miércoles, 7 de noviembre de 2018

Pelota caliente



Jugadores de béisbol que practican (1875). Thomas Eakins (1844-1916)


Doug Glanville, jardinero central de los Phillies de Filadelfia y de otros equipos de la MLB, dijo alguna vez que el béisbol había sido para él como un ejercicio de antropología, puesto que le había permitido vivir en estrecho contacto con gentes de diversas culturas. Esta frase rosácea —tan rebosante de armonía planetaria— no debe ocultar el hecho de que quien la profirió no es antropólogo; porque, a juzgar por lo que han constatado los etnógrafos profesionales, quizá ocurra todo lo contrario: que el béisbol propicia la feroz rivalidad al interior de una misma comunidad.
        En 1959, el antropólogo J. R. Fox visitó Cochiti, un asentamiento de indios pueblo en Nuevo México. Grosso modo, el científico pudo constatar que Ruth Benedict, su famosa colega, se había equivocado de cabo a rabo al suponer que a estos nativos los caracterizaba una personalidad tranquila, reflejo del patrón cultural “apolíneo” que ponía en orden todas las formas y acciones de la vida social. A Fox se le hizo evidente que, al menos en Cochiti, reinaba la más profunda desconfianza entre los pobladores, y así lo consignó con palabras que más parecen las que Benedict dedicó a la lejana y maligna cultura dobuesa: “Toda persona es sospechosa […]. Todas las relaciones interpersonales están llenas de peligro y solo hay pocas personas en las que se pueda confiar plenamente. Especialmente las mujeres no confían unas en otras”. Este último dato remite al estado de permanente histeria en que vivían las esposas a causa de las mil aventuras de sus maridos. Con todo, varias razones impedían que las damas pueblo se arrancaran los cabellos: una era que acusar a otra mujer de hechicería —según se creía, era el origen de todos los males— podía llevar a un peligroso rompimiento del equilibrio en que convivían los dos grupos de parentesco que conformaban la comunidad. Pero la más importante razón era que la cultura pueblo promovía la salud de ese crítico equilibrio con instituciones que no subrayaban la oposición fundamental y que, antes bien, favorecían la cooperación entre los que no eran parientes. Por ejemplo, los juegos de cucaña —tradicionales en Cochiti— conformaban sus bandos con arreglo a categorías tan gruesas y transversales como las de “solteros” y “casados”, y jamás echaban mano de las segmentaciones basadas en diferencias de sangre. El béisbol, sin embargo, vino a cambiarlo todo.
        Acabada la Segunda Guerra Mundial, los nativos que habían sido enrolados regresaron a Cochiti con la idea de conformar el equipo de los Silversmiths y avivar así una enmohecida pasión local por el deporte de la “pelota caliente”; pasión que, en su momento, había llevado a la conformación del viejo equipo de los Eagles, la única escuadra que, hasta ese momento, participaba en la Inter-Pueblo Baseball League (la ILB, como cabrá suponer). Con el tiempo, los equipos acabaron por llamarse, respectivamente, Braves y Redskins, y sobra decir que el cambio de nombre no supuso ningún lío, muy a pesar de que una etiqueta insinuara que los oponentes eran cobardes y que la otra significara la aceptación, harto subalterna, de la condición “pielroja”. El verdadero problema estuvo en que la conformación de cada equipo se hizo sin seguir ninguna regla social y que, entregado cada quien a su voluntad, se apelara a la división familiar estructural a la hora de vestir una u otra camiseta. Por primera vez, entonces, hubo en Cochiti una actividad social que, antes que tender una cortina de humo sobre las diferencias sociales entre vecinos, las enfatizaba frente a sus narices. Escribe Fox: “Según las manifestaciones de mis interlocutores, parece que desde que el hombre es hombre ha habido siempre dos grandes familias que no se querían muy bien y formaban dos bloques enemigos por una razón —algún tipo de contienda— que hacía mucho tiempo había caído en el olvido […]. Pero con la división propiciada por el béisbol se presentó una oportunidad única para dejar salir de nuevo a la superficie las viejas enemistades latentes”.
