viernes, 14 de diciembre de 2018

Menú funcionalista



Naturaleza muerta con búho (1943). Frida Khalo (1907-1954)



Las reflexiones antropológicas e históricas sobre la comida han vivido, en lo que va del siglo XXI, días de esplendor: se las sirve a la carta, para decirlo con las palabras justas. Los libros sobre el tema, con carátulas y títulos sugestivos, se encuentran por decenas en las vitrinas comerciales, y no son pocos los periódicos que publican varias columnas gastronómicas por semana. Sin embargo, ello es apenas natural en un mundo cuyas rutinas mediáticas casi han reducido las particularidades culturales y nacionales a platos de comida —estar en Francia es poco más que trepar a la torre y atragantarse de foie gras—, y en el que la gourmetización de la cocina tradicional se ha convertido en el negocio más rentable. Lo cierto es que, muchas décadas atrás, la antropología clásica ya se había interesado por el tema; por lo menos eso es lo que deja ver un menú recomendado por tres chefs de la antropología funcionalista.
        El plato de entrada lo sirve Bronislaw Malinowski, el fundador de la escuela, y quien se interesó por el uso de la comida como medio para establecer y celebrar las relaciones de reciprocidad. Es ya clásica la descripción que en “Baloma: Los espíritus de los muertos en las islas Trobriand” (1916) se hace del sagali, aquel intercambio ceremonial e interclánico de ñame cocido que, en esa parte del continente oceánico, tiene lugar al término de las cosechas. La relevancia sociológica de la práctica no esconde, sin embargo, lo desabrido del plato, y por eso resulta mucho más llamativo un puchero de taro que se prepara en los atardeceres inocuos. El chisme culinario se revela en La vida sexual de los salvajes (1929): el tubérculo —Colocasia sculenta— es puesto a hervir dentro de grandes ollas de barro y se le agrega pescado o carne de cerdo. Se trata de una preparación sencilla pero apetecida, y de la cual solo pueden ocuparse las mujeres, aunque se entiende que, durante las arriesgadas expediciones kula en mar abierto, corresponde a los hombres aderezar su propia pitanza. Es en Jardines de coral y su magia (1935), la última de sus monografías etnográficas, donde Malinowski revela un dato crucial sobre las cualidades gastronómicas del taro: los espíritus de los muertos prefieren ese tubérculo entre los demás productos de las huertas —y son numerosos—, de modo que mientras los vivos intercambian sus sosas  bandejas de ñame, los balomas se hartan de gachas y budín fabricados para ellos con base en los taros recién cosechados.
        También humea el simbolismo en el plato fuerte de nuestro menú. Este corre por cuenta del pueblo nuer, cuya indeleble fama etnográfica procede del libro homónimo que E. E. Evans-Pritchard publicó en 1940. Empeñado en mostrar la obsesión por el ganado vacuno que caracterizaba a esa etnia del Sudán, el antropólogo inglés ofrece una pintura inolvidable de viandas de origen animal entre las que, por supuesto, no son la leche cuajada o la carne a la brasa lo que más llama la atención. Lo es, sobre todo, la sangre asada. Cuenta el etnógrafo que los indígenas aprietan el pescuezo de una vaca con una cuerda, con la idea de que sus venas cobren relieve y pueda pinchárselas con facilidad. Un chorro más o  menos vigoroso de linfa roja llena un cuenco al cabo de algunos segundos, lo que permite retirar la cuerda y tapar la herida con un poco de boñiga, sin que la vida de la vaca haya sido puesta en riesgo. La sangre recogida es calentada y, cuando cuaja, se fabrican gachas con ella. Otra parte del cocido se deja al fuego hasta que deviene en un bloque sólido, y se lo come sin ningún aderezo después de tajarlo, como si se tratara de un embutido. Para los nuer, esa práctica culinaria encuentra justificación en su efecto sanatorio, pues creen que las vacas son, a la postre, las grandes beneficiarias: según ellos, los animales sangrados comen con mayor apetito y son más fértiles. Pero en los entresijos de su conciencia laten otras justificaciones, como puede serlo el que, al comer esa sangre, los humanos participan de la sustancia de unos animales con los que, incluso, comparten el nombre (en efecto, refiere Evans-Pritchard que los jóvenes reciben como nombre iniciático el apelativo de uno de los bueyes de su padre). Como quiera que sea —más allá de los escrúpulos veterinarios o de las costumbres nominativas—, también es absolutamente cierto que los nativos encuentran deliciosa la sangre asada.
        El postre lo representan los datos vertidos en Nosotros, los tikopia (1936) de Raymond Firth. Como su maestro Malinowski, el antropólogo neozelandés se interesó por observar el papel cumplido por los alimentos en el teatro de las relaciones sociales; pero, más profano que su mentor, Firth puso el foco en la vida cotidiana: allí donde la comida rueda de unas manos a otras, sin que deba seguirse la minuta de ningún protocolo ceremonial. El breve relato de la preparación de un pudín de coco sirve el mejor ejemplo: un día cualquiera, Pa Taitai ralla la blanca carne de la fruta mientras su hijo bebé trepa por uno de sus muslos; después, el hermano de su esposa estruja las ralladuras para exprimir la leche, y esta, en manos de Pa Taitai —había ido a bañarse y ahora está de vuelta—, se mezcla con cuatro puñados de harina de masoa hasta que alcanza la textura de la leche condensada, tal como se la conoce en Occidente. Entonces el chef polinesio grita a las chicas de casa para que apronten el horno de piedras calientes, y, cuando eso sucede, la suspensión es vertida en cuencos de cáscara de coco que, a su vez, son tapados con hojas de platanera. Al final de la cocción, la familia disfruta de una golosina suave a modo de pasta fina de pequeñas partículas, nada grumosa y con intenso sabor a coco. La abuela carga al bebé y, como si se tratara de un polluelo, le comparte la masa directamente desde su boca.
        En las primeras décadas del siglo XX, la revelación de que la vida social funcionaba a modo de mecanismo de relojería concentró la atención de expertos y legos. La máquina fue apreciada sin que, a veces, se repararan los preciosos detalles de algunas de sus partes. Fue eso, precisamente, lo que sucedió con la comida: se la vio como poco más que la materialización casual de las fuerzas sociológicas —o, según Malinowski, como el punto de contacto de las grandes ruedas del parentesco y la economía—, y no como manifestación de un frente cultural autónomo y complejo, digno de un enfoque especializado con visos de disciplina. Bastará decir que el recetario incluido en Nosotros, los tikopias, en el que Raymond Firth describe las principales propiedades y exigencias culinarias de 24 tipos de alimento, no se hizo célebre entre los lectores especializados ni siquiera como curiosidad. Clifford Geertz y Mary Louis Pratt, quienes desempolvaron —cada quien por su lado— las páginas del grueso tratado de 1936, pusieron los ojos nada más que sobre los primeros párrafos del capítulo inicial, en los que, con indudable colorido, se da cuenta del paso del Southern Cross frente a la costa de Tikopia, envueltas la tierra y la nave por el frío de la madrugada. En cierto sentido, ellos, así como muchos otros antropólogos, se interesaron en leer la novela mientras la cena se enfriaba sobre la mesa.



