domingo, 6 de diciembre de 2020

Dos novelas argentinas


Indios pampas (s. f.). Carlos Morel (1813-1894)

 

Algún día tenía que ocurrir que el Premio Rómulo Gallegos se otorgara a una novela con protagonista indígena. Sucedió en este 2020, con El país del diablo (2015), obra de la escritora argentina —cordobesa, para más señas— Perla Suez. En la historia literaria latinoamericana, las novelas en que los indígenas son los personajes principales, y no simples figuras del decorado, conforman un capítulo largo y sólido. La corriente se remonta hasta la temprana y anónima Jicotencal (1826) y se concreta, en el siglo XX, en nombres tan relumbrantes como los de Jorge Icaza, Ciro Alegría y José María Arguedas, mientras que, en lo que va de la nueva centuria, ha copado el trabajo de escritoras best seller como Isabel Allende y Laura Esquivel. Por eso sorprendía que, en los más de 50 años de existencia del prestigioso galardón venezolano, no hubiera, entre las páginas distinguidas, otros indios que los que son personajes de reparto en novelas sobre la Conquista o la colonización selvática.

La historia narrada en El país del diablo está ambientada en la pampa, en la segunda mitad del siglo XIX. Por entonces, el gobierno argentino desplegaba la feroz Campaña del Desierto, con la idea de exterminar a los nativos y apropiarse de sus tierras, las que debían pasar a manos de colonos locales e inmigrantes europeos. Apenas al iniciar la novela, una avanzada del ejército arrasa una toldería mapuche y masacra a sus habitantes, con excepción de Lum, una muchacha de 14 años que, en cumplimiento de su iniciación como machi —curandera e interlocutora con el mundo espiritual—, había sido apartada transitoriamente de la comunidad. Entre los despojos, el teniente Obligado descubre, intacto, el cultrum —tambor ritual en que están representadas las cuatro partes del universo—, y decide llevarlo consigo, toda vez que, a su juicio, “merece ser pieza de museo”. De regreso a su fortín, el ejército se divide en varios grupos, correspondiéndole la retaguardia a Obligado, a quien acompañan tres soldados —uno de ellos mapuche, Ancatril— y un agrimensor que también cumple con el oficio de fotógrafo. Lum, al conocer la suerte nefasta que ha perdido a su pueblo, decide, a pesar de que la agobian las secuelas del rito iniciático, salir en busca de los asesinos para recuperar el tambor y vengar la afrenta por la misma vía sangrienta. Esa persecución singular conforma la trama de El país del diablo.

La novela de Perla Suez no se enturbia con el exotismo, ni con la indiofilia, al representar el mundo aborigen. La narración no se vale de perspectivas o premisas ‘noblesalvajistas’ a la hora de contrastar a mapuches y soldados, por más que sea evidente que se quiere mostrar la atrocidad de las incursiones oficiales. Pero, antes que como héroes y villanos, los personajes de uno y otro grupo se muestran como humanos complejos que, en ciertas circunstancias, eligen el camino de la barbarie. Incluso Lum empuña un cuchillo. Entrevistada con motivo del premio, Suez dijo: “Sentí que esa historia que estaba contando no era otra vez la de malos y buenos, sino la historia ambivalente, pendular, porque eso somos, pendulamos entre una cosa y otra todo el tiempo. Nadie es tan bueno y nadie es tan malo”. La complejidad de los personajes se expresa de varias maneras: Lum es hija de una india mapuche y un blanco sanguinario; Ancatril es un mapuche enrolado, esto es, empuña un fusil contra los suyos; Deus, el agrimensor, es un muchacho un tanto frívolo, pero no aspira a matar indígenas sino a vivir en París; el teniente Obligado, con las manos manchadas por el crimen, recuerda los días tranquilos de la infancia, al lado de su padre.

El mundo mapuche no es, para Suez, una tentación que la arrastre hacia algún tipo de romanticismo étnico. A un lado de las noticias sobre lo que pasa en el rito iniciático, la cultura mapuche no se exhibe más allá de algunos pensamientos vagos sobre el mundo espiritual que animan a la muchacha. Del cultrum, con todo y que es la manzana de la discordia, apenas se ofrece —en el primer párrafo de la novela— una escueta noticia de los sentidos ligados a él y de la manera como lo maneja la machi que se apresta a iniciar a Lum: “Con la mano izquierda, sostiene alto el tambor ritual, el cultrum, en el que está dibujado el universo, dividido en cuatro partes con los símbolos de la tierra y el cielo. Con la mano derecha lo hace sonar”. Después de eso, no es más que un objeto en las manos equivocadas, que urge recuperar. Con todo y que Suez ha dedicado muchas horas de su vida a investigar sobre la cultura mapuche y que, con fascinación inspiradora, leyó los testimonios del lonco Pascual Coña, se abstiene de imaginar un mundo mapuche para su lector. El cultrum nunca es un pretexto para ensoñaciones cosmogónicas apócrifas, pues la única historia que hay detrás del objeto es la que constituye la novela. El tambor sirve como coartada narrativa de la aventura de Lum.

La sobriedad de El país del diablo no es el rasgo más común de la novelística latinoamericana de tema indígena, regularmente dada a los excesos cromáticos y a las ensoñaciones o delirios mitológicos. Lo prueba, precisamente, una novela finalista del mismo Rómulo Gallegos 2020: Las aventuras de la China Iron (2017), de la también argentina Gabriela Cabezón Cámara, novela que —dicho sea de paso— también fue nominada al Booker Prize internacional. Se trata de otra historia pampina y decimonónica. Esta vez, la China, una joven madre separada de su marido gaucho, deja a sus hijos al cuidado de unos viejos y se junta con una inglesa que, a bordo de una carreta, busca a su marido inglés. Con el paso de los días, brota entre ellas una pasión que tiene su clímax mientras se hospedan en la estancia de Hernández, el hombre que dirige una especie de escuela correccional en la que los gauchos vagabundos son aleccionados para tomar parte en las tareas del progreso nacional. Las mujeres dejan el sitio y, acompañadas de algunos gauchos escapados, alcanzan un campamento indígena en el que todos obtienen asilo, y donde, de hecho, se encontraban los maridos extraviados. Fierro, coplero, es el de la China, pero ahora se viste como mujer y se identifica sexualmente como tal. A su vez, hay una cacica que acaba flechando a la muchacha, quien por su parte se viste como hombre desde su paso por la estancia. Al final, sobre la base de la tolerancia de todas las identidades, unos y otras, nativos y fuereños, se integran como una sola comunidad.

La novela de Cabezón Cámara es, de manera palpable, una novela de tesis: con apreciable atrevimiento, subvierte la tradición literaria argentina —dominada por la figura del gaucho viril y mujeriego—, y lo hace para defender la idea de que las identidades de todo tipo pueden —y deben— ser refundadas; de que, en la fluidez de las adscripciones basadas en el género y en la tolerancia frente a ellas, se hace viable una vida en comunidad realmente armónica. La llegada al asentamiento indígena es, precisamente, la alegoría que realiza ese anhelo: allí, las mujeres que se apasionan por mujeres, las mujeres viriles y los gauchos amujerados conviven de manera feliz, e incluso llega a concretarse una suerte de comunismo primitivo —como el de los libros apolillados de los antropólogos del poltrona— en el que los hijos de las diversas parejas parecen sentirse a gusto bajo la tutela de cualquier familia, ya se trate de una pareja convencional o de otra alternativa de ayuntamiento. Asimismo, hombres y animales se perciben como pares: tras comer un hongo, la China y la cacica Kaukalitrán comparten el delirio de saberse peces, y ello es algo más que una figuración chamánica, pues en otro pasaje esa misma asociación es asumida como una experiencia de identidad objetiva y permanente: la China, cuando ya está por completo integrada a la comunidad, sin estar bajo el efecto de los alucinógenos, refiere que ella y otros llevan “la piel pintada de los animales que también somos”. El mundo indígena es, de esa manera, una arcadia de fluidez genérica y, en suma, ontológica.

