materialidad, lo que en ellos importa es que son símbolo de un mérito particular, y de un mérito que habrá que ponerse en juego, para revalidarlo, en el próximo torneo; en palabras del polaco: “El que detenta estos artículos, aunque no sea más que un simple depositario durante algún tiempo, aunque nunca los utilice en sentido utilitario, obtiene un tipo de satisfacción peculiar por el mero hecho de poseerlos, de tener derecho a ellos”. Por casualidad, estas palabras dejan entender por qué la destrucción del trofeo de la Copa Libertadores, durante la vuelta olímpica del Once Caldas en 2004, no fue sino una anécdota; pero, sobre todo, explican por qué la satisfacción de los trobriandeses no se detiene a considerar que el vaygu’a sea, como realmente es, un hatajo de conchas mugrosas y discos averiados. Malinowski, con patente ironía, deja ver la precariedad de la sustancia que desvela a los isleños: “unas cuantas joyas indígenas de aspecto insignificante, grasientas y sucias, compuesta cada una por una ristra de discos, en parte descoloridos”.
En el affaire Hamsun, confunde la rutilancia del trofeo. La medalla con la efigie de Alfred Nobel, acuñada en oro de 23 quilates, con 67 mm de diámetro y 200 gramos de peso, podrá parecer, a primera vista, la moneda más apropiada para un soborno expedito. Pero, antes que un objeto valioso en sí mismo, esa medalla donada en 1943 era el símbolo de un valor singularísimo; bien visto, del valor más incorpóreo e incomprensible que quepa imaginar: el talento literario. Y la medalla seguiría siendo su símbolo, con la misma legitimidad, aún si se la hubiera labrado sobre latón o en azúcar. Así que, al ponerla en las manos de Goebbels, Hamsun no hizo otra cosa que poner de presente lo único que no podía pasar de mano en mano: el merecimiento de poseer el objeto. A su vez, el ministro nazi, al recibir la moneda dorada en su caja de terciopelo, no habría hecho otra cosa que refrendar, de su parte, la carencia del mérito: para él, aceptar que la medalla tenía algún valor implicaba admitir que jamás podría escribir novelas como Hambre y Pan. Tanto hubiera dado que el escritor noruego lo hubiera abofeteado.
      No gratuitamente se ha dicho que las ocurrencias lingüísticas del protagonista de Hambre anticiparon las ideas de Ferdinand de Saussure sobre la arbitrariedad del signo. La historia de la significativa medalla, con significado tan autónomo, no parece ser otra cosa que la ratificación de esa comunión intelectual.


Melancolía (1891). Edvard Munch (1863-1944)

1 comentario:

  1. Juan un gusto encontrarte después de muchos años a través de este tu nuevo libro o bueno no tan nuevo. Me alegra conocer un espacio para disfrutar de tu catarsis literaria como bien las recuerdo en los cursos de funcionalismo y estructuralismo. Ademas de charlas vagas por fuera de las aulas. Espero que las letras sigan cruzando tu pluma. Santiago Cadavid ( antiguo Kogoró)

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