Naturaleza muerta con trozo de carne (h. 1863). Claude Monet (1840-1926)

lunes, 26 de noviembre de 2018

San Sebastián de Andamán



San Sebastián (1610-1614). El Greco (1541-1614)


El 16 de noviembre de 2018, el joven misionero estadounidense John Allen Chau desembarcó clandestinamente en la isla Sentinel del Norte, en el archipiélago de las islas Andamán y Nicobar, en pleno golfo de Bengala. Obsesionado con la idea de charlar sobre Cristo con los huraños nativos, Chau no solo violó una prohibición de las autoridades indias que busca preservar a la vulnerable población sentinelesa del contagio de las enfermedades occidentales; sobre todo, retó la proverbial hostilidad de un pueblo que, sin que haga falta preguntar las razones, desde hace siglos decidió mantenerse aislado del resto del mundo. El misionero pagó cara su osadía, pues, como San Sebastián en Roma, fue asaeteado sin piedad. Su cuerpo, según informó BBC News, fue abandonado en la playa.
        Apenas sorprende que la noticia, al rodar por el mundo con la velocidad y estridencia con que este tipo de sucesos son anunciados por las redes sociales, no haya incluido alguna referencia antropológica particular. Para decirlo con las palabras justas: como no sea a los antropólogos nostálgicos, a nadie ha llamado la atención que en la necrológica del misionero no se incluyan alusiones a Los isleños de Andamán (1922), la única monografía propiamente etnográfica de A. R. Radcliffe-Brown. Difícilmente podría ser de otra manera, pues ni siquiera cuando se publicó —hace poco menos de un siglo— esa obra descolló entre los lectores especializados. En parte, ocurrió que el brío de la experiencia en campo se apagó durante los seis años en que se dilató la escritura del informe; asimismo, terció la fatalidad de que, una vez terminada la monografía en 1914, la Primera Guerra Mundial obligó al cierre de las imprentas; pero, sobre todo, debe tenerse en cuenta que, cuando el libro por fin pudo ver la luz en 1922, era otra obra antropológica la que copaba el espacio en las vitrinas de las librerías: Los argonautas del Pacífico occidental, el tratado capital de Bronislaw Malinowski, considerado por no pocos críticos de la ciencia del hombre como el rival, por excelencia, de Radcliffe-Brown. Para colmo, el etnógrafo de Andamán firmó el libro con su nombre civil, que años después alteró por parecerle un homenaje exagerado a un padre que apenas conoció: “A. R. Brown”. Quizá no haga falta mencionar la queja de Adam Kuper a propósito del intenso tufillo difusionista que se percibe en la monografía.
        Los isleños de Andamán, empero, bien puede ser considerada —más allá de toda suspicacia crítica— como un franco aporte a la naciente teoría funcionalista. A pesar de que, cuando llegó a Andamán en 1906, Radcliffe-Brown albergaba el proyecto de reconstruir la historia cultural de las comunidades negrito, en algún momento optó por un estudio durkheimiano sobre las costumbres, de las cuales quiso conocer sus finalidades últimas. Con esa idea, el antropólogo inglés clasificó los hábitos de los nativos en tres grupos: técnicas, reglas de comportamiento y costumbres ceremoniales. Esta última categoría fue la que más le interesó, pues, al entender que las actuaciones públicas permiten expresar y fijar las emociones y sentimientos más útiles para el mantenimiento del orden social, pudo trazar las primeras líneas de un dibujo teórico en cuyo pulimento se empeñó hasta el final de sus días. La epifanía etnológica corrió por cuenta de las comunidades del grupo de islas de Gran Andamán, en la parte norte del archipiélago, que fue donde Radcliffe-Brown se radicó durante varios meses. Así como al proyecto de la reconstrucción histórica, el investigador se vio obligado a renunciar a la idea de hacer etnografía en la isla de Pequeño Andamán, sembrada mucho más al sur, no lejos de la isla Sentinel del Norte. Según confiesa en la introducción de la monografía, lo habrían persuadido razones de índole lingüística: “Habría querido concentrarme casi exclusivamente en los nativos de Pequeño Andamán, de los cuales se sabe tan poco. Sin embargo encontré que, en el tiempo que tenía disponible, no podía trabajar satisfactoriamente con ellos debido a la dificultad del lenguaje. Los nativos de Pequeño Andamán no conocen un idioma que no sea el suyo, el cual apenas se relaciona con los idiomas de Gran Andamán”. Radcliffe-Brown calculó que habría tardado hasta 3 años en aprender la lengua local a un nivel que le permitiera hacer preguntas comprensibles y, sobre todo, entender las respuestas de los isleños.