De más está decir que Cabezón Cámara, como novelista, goza del derecho de dibujar mundos ficticios y de poner en marcha, en sus párrafos, los ensueños sociales que sean de su gusto. Lo cierto, sin embargo, es que la narración apela a etnónimos reales para designar la comunidad indígena que acoge a las protagonistas: se la identifica como una sociedad nacida de la convergencia de selk’nam, tehuelches y colonos blancos. Esto quiere decir que la cosmovisión según la cual los hombres son asimilables a los animales y ser mujer u hombre es irrelevante o relativo, puede ser adjudicada a todos esos grupos o a alguno de ellos de manera particular. Sin embargo, nada tan falaz: en todas las sociedades ancestrales, las demarcaciones que la novela desestima son absolutas, y sobre ellas se asienta el orden social. Según Claude Lévi-Strauss, la diferenciación del hombre como agente y de la mujer como bien de intercambio habría sido la base del acuerdo de reciprocidad que hizo posible las sociedades humanas, más allá de lo odiosa que hoy pueda parecernos —y con razón— esa asimetría. Y sobre la diferenciación entre hombres y animales, el mismo gurú del estructuralismo cita un caso elocuente: la sorpresa de los caduveo ante la reticencia del antropólogo francés de tatuarse la piel, desdeñando con ello la oportunidad de ser distinto de los animales. De modo que Cabezón Cámara ni siquiera supone la cosmogonía indígena: más que eso, la niega y la suplanta con las imágenes de una utopía personal.

Para el lector del siglo XXI, el personaje indígena se antoja como una referencia del mundo real. El general desconocimiento del mundo del otro lleva a que cualquier imagen sobre él sea usada para llenar el vacío antropológico, y la literatura, como pocos discursos, suele ser asumida como documento informativo. Para colmo, la militancia romántica de algunos antropólogos, encandilados más de la cuenta con la idea de la diversidad —les parece algo particularmente excepcional—, ha propiciado las ideas más edulcoradas e idealistas sobre la vida y el pensamiento de los pueblos indígenas. Por eso, resulta mucho más inteligente —u honesto— que el novelista invite a su lector a cabalgar tras un tambor ritual que apenas se muestra entre el polvo de la pampa, y no tanto que le cuente un sueño personal disfrazado de revelación cultural.


La vuelta del malón (1892). Ángel Della Valle (1852-1903)


domingo, 15 de noviembre de 2020

Mitos de origen

 

El origen de la Vía Láctea (1580). Tintoretto (1518-1594)


Hace cerca de ocho siglos, Tomas de Aquino dedujo la existencia de Dios con argumentos que, incluso, pueden parecer sugestivos a un ateo: tiene que haber una primera cosa inmóvil que haga mover a las demás; es forzoso reconocer una primera causa, no causada, de todas las cosas. Los mitos de origen, con sus códigos propios, suscriben la misma fórmula: los primeros hombres surgieron de algo o alguien que, por fuerza, no podía ser otro hombre. Mutatis mutandis, habrá que decir algo parecido de la antropología: que no eran antropólogos los que la pusieron en marcha. Esto —que se cumple para cualquier ciencia de la que se quiera conocer cómo fue su nacimiento—, resulta todavía más lógico que el raciocinio tomista.

Por supuesto, no se trata de establecer quién fue el primer antropólogo que tuvo un título universitario como tal: el papel sellado apenas importa, cuando se piensa que las figuras más espigadas de la disciplina son gente como el abogado Morgan, el filósofo Lévi-Strauss y los físicos Boas y Malinowski. Pero el propósito tampoco es —o por lo menos no lo es en estos párrafos— dar con la identidad del fundador unívoco. Más allá de que semejante héroe civilizador es ilusorio, resulta más interesante comprobar cómo, entre las brumas ineluctables de todo comienzo, cada quien se forja, a su manera y a su gusto, un precursor. Por supuesto, quienes se han ocupado en reconstruir la historia de la antropología saben perfectamente que su surgimiento y consolidación solo pudieron ser posibles por la suma de muchos esfuerzos, y que quienes pusieron las primeras piedras del edificio difícilmente podían saber lo que hacían o, más exactamente, no podían tener una idea siquiera aproximada de qué tan alta llegaría a ser la torre.

La Historia de la etnología (1937), de Robert H. Lowie, fue uno de los primeros recuentos del desarrollo de la disciplina, acaso el primero que se publicó en Estados Unidos. Para entonces, en Inglaterra ya habían aparecido, cuando menos, dos trabajos sobre el mismo asunto: Historia de la antropología (1934), de Alfred C. Haddon, y Cien años de antropología (1935), de T. K. Pennian. Se trataría, en la cuarta década del siglo XX, de un entusiasmo temático y editorial que Lowie plantó en América. Para este discípulo de Boas, la etnología debe entenderse como un estudio de las cosas humanas que no toca ni con las clasificaciones biológicas —las razas— ni con el psiquismo individual, y se muestra convencido de que su práctica fue imposible mientras se ignorara la conformación general del mundo geográfico. Es por eso que le parece inaceptable la tesis de que hubiese mirada etnológica antes de 1642, que fue cuando —por ejemplo— vino a integrarse la gran masa de Nueva Zelanda al mapamundi. Lowie muestra bastante simpatía por las investigaciones de Jacques Boucher de Perthes, autor de De la industria primitiva (1846), trabajo en el que, con base en una colección de hachas de piedra, el autor ubica el origen de la humanidad en el Pleistoceno. Pero, acaso ganado por su abolengo germano, Lowie elige como precursor formal de la etnología a Cristoph Meiners, filósofo e historiador alemán que en su Esquema de la historia de la humanidad (1785) propuso un estudio del género humano basado en características sociales, las cuales abarcarían asuntos tan diversos como las costumbres alimentarias, el vestido y el adorno de cada “nación”, e, incluso, temas que hoy están en el ojo del huracán como la educación de los niños y el trato prodigado a las mujeres. La delimitación de rasgos era, a fin de cuentas, una práctica frecuentada por los boasianos, y de ahí el interés de Lowie por el trabajo de Meiners.

La mitología disciplinar forjada por el antropólogo inglés Godfrey Lienhardt, tres décadas después, es mucho más académica. En el primer capítulo del manual divulgativo Antropología social (1964) —obra que, dicho sea de paso, fue traducida al español por el novelista ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta—, Lienhardt concede especial relieve a la fundación de sociedades de investigación etnológica en Europa, lo cual ocurrió tanto en París como en Londres en la década de 1840. En consecuencia, sugiere que al psiquiatra inglés James Cowles Pritchard, autor de Historia natural del hombre (1843), le habría correspondido un rol de pionero. Para este estudioso, los diversos pueblos humanos —sin importar sus características “físicas y morales”— conformaban una unidad biológica, y por eso era viable basar en sus evidencias todo tipo de estudios comparativos. La reflexión de Lienhardt no podría ser más coherente desde el punto de vista de la antropología social británica, corriente que funda su pretensión de ser una ciencia propiamente dicha en la implementación del método comparativo. En contraste, la etnología de Boas y Lowie se antoja como una mera especulación, de acuerdo con una acusación suscrita por A. R. Radcliffe-Brown en 1952.

Apenas sorprende que en una síntesis histórica de otra época y otro contexto aparezcan no solo criterios distintos, sino, también, valoraciones favorables de la propia tradición lingüística. Es lo que ocurre en Etnología y antropología (1993), obra divulgativa de los profesores franceses Philippe Laburthe-Tolra y Jean-Pierre Warnier. Para ellos, la posibilidad de que alguna vez se consolidara la etnología debe algo a las Cartas persas (1721) del barón de Montesquieu, en las cuales se practica no solo una comparación cultural —entre los bloques de Occidente y Oriente—, sino que se insinúa una punzante ironía, henchida de relativismo cultural: ser persa sería, a la larga, tan extraordinario y pintoresco como ser francés. La conciencia disciplinar habría alumbrado en 1772, con el uso del término etnographisch en una obra del pedagogo e historiador alemán August Ludwig von Schlözer, quien sentía predilección por las clasificaciones de Linneo y buscaba aplicarlas a las cosas humanas. A su vez, la palabra francesa ethnologie apareció por primera vez en el Ensayo sobre la educación intelectual con el proyecto de una nueva ciencia (1787), del teólogo suizo Alexandre César Chavannes, quien pretendía fundir en uno solo los estudios de la anatomía y del “alma” humanas; un enfoque que, a la postre, puede entenderse más cercano a las cartas de Montesquieu que la cruzada clasificatoria de Schlözer.

No deja de ser paradójico que la aventura de establecer el origen de la antropología —la ciencia de la diversidad cultural— se traduzca, tantas veces, en una auto-glorificación de la propia tradición intelectual (y quizá, ante la imposibilidad de hacer lo propio, fue que el antropólogo hispano-mexicano Ángel Palerm remontó hasta la Antigüedad cuando, en el primer volumen de su muy popular Historia de la etnología [1974], pensó en los precursores de la disciplina). Pareciera como si la explicación sobre cómo y por qué viven como viven los pueblos humanos solo tuviera sentido si se lleva a cabo desde el punto de vista más familiar. No en balde se ha dicho ya, hasta el cansancio, que la antropología no es otra cosa que un arte de traducción.


