sábado, 1 de agosto de 2020

Invernada entre los hielos



Los cazadores en la nieve (detalle) (1565). Pieter Bruegel (1525-1569)



Franz Boas, tanto como padre de la antropología moderna, aparece ante nuestros ojos como el autor de una prosa en exceso reglamentaria y —hay que decirlo— yerta; una prosa que cobra bríos solo cuando Boas cede la voz a los narradores de mitos y cuentos de la costa pacífica de América del Norte, en los que las peripecias protagonizadas por gemelos perversos, cuervos glotones y princesas casadas con perros hacen saltar al lector de la silla en la que, acaso, ya bostezaba. Esto, por supuesto, no alcanza para oscurecer la grandeza del antropólogo germano-estadounidense, toda vez que su milimétrico registro de ciertos rasgos antropobiológicos o sus minuciosas descripciones de los diseños gráficos kwakiutl —por poner solo dos ejemplos casuales— son argumentos sólidos en la pretensión de la antropología de ser reconocida como ciencia. Lo que ocurre, simplemente, es que esa misma limpieza fáctica ha relegado a Boas en el ranking de la narrativa antropológica. Sin embargo, es necesario advertir que esa condena ha pasado por alto un significativo atenuante.
            La constatación de la grisácea textura de la escritura boasiana es, si bien se mira, paradójica, pues remite a la labor de uno de los etnógrafos más célebres de la historia disciplinar, quizá el más importante del siglo XIX. Para decirlo con más precisión: llama la atención que un hombre que pasó tantos días fuera de casa, en escenarios del todo agrestes, apenas haya puesto en su sintaxis algunas migajas de la emoción de sus viajes. Porque —dicho sea de paso— fueron muchas las jornadas que Boas dedicó a la exploración in situ de las costumbres humanas: Leslie White ha calculado que sus viajes antropológicos abarcaron 334 meses, sin contar el viaje inaugural a Tierra de Baffin en 1883 —una excursión hecha, todavía, con la mirada y los instrumentos astronómicos del físico y geógrafo— ni las estadías en México. No fue por mero capricho que, en su Historia de la etnología (1937), Robert Lowie vio a Boas como al fieldworker por antonomasia, como al hombre que “elevó el trabajo de campo a un nivel enteramente nuevo”. Y tanto se emocionó Lowie con la consagración del maestro que, al considerar a Malinowski, se le antojó como nada más que un etnógrafo amateur. Nadie duda que semejante calificativo es temerario e injusto, pero es verdad que en la pugna entre el alemán y el polaco algo suele perderse de vista: las largas estadías en campo de Malinowski, fundamentales en el desarrollo de la antropología social, tuvieron como acicate una situación de fuerza mayor —el estallido de la Primera Guerra Mundial—, mientras que Boas vivió un año entre los inuit solo por obra de su voluntad. Al parecer, el que llevara bártulos de geógrafo en su equipaje ha hecho que ese viaje no sea visto como una experiencia iniciática de la antropología.
            Producto del viaje de Boas a Tierra de Baffin es el artículo “Un año con los esquimales” (1887), aparecido en el Journal of the American Geographical Society of New York. Allí asoma un Boas poco conocido: uno que decide hablar de sí mismo y situarse como personaje de su propio relato. No obstante, eso ocurre sin que el autor deje de mostrar la discreción que le fue proverbial; esa discreción que, por ejemplo, lo llevó a tratar con cautela —incluso con cariño— a los colegas evolucionistas en los mismos reportes en que los destrozaba, o que le permitió dejar inéditos —lejos del escenario de la infatuación pública— los mejores apuntes de su trabajo entre los kwakiutl y otras naciones indígenas de la Columbia Británica. En el mencionado artículo de 1887, sabedor de que se dispone a compartir con el lector escenas particularmente dramáticas, Boas prefiere apresurarse a advertir, en el primer párrafo, que en su texto no hay nada para la entretención, nada que se parezca a “aventuras excitantes”. Sin embargo, a despecho de tal declaración, aventuras de ese tipo aparecen en el escrito sin importar su modesta extensión.
            La sola vida cotidiana de los inuit —o esquimales, como se los llamó hasta hace poco— ya parece una aventura excitante. Según cuenta Boas, la llegada de extranjeros a un poblado era motivo de una práctica del todo sui géneris. Los nativos se situaban en fila, con un hombre robusto por cabeza, a quien el visitante debía aproximarse con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el pecho: “Entonces, el nativo le propina un golpe terrorífico en la mejilla y aguarda a que el extranjero se lo devuelva. Prosiguen así hasta que uno de los dos se desmaye”. El antropólogo no aclara lo que, particularmente, ocurrió a su llegada; apenas se conforma con insinuar que, por ser él un hombre blanco, no hubo mucho celo en cumplir los protocolos. Los niños, conmovidos por el extraordinario suceso, lloraron tras las