miércoles, 26 de septiembre de 2018

Naturaleza muerta con antropólogo y pintor



Mujer en sillón rojo (1932). Pablo Picasso (1881-1973)


Claude Lévi-Strauss insinuó alguna vez que Picasso, a pesar de su genialidad, era un truhan. Así se expresó en una charla que sostuvo en 1966 con André Parinaud, cuya versión en texto —“A propósito de una exposición retrospectiva”— fue incluida en el segundo volumen de Antropología estructural, aparecido en 1973; el mismo año en que, precisamente, murió el pintor malagueño, quien acaso no llegó a enterarse del cumplido.
            La ojeriza de Lévi-Strauss nace del hecho de que Picasso es, a su juicio, un hombre particularmente interesado en hacer brillar su propio discurso sobre el arte: “La obra de Picasso me irrita, y es en este sentido en el que me concierne. Pues aporta un testimonio entre otros —sin duda también se los encontraría en literatura y en música— del carácter profundamente retórico del arte contemporáneo”. Este pintor, antes que comprometerse con situarnos en la naturaleza o hacernos sentir su fuerza, lo que pretende es alardear de que conoce la verdad última sobre ella, la cual pontifica en forma de doctrina; en palabras del iracundo antropólogo: “Parece a menudo creer que, puesto que existen leyes que dan razón de la naturaleza y de la estructura de la obra de arte, pueden crearse obras de arte aplicando leyes o remedándolas, o apropiándose recetas, cuando el verdadero problema que plantea la creación artística reside, me parece, en la imposibilidad de pensar por adelantado su resultado”. En efecto, Picasso llegó a exhibir una particular sabiduría de metafísico osteológico como el principio generatriz de sus dibujos humanos; en una carta al fotógrafo húngaro Brassaï pretendió enseñarle cómo estaban formados los huesos: “¿Se ha fijado alguna vez en que los huesos están siempre ‘modelados’ y no cortados, que siempre se tiene la impresión de que salen de un molde después de haber sido modelados en arcilla? ¿Y ha notado cómo, con sus formas convexas y cóncavas, los huesos encajan bien unos en otros?”. No se sabe bien si lo que enfada es la lección de Perogrullo o la insinuación de la poca agudeza del corresponsal, quien, acaso, ni siquiera una vez en su ciega vida habría podido percatarse de lo que el pintor conocía con amplitud. Como quiera que sea, Picasso, desconfiado de la perspicacia del otro, vio necesario poner en palabras lo que ya había creído decir con su Mujer en sillón rojo (1932).
            Por supuesto, Lévi-Strauss sabe que es legítimo y propio del arte aplicar las leyes en que los hombres han condensado su conocimiento de la realidad. Años antes de su entrevista con Parinaud, en El pensamiento salvaje (1962), el antropólogo había escrito que cierto arte pictórico no podía prescindir de un conocimiento científico previo. Es el caso de la famosa gorguera de encaje del vestido de Isabel de Austria, retratada por François Clouet en 1571: la animosidad con que él quiso mostrarnos a la reina de Francia, las sutilezas emotivas que plasmó en su tela —lo que propiamente constituye su testimonio como creador—, las aceptamos a condición de que la soberana nos parezca realmente la soberana, y esa persuasión nos viene del detalle de su gorguera, la cual, por la prolijidad del tejido imitado, se nos antoja una gorguera histórica. Por más que el pintor redujera la escala de la prenda al representarla en la tela, debió obrar en conocimiento del saber industrial puesto en práctica para tejer hilos. De modo que a Lévi-Strauss no puede molestarle que Picasso crea saber cuál es la forma esencial de los huesos; su irritación es, en últimas, lo que Picasso representa: su aceptación y celebridad en una época determinada. El malagueño, “un hombre que ha hecho todo lo que ha querido” y que “ha obtenido la mayor de las glorias”, ha creado sin embargo una obra “que aporta menos un mensaje original que lo que se entrega a una suerte de trituración del código de la pintura”. Con el deseo de ser entendido en esta queja contra las interpretaciones de segundo grado, Lévi-Strauss ofrece la reseña del filme angloamericano The Collector (1965), de William Wyler, en el que un joven, coleccionista de mariposas, secuestra a una bella mujer a la que gustan los libros con reproducciones de Picasso. Reflexiona el antropólogo que la “actitud sana” es la del héroe, “que vierte su pasión en objetos reales, las mariposas, y en bellezas naturales, ya sean insectos o una guapa muchacha”, mientras que esta es “el símbolo mismo del carácter hechizo del gusto contemporáneo”. No se pierda de vista que un libro con fotografías de las pinturas de Picasso vendría a ser algo así como una interpretación del mundo de tercera mano.
            No sorprende que, al consignar su invectiva contra Picasso, Lévi-Strauss declare su afición por las ingenuidades de la pintura naïf. Lo que inquieta es que no agregue ningún nombre a guisa de ilustración, a no ser que la omisión se explique en la misma transparencia de la referencia. Los cuadros de Henri Rousseau pueden, en todo caso, servir el mejor ejemplo para redondear el argumento. Piénsese, por ejemplo, en Caballo atacado por un jaguar (1910): las altas flores del fondo, al sugerir el tamaño minúsculo del predador y su presa, difícilmente podrían responder a la aplicación de alguna regla preconcebida, como tampoco lo hacen las ramas herbáceas del primer plano, en todo similares a las hojas de la lejana palmera; al mismo tiempo, parece no mediar ningún saber teórico sobre la naturaleza en el brazo anómalo del jaguar, surgido del cuerpo moteado en un lugar equívoco y con una rigidez nada convincente, como si en un caso se tratara de un pulpo y, en el otro, de un monigote de madera. Más que reflexionar sobre la naturaleza o el arte, el Aduanero, infantil y casi imbécil en sus trazos —y por eso genial—, es la misma naturaleza: más acá de la teoría o el discurso, su obra surge con la espontaneidad de las plantas y expresa una lógica de la que el mismo pintor, acaso, no tuvo noticia. Sobre una obra como esa es que puede operar el estructuralismo, que, según su máximo pontífice, “no encuentra una satisfacción real en el arte más que al precio de mucha frescura e ingenuidad”.
            Las quejas de Lévi-Strauss contra Picasso no sugieren otra cosa que una pugna por el magisterio de la explicación. El antropólogo francés, convencido de que la regularidad total de la naturaleza era la piedra fundacional del estructuralismo —la teoría que, desde entonces, debía deslumbrar al mundo con la exposición de las simetrías más impensadas— no iba a permitir, de buenas a primeras, que triunfaran los modelos discurridos por un pintor de bañistas y saltimbanquis. No es poca cosa ser el descubridor de la geometría del mundo.


Caballo atacado por un jaguar (1910). Henri Rousseau (1844-1910)

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