Apolo (1524). Dosso Dossi (h. 1490-1542)


domingo, 25 de octubre de 2020

Hasta que la muerte nos reúna


La escuela de Atenas (detalle) (h. 1512). Rafael Sanzio (1483-1520)


Hay amores de toda la vida. En antropología, fueron pasiones de ese calado la que sintió Bronislaw Malinowski por James George Frazer y la que profesó Claude Lévi-Strauss por Franz Boas, quien, por poco —cosa de centímetros— no murió en sus brazos. Con todo, fue más fuerte el afecto del polaco por el escocés: alcanzó incluso los ribetes de la revelación milagrosa, y, al cabo de tres décadas, tuvo como última manifestación un documento dolorido en el que, como en la carta de cualquier amante auténtico, lo que mejor se expresa son el despecho y la voluntad de sacrificio.

Malinowski leyó La rama dorada (1890) en la primera década del siglo XX. En la introducción de “El mito en la psicología primitiva” (1926) cuenta que antes de doctorarse en la Universidad de Cracovia tuvo que retirarse temporalmente de sus estudios para recuperarse de cierto achaque, y que entonces aprovechó para leer aquel clásico de la etnología. Esa noticia, de tan grandilocuente y luminosa, acabó siendo tanto o más memorable que la reflexión sobre los mitos. Según Malinowski, la lectura de Frazer le reveló que la antropología era una ciencia digna de “devoción”, lo que llevó a que, sin empacho alguno, él se “convirtiera”. Su destino, entonces, habría sido similar al de Pablo de Tarso, a quien un relámpago divino derribó de su caballo, camino de Damasco (al polaco lo encandiló la luz de la rama dorada). Para Adam Kuper es clara la intención de Malinowski de construir su propia leyenda mesiánica: “Cualquiera que sea la versión, el mito presenta la clásica historia del profeta. El equivocado principio, luego la enfermedad y la conversión, seguida de la emigración; una calamidad atroz —nada menos que una guerra mundial— lleva al aislamiento en el desierto; el regreso con el mensaje; la batalla de los discípulos”.

Malinowski y Frazer se conocieron personalmente en 1910, y su trato fue tan frecuente que el discípulo llegó a conocer los secretos del hogar del maestro; supo, por ejemplo, que quien llevaba la batuta allí era Lady Frazer, la “temible compañera”. Sin embargo, tuvo más interés por husmear entre las páginas del mentor que en aquella alcoba. La primera publicación de Malinowski fue una reseña, escrita en polaco, de Totemismo y exogamia (1910), la obra frazeriana de moda. Al año siguiente, presentó una ponencia en Helsinki que habría de ser su primer escrito científico en inglés, “The Economic Aspect of the Intichiuma Ceremonies” (1912), trabajo que se afana en surtir las evidencias etnológicas de una hipótesis que Frazer había esbozado pero que no quiso o no tuvo tiempo de verificar: que los afanes rituales totémicos podrían haber significado el origen de ciertas prácticas económicas organizadas, especialmente las encaminadas a garantizar la abundancia de ciertas plantas y animales.

Cuando Malinowski se radicó en Australia y Nueva Guinea para cumplir con su ardua tarea etnográfica, intercambió cartas con Frazer. Esto significó mucho para Malinowski, a juzgar por lo que él mismo cuenta que sucedió el 27 de noviembre de 1917, durante una estadía en casa de los Saville, en Samarai —una isla situada junto a la costa suroriental de Nueva Guinea—. El anfitrión había dejado ver una actitud ambigua frente al trabajo que el polaco había dedicado a los nativos de Mailu, publicado en 1915, y Malinowski, abatido, no pensó en otra cosa que en mostrarle una carta que Frazer le había enviado días atrás. Con la misma lógica, en Kiriwina, al levantarse particularmente envalentonado la mañana del 4 de marzo de 1918, henchido del deseo de concebir una obra etnográfica que superara a la de sus colegas de época —Baldwin Spencer y Francis James Gillen, por ejemplo—, Malinowski siente la tentación de escribir cartas a Frazer y C. G. Seligman, sus protectores británicos.

Apenas llama la atención que Frazer escribiera el prefacio de Los argonautas del Pacífico occidental (1922), y es todavía menos sorprendente saber que se trata de una nota laudatoria. Las primeras líneas dejan ver la simpatía que se inspiraban los dos antropólogos: “Mi estimado amigo el doctor B. Malinowski me ha pedido que le escriba un prefacio a su libro, y gustosamente cumplo el encargo, aunque de ningún modo creo que mis palabras puedan incrementar el valor del destacado logro de investigación antropológica que él nos ha regalado con este volumen”. No cabía esperar otra cosa, habida cuenta del sesgo claramente frazeriano de la obra. Porque Malinowski, en seguimiento de las ideas evolucionistas del maestro, asume que en la sociedad trobriandesa domina la práctica mágica, frente a un desarrollo religioso apenas incipiente. Que esa es su perspectiva lo confiesa, en parte, en una nota al pie del capítulo segundo: “Utilizo las palabras religión y magia siguiendo la distinción de sir James Frazer (cf. La rama dorada, vol. I). La definición de Frazer se ajusta mejor que ninguna otra a los datos de Kiriwina”. Otra parte de la evidencia es el trabajo en sí mismo, cuya disposición discursiva es elocuente: en 500 páginas, palabras como religión, religioso o religiosa no aparecen ni siquiera 15 veces, mientras que la palabra magia —solo esa— ya ha asomado cien veces a la altura del capítulo quinto. Tampoco se pierda de vista que el único subtítulo que incluye una palabra del primer conjunto —“Los monumentos naturales y el ceremonial religioso”, en el capítulo XII— corresponde a una sección en que se describe cómo los navegantes kiriwineses dejan ofrendas junto a las rocas Atu’a’ine y Aturamo’a. En La rama dorada, Frazer había establecido que los gestos religiosos por excelencia son la ofrenda y la rogativa.

La primera gran diferencia entre maestro y discípulo se hizo evidente en uno de los ensayos teóricos más relevantes de Malinowski: “Magia, ciencia y religión” (1925). Allí, el antropólogo polaco establece una distinción funcional entre las tres instituciones: la ciencia administra el saber necesario para la explotación efectiva de la naturaleza, la magia llena al hombre de optimismo sobre el resultado de esas y otras prácticas, y la religión atiende las crisis de la existencia humana y garantiza, con sus ritos, la integración del cuerpo social. El corolario de este orden de cosas no es otro que el derrumbe la explicación evolucionista de Frazer, según la cual la magia habría precedido a la religión, pues los primeros hombres habrían creído que poseían el poder de transformar la naturaleza, el cual atribuyeron luego a las divinidades; la ciencia, a su vez, surgiría luego. De acuerdo con la prédica de Malinowski, las tres instituciones, por atender a tres funciones distintas, tendrían que ser coexistentes. Lo sorprendente es que, así tenga la sartén por el mango, el polaco evita atacar directamente al escocés, y reduce cualquier posibilidad de crítica a las inferencias del lector. Antes bien, se esfuerza por presentar a Frazer con los mejores colores: en la primera alusión, dice que su enfoque es uno de los más profundos de la “antropología moderna”, ya que logra construir como problema de investigación disciplinar las relaciones entre magia, religión y ciencia. Luego celebra que La rama dorada ponga en tela de juicio la soberbia de las tesis animistas, cuestión que de alguna manera sirve como cortina de humo de la presentación de la tesis evolucionista del maestro, la cual se ofrece de manera escueta al final del mismo párrafo, libre de juicios. De hecho, Malinowski llega a suscribirse a la idea de que la magia sea, de verdad, una “pseudo-ciencia”.

En los años que siguieron, las grandes monografías trobriandesas —La vida sexual de los salvajes (1929) y Jardines de coral y su magia (1935)— replicaron la misma lógica discursiva de Los argonautas del Pacífico occidental: concentración excluyente en el tema mágico, como si, frente a ella, la religión fuera una práctica banal o apenas balbuciente.

Frazer murió el 7 de mayo de 1941, en Cambridge, y Malinowski le dedicó un ensayo en el que hace una semblanza de su persona, y en el que, además, emprende una revisión crítica de sus trabajos e ideas más relevantes. Por primera vez, la pluma del polaco ofrece una visión más o menos descarnada de su maestro. Elogia su sabiduría pero al mismo tiempo desnuda las debilidades de su carácter: intolerante en las discusiones teóricas, timorato en la interacción con extranjeros, mediocre como orador e hipersensible a la crítica, entre otros rasgos. Y con más valor que en otros escritos, Malinowski arremete contra sus construcciones conceptuales: advierte que “Pocas de sus contribuciones propiamente teóricas pueden ser aceptadas tal como están”. Es entonces cuando hace explícito el juicio que había quedado velado en 1925: advierte que la idea de la precedencia evolutiva de la magia frente a la ciencia es “insostenible”, y, entre otras nociones, califica como errónea la diferencia que Frazer establece entre religión y magia, dirigidas a solucionar los mismos problemas según el escocés, mientras que su crítico, como se sabe, las cree abocadas a intereses diversos.

