Jugadores de béisbol que practican (1875). Thomas Eakins (1844-1916) |
Doug Glanville,
jardinero central de los Phillies de Filadelfia y de otros equipos de la MLB,
dijo alguna vez que el béisbol había sido para él como un ejercicio de
antropología, puesto que le había permitido vivir en estrecho contacto con gentes
de diversas culturas. Esta frase rosácea —tan rebosante de armonía
planetaria— no debe ocultar el hecho de que quien la profirió no es
antropólogo; porque, a juzgar por lo que han constatado los etnógrafos
profesionales, quizá ocurra todo lo contrario: que el béisbol propicia la feroz
rivalidad al interior de una misma comunidad.
En 1959, el antropólogo J. R. Fox
visitó Cochiti, un asentamiento de indios pueblo en Nuevo México. Grosso modo,
el científico pudo constatar que Ruth Benedict, su famosa colega, se había
equivocado de cabo a rabo al suponer que a estos nativos los caracterizaba una
personalidad tranquila, reflejo del patrón cultural “apolíneo” que ponía en
orden todas las formas y acciones de la vida social. A Fox se le hizo evidente
que, al menos en Cochiti, reinaba la más profunda desconfianza entre los
pobladores, y así lo consignó con palabras que más parecen las que Benedict
dedicó a la lejana y maligna cultura dobuesa: “Toda persona es sospechosa […]. Todas
las relaciones interpersonales están llenas de peligro y solo hay pocas
personas en las que se pueda confiar plenamente. Especialmente las mujeres no
confían unas en otras”. Este último dato remite al estado de permanente
histeria en que vivían las esposas a causa de las mil aventuras de sus maridos.
Con todo, varias razones impedían que las damas pueblo se arrancaran los cabellos:
una era que acusar a otra mujer de hechicería —según se creía, era el origen de
todos los males— podía llevar a un peligroso rompimiento del equilibrio en que
convivían los dos grupos de parentesco que conformaban la comunidad. Pero la
más importante razón era que la cultura pueblo promovía la salud de ese crítico equilibrio con instituciones que no subrayaban la
oposición fundamental y que, antes bien, favorecían la cooperación entre los
que no eran parientes. Por ejemplo, los juegos de cucaña —tradicionales en
Cochiti— conformaban sus bandos con arreglo a categorías tan gruesas y
transversales como las de “solteros” y “casados”, y jamás echaban mano de las
segmentaciones basadas en diferencias de sangre. El béisbol, sin embargo, vino
a cambiarlo todo.
Acabada la Segunda Guerra Mundial,
los nativos que habían sido enrolados regresaron a Cochiti con la idea de
conformar el equipo de los Silversmiths y avivar así una enmohecida pasión
local por el deporte de la “pelota caliente”; pasión que, en su momento, había
llevado a la conformación del viejo equipo de los Eagles, la única escuadra
que, hasta ese momento, participaba en la Inter-Pueblo Baseball League (la ILB,
como cabrá suponer). Con el tiempo, los equipos acabaron por llamarse,
respectivamente, Braves y Redskins, y sobra decir que el cambio de nombre no supuso
ningún lío, muy a pesar de que una etiqueta insinuara que los oponentes eran
cobardes y que la otra significara la aceptación, harto subalterna, de la condición
“pielroja”. El verdadero problema estuvo en que la conformación de cada equipo
se hizo sin seguir ninguna regla social y que, entregado cada quien a su
voluntad, se apelara a la división familiar estructural a la hora de vestir una
u otra camiseta. Por primera vez, entonces, hubo en Cochiti una actividad
social que, antes que tender una cortina de humo sobre las diferencias sociales
entre vecinos, las enfatizaba frente a sus narices. Escribe Fox: “Según las
manifestaciones de mis interlocutores, parece que desde que el hombre es hombre
ha habido siempre dos grandes familias que no se querían muy bien y formaban
dos bloques enemigos por una razón —algún tipo de contienda— que hacía mucho
tiempo había caído en el olvido […]. Pero con la división propiciada por el
béisbol se presentó una oportunidad única para dejar salir de nuevo a la
superficie las viejas enemistades latentes”.