        Cabe suponer que el desconocimiento de cómo hablaba la gente de esa parte del archipiélago no obedecía, apenas, a un descuido venial de los antropólogos. Radcliffe-Brown apunta que la etnia jarawa, radicada en la parte sur, se mostraba abiertamente hostil por los días de su estadía etnográfica; y cuenta también que en 1870 habían atacado con ferocidad a los presidiarios indios y birmanos de la colonia de Port Blair, así como a algunos cortadores de árboles que tenían sus campamentos junto a la playa. De hecho, siglos atrás, el escenario de Andamán ya había suscitado el recelo occidental. Marco Polo, por ejemplo, escribió: “Los habitantes son idólatras, y son una raza brutal y salvaje; tienen cabezas, ojos y dientes que se parecen a los de las especies caninas. Sus disposiciones son crueles, y a toda persona que no sea de su nación le pueden echar mano para matarla y comerla”. Cesar Friederike, quien pasó por Nicobar en 1556, advirtió que la fama de caníbales de los andamaneses se debía, posiblemente, nada más que a la mutua desconfianza que reinaba entre las diversas etnias, pero aún así no descartó que, eventualmente, alguien que se extraviara por aquellas costas pudiera ser incluido en el menú del día: “Si por casualidad algún barco se pierde en esas islas, como ha ocurrido con muchos, ninguno de sus tripulantes se escapará de ser comido o, al menos, de encontrar la muerte”. Eso sí, el navegante advirtió que, en todo caso, los isleños preferían pasar inadvertidos por vecinos y forasteros: “Estas personas no tienen ninguna relación con otras, ni practican el comercio con nadie, pues viven nada más que de los frutos que producen estas islas”. A este cuadro de apatía Radcliffe-Brown agrega el dato de los expedicionarios chinos y malayos que, en diversos momentos, llegaron a esa parte de Andamán en busca de nidos y aves comestibles, y que fracasaron a la hora de establecer “relaciones amistosas” con los nativos.
        Es muy poco lo que Los isleños de Andamán deja conocer a propósito de la vida que, en la primera década del siglo XX, se llevaba en Sentinel del Norte, la isla en que murió John Allen Chau. Que los nativos solían construir grandes campamentos de cacería en los que podían alojarse hasta 12 familias y que labraban toscas canoas en los troncos de árboles curvados lo supo Radcliffe-Brown gracias a Gilbert Rogers, un aventurero que visitó la isla en 1903 y que, por lo visto, volvió para contarlo. Pero los informes más detallados fueron levantados entre las frías paredes del British Museum, donde reposan algunos objetos procedentes de Sentinel del Norte. Lo curioso —o lo siniestro— es que esas piezas de vitrina quizá sean las que más se parezcan a los instrumentos con que los isleños del siglo XXI dieron muerte al misionero: un arco y una flecha para pescar. A propósito del primero, escribe el antropólogo: “Está hecho de un tipo de madera diferente al utilizado en Pequeño Andamán. La longitud es de 155,5 cm, y la anchura en el centro es de 4,3. La parte del medio es ligeramente diferente a la del arco promedio de Pequeño Andamán, pero tiene la misma característica de mayor convexidad en el exterior y menos convexidad en el lateral […] No está adornado con un patrón pintado o inciso”. El buen tamaño, la forma aerodinámica y la sobriedad ornamental se antojan como los más adecuados para albergar y expulsar una flecha diseñada para ser letal, “con cuatro puntas atadas a un eje de madera, y donde cada púa está afilada por una pieza de madera desprendida al final”. El tecnicismo de la descripción no hace otra cosa que, prospectivamente, intensificar el dramatismo del episodio acaecido el 16 de noviembre último.
        Un lanchero anónimo se acerca a la costa de Sentinel del Norte y deja a un misionero en el agua, con el mar chocando contra sus muslos. Este hombre, casi como Jesucristo en el lago Tiberiades, avanza entre las aguas mientras recita un versículo fervoroso. Sobre la playa, un puñado de nativos con los arcos de pesca en ristre apenas se interesa por la letanía, y, sin perder el tiempo en advertencias, dispara contra el inopinado visitante. Este, vestido de púas como un erizo, sigue su camino hacia el grupo de sus hermanos infieles, y antes de llegar se desploma. Los pescadores enlazan el cuerpo y lo arrastran hasta la playa, y acto seguido desaparecen entre la fronda costera. Aunque cabe la posibilidad de que todo eso no haya sido más que la celebración de un rito, cualquier idea concluyente sobre sus finalidades solo podría vislumbrarse bajo la luz de las teorías de Radcliffe-Brown.