En el artículo de marras, sin embargo, Malinowski renuncia a ensañarse. Cada ataque parece sugerirle la compensación de un cumplido para Frazer, y, a la postre, su redención. Por ejemplo, cuando recién ha dicho que la reconstrucción evolucionista es inviable, sugiere que los mismos datos acopiados por su mentor demostraban la coexistencia de las tres instituciones. Para el discípulo, el maestro intuyó la disposición funcionalista de la magia, la ciencia y la religión, y no solo eso: también habría vislumbrado la base biológica de las necesidades humanas, idea básica del edificio malinowskiano. Como si fuera poco, el polaco acaba reacomodando su tesis sobre la triada conceptual, de modo que el elemento de la coexistencia tambalea y deja asomar la cabeza, una vez más, al espectro evolucionista. Solo que ahora no sería la magia el hito primigenio, sino la ciencia: esta pediría a la magia cubrir sus vacíos, y el ejercicio de los conjuros y los vaticinios sugeriría las profundas indagaciones cosmogónicas. En la última sección del ensayo, todas las reservas parecen haberse olvidado. Malinowski pregona que el “material” de Frazer “permanecerá por largo tiempo como una base digna de confianza para el etnólogo”, y que se trata de una obra “esencialmente seria y veraz”.

La evolución discursiva entre la denuncia de los ríspidos gestos de Frazer y la restitución final de su obra sugieren que la apuesta de Malinowski, en aquel escrito necrológico, no fue otra que hacer duelo por la partida de su maestro. Al zaherirlo, lo único que querría sería cobrarle su orfandad. Para su felicidad, la reconciliación total no se hizo esperar mucho tiempo: el 16 de mayo de 1942 —cuando apenas se había cumplido un año de la muerte de Frazer—, el maltrecho corazón del discípulo se detuvo para siempre.


La conversión de Pablo en el camino de Damasco (h. 1601).
Caravaggio (1571-1610)


domingo, 4 de octubre de 2020

Dos negros leen María



Juana (1869). Alphonse de Neuville (1835-1885)

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Los antropólogos colombianos han sabido manifestar un genuino interés por María (1867), la gran novela de Jorge Isaacs. Acabándose el siglo XX, Luis Francisco López Cano recibió un premio del Ministerio de Cultura por la que, sin duda, es la más original de todas las aproximaciones a la obra: La tumba de María Isaacs: Génesis y desarrollo de una leyenda vallecaucana (2002), trabajo que reúne las perspectivas de la tradición oral, la revisión de archivo y la arqueología —entre otras— para iluminar el misterio de un personaje del que siempre se ha especulado a propósito de su historicidad. A su vez, Germán Patiño Ossa fue distinguido con el Premio Andrés Bello por Fogón de negros (2007), un ensayo sobre la cocina afrocolombiana en el contexto de María. Mientras tanto, José Eduardo Rueda Enciso ha publicado, desde 1996, al menos tres trabajos sobre la persona y escritos de Isaacs.

María, hoy en día, suele ser vista como una fuente relevante de datos etnográficos e históricos de la vida en las haciendas del Valle del Cauca y de la sujeción, en ellas, de la población negra manumisa. Sin embargo, no siempre ha sido así: por mucho tiempo, a los antropólogos les interesó casi que exclusivamente la figura del Isaacs viajero y explorador, autor del Estudio sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (1884). Graciliano Arcila Vélez, fundador del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia, escribió, en 1937 —al celebrarse el centenario del nacimiento de Isaacs—, una reseña biográfica del escritor en la que apenas se muestra algún interés por María, y en la que, a pesar del estilo técnico y yerto, se confiere relieve a sus exploraciones por el norte del país. La nota, sin embargo, jamás fue publicada, y se tiene noticia de ella gracias a que, junto con otros documentos inéditos de Arcila Vélez, reposó por breve tiempo en el Museo Universitario de la Universidad de Antioquia, de donde fue retirada por los recelosos descendientes del antropólogo antioqueño.

Así las cosas, quizá pueda decirse que el primer trabajo sobre María, publicado por un antropólogo, fue un artículo del etnólogo chocoano Rogerio Velásquez que se incluyó en el número 128 de la Revista Universidad de Antioquia, en enero de 1957. El artículo, “La esclavitud en María de Jorge Isaacs”, es un trabajo de crítica histórica del que el novelista no sale bien librado. Velásquez se muestra convencido de que Isaacs no conocía al dedillo el trasfondo jurídico de la esclavitud y la manumisión, o que, si lo conocía, hizo la vista gorda. Eso sí, le reconoce haber mostrado, con poco maquillaje, el rostro cruel de las relaciones de servidumbre entre hacendados y negros. No faltan razones para el escepticismo del antropólogo chocoano: algunas inconsistencias palpables permiten dudar sobre la objetividad del escritor a la hora de referirse a ciertos hechos de la vida cotidiana en ese tipo de haciendas. De acuerdo con Efraín —el apasionado narrador de la novela—, los negros que servían en su casa iban “bien vestidos y contentos”; sin embargo, pronto se sabe que dos de esos sirvientes, hombre y mujer, apenas se tapaban las partes nobles e iban tocados con dos sombreros que se antojan ridículos: “de aquellos que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo”. Para el etnólogo, esa descripción se corresponde con las ordenanzas sobre el vestido de los esclavos que regían a fines del siglo XVIII, lo cual pone en evidencia la elusiva y taimada noticia sobre el buen ver de los negros de la hacienda El Paraíso.

La misma ambigüedad es denunciada por Velásquez a propósito de la “compra” de Nay (Feliciana) por parte del padre de Efraín. El episodio tiene lugar en el Darién, justo cuando el hacendado regresa de Jamaica, a donde había ido para traer a María, su sobrina huérfana; el hombre, para tener quién le ayude con la niña, compra la esclava al tratante Sardick, pero inmediatamente suscribe un documento en el que renuncia al derecho de propiedad sobre Nay y su hijo recién nacido. Pues bien, Velásquez se pregunta por la validez de ese acto altruista, toda vez que, según la ley en uso, ese tipo de renuncia debía declararse al menos ante cinco testigos, los que no había en la cabaña de Sardick. En seguida, el etnólogo exhibe un indicio de la mala conciencia del novelista, quien pone en la boca de Efraín unas palabras de advertencia a Juan Ángel —el hijo de Nay—, a quien se hace saber que, aunque libre, es criado de la hacienda. Comenta Velásquez: “Esclavo era igual a siervo, vasallo, liberto, sirviente o criado [según] definía la Ley IX, tit. VIII, partida VII. Si ello es así, Juan Ángel podía ser castigado ejemplarmente, mandado, marcado, lesionado, atormentado en juicio y capturado como cimarrón, en cuyo caso podía ser descuartizado o sentir el arranque de la lengua, la extracción de los ojos o el cercén de los genitales”. Solo por su buena estrella, Nay murió antes de que algo de eso pudiera sucederle a su vástago.

En el que quizá sea el apunte antropológico más redondo del artículo de Velásquez, se pone en tela de juicio el valor que Isaacs atribuye al conocimiento herbolario de los afrodescendientes. Según como lo ve el etnólogo, los blancos se curan gracias a los médicos —como no sea que la fatalidad del argumento pida la muerte de algún personaje, como ocurre precisamente con la heroína—, mientras que los negros enfermos mueren por la ineficacia de la terapéutica ancestral: “El epílogo de tanto empirismo es la muerte del desgraciado entre agonías espantosas, manando sangre por la boca y por todos los poros, con la carne amoratada, recia la respiración fatigosa, inyectados los ojos de un tinte subido, las manos bamboleantes como las aspas de los molinos”. En la agonía de Nay —observa Velásquez— se llama a un médico blanco cuando ya no hay nada por hacer, y, cuando ella muere, apenas la acompaña un sacerdote. La crítica pudo ser más punzante, ya que Isaacs, al urdir la historia, eligió para médico de la criada a un hombre a todas luces estrafalario, de acuerdo con la impresión que causó en Efraín: “encontré en la casa de habitación al médico que reemplazaba a Mayn en la asistencia de Feliciana. Él, por su porte y fisonomía, parecía más un capitán retirado que lo que aseguraba ser”. Ante semejante asistencia, apenas sorprende que la africana muera cuatro capítulos más adelante.

