Ídolos de los indios mandan (h. 1836). Karl Bodmer (1809-1893) |
Sal Paradise, narrador y protagonista de En la carretera (1957), la mítica novela de Jack Kerouac, tiene un amigo antropólogo. Se trata de Chad King, quien acaso estudió la ciencia del hombre en la Universidad de Columbia, donde Franz Boas —nada más y nada menos— fundó el respectivo departamento. A fin de cuentas, fue esa misma universidad por la que pasó fugazmente Kerouac en su juventud, y acaso sea la misma en la que Paradise, su alter ego, toma algunos cursos. Como quiera que sea, poco se sabe de las actividades antropológicas de King más allá de su confeso interés por la cacería de cabelleras humanas entre los indios de las praderas, pues, para desgracia del lector —o, por lo menos, del lector antropólogo— Paradise sigue como un poseso la estela de otro amigo: Dean Moriarty, a quien el propio narrador define como “idiota sagrado”, un vagabundo con mucho arrojo y ningún seso.
Al pasar por Denver,
en su primer viaje a la Costa Oeste, Paradise se aloja un par
de días en la casa materna de King. El narrador, con el propósito de dar una
idea de cómo era el antropólogo —de quien antes había dicho, apenas, que era
“nietzscheano” y que tenía “cara de brujo”—, transcribe algo que alguna vez le
oyó decir con su voz nasal y tremolante: “—Lo que siempre me gustó, Sal, de los
indios de las praderas era el modo en que siempre se avergonzaban después de
jactarse de la cantidad de cabelleras que obtenían. En La vida en el Lejano Oeste, de Ruxton, hay un indio que se pone
rojo por completo porque ha cortado muchos cueros cabelludos, y corre como un
demonio por las llanuras para glorificarse, a escondidas, de sus actos. ¡Maldición,
eso me hizo cosquillas!”. No logra saberse nada más sobre el sangriento
episodio porque, muy pronto, Paradise pierde contacto con King, obsesionado
como está por ponerse bajo la tutela de Moriarty, a quien también sigue otro
tipo tan loco como él: Carlo Marx, un poeta excéntrico que se las da de
mentalista. El narrador apenas consiente en acompañar al antropólogo a recoger
unos mapas de las montañas donde moran los indígenas, y luego se sumerge sin
remedio en los bares y fiestas juveniles de Colorado.
El
lector, sobra decirlo, no tiene más remedio que seguir los pasos errantes de
Paradise. No obstante, si le fuera dado conocer a fondo lo que ha dejado
abandonado en el nochero de King —si pudiera enterarse de ello en otra
vida o, por mejor decir, en otra lectura—, quizá sentiría tanto interés y
vértigo como los que le suscita la novela de Kerouac. Porque La vida en el Lejano Oeste (1848), de George Frederick Ruxton (1821-1848),
dista de ser un libro banal. Su autor, nacido en Inglaterra, se hizo soldado
casi en la adolescencia y por orden de Isabel II se desempeñó en las guerras
civiles españolas, y luego viajó por África y América del Norte, donde murió en
1848, esto es, cuando apenas tenía 27 años, lo cual no estorbó para que dejara material
suficiente para la confección de tres libros gruesos de aventuras por las
praderas, las Montañas Rocosas y México. Uno de sus biógrafos escribió: “Teniendo
en cuenta, de hecho, la cantidad de trabajo físico que desplegó y la extensión
de las tierras sobre las que se extendió su deambular, es casi sorprendente que
haya encontrado tiempo libre para escribir tanto”. Ruxton, como Kerouac,
siempre estuvo en el camino, lápiz en ristre.
Cuando
Ruxton volvió de España, Su Majestad lo envió, como teniente del 89.o
regimiento, a cumplir una misión en Canadá. La azarosa vida en las praderas
acabó robando su corazón, y por eso, tras renunciar al ejército real y fracasar
en una aventura comercial en las tierras ardientes del norte de África, retornó
a América, por más que en ese mismo momento lo asaltaran todas las tentaciones
geográficas, según escribió en una carta: “Mis movimientos son inciertos,
porque estoy tratando de hacer un viaje en yate a Borneo y al archipiélago
indio, […] y la Sociedad Protectora de Aborígenes desea que salga a Canadá para
organizar las tribus indias; mientras tanto, por lo que a mí respecta, deseo ir
a todas partes del mundo a la vez”. Acabó recorriendo el norte de América, desde Veracruz,
en México, hasta las Montañas Rocosas y las grandes praderas. Trabó amistad con
tramperos de montaña, cazadores de pieles y tribus indígenas, e incluso llegó a
vivir —acompañado apenas por el caballo Panchito y un par de mulas— en un
campamento en Bayou Salade, en Colorado. Finalmente, tomó rumbo hacia el este y
se radicó en Saint Louis, Missouri, donde lo sorprendió la muerte, el 29 de
agosto de 1848. La infección de una herida producida por una caída en las
Montañas Rocosas lo hizo presa fácil de un ataque de disentería. Cuando eso
ocurrió, buena parte de los textos que integran La vida en el Lejano Oeste se habían publicado en el Blackwood’s Magazine, y fueron
reeditados completos, como libro, en 1851.
