Los cazadores en la nieve (detalle) (1565). Pieter Bruegel (1525-1569) |
Franz Boas, tanto como padre
de la antropología moderna, aparece ante nuestros ojos como el autor de una
prosa en exceso reglamentaria y —hay que decirlo— yerta; una prosa que
cobra bríos solo cuando Boas cede la voz a los narradores de mitos y cuentos de
la costa pacífica de América del Norte, en los que las peripecias
protagonizadas por gemelos perversos, cuervos glotones y princesas casadas con
perros hacen saltar al lector de la silla en la que, acaso, ya bostezaba. Esto,
por supuesto, no alcanza para oscurecer la grandeza del antropólogo
germano-estadounidense, toda vez que su milimétrico registro de ciertos rasgos
antropobiológicos o sus minuciosas descripciones de los diseños gráficos
kwakiutl —por poner solo dos ejemplos casuales— son argumentos sólidos en la
pretensión de la antropología de ser reconocida como ciencia. Lo que ocurre,
simplemente, es que esa misma limpieza fáctica ha relegado a Boas en el ranking de la narrativa antropológica.
Sin embargo, es necesario advertir que esa condena ha pasado por alto un
significativo atenuante.
La
constatación de la grisácea textura de la escritura boasiana es, si bien se
mira, paradójica, pues remite a la labor de uno de los etnógrafos más célebres
de la historia disciplinar, quizá el más importante del siglo XIX. Para decirlo
con más precisión: llama la atención que un hombre que pasó tantos días fuera
de casa, en escenarios del todo agrestes, apenas haya puesto en su sintaxis algunas
migajas de la emoción de sus viajes. Porque —dicho sea de paso— fueron muchas
las jornadas que Boas dedicó a la exploración in situ de las costumbres humanas: Leslie White ha calculado que
sus viajes antropológicos abarcaron 334 meses, sin contar el viaje inaugural
a Tierra de Baffin en 1883 —una excursión hecha, todavía, con la mirada y los
instrumentos astronómicos del físico y geógrafo— ni las estadías en México. No
fue por mero capricho que, en su Historia
de la etnología (1937), Robert Lowie vio a Boas como al fieldworker por antonomasia, como al
hombre que “elevó el trabajo de campo a un nivel enteramente nuevo”. Y tanto se
emocionó Lowie con la consagración del maestro que, al considerar a Malinowski,
se le antojó como nada más que un etnógrafo amateur.
Nadie duda que semejante calificativo es temerario e injusto, pero es verdad
que en la pugna entre el alemán y el polaco algo suele perderse de vista: las
largas estadías en campo de Malinowski, fundamentales en el desarrollo de la
antropología social, tuvieron como acicate una situación de fuerza mayor —el estallido
de la Primera Guerra Mundial—, mientras que Boas vivió un año entre los inuit
solo por obra de su voluntad. Al parecer, el que llevara bártulos de geógrafo
en su equipaje ha hecho que ese viaje no sea visto como una experiencia
iniciática de la antropología.
Producto
del viaje de Boas a Tierra de Baffin es el artículo “Un año con los esquimales”
(1887), aparecido en el Journal of the
American Geographical Society of New York. Allí asoma un Boas poco
conocido: uno que decide hablar de sí mismo y situarse como personaje de su
propio relato. No obstante, eso ocurre sin que el autor deje de mostrar la
discreción que le fue proverbial; esa discreción que, por ejemplo, lo llevó a
tratar con cautela —incluso con cariño— a los colegas evolucionistas en los
mismos reportes en que los destrozaba, o que le permitió dejar inéditos —lejos
del escenario de la infatuación pública— los mejores apuntes de su trabajo
entre los kwakiutl y otras naciones indígenas de la Columbia Británica. En el
mencionado artículo de 1887, sabedor de que se dispone a compartir con el
lector escenas particularmente dramáticas, Boas prefiere apresurarse a
advertir, en el primer párrafo, que en su texto no hay nada para la
entretención, nada que se parezca a “aventuras excitantes”. Sin embargo, a despecho
de tal declaración, aventuras de ese tipo aparecen en el escrito sin importar
su modesta extensión.
La
sola vida cotidiana de los inuit —o esquimales,
como se los llamó hasta hace poco— ya parece una aventura excitante. Según
cuenta Boas, la llegada de extranjeros a un poblado era motivo de una práctica
del todo sui géneris. Los nativos se
situaban en fila, con un hombre robusto por cabeza, a quien el visitante debía
aproximarse con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el pecho: “Entonces,
el nativo le propina un golpe terrorífico en la mejilla y aguarda a que el
extranjero se lo devuelva. Prosiguen así hasta que uno de los dos se desmaye”.