Una década después de la publicación del artículo de Velásquez, la revista bogotana Letras Nacionales incluyó en su número 14, en mayo de 1967, un ensayo que Manuel Zapata Olivella —su fundador— compuso con motivo del centenario de la novela. La pieza, “María, testimonio vigente del Romanticismo americano”, parece seguir, en parte, la estela del etnólogo chocoano: hay en ella un interés por las imágenes del mundo afrodescendiente —asunto que siempre desveló al escritor de Santa Cruz de Lorica—, una atención detenida en los pasajes de la obra referidos a la cultura material de los negros, e, incluso, una alusión común a La cabaña del tío Tom (1852), de Harriet Beecher Stowe, obra entendida como claro precedente de la de Isaacs. Como quiera que sea, lo cierto es que Zapata Olivella mira con mayor profundidad en la novela, de manera que ausculta con agudeza su entraña estética y afina la comprensión de los elementos antropológicos.

Cualquier duda sobre la idoneidad del médico Zapata Olivella para fungir de antropólogo queda disipada con un par de pruebas servidas en el texto, más allá del convincente argumento que es, en sí misma, la obra narrativa y ensayística —amplia y compleja— de este autor centenario. Ambos indicios lo dejan ver afiliado a la perspectiva de la antropología social británica: por un lado, reconoce la limpieza metodológica de la etnografía frente a la propensión imaginativa de la etnología. De acuerdo con el escritor caribeño, el Isaacs explorador dejó valiosos apuntes basados en su conversación con los indígenas, mientras que sus interpretaciones sobre los viejos pictogramas apenas se alimentan de “fantasía poética”. Por otro lado, muestra Zapata Olivella un pensamiento similar al que revela Bronislaw Malinowski cuando advierte, en Los argonautas del pacífico Occidental (1922), que la creencia individual en brujas se hace realidad solamente al proyectarse como representación colectiva. El médico colombiano encuentra que Isaacs, al referirse a las creencias de los bogas del Dagua, sabe que, más que ocurrencias individuales, estas son la expresión de una “conducta social”. Émile Durkheim, artífice del concepto del hecho social coactivo, no podría estar más satisfecho de ambos discípulos.

A fuer de novelista consumado, Zapata Olivella se concentra, en las primeras páginas de su ensayo, en aclarar la raigambre estética de María. Para él, es necesario distinguir el Romanticismo europeo, intimista y amante de escenarios exóticos, de su correspondiente hispanoamericano, del todo volcado hacia la expresión y concreción de ideales colectivos, relacionados con la esperanzada construcción de los nuevos países. En pocas palabras: una corriente dirigida hacia la ensoñación personal y otra interesada por poner el pie sobre los territorios, con la idea de explorarlos. A este último espíritu responderían María y otras novelas del continente, todas atravesadas por el interés etnográfico. En ese contexto, Zapata Olivella desliza un comentario genial: ¿Por qué no hay indígenas en la novela de Isaacs si había comunidades de ese tipo en el Valle del Cauca para la época en que transcurre María? Porque, al incluir esos personajes, la novela se acercaría peligrosamente a obras como Atala (1801), de François-René de Chateaubriand, en la que las referencias a las naciones natchez y muscogee rezuman un  exotismo insufrible que, a la postre, hace de la trama un proyecto inverosímil, imbuido de truculencia.

El análisis propiamente antropológico que Zapata Olivella hace de María remite a la presencia del dato etnográfico entre los párrafos novelescos; concretamente, lo que él ve como un entrelazamiento entre el orden estilístico y el material antropológico. Para el médico, el novelista supedita al observador, y de ahí que la presentación de las costumbres y de la cultura material deba hacerse de manera dosificada, de modo que el lector no sienta extrañeza ante ninguna explicación innecesaria. La idea dista de ser convencional, toda vez que, para buena parte de los lectores de María —todos los colombianos que cursaron su bachillerato antes del siglo XXI—, la novela se antoja como la obra descriptiva por antonomasia. Lejos de ese parecer, Zapata Olivella tiene para sí que Isaacs no se permite precisiones materiales ni inserciones vernáculas en exceso, y ese magisterio lo salva de romper el “estado emocional” de lector, quien, sin advertirlo, asiste a la recreación veraz de un fragmento de realidad social. La ropa que María lleva en las mañanas es descrita al mismo tiempo que se informa de la primera crisis de pudor corporal de la muchacha, espiada por su primo. Esa capacidad de amalgamar tensión narrativa y didascalia etnográfica lleva a que el loriquero se refiera a Isaacs como “poeta de la antropología”. Esa valoración anticipa, significativamente, las reflexiones posmodernas sobre la inevitable participación de la ciencia del hombre en el discurso literario. No podría ser más intuitivo Zapata Olivella, y es por ocurrencias como esa que, por licencia metonímica, han llegado a adjudicársele los atributos inscritos en el título de su novela más prestigiosa: El Gran Putas.

Casi sobra decir que María, obra cumbre del Romanticismo hispanoamericano, se hizo objeto del interés antropológico gracias a sus nutridas referencias al ser y cultura afrodescendientes. Mucho menos obvio es que la admisión de la novela en la bibliografía disciplinar corrió por parte de dos antropólogos negros. A ellos correspondió fundar una tradición discursiva en la que —como acaso era de esperar— otros recibieron los premios.



Vendedor de cañas en Cartago (1869).
Alphonse de Neuville (1835-1885)


domingo, 13 de septiembre de 2020

Muertos de miedo



La Muerte al timón (1893). Edvard Munch (1863-1944)