El martirio de San Sebastián (1577-1578). El Greco (1541-1614)
            

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Pelota caliente



Jugadores de béisbol que practican (1875). Thomas Eakins (1844-1916)


Doug Glanville, jardinero central de los Phillies de Filadelfia y de otros equipos de la MLB, dijo alguna vez que el béisbol había sido para él como un ejercicio de antropología, puesto que le había permitido vivir en estrecho contacto con gentes de diversas culturas. Esta frase rosácea —tan rebosante de armonía planetaria— no debe ocultar el hecho de que quien la profirió no es antropólogo; porque, a juzgar por lo que han constatado los etnógrafos profesionales, quizá ocurra todo lo contrario: que el béisbol propicia la feroz rivalidad al interior de una misma comunidad.
        En 1959, el antropólogo J. R. Fox visitó Cochiti, un asentamiento de indios pueblo en Nuevo México. Grosso modo, el científico pudo constatar que Ruth Benedict, su famosa colega, se había equivocado de cabo a rabo al suponer que a estos nativos los caracterizaba una personalidad tranquila, reflejo del patrón cultural “apolíneo” que ponía en orden todas las formas y acciones de la vida social. A Fox se le hizo evidente que, al menos en Cochiti, reinaba la más profunda desconfianza entre los pobladores, y así lo consignó con palabras que más parecen las que Benedict dedicó a la lejana y maligna cultura dobuesa: “Toda persona es sospechosa […]. Todas las relaciones interpersonales están llenas de peligro y solo hay pocas personas en las que se pueda confiar plenamente. Especialmente las mujeres no confían unas en otras”. Este último dato remite al estado de permanente histeria en que vivían las esposas a causa de las mil aventuras de sus maridos. Con todo, varias razones impedían que las damas pueblo se arrancaran los cabellos: una era que acusar a otra mujer de hechicería —según se creía, era el origen de todos los males— podía llevar a un peligroso rompimiento del equilibrio en que convivían los dos grupos de parentesco que conformaban la comunidad. Pero la más importante razón era que la cultura pueblo promovía la salud de ese crítico equilibrio con instituciones que no subrayaban la oposición fundamental y que, antes bien, favorecían la cooperación entre los que no eran parientes. Por ejemplo, los juegos de cucaña —tradicionales en Cochiti— conformaban sus bandos con arreglo a categorías tan gruesas y transversales como las de “solteros” y “casados”, y jamás echaban mano de las segmentaciones basadas en diferencias de sangre. El béisbol, sin embargo, vino a cambiarlo todo.
        Acabada la Segunda Guerra Mundial, los nativos que habían sido enrolados regresaron a Cochiti con la idea de conformar el equipo de los Silversmiths y avivar así una enmohecida pasión local por el deporte de la “pelota caliente”; pasión que, en su momento, había llevado a la conformación del viejo equipo de los Eagles, la única escuadra que, hasta ese momento, participaba en la Inter-Pueblo Baseball League (la ILB, como cabrá suponer). Con el tiempo, los equipos acabaron por llamarse, respectivamente, Braves y Redskins, y sobra decir que el cambio de nombre no supuso ningún lío, muy a pesar de que una etiqueta insinuara que los oponentes eran cobardes y que la otra significara la aceptación, harto subalterna, de la condición “pielroja”. El verdadero problema estuvo en que la conformación de cada equipo se hizo sin seguir ninguna regla social y que, entregado cada quien a su voluntad, se apelara a la división familiar estructural a la hora de vestir una u otra camiseta. Por primera vez, entonces, hubo en Cochiti una actividad social que, antes que tender una cortina de humo sobre las diferencias sociales entre vecinos, las enfatizaba frente a sus narices. Escribe Fox: “Según las manifestaciones de mis interlocutores, parece que desde que el hombre es hombre ha habido siempre dos grandes familias que no se querían muy bien y formaban dos bloques enemigos por una razón —algún tipo de contienda— que hacía mucho tiempo había caído en el olvido […]. Pero con la división propiciada por el béisbol se presentó una oportunidad única para dejar salir de nuevo a la superficie las viejas enemistades latentes”.