La vida en el Lejano Oeste narra las
aventuras de una banda de montañeses blancos, cazadores de bisontes, en tierras
del centro de los Estados Unidos, habitadas por pawnees, sioux, arapahos y
yutas, entre otras naciones amerindias. Dos personajes se destacan: Killbuck y
La Bonte. El primero es un explorador viejo y experto con cuyas remembranzas se
abre la narración, las cuales sitúan la historia en el ambiente de dramatismo
que le corresponde: cuenta, a su campamento de tramperos y cocineras indígenas,
cómo alguna vez encontró, en medio de la pradera, un árbol untado de
putrefacción. La corteza estaba bañada de materia podrida, destilada de las
muchas cabelleras que los indios habían puesto sobre ellas quién sabe hacía
cuánto. El otro personaje es La Bonte, un trampero más joven que, en la
refriega que sigue al hediondo relato de Killbuck, resulta con dos heridas
causadas por los arapahos. Este personaje sería el alter ego de Ruxton, quien
usó ese nombre para firmar algunos de los artículos aparecidos en el Blackwood's Magazine. Acusado de
exagerar sus propias vivencias para hacerlas literatura, el teniente retirado
aclaró que apenas había atenuado la personalidad de sus cazadores blancos para
hacerlos más entrañables a ojos del lector, muchas veces reuniendo rasgos de
diferentes personas reales en un mismo personaje.
En
el segundo capítulo de La vida en el
Lejano Oeste tiene lugar el episodio que le roba el sueño a Chad King. La
banda de Killbuck y La Bonte, tras sobrevivir al ataque de los arapahos —no sin
dejar las cabelleras de cuatro compañeros en sus manos y recibir, Killbuck, una
flecha en unas de sus piernas— encuentra acogida en una aldea de indios yutas. Estos,
advertidos de la asechanza de los arapahos, envían una feroz comitiva de cien
guerreros que regresa con el trofeo de trece cueros cabelludos. La comunidad
recibe a los vencedores en medio de gritos y cantos, y las logias de la tribu
se pintan de bermellón, ocre, amarillo y negro. La asamblea nativa se dispone
en forma de paralelogramo, de manera que en el medio quedan unas pieles de
búfalo pintadas de rojo, puestas ante el “palo de las cabelleras”. De él cuelga
su “fruta sangrienta”, así como al frente de cada cabaña, en lanzas con los
emblemas totémicos, cuelgan cueros cabelludos más viejos. Algunos curanderos,
vestidos con pieles de oso y lobo, prenden una fogata en el espacio central y a
ella arriman el palo de las cabelleras. En torno se reúnen los guerreros, y alrededor
de ellos algunas mujeres danzan al son de un tambor. Aparece una comparsa de
seis hombres pintados de negro, quienes, tras lamentarse por las bajas del combate,
celebran la muerte de los enemigos y se dirigen de manera humillante a sus
cabelleras. Luego desaparecen y dejan el campo servido para que los guerreros
entonen una canción. Posteriormente, irrumpe un hombre joven pintado de negro
sobre un caballo blanco y “cuenta sus golpes” junto al palo, donde están los
demás guerreros, cada uno hablando de sus hazañas. El joven declara haber
cobrado siete cabelleras y los demás lo ratifican, y acto seguido clava su
lanza en el suelo, a un lado del poste, tras de lo cual se golpea el pecho dos
veces. Entonces, inopinadamente, da
media vuelta en el caballo y, conmovido, se aleja por la llanura. Escribe
Ruxton: “La modestia lo había embargado tras verse obligado a gritar sus
propias hazañas”. No otro es el indio, rojo de vergüenza, del que habla King.