domingo, 4 de octubre de 2020

Dos negros leen María



Juana (1869). Alphonse de Neuville (1835-1885)

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Los antropólogos colombianos han sabido manifestar un genuino interés por María (1867), la gran novela de Jorge Isaacs. Acabándose el siglo XX, Luis Francisco López Cano recibió un premio del Ministerio de Cultura por la que, sin duda, es la más original de todas las aproximaciones a la obra: La tumba de María Isaacs: Génesis y desarrollo de una leyenda vallecaucana (2002), trabajo que reúne las perspectivas de la tradición oral, la revisión de archivo y la arqueología —entre otras— para iluminar el misterio de un personaje del que siempre se ha especulado a propósito de su historicidad. A su vez, Germán Patiño Ossa fue distinguido con el Premio Andrés Bello por Fogón de negros (2007), un ensayo sobre la cocina afrocolombiana en el contexto de María. Mientras tanto, José Eduardo Rueda Enciso ha publicado, desde 1996, al menos tres trabajos sobre la persona y escritos de Isaacs.

María, hoy en día, suele ser vista como una fuente relevante de datos etnográficos e históricos de la vida en las haciendas del Valle del Cauca y de la sujeción, en ellas, de la población negra manumisa. Sin embargo, no siempre ha sido así: por mucho tiempo, a los antropólogos les interesó casi que exclusivamente la figura del Isaacs viajero y explorador, autor del Estudio sobre las tribus indígenas del Estado del Magdalena (1884). Graciliano Arcila Vélez, fundador del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia, escribió, en 1937 —al celebrarse el centenario del nacimiento de Isaacs—, una reseña biográfica del escritor en la que apenas se muestra algún interés por María, y en la que, a pesar del estilo técnico y yerto, se confiere relieve a sus exploraciones por el norte del país. La nota, sin embargo, jamás fue publicada, y se tiene noticia de ella gracias a que, junto con otros documentos inéditos de Arcila Vélez, reposó por breve tiempo en el Museo Universitario de la Universidad de Antioquia, de donde fue retirada por los recelosos descendientes del antropólogo antioqueño.

Así las cosas, quizá pueda decirse que el primer trabajo sobre María, publicado por un antropólogo, fue un artículo del etnólogo chocoano Rogerio Velásquez que se incluyó en el número 128 de la Revista Universidad de Antioquia, en enero de 1957. El artículo, “La esclavitud en María de Jorge Isaacs”, es un trabajo de crítica histórica del que el novelista no sale bien librado. Velásquez se muestra convencido de que Isaacs no conocía al dedillo el trasfondo jurídico de la esclavitud y la manumisión, o que, si lo conocía, hizo la vista gorda. Eso sí, le reconoce haber mostrado, con poco maquillaje, el rostro cruel de las relaciones de servidumbre entre hacendados y negros. No faltan razones para el escepticismo del antropólogo chocoano: algunas inconsistencias palpables permiten dudar sobre la objetividad del escritor a la hora de referirse a ciertos hechos de la vida cotidiana en ese tipo de haciendas. De acuerdo con Efraín —el apasionado narrador de la novela—, los negros que servían en su casa iban “bien vestidos y contentos”; sin embargo, pronto se sabe que dos de esos sirvientes, hombre y mujer, apenas se tapaban las partes nobles e iban tocados con dos sombreros que se antojan ridículos: “de aquellos que a poco uso se aparaguan y toman color de techo pajizo”. Para el etnólogo, esa descripción se corresponde con las ordenanzas sobre el vestido de los esclavos que regían a fines del siglo XVIII, lo cual pone en evidencia la elusiva y taimada noticia sobre el buen ver de los negros de la hacienda El Paraíso.