        La confrontación entre Braves y Redskins —que debía celebrarse dos veces por año— alcanzó su punto máximo de tensión en 1959. El Consejo de los Pueblo, prevalido de su sabiduría, había programado el doble encuentro para la misma semana en que debía celebrarse la danza anual de la cosecha, confiado en que por entonces iba a cundir, en “todos los corazones”, un sentimiento invencible de armonía. Pero los Braves hicieron todo lo posible por aguar la fiesta: llegaron tarde al campo de los Redskins, alinearon jugadores sacados de la manga o contrabandeados de otros equipos, e intimidaron a sus rivales de mil maneras. Por su parte, las barras femeninas de ambos bandos aportaron su cuota en el desaguisado: empezaron por acusar de ceguera al único árbitro —un negro de Virginia— y acabaron por escupir todo tipo de obscenidades contra los jugadores del equipo adversario. Por supuesto, estas audacias no dejan de ser esperables en un deporte cuya mitología básica remite a las pilatunas callejeras —no gratuitamente, el Home run tomó su nombre del obligado regreso a casa después de haber dejado la pelota al otro lado de una ventana quebrada—; de hecho, fueron los Redskins locales quienes, a pesar de haber recibido la mayor parte de los oprobios, ganaron el juego, y lo hicieron cómodamente: 18 carreras contra 8. Pero otra cosa sucedió en el partido de vuelta.
        Un par de días antes de ese encuentro final, el ambiente ya estaba caldeado. Las madres y esposas de los Redskins, temerosas de la ira que reinaría en las toldas de los vapuleados Braves y convencidas de los poderes sobrenaturales de esos enemigos tramposos, no ocultaron su expectativa grisácea: “Va a haber un montón de incidentes”, dijeron. Mucha gente prefirió quedarse en casa en vez de ir al partido, y muchos de los que fueron permanecieron dentro de sus automóviles, resguardados tras las ventanillas. No fue excesiva esa precaución: en la cuarta entrada, cuando la pizarra marcaba empate a una carrera, un ventarrón preñado de rayos y truenos, pero sin una gota de lluvia, asoló el campo. Fox, quien había tenido la audacia de llegar hasta las graderías, fue testigo de primera mano del fenómeno hasta que se vio obligado a refugiarse en la furgoneta de uno de los Redskins: “El campo de juego se sumió en la oscuridad, los jugadores se agachaban para que no los cegara la arena con sus latigazos”. A partir de entonces, todo se vino al traste para los visitantes: el árbitro permitió que los Braves ganaran una base ilegalmente, y la ventaja se capitalizó por cuenta de la arena, cuyos enviones parecían golpear nada más que el rostro de los Redskins. Dado que contra la maldad humana y la fuerza natural —ambas desatadas por el poder de la brujería— no hay manera de salir airoso, los Braves ganaron por 4 carreras contra 2. Sus mujeres aullaron de júbilo mientras la barra perdedora se retiraba convencida de haber sido presa del hechizo más artero. Tres semanas después, como la rivalidad había enconado en vituperios contra el honor de algunos matrimonios, el Consejo de los Pueblo amenazó con prohibir el béisbol si no se ponía coto a las reyertas. Sin embargo, de acuerdo con el informe del etnógrafo, no sucedió ni una cosa ni la otra, y, sin que eso importara, el mundo siguió andando.
        Albert Camus confesó en su día que el mejor aprendizaje sobre la moral humana lo había experimentado en su juventud, mientras fue portero del Racing Universitaire d’Algier. Es obvio que todos los deportes de conjunto, en la medida en que supongan la competencia, ofrecen la misma lección. Y bien se ve que no se trata apenas de una ilustración filosófica: porque bajo la distinción del bien y el mal yacen las divisiones arbitrarias con que se clasifica a los hombres y, más abajo aún, las ideas sobre su relación insondable con la naturaleza. Los antropólogos lo saben mejor que nadie, y por eso mismo sorprende que el deporte no sea una mina tan excavada como la política o la religión.