Dos cuentos ambientados en los alrededores de Calcuta retratan, con convincente maestría, las inconciliables diferencias entre vivos y muertos. El más temprano de ellos, “La aldea de los muertos” (1885), de Rudyard Kipling, cuenta la historia del ingeniero Jukes, a quien su caballo desbocado arrastra hasta un paraje nefasto. Se trata de un poblado hundido en un cráter en medio del desierto, y al que han ido a parar los desdichados que, habiendo sido tomados por muertos en sus casas, revivieron antes de ser incinerados en el ghat. Una vez iniciados en la ritualidad de la muerte, su regreso a la vida de antes es impensable. Por eso se vigila, desde fuera, para que nunca abandonen aquel agujero remoto. Poco importa —o por lo menos no importa en estos párrafos— cómo logra escapar Jukes; es más significativa la frase que Gunga Dass, un viejo telegrafista “fallecido” tiempo atrás, le espeta al protagonista a poco de caer en la aldea: “Solo existen dos clases de seres humanos, señor. Los vivos y los muertos. Cuando falleces estás muerto, pero cuando estás vivo vives”. No podría esperarse filosofía más docta, tratándose del umbral del inframundo.
            El segundo relato, “¿Viva o muerta?” (1916), es obra de un escritor local: Rabindranath Tagore. La viuda Kadambini sufre una suerte de ataque cataléptico y es llevada junto a un río para ser quemada. Los cargadores la dejan un rato sola, mientras van en busca de leña, y en ese momento la mujer despierta. Tras analizar diversos hechos e indicios, ella misma concluye que está muerta y que no le es dado regresar con los familiares de su marido, por lo que discurre el plan de radicarse en casa de una amiga con la que no tenía contacto desde la adolescencia. Va allá pero no logra sentirse a gusto: creyéndose muerta, no puede evitar sentir extrañamiento frente a los afanes de los vivos, y cuando por fin descubre que está viva, no logra convencer a nadie por ningún medio, como no sea matándose de verdad. Un desenlace dramático, sin duda, y así de contundente es la tesis de Tagore sobre la separación de los mundos de vivos y muertos, explicitada con esta magistral imagen literaria: “Hombres y fantasmas se temen mutuamente, porque sus tribus habitan distintas orillas del río de la muerte”.
            La perspectiva de ambos escritores podría estar ligada a ideas tradicionales o, por lo menos, a concepciones del mundo que alguna vez prosperaron en el subcontinente indio. Los presuntos invasores arios de la Edad Antigua habrían consignado, en los llamados textos védicos —surgidos, muy probablemente, entre el 1200 y el 700 a. C.—, no pocos versos en que la muerte aparece como una entidad u ocurrencia abominable de la que los vivos no quieren saber nada. Se lee en el Rg Veda: “Sigue adelante, muerte, prosigue tu especial sendero / lejos del cual los hombres han de transitar. / A ti que tienes ojos y oídos y corazón que siente, a ti te digo: / no toques a nuestros descendientes, no lastimes a nuestros héroes. / Separados de los muertos están: son los vivos: / que tenga éxito nuestro llamamiento a Dios”. El sentido del penúltimo verso, coherente con los escrúpulos de quienes tiraron al hoyo a Gunga Dass y a sus amigos, así como con el extrañamiento de Kadambini, recurre en una sólida imagen sobre el miedo feroz de los vivos y su deseo de resguardarse de la muerte: “Aquí erijo este baluarte para los vivos, que ninguno / de estos, ningún otro, alcance esta linde. / Que sobrevivan a cien prolongados otoños, / y que así entierren la muerte bajo esta montaña”. Que haya que poner de por medio una montaña —nada menos— no podría ser más sobrecogedor.
          Cabría decir que el afán de separar a los vivos de los muertos ha sido una obsesión de la humanidad, cualesquiera sean los ropajes culturales que se lleven encima. En términos generales, quizá puede afirmarse eso; pero resulta paradójico que, entre los contraejemplos que pueden esgrimirse, uno de los más nítidos sea el de la religión en que derivaron los cultos védicos: el hinduismo. Según su perspectiva, cada persona está obligada a cumplir con su deber (el dharma) con total desapego de las acciones que esto implique y, sobre todo, de sus consecuencias, pues solo de esa manera puede liberarse del frenético ciclo de muertes y renacimientos que depara la ley del karma. Así lo dispone el Bhagavad-gītā, texto sagrado del hinduismo que habría sido escrito en el siglo III a. C., y en el que Krishna —avatar de Vishnu— anima al príncipe Arjuna para que, sin ninguna reserva, mate y se deje morir en la guerra contra la hueste de su primo Duryodhana; el dios apela a este argumento: “Quien piense que el yo encarnado puede ser el que mata o el que es muerto, no ha entendido nada de nada. No mata ni tampoco es muerto […]. Tal como una persona se despoja de sus vestiduras cuando estas están desgastadas y se pone otras nuevas, así se despoja el yo encarnado de sus cuerpos viejos para ingresar en otros nuevos”. El verdadero yo (Atman) es lo que en cada hombre puede identificarse con Brahman, el principio generador de todas las cosas, el cual es, por definición, imperecedero. Esto significa que aquello que muere y renace una y otra vez no es el verdadero yo, el cual permanece invariable a todos los efectos; para decirlo con mayor precisión: para el Atman lo único que puede cambiar es que, algún día, se libere del ciclo kármico y no tenga que vestirse ni mudar de vestidos nunca más (mudas que, según los intérpretes de los textos sagrados, podrían darse en un número de 84 millones). Desde la perspectiva hinduista, entonces, un hombre vivo y un hombre muerto podrían ser, incluso, las dos cosas más similares que cupiera imaginar.
            En la India hindú, la diferencia radical se establece en un plano sincrónico: de un vivo a otro, o de un muerto a otro. El milenario sistema de castas no es otra cosa que una exacerbación de las diferencias, pues mediante la combinación de criterios como la categoría del varna (ser brahmán, chatria, vaisa o sudra), el tipo de devoción, las reglas matrimoniales, las especificidades de los oficios, las prescripciones dietéticas e, incluso, constricciones éticas, los hombres se disponen en categorías discretas con multiplicidad y radicalidad tales que bien puede comparárselas con especies naturales. El número real de castas no es 4, como erróneamente suele creerse, sino más de tres mil. Claude Lévi-Strauss y Louis Dumont —entre otros antropólogos— advirtieron en ese frenesí clasificatorio un imperioso proyecto de significación cultural; un proyecto que, como la significación lingüística, solo podría basarse en la oposición absoluta entre las partes enfrentadas. El mismo Tagore ofrece, en “El Reino de las Cartas” —un cuento incluido en la misma colección de la que procede la historia de la viuda, Las piedras hambrientas—, una curiosa alegoría sobre ese mundo de diferencias. A un reino imaginario de cartas de naipe —organizado rígidamente según un sistema de palos y rangos— llegan tres nobles jóvenes, sobrevivientes de un naufragio, y su sola presencia introduce la zozobra en un sistema cuyas relaciones ya estaban resueltas: “¿A qué casta pertenecían los tres extranjeros no clasificados? […] ¿De qué raza eran? ¿Rojos y brillantes como los Corazones, o morenos como los Bastos? Sobre este punto la disputa se hizo interminable. Como que todo el sistema matrimonial de la Isla, con sus complicados reglamentos, dependía de su solución. […] ¿Qué comerían? ¿Con quienes habían de vivir y dormir? Y sus cabezas, ¿deberían mirar al Sudoeste, al Noroeste, o solo al Nordeste?”. La imperfección se toma el reino y, por lo mismo, las cartas acaban convertidas en hombres y mujeres.
           Octavio Paz, en su audaz ensayo Vislumbres de la India (1995), dijo de la literatura bengalí —la de Tagore— que había sido vehículo de la penetración de la cultura inglesa en el subcontinente. Para no ir muy lejos, parte de la obra del gran escritor de Calcuta fue vertida por él mismo al inglés, además de que en sus escritos en bengalí echó mano de algunos géneros occidentales. Esto lleva a preguntarse, entonces, si sus ideas sobre las crudas rencillas entre vivos y muertos vienen realmente de la tradición védica o si —como parecería más probable en el caso de Kipling— no son otra cosa que contaminaciones del pavor occidental ante los muertos, superpuestas en la serenidad hindú frente a ese misterio insondable. Quizá la respuesta correcta sea una que integre ambas posibilidades: que el pavor ante la muerte sea distintivo de la cosmovisión de los pueblos antiguos que, procedentes de los montes Urales, habrían ido en oleadas tanto hacia el sur y sureste de Asia como hacia Europa. De esa manera, los ingleses, en el siglo XIX, no habrían hecho otra cosa que volver a sembrar, en suelo indio, la semilla de una planta que, tres milenios atrás, ya había crecido allí.
      Algún valor podría tener esta coda etnográfica: cuando visitó a los trobriandeses, Bronislaw Malinowski comprobó que esos nativos remotos desconocían “ese terror pesado y opresivo que casi paraliza y que tan conocido es a todos los que han experimentado o estudiado el miedo a los fantasmas como se los concibe en Europa”. Parece claro, entonces, que solo existen dos clases de seres humanos: los que le temen a la muerte y los que no.


Muerte y primavera (1893). Edvard Munch (1863-1944)


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lunes, 24 de agosto de 2020

Lo que dijo la vasija



Un machitún (1854). Pierre Fréderic Lehner (1811-1880),
según boceto de Claude Gay (1800-1873)