        La confrontación entre Braves y Redskins —que debía celebrarse dos veces por año— alcanzó su punto máximo de tensión en 1959. El Consejo de los Pueblo, prevalido de su sabiduría, había programado el doble encuentro para la misma semana en que debía celebrarse la danza anual de la cosecha, confiado en que por entonces iba a cundir, en “todos los corazones”, un sentimiento invencible de armonía. Pero los Braves hicieron todo lo posible por aguar la fiesta: llegaron tarde al campo de los Redskins, alinearon jugadores sacados de la manga o contrabandeados de otros equipos, e intimidaron a sus rivales de mil maneras. Por su parte, las barras femeninas de ambos bandos aportaron su cuota en el desaguisado: empezaron por acusar de ceguera al único árbitro —un negro de Virginia— y acabaron por escupir todo tipo de obscenidades contra los jugadores del equipo adversario. Por supuesto, estas audacias no dejan de ser esperables en un deporte cuya mitología básica remite a las pilatunas callejeras —no gratuitamente, el Home run tomó su nombre del obligado regreso a casa después de haber dejado la pelota al otro lado de una ventana quebrada—; de hecho, fueron los Redskins locales quienes, a pesar de haber recibido la mayor parte de los oprobios, ganaron el juego, y lo hicieron cómodamente: 18 carreras contra 8. Pero otra cosa sucedió en el partido de vuelta.
        Un par de días antes de ese encuentro final, el ambiente ya estaba caldeado. Las madres y esposas de los Redskins, temerosas de la ira que reinaría en las toldas de los vapuleados Braves y convencidas de los poderes sobrenaturales de esos enemigos tramposos, no ocultaron su expectativa grisácea: “Va a haber un montón de incidentes”, dijeron. Mucha gente prefirió quedarse en casa en vez de ir al partido, y muchos de los que fueron permanecieron dentro de sus automóviles, resguardados tras las ventanillas. No fue excesiva esa precaución: en la cuarta entrada, cuando la pizarra marcaba empate a una carrera, un ventarrón preñado de rayos y truenos, pero sin una gota de lluvia, asoló el campo. Fox, quien había tenido la audacia de llegar hasta las graderías, fue testigo de primera mano del fenómeno hasta que se vio obligado a refugiarse en la furgoneta de uno de los Redskins: “El campo de juego se sumió en la oscuridad, los jugadores se agachaban para que no los cegara la arena con sus latigazos”. A partir de entonces, todo se vino al traste para los visitantes: el árbitro permitió que los Braves ganaran una base ilegalmente, y la ventaja se capitalizó por cuenta de la arena, cuyos enviones parecían golpear nada más que el rostro de los Redskins. Dado que contra la maldad humana y la fuerza natural —ambas desatadas por el poder de la brujería— no hay manera de salir airoso, los Braves ganaron por 4 carreras contra 2. Sus mujeres aullaron de júbilo mientras la barra perdedora se retiraba convencida de haber sido presa del hechizo más artero. Tres semanas después, como la rivalidad había enconado en vituperios contra el honor de algunos matrimonios, el Consejo de los Pueblo amenazó con prohibir el béisbol si no se ponía coto a las reyertas. Sin embargo, de acuerdo con el informe del etnógrafo, no sucedió ni una cosa ni la otra, y, sin que eso importara, el mundo siguió andando.
        Albert Camus confesó en su día que el mejor aprendizaje sobre la moral humana lo había experimentado en su juventud, mientras fue portero del Racing Universitaire d’Algier. Es obvio que todos los deportes de conjunto, en la medida en que supongan la competencia, ofrecen la misma lección. Y bien se ve que no se trata apenas de una ilustración filosófica: porque bajo la distinción del bien y el mal yacen las divisiones arbitrarias con que se clasifica a los hombres y, más abajo aún, las ideas sobre su relación insondable con la naturaleza. Los antropólogos lo saben mejor que nadie, y por eso mismo sorprende que el deporte no sea una mina tan excavada como la política o la religión.


Vulcan Leather (2012). Eric Yahnker (1976)

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