Vulcan Leather (2012). Eric Yahnker (1976)

miércoles, 17 de octubre de 2018

Tres indios



Carrera de caballos de los sioux (h. 1836). Karl Bodmer (1809-1893)


Cuando Claude Lévi-Strauss llegó a Naliké, en el corazón del Paraná, se maravilló con los arabescos y líneas rectas que los caduveo habían trazado sobre sus cuerpos, al mismo tiempo que los nativos se sorprendían de que el antropólogo no los tuviera y, con ello, despreciara la oportunidad de distinguirse de los animales. Aunque no hace falta insistir sobre el asombro que supone el avistamiento de las costumbres ajenas, quizá no esté de más llamar la atención sobre el privilegio —o la responsabilidad— de quien, como el antropólogo, participa sin intermediarios en la emotiva esgrima de los extrañamientos. En los libros de antropología suelen quedar, apenas, las migajas de una experiencia esencialmente íntima.
      Mucho se ha hablado de la comunión de diferencias culturales que, paradójicamente, unió a Alfred Louis Kroeber y a Ishi, el indio yahi que en 1911 se dejó ver, desamparado, en el villorrio de Oroville, y que terminó por ser huésped permanente del Museo de Antropología de la Universidad de California. Pocas cosas pudieron sorprender a los dos hombres como las ideas vigentes, en sus respectivas sociedades, acerca de los nombres propios. Mientras que el antropólogo representaba una cultura en la que el nombre suele tomar el lugar del cuerpo —la presencia física no vale tanto como el carnet de identidad—, el indio procedía de una en que el nombre era tabú y, por eso, no podía revelarse. Los académicos optaron entonces por llamar Ishi a Ishi, palabra que en lengua yana significa “hombre”. Ganó, pues, la obsesión nominadora occidental. Pero el triunfo de la tradición del antropólogo fue más allá de esa inocente historia bautismal: al morir Ishi de tuberculosis en 1916, su cuerpo fue abierto por los profesores de medicina de la universidad, y el cerebro, apartado de la cremación de todo lo demás, fue enviado por el mismo Kroeber al Smithsonian Institution. Semejante disección, tan cercana al escarnio con que los colonizadores europeos ajusticiaban a los indios americanos rebeldes, no tuvo en cuenta el ideal yahi de la integridad funeraria del cuerpo humano. Ursula K. Le Guin, la hija escritora de un antropólogo cuya única incursión en la ficción parece haber sido la idea delirante de que un área cultural era un complejo conformado por seis mil rasgos —ni uno más, ni uno menos—, escribió estas líneas sobre el drástico destino del cadáver de Ishi: “Sé poco acerca de las circunstancias que rodearon la subsiguiente y grotesca división del cuerpo, que me recuerda la manera en que los reyes y emperadores eran sepultados en trocitos”.
      Más allá de la cruenta comparación entre unas y otras costumbres tanatoprácticas, lo más interesante de las memorias de Le Guin es, sin duda, la luz que arrojan sobre otras interacciones de su familia con indios sorprendentes y sorprendidos. De hecho, la escritora jamás conoció a Ishi —ella nació 13 años después de su muerte—, como sí a Juan Dolores y a Robert Spott. El primero era un indio pápago que solía visitar la casa de campo de los Kroeber en Napa, al norte de San Francisco. Como a Ishi, le sucedía no vivir en ajuste con la vida civil de los Estados Unidos, pero no porque no tuviera nombre conocido sino porque venía de un pueblo en el que la preocupación por el tiempo no alcanzaba para memorizar las fechas de cumpleaños. Y como, sin ese dato, era imposible tramitar nada, Alfred Louis Kroeber discurrió para su amigo pápago una fecha que acaso le venía inspirada por sus lecturas de la esplendorosa obra de James George Frazer: el 24 de junio, día de San Juan, ligado en el hemisferio norte a la celebración del solsticio de verano. Juan Dolores se plegó sin chistar al artificio, igual a como solía aceptar todas las ocurrencias de los hijos del antropólogo; inclusive, las más abusivas. La confesión de Ursula es valiente de tan explícita: “Aprendimos frases como ‘¡Mirad, el pobre indio!’ y, en un artículo de revista, el título: ‘Los pieles rojas en vías de desaparición’. Con la crueldad de los niños, como suele decirse, utilizábamos esas frases; llamábamos a Juan: ‘Mirad, el pápago en vías de desaparición. ¡Hola, mirad! ¡Aún no has desaparecido!’. Creo que la frase le hacía gracia a él también”.
          Robert Spott, por su parte, era un yurok que también pasaba por Napa. Pero, a diferencia de lo que ocurrió con Ishi y Juan Dolores, su confrontación cultural no tuvo como escenario los tinglados notariales ni se redujo a componendas del registro civil. La batalla se libró, literalmente, sobre el mantel de la cena. Entre los yurok era mal visto que alguien comiera si, en ese mismo instante, otro congénere hacía uso de la palabra, y por esto —y, sobre todo, porque eran estrictos en el cumplimiento de sus normas de etiqueta—, sus comidas solían ser silenciosas. Pero en Occidente, como se sabe, la mesa es el lugar de divulgación de noticias íntimas y públicas, de la misma manera que es, por excelencia, el espacio de todo tipo de catarsis y actuaciones verbales. En casa de los Kroeber no ocurría de otra manera y, para colmo, el patriarca comía con rapidez, hábito que también perjudicaba al convidado yurok, pues entre los suyos imperaba la costumbre de que la cena termina cuando el anfitrión suelta los cubiertos. La crónica de la escritora es tan dramática como hilarante: “cada vez que alguien decía algo, es decir, todo el rato, el pobre Robert bajaba el tenedor, tragaba y prestaba atención con cortesía mientras nosotros seguíamos engullendo y parloteando”. Con el paso del tiempo, el indio apeló a la mala educación para no morir de hambre. Sin embargo, antes de sucumbir a la costumbre ajena se permitió —una sola vez— imponer la suya. Ocurrió una noche en que la pequeña Ursula hablaba sin freno, algo que no estaba permitido hacer a ninguna niña yurok. Robert, con la paciencia colmada, interrumpió su cháchara y le ordenó terminantemente que se callara, y acto seguido puso un tema del que solo podían tomar parte los adultos. Solo en ese momento, cuenta la hija de Alfred Louis Kroeber, ella experimentó un sentimiento que los yurok conocían mejor que los estadounidenses: la vergüenza.
           Suele pensarse que el gesto antropológico por excelencia es empeñarse en la comprensión de las costumbres desconocidas, pero quizá ese sea uno de los ejercicios mentales más comunes en la especie y para el cual se necesita, apenas, un poco de sobresalto y ninguna formación universitaria. El aporte de la ciencia del hombre está, más bien, en que sirve la oportunidad de observar nuestros hábitos como si se tratara de los actos más extraños imaginables; no importa que se antojen los reflejos de un espejo mágico: en esa deformación reside la oportunidad de alcanzar una conciencia justa de lo que somos.