Para Ángela y Nacho, viajeros por el Cono Sur

En la cuarta década del siglo XIX, un explorador francés recorrió Chile: Claude Gay (1800-1873), un naturalista que, con el tiempo, acabó escribiendo la primera historia política verdaderamente científica del país austral. Llegó a América a fines de 1828, para fungir de profesor en el Colegio de Santiago, y muy pronto le fue encargada la misión de explorar de manera exhaustiva el territorio chileno. En 1830 viajó por las provincias de Santiago, Colchagua y Valparaíso, y en 1835 fue a Valdivia, donde conoció a Charles Darwin. También allí entró en contacto con pueblos mapuches, los que visitó de nuevo en 1838, y sobre quienes terminó —poco antes de morir— una monografía que tardó siglo y medio en pasar por la imprenta: Usos y costumbres de los araucanos. Incluir un capítulo político en la historia natural chilena —engorroso trabajo en que lo puso, en 1839, el ministro Mariano Egaña— distrajo a Gay mucho más de lo que hubiera querido.
        Amante de las plantas, como era, y formado en historia natural, Gay resolvió a medias con técnica y a medias con instinto su relación metodológica con los mapuches. No se conformó apenas con ver lo que hacían los nativos, sino que dedicó muchas horas a entrevistarse con ellos, preguntándoles sobre aquello y lo de más allá. Sin embargo, esa buena práctica etnográfica se vio salpicada por la audacia de desafiar los usos locales, solo por la curiosidad de ver qué pasaba. Para los mapuches era censurable que una visita, no más llegar, entrara en sus casas sin cumplir con el parsimonioso ceremonial de saludos y conversación que debía mediar antes de que el anfitrión convidara a pasar al interior; pues bien, un día, al llegar a la vivienda de un hombre que estaba ausente, Gay se coló en ella sin más ni más, “impulsado por el espíritu de curiosidad de saber las consecuencias”, sin atender a las recomendaciones de su guía. En otra ocasión, empeñado en ver con sus propios ojos cómo transcurría un machitún —un rito de curación—, entró en la cabaña del enfermo contra la voluntad de la machi —la médica—, quien rabió en vano al ver cómo el naturalista asomaba por la trastienda del rancho y se acomodaba junto a otros asistentes.
Gay encontraba en su suspicacia occidental las razones para desestimar la tradición indígena y burlar los usos locales. A propósito del recelo de los indígenas por su irrupción en el machitún, escribió: “tal vez poseídos por su impostura, no permiten la asistencia de los chilenos de la frontera”. Pareciera que en la cabeza del explorador se impusiera la idea de que hay que violentar los tabúes mapuches porque hasta los indígenas saben que encubren una farsa; que hay que pisotear su etiqueta porque, bien se ve, es vacua e inútil. Diego Milos, el editor de Usos y costumbres de los araucanos en 2018, no deja de admitir que en el manuscrito hay “comentarios ‘eurocéntricos’ de Gay que podrían llegar a incomodar a algunos lectores”. Por supuesto que lo hacen, lo cual, de todas maneras, no alcanza a tapar el inmenso valor etnográfico del trabajo del explorador, quien documentó con minuciosidad la vida indígena en la Araucanía. Prueba de la riqueza del informe es que, anticipándose en mucho tiempo a los trabajos de William Labov en Nueva York, Gay se hace preguntas por el cambio lingüístico, incitado por influjos hispánicos y quechuas.
Un episodio deja ver, con especial expresividad, tanto la morosidad de la descripción del explorador como el atrevimiento de sus juicios. Se trata de la narración de la investigación llevada a cabo por la muerte súbita de una de las esposas de Inal, el cacique de Cholchol. Poco después de dar a luz, la mujer enfermó y murió luego de tres días de infructuoso machitún. Todo ocurrió tan súbitamente que los familiares decidieron llamar a un cupove —algo así como un médico legista— para que examinara el cuerpo. El experto encontró algunos granos en la vesícula biliar y concluyó que se había tratado de un envenenamiento, toda vez que, según se supo, la mujer había bebido poco antes un vaso de chicha de manzana y maíz. Hecho el diagnóstico forense, algunos despojos del cuerpo —raspaduras de lengua, trozos de uñas y pestañas— se metieron a una vasija y se los envió a casa del adivino Ñamquil, en el poblado de Tucapel, para que él descifrara quién había sido el asesino. Los llevó un delegado de Inal, Nahuelhuala, a quien acompañaron varios jefes de Cholchol.
Al llegar a destino, Nahuelhuala se entrevistó en secreto con Ñamquil y luego, frente a los testigos, le entregó la vasija. El adivino masticó algunas hojas de voighe (Drimys winteri), tras lo que cayó en un pesado sopor —“catalepsia” en palabras de Gay—, aunque no tanto que no pudiera conversar, en la sala de su casa, con las piltrafas que había en la vasija. Entonces, estas revelaron la verdad en nombre de la muerta: “Son los criados de la casa los que me detestan, porque pretenden que me volví rica y orgullosa, y entonces, por envidia y celos, me dieron veneno en un vaso de chicha de maíz y de manzana. Ocurrió durante una gran fiesta en mi casa […] fui a buscar una metama (jarra) de chicha, la entregué a una mujer, que a su vez la entregó a su hija, para recibir de ella un vaso de esta bebida, e hicimos un llaupyo (salud). Ella pidió a su hija otro vaso, que me pasó para que yo le devolviera el saludo, y ahí puso veneno. Apenas bebí me sentí envenenada”. Tras esta declaración, la voz que salía de la vasija dijo los nombres de las implicadas.
Al regreso de la comitiva, Inal citó a una asamblea en su casa, en la cual se decidió acusar a la joven Yanquithral, hija de la criada de la muerta. La muchacha, sabedora de que ese señalamiento significaba la muerte, alzó las manos al cielo y dijo que todo era mentira. Inconmovibles, cinco hombres la agarraron, le arrancaron la ropa y los ornamentos y le dieron tantos latigazos que “su cuerpo se puso azul”. Cuando ya iban a darle muerte, el cacique Huentel se compadeció y quiso escuchar si la sentenciada quería decir algo. Entonces Yanquithral acusó a su madre, y se refirió a los hechos tal cual los había contado la vasija, precisando que, cuando alcanzó a su madre el segundo vaso, ella “le puso algo que tenía en la mano”. Fueron por la mujer, pero esta, “anticipando esa posibilidad”, ya había huido. Un centenar de indios la persiguió hasta dar con ella y matarla —la decapitaron y pusieron la cabeza sobre una lanza—, y luego fueron a desvalijar su casa. El marido, afligido y temeroso, admitió la culpabilidad de su compañera y accedió de buen grado a entregar a los asaltantes todo lo que le pidieron. Así se hizo justicia.
Son fácilmente imaginables las reservas con que Gay reconstruye la historia. A Cayulan, su informante, lo hace ver como un hombre crédulo de modo irredimible. Los visajes del adivino los califica como “estratagemas” e “impostura”, e incluso sospecha que el viejo de Tucapel se haya valido de la técnica de la ventriloquía para hacer creer a los testigos que, en efecto, eran los restos metidos en la vasija los que hablaban. En cuanto a la confesión in extremis de Yanquithral sobre la responsabilidad de su madre, se le antoja de lo más indigna, y cree también que el marido admitió ese cargo y permitió el allanamiento nada más que para “no engendrar disputas”. Apenas sorprende que Gay, a fuer de naturalista —o mejor, de naturalista europeo—, dé por sentada la falsedad de la teoría indígena de la adivinación. Más llamativa resulta la explicación que esgrime para descreditar a los agoreros mapuches, casi tan sobrenatural como la misma magia adivinatoria: la capacidad de hablar por un objeto inanimado, sin que nadie lo note. Pero lo cierto es que ni siquiera esa ventriloquía podría explicar cómo Ñamquil pudo saber que la bebida nefasta era chicha de manzana y maíz —además de otros detalles—, y cómo, en su descargo, Yanquithral dio una versión de los hechos igual a la que, en teoría, el adivino escuchó con exclusividad mientras estaba metido en su cabaña. La salida de todos esos enigmas parece ser la credulidad atribuida a Cayulan, cuya perspectiva, presuntamente candorosa, es el comodín de la buena conciencia del explorador francés.
La manera como Gay analiza las pruebas del caso merece un comentario especial. El juicio de que Yanquithral había acusado indignamente a su madre con tal de salvar el pellejo es —igual que cuando se metió en las casas a las que no se le había invitado una imposición de su punto de vista. Convencido de que los mapuches no tienen razones para hacer las cosas como las hacen, Gay parece no reparar en la sospechosa huida de la madre en el mismo momento en que martirizaban a su hija, ni en la nula resistencia con que el marido asumió su culpabilidad y entregó los bienes familiares para resarcir el crimen. Atrapado en la idea de que todo acto adivinatorio es embuste, el naturalista no acepta los resultados del juicio mapuche. No repara —como quizá no reparen algunos lectores de Usos y costumbres de los araucanos— en que, aun si resultaran escénicos y aparatosos los ritos de lectura de vísceras y de entrevista con una vasija, de ahí no se sigue que el juicio y la condena hayan sido injustos. ¿Acaso no ocurre que nuestros jueces y magistrados con toga, armados con un martillo inútil, enfrentados a abogados tan retóricos como personajes de teatro, formalizan con sus acartonadas actuaciones las acusaciones y sentencias que el sentido común de muchos ciudadanos ya había resuelto previamente y con muchos menos aspavientos? Para los mapuches de Cholchol era evidente que entre Yanquithral y su madre —una de las dos o ambas— habían envenenado a la mujer de Inal, y la única forma aceptada de probarlo era recurriendo, primero, al cupove; luego, a Ñamquil, y, posteriormente, divulgando el veredicto ante las sospechosas. Más allá de si las raspaduras de una lengua pueden hablar en nombre de su dueña, es indudable que, en todas las culturas del mundo, los juicios y sentencias sociales no pueden ser otra cosa que la formalización de algo que, por fuerza, ya se sabe de otra manera. El teatro, por teatral que sea, no deja de hablar con verdad sobre las cosas humanas; y, si resultara embustero, de ese cargo tampoco podría salvarse el que nosotros llevamos a cabo.
Gracias al trabajo de Diego Milos, Usos y costumbres de los araucanos pudo renacer, como el Fénix, de las cenizas del olvido —que en las bibliotecas asumen la forma del polvo—. La ganancia que esto significa es por partida doble: no solo la narración etnográfica es vigorosa y rica en detalles, sino que la arrogancia del explorador es tal que, de carambola, favorece la comprensión de la cultura indígena. Los vademécum metodológicos podrían incluir, como una más de sus herramientas, tan sugestiva infatuación.