chaquetas peludas de sus madres. Sin embargo, eso es apenas el principio: la vida inuit está plagada de pruebas más templadas. Una de ellas es conducir un trineo. En invierno, hay que ser muy forzudo para saberlo llevar entre obstáculos de hielo y dunas de nieve, y en verano, de acuerdo con Boas, es peor: todo son grietas y remolinos, y los respiraderos por los que se asoman las focas pueden resultar una trampa mortal; “además”, agrega el antropólogo, “todo relumbra con brillos blancos y azules que lastiman los ojos y producen ceguera”. Para colmo, los perros del tiro riñen con frecuencia, y no toleran que sus conductores se entretengan conversando, pues, acostumbrados como están a que se les azuce constantemente, si esto no sucede se plantan en medio del desierto blanco. Las noches en los campamentos ocasionales son poco menos que dantescas: hay que invertir dos horas para hacer una cabaña incómoda con pedazos de hielo y resguardarse dentro, y todo para soportar noches de hasta 50°C bajo cero, con el único consuelo, en el estómago, de un trozo crudo de carne de foca. En otoño, las tormentas “azotan” la comarca inuit y los casquetes de hielo chocan entre sí, produciendo un ruido tan desapacible que los nativos llegan a convencerse de que son gemidos de los espíritus. Especialmente le temen a Sedna, la regente del inframundo.
          A un lado del dramatismo cotidiano, Boas protagonizó aventuras singulares cuando vivió entre los inuit. De una de ellas apenas da una noticia borrosa: rescató a un muchacho que había quedado aislado en medio de un pedazo de hielo flotante y que, a ojos vistas, iba alejándose de la tierra firme, sin que sirvieran para nada los esfuerzos que hacía para volver con los demás. El antropólogo no dice nada más sobre su actuación de héroe, pero del tamaño de la gesta habla el dato de que el joven estuvo una semana a la deriva, sobre la plancha de hielo, así como el hecho de que la aventura fuera consagrada por una balada compuesta exprofeso. De otro lance hay más detalles: en pleno invierno, Boas viajaba en trineo hacia cierto poblado, acompañado por su criado personal y un inuit. Estaban todavía lejos de destino cuando se precipitó una nevasca, y tanto se cubrió el piso que los perros no pudieron seguir adelante. La comitiva no tuvo otro remedio que abandonar los animales y la impedimenta y disponerse a cubrir, a pie, los 40 kilómetros restantes. No habían andado cinco cuando los envolvió un banco de niebla, con el resultado de que, del todo extraviados, fueran a dar contra un bloque de hielo que les cerraba el camino. Para colmo, el sextante estaba averiado. Vino a salvarlos la aparición de la luna, tras lo cual se levantó la niebla. Los tres viajeros llegaron a la aldea después de 30 horas de marcha, con una temperatura feroz, y el criado, por habérsele congelado los pies, tuvo que pasar varios meses en cama. Por lo visto, la historia de la antropología que hoy contamos estuvo muy cerca de no incluir a uno de sus protagonistas estelares. Como si se tratara de una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, lo debemos todo a un rayo de luna.
          El orbe hispano puede conocer las peripecias protagonizadas por Boas en el norte del mundo —así como otros artículos insospechados— gracias a una compilación preparada, no hace mucho, por el profesor Alfredo Francesch Díaz: Franz Boas: Textos de antropología (s. f.). Sin que importe ese título sencillo, casi ramplón, el editor se muestra consciente de que de la divulgación de esos escritos depende un cambio radical en la imagen que hoy tenemos del gurú del particularismo histórico. Escribe Francesch Díaz en la nota introductoria a “Un año con los esquimales”: “Las tribulaciones y peripecias que, incidentalmente, recogen los clásicos en sus etnografías, Evans-Pritchard entre los nuer o Malinowski entre lo trobriandeses, empalidecen un poco, para cualquier lector, si imagina las condiciones árticas y al etnógrafo equipado con las ropas y pertrechos de finales del siglo XIX: cosas que uno imagina más propias de novelas de Verne o Salgari”. En efecto, Boas podría haber escrito Una invernada entre los hielos si, treinta años antes, no lo hubiera hecho el célebre escritor de Nantes.



Los cazadores en la nieve (detalle) (1565). Pieter Bruegel (1525-1569)



1 comentario:

  1. La imagen erótica de los etnógrafos y el trabajo de campo sin duda recae sobre peripecias y sacrificios que le suponen a ciudadanos que resguardados en sus casas entre libros deciden salir al monte y reconocer que pueden sobrevivir, burlar la muerte y de ello conocer el mundo.
    Quizá haya sido el sacrificio de Boaz en su esfuerzo de conciliar la mirada científica que nacía con su antropología... de haberse conocido un "diario en el estricto sentido de la palabra" escrito por él acaso le reconoceríamos esa temeridad.

    ResponderEliminar

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...