Pila mágica de los indios assiniboin (h. 1836). Karl Bodmer (1809-1893)

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Naturaleza muerta con antropólogo y pintor



Mujer en sillón rojo (1932). Pablo Picasso (1881-1973)


Claude Lévi-Strauss insinuó alguna vez que Picasso, a pesar de su genialidad, era un truhan. Así se expresó en una charla que sostuvo en 1966 con André Parinaud, cuya versión en texto —“A propósito de una exposición retrospectiva”— fue incluida en el segundo volumen de Antropología estructural, aparecido en 1973; el mismo año en que, precisamente, murió el pintor malagueño, quien acaso no llegó a enterarse del cumplido.
            La ojeriza de Lévi-Strauss nace del hecho de que Picasso es, a su juicio, un hombre particularmente interesado en hacer brillar su propio discurso sobre el arte: “La obra de Picasso me irrita, y es en este sentido en el que me concierne. Pues aporta un testimonio entre otros —sin duda también se los encontraría en literatura y en música— del carácter profundamente retórico del arte contemporáneo”. Este pintor, antes que comprometerse con situarnos en la naturaleza o hacernos sentir su fuerza, lo que pretende es alardear de que conoce la verdad última sobre ella, la cual pontifica en forma de doctrina; en palabras del iracundo antropólogo: “Parece a menudo creer que, puesto que existen leyes que dan razón de la naturaleza y de la estructura de la obra de arte, pueden crearse obras de arte aplicando leyes o remedándolas, o apropiándose recetas, cuando el verdadero problema que plantea la creación artística reside, me parece, en la imposibilidad de pensar por adelantado su resultado”. En efecto, Picasso llegó a exhibir una particular sabiduría de metafísico osteológico como el principio generatriz de sus dibujos humanos; en una carta al fotógrafo húngaro Brassaï pretendió enseñarle cómo estaban formados los huesos: “¿Se ha fijado alguna vez en que los huesos están siempre ‘modelados’ y no cortados, que siempre se tiene la impresión de que salen de un molde después de haber sido modelados en arcilla? ¿Y ha notado cómo, con sus formas convexas y cóncavas, los huesos encajan bien unos en otros?”. No se sabe bien si lo que enfada es la lección de Perogrullo o la insinuación de la poca agudeza del corresponsal, quien, acaso, ni siquiera una vez en su ciega vida habría podido percatarse de lo que el pintor conocía con amplitud. Como quiera que sea, Picasso, desconfiado de la perspicacia del otro, vio necesario poner en palabras lo que ya había creído decir con su Mujer en sillón rojo (1932).
            Por supuesto, Lévi-Strauss sabe que es legítimo y propio del arte aplicar las leyes en que los hombres han condensado su conocimiento de la realidad. Años antes de su entrevista con Parinaud, en El pensamiento salvaje (1962), el antropólogo había escrito que cierto arte pictórico no podía prescindir de un conocimiento científico previo. Es el caso de la famosa gorguera de encaje del vestido de Isabel de Austria, retratada por François Clouet en 1571: la animosidad con que él quiso mostrarnos a la reina de Francia, las sutilezas emotivas que plasmó en su tela —lo que propiamente constituye su testimonio como creador—, las aceptamos a condición de que la soberana nos parezca realmente la soberana, y esa persuasión nos viene del detalle de su gorguera, la cual, por la prolijidad del tejido imitado, se nos antoja una gorguera histórica. Por más que el pintor redujera la escala de la prenda al representarla en la tela, debió obrar en conocimiento del saber industrial puesto en práctica para tejer hilos. De modo que a Lévi-Strauss no puede molestarle que Picasso crea saber cuál es la forma esencial de los huesos; su irritación es, en últimas, lo que Picasso representa: su aceptación y celebridad en una época determinada. El malagueño, “un hombre que ha hecho todo lo que ha querido” y que “ha obtenido la mayor de las glorias”, ha creado sin embargo una obra “que aporta menos un mensaje original que lo que se entrega a una suerte de trituración del código de la pintura”. Con el deseo de ser entendido en esta queja contra las interpretaciones de segundo grado, Lévi-Strauss ofrece la reseña del filme angloamericano The Collector (1965), de William Wyler, en el que un joven, coleccionista de mariposas, secuestra a una bella mujer a la que gustan los libros con reproducciones de Picasso. Reflexiona el antropólogo que la “actitud sana” es la del héroe, “que vierte su pasión en objetos reales, las mariposas, y en bellezas naturales, ya sean insectos o una guapa muchacha”, mientras que esta es “el símbolo mismo del carácter hechizo del gusto contemporáneo”. No se pierda de vista que un libro con fotografías de las pinturas de Picasso vendría a ser algo así como una interpretación del mundo de tercera mano.
            No sorprende que, al consignar su invectiva contra Picasso, Lévi-Strauss declare su afición por las ingenuidades de la pintura naïf. Lo que inquieta es que no agregue ningún nombre a guisa de ilustración, a no ser que la omisión se explique en la misma transparencia de la referencia. Los cuadros de Henri Rousseau pueden, en todo caso, servir el mejor ejemplo para redondear el argumento. Piénsese, por ejemplo, en Caballo atacado por un jaguar (1910): las altas flores del fondo, al sugerir el tamaño minúsculo del predador y su presa, difícilmente podrían responder a la aplicación de alguna regla preconcebida, como tampoco lo hacen las ramas herbáceas del primer plano, en todo similares a las hojas de la lejana palmera; al mismo tiempo, parece no mediar ningún saber teórico sobre la naturaleza en el brazo anómalo del jaguar, surgido del cuerpo moteado en un lugar equívoco y con una rigidez nada convincente, como si en un caso se tratara de un pulpo y, en el otro, de un monigote de madera. Más que reflexionar sobre la naturaleza o el arte, el Aduanero, infantil y casi imbécil en sus trazos —y por eso genial—, es la misma naturaleza: más acá de la teoría o el discurso, su obra surge con la espontaneidad de las plantas y expresa una lógica de la que el mismo pintor, acaso, no tuvo noticia. Sobre una obra como esa es que puede operar el estructuralismo, que, según su máximo pontífice, “no encuentra una satisfacción real en el arte más que al precio de mucha frescura e ingenuidad”.
            Las quejas de Lévi-Strauss contra Picasso no sugieren otra cosa que una pugna por el magisterio de la explicación. El antropólogo francés, convencido de que la regularidad total de la naturaleza era la piedra fundacional del estructuralismo —la teoría que, desde entonces, debía deslumbrar al mundo con la exposición de las simetrías más impensadas— no iba a permitir, de buenas a primeras, que triunfaran los modelos discurridos por un pintor de bañistas y saltimbanquis. No es poca cosa ser el descubridor de la geometría del mundo.


Caballo atacado por un jaguar (1910). Henri Rousseau (1844-1910)

miércoles, 5 de septiembre de 2018

Talento famélico



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Autorretrato con botella de vino (1906). Edvard Munch (1863-1944)