Los pinares de Nahuelbuta (1854). Pierre Fréderic Lehner (1811-1880),
según boceto de Claude Gay (1800-1873)


sábado, 1 de agosto de 2020

Invernada entre los hielos



Los cazadores en la nieve (detalle) (1565). Pieter Bruegel (1525-1569)



Franz Boas, tanto como padre de la antropología moderna, aparece ante nuestros ojos como el autor de una prosa en exceso reglamentaria y —hay que decirlo— yerta; una prosa que cobra bríos solo cuando Boas cede la voz a los narradores de mitos y cuentos de la costa pacífica de América del Norte, en los que las peripecias protagonizadas por gemelos perversos, cuervos glotones y princesas casadas con perros hacen saltar al lector de la silla en la que, acaso, ya bostezaba. Esto, por supuesto, no alcanza para oscurecer la grandeza del antropólogo germano-estadounidense, toda vez que su milimétrico registro de ciertos rasgos antropobiológicos o sus minuciosas descripciones de los diseños gráficos kwakiutl —por poner solo dos ejemplos casuales— son argumentos sólidos en la pretensión de la antropología de ser reconocida como ciencia. Lo que ocurre, simplemente, es que esa misma limpieza fáctica ha relegado a Boas en el ranking de la narrativa antropológica. Sin embargo, es necesario advertir que esa condena ha pasado por alto un significativo atenuante.
            La constatación de la grisácea textura de la escritura boasiana es, si bien se mira, paradójica, pues remite a la labor de uno de los etnógrafos más célebres de la historia disciplinar, quizá el más importante del siglo XIX. Para decirlo con más precisión: llama la atención que un hombre que pasó tantos días fuera de casa, en escenarios del todo agrestes, apenas haya puesto en su sintaxis algunas migajas de la emoción de sus viajes. Porque —dicho sea de paso— fueron muchas las jornadas que Boas dedicó a la exploración in situ de las costumbres humanas: Leslie White ha calculado que sus viajes antropológicos abarcaron 334 meses, sin contar el viaje inaugural a Tierra de Baffin en 1883 —una excursión hecha, todavía, con la mirada y los instrumentos astronómicos del físico y geógrafo— ni las estadías en México. No fue por mero capricho que, en su Historia de la etnología (1937), Robert Lowie vio a Boas como al fieldworker por antonomasia, como al hombre que “elevó el trabajo de campo a un nivel enteramente nuevo”. Y tanto se emocionó Lowie con la consagración del maestro que, al considerar a Malinowski, se le antojó como nada más que un etnógrafo amateur. Nadie duda que semejante calificativo es temerario e injusto, pero es verdad que en la pugna entre el alemán y el polaco algo suele perderse de vista: las largas estadías en campo de Malinowski, fundamentales en el desarrollo de la antropología social, tuvieron como acicate una situación de fuerza mayor —el estallido de la Primera Guerra Mundial—, mientras que Boas vivió un año entre los inuit solo por obra de su voluntad. Al parecer, el que llevara bártulos de geógrafo en su equipaje ha hecho que ese viaje no sea visto como una experiencia iniciática de la antropología.
            Producto del viaje de Boas a Tierra de Baffin es el artículo “Un año con los esquimales” (1887), aparecido en el Journal of the American Geographical Society of New York. Allí asoma un Boas poco conocido: uno que decide hablar de sí mismo y situarse como personaje de su propio relato. No obstante, eso ocurre sin que el autor deje de mostrar la discreción que le fue proverbial; esa discreción que, por ejemplo, lo llevó a tratar con cautela —incluso con cariño— a los colegas evolucionistas en los mismos reportes en que los destrozaba, o que le permitió dejar inéditos —lejos del escenario de la infatuación pública— los mejores apuntes de su trabajo entre los kwakiutl y otras naciones indígenas de la Columbia Británica. En el mencionado artículo de 1887, sabedor de que se dispone a compartir con el lector escenas particularmente dramáticas, Boas prefiere apresurarse a advertir, en el primer párrafo, que en su texto no hay nada para la entretención, nada que se parezca a “aventuras excitantes”. Sin embargo, a despecho de tal declaración, aventuras de ese tipo aparecen en el escrito sin importar su modesta extensión.
            La sola vida cotidiana de los inuit —o esquimales, como se los llamó hasta hace poco— ya parece una aventura excitante. Según cuenta Boas, la llegada de extranjeros a un poblado era motivo de una práctica del todo sui géneris. Los nativos se situaban en fila, con un hombre robusto por cabeza, a quien el visitante debía aproximarse con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el pecho: “Entonces, el nativo le propina un golpe terrorífico en la mejilla y aguarda a que el extranjero se lo devuelva. Prosiguen así hasta que uno de los dos se desmaye”. El antropólogo no aclara lo que, particularmente, ocurrió a su llegada; apenas se conforma con insinuar que, por ser él un hombre blanco, no hubo mucho celo en cumplir los protocolos. Los niños, conmovidos por el extraordinario suceso, lloraron tras las chaquetas peludas de sus madres. Sin embargo, eso es apenas el principio: la vida inuit está plagada de pruebas más templadas. Una de ellas es conducir un trineo. En invierno, hay que ser muy forzudo para saberlo llevar entre obstáculos de hielo y dunas de nieve, y en verano, de acuerdo con Boas, es peor: todo son grietas y remolinos, y los respiraderos por los que se asoman las focas pueden resultar una trampa mortal; “además”, agrega el antropólogo, “todo relumbra con brillos blancos y azules que lastiman los ojos y producen ceguera”. Para colmo, los perros del tiro riñen con frecuencia, y no toleran que sus conductores se entretengan conversando, pues, acostumbrados como están a que se les azuce constantemente, si esto no sucede se plantan en medio del desierto blanco. Las noches en los campamentos ocasionales son poco menos que dantescas: hay que invertir dos horas para hacer una cabaña incómoda con pedazos de hielo y resguardarse dentro, y todo para soportar noches de hasta 50°C bajo cero, con el único consuelo, en el estómago, de un trozo crudo de carne de foca. En otoño, las tormentas “azotan” la comarca inuit y los casquetes de hielo chocan entre sí, produciendo un ruido tan desapacible que los nativos llegan a convencerse de que son gemidos de los espíritus. Especialmente le temen a Sedna, la regente del inframundo.
          A un lado del dramatismo cotidiano, Boas protagonizó aventuras singulares cuando vivió entre los inuit. De una de ellas apenas da una noticia borrosa: rescató a un muchacho que había quedado aislado en medio de un pedazo de hielo flotante y que, a ojos vistas, iba alejándose de la tierra firme, sin que sirvieran para nada los esfuerzos que hacía para volver con los demás. El antropólogo no dice nada más sobre su actuación de héroe, pero del tamaño de la gesta habla el dato de que el joven estuvo una semana a la deriva, sobre la plancha de hielo, así como el hecho de que la aventura fuera consagrada por una balada compuesta exprofeso. De otro lance hay más detalles: en pleno invierno, Boas viajaba en trineo hacia cierto poblado, acompañado por su criado personal y un inuit. Estaban todavía lejos de destino cuando se precipitó una nevasca, y tanto se cubrió el piso que los perros no pudieron seguir adelante. La comitiva no tuvo otro remedio que abandonar los animales y la impedimenta y disponerse a cubrir, a pie, los 40 kilómetros restantes. No habían andado cinco cuando los envolvió un banco de niebla, con el resultado de que, del todo extraviados, fueran a dar contra un bloque de hielo que les cerraba el camino. Para colmo, el sextante estaba averiado. Vino a salvarlos la aparición de la luna, tras lo cual se levantó la niebla. Los tres viajeros llegaron a la aldea después de 30 horas de marcha, con una temperatura feroz, y el criado, por habérsele congelado los pies, tuvo que pasar varios meses en cama. Por lo visto, la historia de la antropología que hoy contamos estuvo muy cerca de no incluir a uno de sus protagonistas estelares. Como si se tratara de una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, lo debemos todo a un rayo de luna.
          El orbe hispano puede conocer las peripecias protagonizadas por Boas en el norte del mundo —así como otros artículos insospechados— gracias a una compilación preparada, no hace mucho, por el profesor Alfredo Francesch Díaz: Franz Boas: Textos de antropología (s. f.). Sin que importe ese título sencillo, casi ramplón, el editor se muestra consciente de que de la divulgación de esos escritos depende un cambio radical en la imagen que hoy tenemos del gurú del particularismo histórico. Escribe Francesch Díaz en la nota introductoria a “Un año con los esquimales”: “Las tribulaciones y peripecias que, incidentalmente, recogen los clásicos en sus etnografías, Evans-Pritchard entre los nuer o Malinowski entre lo trobriandeses, empalidecen un poco, para cualquier lector, si imagina las condiciones árticas y al etnógrafo equipado con las ropas y pertrechos de finales del siglo XIX: cosas que uno imagina más propias de novelas de Verne o Salgari”. En efecto, Boas podría haber escrito Una invernada entre los hielos si, treinta años antes, no lo hubiera hecho el célebre escritor de Nantes.



Los cazadores en la nieve (detalle) (1565). Pieter Bruegel (1525-1569)



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