El antropólogo no aclara lo que, particularmente, ocurrió a su llegada; apenas
se conforma con insinuar que, por ser él un hombre blanco, no hubo mucho celo
en cumplir los protocolos. Los niños, conmovidos por el extraordinario suceso,
lloraron tras las chaquetas peludas de sus madres. Sin embargo, eso es apenas
el principio: la vida inuit está plagada de pruebas más templadas. Una de ellas
es conducir un trineo. En invierno, hay que ser muy forzudo para saberlo llevar
entre obstáculos de hielo y dunas de nieve, y en verano, de acuerdo con Boas,
es peor: todo son grietas y remolinos, y los respiraderos por los que se asoman
las focas pueden resultar una trampa mortal; “además”, agrega el antropólogo,
“todo relumbra con brillos blancos y azules que lastiman los ojos y producen
ceguera”. Para colmo, los perros del tiro riñen con frecuencia, y no toleran
que sus conductores se entretengan conversando, pues, acostumbrados como están
a que se les azuce constantemente, si esto no sucede se plantan en medio
del desierto blanco. Las noches en los campamentos ocasionales son poco menos
que dantescas: hay que invertir dos horas para hacer una cabaña incómoda con
pedazos de hielo y resguardarse dentro, y todo para soportar noches de hasta 50°C
bajo cero, con el único consuelo, en el estómago, de un trozo crudo de carne de
foca. En otoño, las tormentas “azotan” la comarca inuit y los casquetes de
hielo chocan entre sí, produciendo un ruido tan desapacible que los nativos
llegan a convencerse de que son gemidos de los espíritus. Especialmente le
temen a Sedna, la regente del inframundo.
A
un lado del dramatismo cotidiano, Boas protagonizó aventuras singulares cuando
vivió entre los inuit. De una de ellas apenas da una noticia borrosa: rescató a
un muchacho que había quedado aislado en medio de un pedazo de hielo flotante y
que, a ojos vistas, iba alejándose de la tierra firme, sin que sirvieran para
nada los esfuerzos que hacía para volver con los demás. El antropólogo no dice
nada más sobre su actuación de héroe, pero del tamaño de la gesta habla el dato
de que el joven estuvo una semana a la deriva, sobre la plancha de hielo, así
como el hecho de que la aventura fuera consagrada por una balada compuesta exprofeso.
De otro lance hay más detalles: en pleno invierno, Boas viajaba en trineo hacia
cierto poblado, acompañado por su criado personal y un inuit. Estaban todavía
lejos de destino cuando se precipitó una nevasca, y tanto se cubrió el piso
que los perros no pudieron seguir adelante. La comitiva no tuvo otro remedio
que abandonar los animales y la impedimenta y disponerse a cubrir, a pie, los
40 kilómetros restantes. No habían andado cinco cuando los envolvió un banco de
niebla, con el resultado de que, del todo extraviados, fueran a dar contra un
bloque de hielo que les cerraba el camino. Para colmo, el sextante estaba
averiado. Vino a salvarlos la aparición de la luna, tras lo cual se levantó la
niebla. Los tres viajeros llegaron a la aldea después de 30 horas de marcha,
con una temperatura feroz, y el criado, por habérsele congelado los pies, tuvo
que pasar varios meses en cama. Por lo visto, la historia de la antropología que
hoy contamos estuvo muy cerca de no incluir a uno de sus protagonistas
estelares. Como si se tratara de una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, lo
debemos todo a un rayo de luna.
El
orbe hispano puede conocer las peripecias protagonizadas por Boas en el norte
del mundo —así como otros artículos insospechados— gracias a una compilación
preparada, no hace mucho, por el profesor Alfredo Francesch Díaz: Franz Boas: Textos de antropología (s.
f.). Sin que importe ese título sencillo, casi ramplón, el editor se muestra consciente
de que de la divulgación de esos escritos depende un cambio radical en la imagen
que hoy tenemos del gurú del particularismo histórico. Escribe Francesch Díaz
en la nota introductoria a “Un año con los esquimales”: “Las tribulaciones y
peripecias que, incidentalmente, recogen los clásicos en sus etnografías, Evans-Pritchard entre los nuer o Malinowski
entre lo trobriandeses, empalidecen un poco, para cualquier lector, si imagina
las condiciones árticas y al etnógrafo equipado con las ropas y pertrechos de
finales del siglo XIX: cosas que uno imagina más propias de novelas de Verne o
Salgari”. En efecto, Boas podría haber escrito Una invernada entre los hielos si, treinta años antes, no lo hubiera
hecho el célebre escritor de Nantes.
Los cazadores en la nieve (detalle) (1565). Pieter Bruegel (1525-1569) |
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La imagen erótica de los etnógrafos y el trabajo de campo sin duda recae sobre peripecias y sacrificios que le suponen a ciudadanos que resguardados en sus casas entre libros deciden salir al monte y reconocer que pueden sobrevivir, burlar la muerte y de ello conocer el mundo.
ResponderEliminarQuizá haya sido el sacrificio de Boaz en su esfuerzo de conciliar la mirada científica que nacía con su antropología... de haberse conocido un "diario en el estricto sentido de la palabra" escrito por él acaso le reconoceríamos esa temeridad.