La confrontación entre Braves y
Redskins —que debía celebrarse dos veces por año— alcanzó su punto máximo de
tensión en 1959. El Consejo de los Pueblo, prevalido de su sabiduría, había
programado el doble encuentro para la misma semana en que debía celebrarse la
danza anual de la cosecha, confiado en que por entonces iba a cundir, en “todos
los corazones”, un sentimiento invencible de armonía. Pero los Braves hicieron
todo lo posible por aguar la fiesta: llegaron tarde al campo de los Redskins,
alinearon jugadores sacados de la manga o contrabandeados de otros equipos, e
intimidaron a sus rivales de mil maneras. Por su parte, las barras femeninas de
ambos bandos aportaron su cuota en el desaguisado: empezaron por acusar de
ceguera al único árbitro —un negro de Virginia— y acabaron por escupir todo
tipo de obscenidades contra los jugadores del equipo adversario. Por supuesto, estas
audacias no dejan de ser esperables en un deporte cuya mitología básica remite
a las pilatunas callejeras —no gratuitamente, el Home run tomó su nombre del obligado regreso a casa después de
haber dejado la pelota al otro lado de una ventana quebrada—; de hecho, fueron
los Redskins locales quienes, a pesar de haber recibido la mayor parte de los
oprobios, ganaron el juego, y lo hicieron cómodamente: 18 carreras contra 8. Pero otra cosa sucedió en el partido de vuelta.
Un par de días antes de ese encuentro final,
el ambiente ya estaba caldeado. Las madres y esposas de los Redskins, temerosas
de la ira que reinaría en las toldas de los vapuleados Braves y convencidas de
los poderes sobrenaturales de esos enemigos tramposos, no ocultaron su
expectativa grisácea: “Va a haber un montón de incidentes”, dijeron. Mucha
gente prefirió quedarse en casa en vez de ir al partido, y muchos de los que
fueron permanecieron dentro de sus automóviles, resguardados tras las
ventanillas. No fue excesiva esa precaución: en la cuarta entrada, cuando la
pizarra marcaba empate a una carrera, un ventarrón preñado de rayos y truenos,
pero sin una gota de lluvia, asoló el campo. Fox, quien había tenido la audacia
de llegar hasta las graderías, fue testigo de primera mano del fenómeno hasta
que se vio obligado a refugiarse en la furgoneta de uno de los Redskins: “El
campo de juego se sumió en la oscuridad, los jugadores se agachaban para que no
los cegara la arena con sus latigazos”. A partir de entonces, todo se vino al
traste para los visitantes: el árbitro permitió que los Braves ganaran una base ilegalmente, y la ventaja se capitalizó por cuenta de la arena, cuyos
enviones parecían golpear nada más que el rostro de los Redskins. Dado que contra
la maldad humana y la fuerza natural —ambas desatadas por el poder de la brujería—
no hay manera de salir airoso, los Braves ganaron por 4 carreras contra 2. Sus
mujeres aullaron de júbilo mientras la barra perdedora se retiraba convencida
de haber sido presa del hechizo más artero. Tres semanas después, como la
rivalidad había enconado en vituperios contra el honor de algunos matrimonios,
el Consejo de los Pueblo amenazó con prohibir el béisbol si no se ponía coto a las
reyertas. Sin embargo, de acuerdo con el informe del etnógrafo, no sucedió ni
una cosa ni la otra, y, sin que eso importara, el mundo siguió andando.
Albert
Camus confesó en su día que el mejor aprendizaje sobre la moral humana lo había
experimentado en su juventud, mientras fue portero del Racing Universitaire
d’Algier. Es obvio que todos los deportes de conjunto, en la medida en que
supongan la competencia, ofrecen la misma lección. Y bien se ve que no se trata
apenas de una ilustración filosófica: porque bajo la distinción del bien y el
mal yacen las divisiones arbitrarias con que se clasifica a los hombres y, más
abajo aún, las ideas sobre su relación insondable con la naturaleza. Los
antropólogos lo saben mejor que nadie, y por eso mismo sorprende que el deporte
no sea una mina tan excavada como la política o la religión.
Vulcan Leather (2012). Eric Yahnker (1976) |
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