Knut Hamsun, uno de los más grandes novelistas europeos —parecerá original pero no loco quien diga que Hambre (1890) fue el mejor libro publicado en el viejo continente en el siglo XIX—, murió sumido en las tinieblas del descrédito. Es verdad que a incontables genios les correspondió igual destino; sin embargo, el caso del escritor noruego no deja de ser llamativo, toda vez que su infortunio se alimentó, en buena parte, con el fruto mismo de su buena ventura: en 1943, en plena ocupación alemana de Noruega, se le ocurrió regalarle a Joseph Goebbels la medalla distintiva del Premio Nobel de Literatura que había ganado merecidamente en 1920, y todo para conseguir una audiencia privada con Adolf Hitler. Se le acusó de traidor.
Acabada la Segunda Guerra Mundial, que era cuando también acababa la vida de Hamsun, el escritor tuvo que emplear sus últimos bríos en capear una presión judicial y social inimaginable; esto escribió en Por senderos que la maleza oculta (1949), una mixtura de ficción y autobiografía que fue lo último que publicó en vida: “Ya tenemos en Noruega el arrestado político. Antes de nuestros días, el preso político era solo una especie de cuento en las novelas rusas, no existía para nosotros, no lo conocíamos”. Hamsun, que en Hambre presentó a un vagabundo que hallaba su diversión en inventar palabras sin significado —«Ylajali» entre ellas—, y que en Pan (1894) ideó una historia de amor con un enamorado que dispara sobre uno de sus pies nada más que para llamar la atención de la mujer idolatrada, jamás imaginó al personaje que él mismo terminó encarnando: un octogenario preso en un hospicio para ancianos y en una clínica psiquiátrica, y al que sus antiguos admiradores miran por el rabillo del ojo cuando lo avistan en la calle, de camino hacia los tribunales.
El escritor justificó su cercanía con el nazismo —porque es un hecho que sintió simpatía por esas ideas— aduciendo que en su momento había creído que era afín con la expectativa de progreso de su país, y que haber hecho propaganda escrita de esas tesis había evitado que “la juventud y los hombres noruegos se comportaran de un modo necio y provocador ante los ocupantes cuando no serviría de nada”; incluso, llegó a decirse a sí mismo que, a fin de cuentas, todos sus paisanos famosos habían pasado por Alemania como condición para alcanzar la celebridad. Amén de lo que pueda pensarse de estos argumentos, lo cierto es que a propósito del suceso capital de la traición de Hamsun —deshacerse de la flamante medalla que le habían dado sus vecinos suecos— quizá se hayan dicho palabras de sobra. Realmente, se trata del hecho menos importante de este desaguisado político y, de hecho, quizá se trate de un argumento impensado, pero contundente, en la defensa del escritor. Para entenderlo es necesario invocar las reflexiones de Bronislaw Malinowski sobre los objetos preciados de los nativos de las islas Trobriand.
En Los argonautas del Pacífico occidental (1922), Malinowski describe el intercambio de riqueza vaygu’a que tiene lugar entre los indígenas que, en esa parte del mundo, conforman un curioso club de alianza entre enemigos; una costumbre ceremonial tan célebre como la misma antropología: el Kula. Sus socios intercambian collares de espóndilo rojo y brazaletes de concha blanca con arreglo a una rigurosa reglamentación que se pone en práctica en momentos señalados del año, y una vez los tienen en las manos gozan con la sola conciencia de haberlos obtenido, pues el lance suele prodigarles fama de buenos magos. Son los parientes más jóvenes de los socios —sus hijos y sobrinos— quienes lucen collares y brazaletes en las fiestas de la comunidad, y posiblemente sean quienes más se lamentan cuando, en un nuevo round del Kula, sus mayores ponen el vaygu’a en manos de otros socios. Esa posesión apenas transitoria de los objetos es, a ojos del etnógrafo, el rasgo más significativo de esa práctica, pues se trata de un comercio sui géneris en el que lo que circula y se reafirma es el prestigio social, y en el que de ninguna manera se trata de acumular riqueza material. Escribe Malinowski en el último capítulo de su ópera magna: “es precisamente a través de este intercambio, a través del hecho de estar siempre al alcance y ser objeto de un deseo competitivo, a través de ser un medio de provocar la envidia y de conferir fama y distinción social, como este objeto alcanza su alto valor”. Al alegar que se trata de un hecho etnológico inédito, el antropólogo polaco abona el terreno para anunciar el advenimiento de una nueva teoría: el funcionalismo.
Con la idea de que el lector occidental pueda comprender adecuadamente el valor que corresponde a los objetos oceánicos, Malinowski compara el vaygu’a con los trofeos deportivos conocidos en Europa y América: más que su propia materialidad, lo que en ellos importa es que son símbolo de un mérito particular, y de un mérito que habrá que ponerse en juego, para revalidarlo, en el próximo torneo; en palabras del polaco: “El que detenta estos artículos, aunque no sea más que un simple depositario durante algún tiempo, aunque nunca los utilice en sentido utilitario, obtiene un tipo de satisfacción peculiar por el mero hecho de poseerlos, de tener derecho a ellos”. Por casualidad, estas palabras dejan entender por qué la destrucción del trofeo de la Copa Libertadores, durante la vuelta olímpica del Once Caldas en 2004, no fue sino una anécdota; pero, sobre todo, explican por qué la satisfacción de los trobriandeses no se detiene a considerar que el vaygu’a sea, como realmente es, un hatajo de conchas mugrosas y discos averiados. Malinowski, con patente ironía, deja ver la precariedad de la sustancia que desvela a los isleños: “unas cuantas joyas indígenas de aspecto insignificante, grasientas y sucias, compuesta cada una por una ristra de discos, en parte descoloridos”.
En el affaire Hamsun, confunde la rutilancia del trofeo. La medalla con la efigie de Alfred Nobel, acuñada en oro de 23 quilates, con 67 mm de diámetro y 200 gramos de peso, podrá parecer, a primera vista, la moneda más apropiada para un soborno expedito. Pero, antes que un objeto valioso en sí mismo, esa medalla donada en 1943 era el símbolo de un valor singularísimo; bien visto, del valor más incorpóreo e incomprensible que quepa imaginar: el talento literario. Y la medalla seguiría siendo su símbolo, con la misma legitimidad, aún si se la hubiera labrado sobre latón o en azúcar. Así que, al ponerla en las manos de Goebbels, Hamsun no hizo otra cosa que poner de presente lo único que no podía pasar de mano en mano: el merecimiento de poseer el objeto. A su vez, el ministro nazi, al recibir la moneda dorada en su caja de terciopelo, no habría hecho otra cosa que refrendar, de su parte, la carencia del mérito: para él, aceptar que la medalla tenía algún valor implicaba admitir que jamás podría escribir novelas como Hambre y Pan. Tanto hubiera dado que el escritor noruego lo hubiera abofeteado.
      No gratuitamente se ha dicho que las ocurrencias lingüísticas del protagonista de Hambre anticiparon las ideas de Ferdinand de Saussure sobre la arbitrariedad del signo. La historia de la significativa medalla, con significado tan autónomo, no parece ser otra cosa que la ratificación de esa comunión intelectual.


Melancolía (1891). Edvard Munch (1863-1944)

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