Naturaleza muerta con búho (1943). Frida Khalo (1907-1954) |
Las reflexiones
antropológicas e históricas sobre la comida han vivido, en lo que va del siglo
XXI, días de esplendor: se las sirve a la carta, para decirlo con las palabras justas.
Los libros sobre el tema, con carátulas y títulos sugestivos, se encuentran por
decenas en las vitrinas comerciales, y no son pocos los periódicos que publican
varias columnas gastronómicas por semana. Sin embargo, ello es apenas natural
en un mundo cuyas rutinas mediáticas casi han reducido las particularidades
culturales y nacionales a platos de comida —estar en Francia es poco más que
trepar a la torre y atragantarse de foie
gras—, y en el que la gourmetización de la cocina tradicional
se ha convertido en el negocio más rentable. Lo cierto es que, muchas décadas
atrás, la antropología clásica ya se había interesado por el tema; por lo menos
eso es lo que deja ver un menú recomendado por tres chefs de la antropología
funcionalista.
El plato de entrada lo
sirve Bronislaw Malinowski, el fundador de la escuela, y quien se interesó por
el uso de la comida como medio para establecer y celebrar las relaciones de
reciprocidad. Es ya clásica la descripción que en “Baloma: Los espíritus de los
muertos en las islas Trobriand” (1916) se hace del sagali, aquel intercambio ceremonial e interclánico de ñame cocido que,
en esa parte del continente oceánico, tiene lugar al término de las cosechas.
La relevancia sociológica de la práctica no esconde, sin embargo, lo desabrido
del plato, y por eso resulta mucho más llamativo un puchero de taro que se
prepara en los atardeceres inocuos. El chisme culinario se revela en La vida sexual de los salvajes (1929): el
tubérculo —Colocasia sculenta— es
puesto a hervir dentro de grandes ollas de barro y se le agrega pescado o carne
de cerdo. Se trata de una preparación sencilla pero apetecida, y de la cual
solo pueden ocuparse las mujeres, aunque se entiende que, durante las
arriesgadas expediciones kula en mar
abierto, corresponde a los hombres aderezar su propia pitanza. Es en Jardines de coral y su magia (1935), la
última de sus monografías etnográficas, donde Malinowski revela un dato crucial
sobre las cualidades gastronómicas del taro: los espíritus de los muertos
prefieren ese tubérculo entre los demás productos de las huertas —y son
numerosos—, de modo que mientras los vivos intercambian sus sosas bandejas de ñame, los balomas se hartan de gachas y budín fabricados para ellos con base
en los taros recién cosechados.
También humea el
simbolismo en el plato fuerte de nuestro menú. Este corre por cuenta del pueblo
nuer, cuya indeleble fama etnográfica procede del libro homónimo que E. E.
Evans-Pritchard publicó en 1940. Empeñado en mostrar la obsesión por el ganado
vacuno que caracterizaba a esa etnia del Sudán, el antropólogo inglés ofrece
una pintura inolvidable de viandas de origen animal entre las que, por
supuesto, no son la leche cuajada o la carne a la brasa lo que más llama la
atención. Lo es, sobre todo, la sangre asada. Cuenta el etnógrafo que los
indígenas aprietan el pescuezo de una vaca con una cuerda, con la idea de que
sus venas cobren relieve y pueda pinchárselas con facilidad. Un chorro más
o menos vigoroso de linfa roja llena un
cuenco al cabo de algunos segundos, lo que permite retirar la cuerda y tapar la
herida con un poco de boñiga, sin que la vida de la vaca haya sido puesta en
riesgo. La sangre recogida es calentada y, cuando cuaja, se fabrican gachas con
ella. Otra parte del cocido se deja al fuego hasta que deviene en un bloque
sólido, y se lo come sin ningún aderezo después de tajarlo, como si se tratara
de un embutido. Para los nuer, esa práctica culinaria encuentra justificación
en su efecto sanatorio, pues creen que las vacas son, a la postre, las grandes
beneficiarias: según ellos, los animales sangrados comen con mayor apetito y
son más fértiles. Pero en los entresijos de su conciencia laten otras
justificaciones, como puede serlo el que, al comer esa sangre, los humanos participan de la
sustancia de unos animales con los que, incluso, comparten el nombre (en
efecto, refiere Evans-Pritchard que los jóvenes reciben como nombre iniciático
el apelativo de uno de los bueyes de su padre). Como quiera que sea —más allá
de los escrúpulos veterinarios o de las costumbres nominativas—, también es absolutamente
cierto que los nativos encuentran deliciosa la sangre asada.
El postre lo representan
los datos vertidos en Nosotros, los
tikopia (1936) de Raymond Firth. Como su maestro Malinowski, el
antropólogo neozelandés se interesó por observar el papel cumplido por los
alimentos en el teatro de las relaciones sociales; pero, más profano que su
mentor, Firth puso el foco en la vida cotidiana: allí donde la comida rueda de
unas manos a otras, sin que deba seguirse la minuta de ningún protocolo ceremonial.
El breve relato de la preparación de un pudín de coco sirve el mejor ejemplo: un
día cualquiera, Pa Taitai ralla la blanca carne de la fruta mientras su hijo
bebé trepa por uno de sus muslos; después, el hermano de su esposa estruja las
ralladuras para exprimir la leche, y esta, en manos de Pa Taitai —había ido a
bañarse y ahora está de vuelta—, se mezcla con cuatro puñados de harina de masoa hasta que alcanza la textura de la
leche condensada, tal como se la conoce en Occidente. Entonces el chef
polinesio grita a las chicas de casa para que apronten el horno de piedras
calientes, y, cuando eso sucede, la suspensión es vertida en cuencos de cáscara
de coco que, a su vez, son tapados con hojas de platanera. Al final de la
cocción, la familia disfruta de una golosina suave a modo de pasta fina de
pequeñas partículas, nada grumosa y con intenso sabor a coco. La abuela carga
al bebé y, como si se tratara de un polluelo, le comparte la masa directamente
desde su boca.
En las primeras décadas del
siglo XX, la revelación de que la vida social funcionaba a modo de mecanismo de
relojería concentró la atención de expertos y legos. La máquina fue apreciada
sin que, a veces, se repararan los preciosos detalles de algunas de sus partes.
Fue eso, precisamente, lo que sucedió con la comida: se la vio como poco más
que la materialización casual de las fuerzas sociológicas —o, según Malinowski,
como el punto de contacto de las grandes ruedas del parentesco y la economía—,
y no como manifestación de un frente cultural autónomo y complejo, digno de un
enfoque especializado con visos de disciplina. Bastará decir que el recetario
incluido en Nosotros, los tikopias,
en el que Raymond Firth describe las principales propiedades y exigencias
culinarias de 24 tipos de alimento, no se hizo célebre entre los lectores
especializados ni siquiera como curiosidad. Clifford Geertz y Mary Louis Pratt,
quienes desempolvaron —cada quien por su lado— las páginas del grueso tratado
de 1936, pusieron los ojos nada más que sobre los primeros párrafos del
capítulo inicial, en los que, con indudable colorido, se da cuenta del paso del
Southern Cross frente a la costa de
Tikopia, envueltas la tierra y la nave por el frío de la madrugada. En cierto
sentido, ellos, así como muchos otros antropólogos, se interesaron en leer la
novela mientras la cena se enfriaba sobre la mesa.
Naturaleza muerta con trozo de carne (h. 1863). Claude Monet (1840-1926) |