La misma ambigüedad es denunciada por Velásquez a propósito de la “compra” de Nay (Feliciana) por parte del padre de Efraín. El episodio tiene lugar en el Darién, justo cuando el hacendado regresa de Jamaica, a donde había ido para traer a María, su sobrina huérfana; el hombre, para tener quién le ayude con la niña, compra la esclava al tratante Sardick, pero inmediatamente suscribe un documento en el que renuncia al derecho de propiedad sobre Nay y su hijo recién nacido. Pues bien, Velásquez se pregunta por la validez de ese acto altruista, toda vez que, según la ley en uso, ese tipo de renuncia debía declararse al menos ante cinco testigos, los que no había en la cabaña de Sardick. En seguida, el etnólogo exhibe un indicio de la mala conciencia del novelista, quien pone en la boca de Efraín unas palabras de advertencia a Juan Ángel —el hijo de Nay—, a quien se hace saber que, aunque libre, es criado de la hacienda. Comenta Velásquez: “Esclavo era igual a siervo, vasallo, liberto, sirviente o criado [según] definía la Ley IX, tit. VIII, partida VII. Si ello es así, Juan Ángel podía ser castigado ejemplarmente, mandado, marcado, lesionado, atormentado en juicio y capturado como cimarrón, en cuyo caso podía ser descuartizado o sentir el arranque de la lengua, la extracción de los ojos o el cercén de los genitales”. Solo por su buena estrella, Nay murió antes de que algo de eso pudiera sucederle a su vástago.

En el que quizá sea el apunte antropológico más redondo del artículo de Velásquez, se pone en tela de juicio el valor que Isaacs atribuye al conocimiento herbolario de los afrodescendientes. Según como lo ve el etnólogo, los blancos se curan gracias a los médicos —como no sea que la fatalidad del argumento pida la muerte de algún personaje, como ocurre precisamente con la heroína—, mientras que los negros enfermos mueren por la ineficacia de la terapéutica ancestral: “El epílogo de tanto empirismo es la muerte del desgraciado entre agonías espantosas, manando sangre por la boca y por todos los poros, con la carne amoratada, recia la respiración fatigosa, inyectados los ojos de un tinte subido, las manos bamboleantes como las aspas de los molinos”. En la agonía de Nay —observa Velásquez— se llama a un médico blanco cuando ya no hay nada por hacer, y, cuando ella muere, apenas la acompaña un sacerdote. La crítica pudo ser más punzante, ya que Isaacs, al urdir la historia, eligió para médico de la criada a un hombre a todas luces estrafalario, de acuerdo con la impresión que causó en Efraín: “encontré en la casa de habitación al médico que reemplazaba a Mayn en la asistencia de Feliciana. Él, por su porte y fisonomía, parecía más un capitán retirado que lo que aseguraba ser”. Ante semejante asistencia, apenas sorprende que la africana muera cuatro capítulos más adelante.

Una década después de la publicación del artículo de Velásquez, la revista bogotana Letras Nacionales incluyó en su número 14, en mayo de 1967, un ensayo que Manuel Zapata Olivella —su fundador— compuso con motivo del centenario de la novela. La pieza, “María, testimonio vigente del Romanticismo americano”, parece seguir, en parte, la estela del etnólogo chocoano: hay en ella un interés por las imágenes del mundo afrodescendiente —asunto que siempre desveló al escritor de Santa Cruz de Lorica—, una atención detenida en los pasajes de la obra referidos a la cultura material de los negros, e, incluso, una alusión común a La cabaña del tío Tom (1852), de Harriet Beecher Stowe, obra entendida como claro precedente de la de Isaacs. Como quiera que sea, lo cierto es que Zapata Olivella mira con mayor profundidad en la novela, de manera que ausculta con agudeza su entraña estética y afina la comprensión de los elementos antropológicos.

Cualquier duda sobre la idoneidad del médico Zapata Olivella para fungir de antropólogo queda disipada con un par de pruebas servidas en el texto, más allá del convincente argumento que es, en sí misma, la obra narrativa y ensayística —amplia y compleja— de este autor centenario. Ambos indicios lo dejan ver afiliado a la perspectiva de la antropología social británica: por un lado, reconoce la limpieza metodológica de la etnografía frente a la propensión imaginativa de la etnología. De acuerdo con el escritor caribeño, el Isaacs explorador dejó valiosos apuntes basados en su conversación con los indígenas, mientras que sus interpretaciones sobre los viejos pictogramas apenas se alimentan de “fantasía poética”. Por otro lado, muestra Zapata Olivella un pensamiento similar al que revela Bronislaw Malinowski cuando advierte, en Los argonautas del pacífico Occidental (1922), que la creencia individual en brujas se hace realidad solamente al proyectarse como representación colectiva. El médico colombiano encuentra que Isaacs, al referirse a las creencias de los bogas del Dagua, sabe que, más que ocurrencias individuales, estas son la expresión de una “conducta social”. Émile Durkheim, artífice del concepto del hecho social coactivo, no podría estar más satisfecho de ambos discípulos.

A fuer de novelista consumado, Zapata Olivella se concentra, en las primeras páginas de su ensayo, en aclarar la raigambre estética de María. Para él, es necesario distinguir el Romanticismo europeo, intimista y amante de escenarios exóticos, de su correspondiente hispanoamericano, del todo volcado hacia la expresión y concreción de ideales colectivos, relacionados con la esperanzada construcción de los nuevos países. En pocas palabras: una corriente dirigida hacia la ensoñación personal y otra interesada por poner el pie sobre los territorios, con la idea de explorarlos. A este último espíritu responderían María y otras novelas del continente, todas atravesadas por el interés etnográfico. En ese contexto, Zapata Olivella desliza un comentario genial: ¿Por qué no hay indígenas en la novela de Isaacs si había comunidades de ese tipo en el Valle del Cauca para la época en que transcurre María? Porque, al incluir esos personajes, la novela se acercaría peligrosamente a obras como Atala (1801), de François-René de Chateaubriand, en la que las referencias a las naciones natchez y muscogee rezuman un  exotismo insufrible que, a la postre, hace de la trama un proyecto inverosímil, imbuido de truculencia.

El análisis propiamente antropológico que Zapata Olivella hace de María remite a la presencia del dato etnográfico entre los párrafos novelescos; concretamente, lo que él ve como un entrelazamiento entre el orden estilístico y el material antropológico. Para el médico, el novelista supedita al observador, y de ahí que la presentación de las costumbres y de la cultura material deba hacerse de manera dosificada, de modo que el lector no sienta extrañeza ante ninguna explicación innecesaria. La idea dista de ser convencional, toda vez que, para buena parte de los lectores de María —todos los colombianos que cursaron su bachillerato antes del siglo XXI—, la novela se antoja como la obra descriptiva por antonomasia. Lejos de ese parecer, Zapata Olivella tiene para sí que Isaacs no se permite precisiones materiales ni inserciones vernáculas en exceso, y ese magisterio lo salva de romper el “estado emocional” de lector, quien, sin advertirlo, asiste a la recreación veraz de un fragmento de realidad social. La ropa que María lleva en las mañanas es descrita al mismo tiempo que se informa de la primera crisis de pudor corporal de la muchacha, espiada por su primo. Esa capacidad de amalgamar tensión narrativa y didascalia etnográfica lleva a que el loriquero se refiera a Isaacs como “poeta de la antropología”. Esa valoración anticipa, significativamente, las reflexiones posmodernas sobre la inevitable participación de la ciencia del hombre en el discurso literario. No podría ser más intuitivo Zapata Olivella, y es por ocurrencias como esa que, por licencia metonímica, han llegado a adjudicársele los atributos inscritos en el título de su novela más prestigiosa: El Gran Putas.

Casi sobra decir que María, obra cumbre del Romanticismo hispanoamericano, se hizo objeto del interés antropológico gracias a sus nutridas referencias al ser y cultura afrodescendientes. Mucho menos obvio es que la admisión de la novela en la bibliografía disciplinar corrió por parte de dos antropólogos negros. A ellos correspondió fundar una tradición discursiva en la que —como acaso era de esperar— otros recibieron los premios.



Vendedor de cañas en Cartago (1869).
Alphonse de Neuville (1835-1885)


2 comentarios:

  1. Hay un dato que vale la pena tener en cuenta: la escritora caleña Adelaida Fernández Ochoa imaginó, para Nay, un destino más vital y sublime que el que le deparó Isaacs. Esa vida paralela del personaje es lo que compone el argumento de la buena novela "Afuera crece un mundo" (2017).

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  2. El texto nos invita a leer de nuevo María.

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