Mujer en sillón rojo (1932). Pablo Picasso (1881-1973) |
Claude
Lévi-Strauss insinuó alguna vez que Picasso, a pesar de su genialidad, era un
truhan. Así se expresó en una charla que sostuvo en 1966 con André Parinaud,
cuya versión en texto —“A propósito de una exposición retrospectiva”— fue
incluida en el segundo volumen de Antropología
estructural, aparecido en 1973; el mismo año en que, precisamente, murió el
pintor malagueño, quien acaso no llegó a enterarse del cumplido.
La ojeriza de Lévi-Strauss nace del
hecho de que Picasso es, a su juicio, un hombre particularmente interesado en
hacer brillar su propio discurso sobre el arte: “La obra de Picasso me irrita,
y es en este sentido en el que me concierne. Pues aporta un testimonio entre
otros —sin duda también se los encontraría en literatura y en música— del
carácter profundamente retórico del arte contemporáneo”. Este pintor, antes que
comprometerse con situarnos en la naturaleza o hacernos sentir su fuerza, lo
que pretende es alardear de que conoce la verdad última sobre ella, la cual
pontifica en forma de doctrina; en palabras del iracundo antropólogo: “Parece a
menudo creer que, puesto que existen leyes que dan razón de la naturaleza y de
la estructura de la obra de arte, pueden crearse obras de arte aplicando leyes
o remedándolas, o apropiándose recetas, cuando el verdadero problema que
plantea la creación artística reside, me parece, en la imposibilidad de pensar
por adelantado su resultado”. En efecto, Picasso llegó a exhibir una particular
sabiduría de metafísico osteológico como el principio generatriz de sus dibujos
humanos; en una carta al fotógrafo húngaro Brassaï pretendió enseñarle cómo
estaban formados los huesos: “¿Se ha fijado alguna vez en que los huesos están
siempre ‘modelados’ y no cortados, que siempre se tiene la impresión de que
salen de un molde después de haber sido modelados en arcilla? ¿Y ha notado
cómo, con sus formas convexas y cóncavas, los huesos encajan bien unos en
otros?”. No se sabe bien si lo que enfada es la lección de Perogrullo o la
insinuación de la poca agudeza del corresponsal, quien, acaso, ni siquiera una
vez en su ciega vida habría podido percatarse de lo que el pintor conocía con
amplitud. Como quiera que sea, Picasso, desconfiado de la perspicacia del otro,
vio necesario poner en palabras lo que ya había creído decir con su Mujer en sillón rojo (1932).
Por supuesto, Lévi-Strauss sabe que
es legítimo y propio del arte aplicar las leyes en que los hombres han
condensado su conocimiento de la realidad. Años antes de su entrevista con
Parinaud, en El pensamiento salvaje (1962),
el antropólogo había escrito que cierto arte pictórico no podía prescindir de
un conocimiento científico previo. Es el caso de la famosa gorguera de encaje del
vestido de Isabel de Austria, retratada por François Clouet en 1571: la
animosidad con que él quiso mostrarnos a la reina de Francia, las sutilezas
emotivas que plasmó en su tela —lo que propiamente constituye su testimonio
como creador—, las aceptamos a condición de que la soberana nos parezca
realmente la soberana, y esa persuasión nos viene del detalle de su gorguera,
la cual, por la prolijidad del tejido imitado, se nos antoja una gorguera
histórica. Por más que el pintor redujera la escala de la prenda al representarla
en la tela, debió obrar en conocimiento del saber industrial puesto en práctica
para tejer hilos. De modo que a Lévi-Strauss no puede molestarle que Picasso
crea saber cuál es la forma esencial de los huesos; su irritación es, en
últimas, lo que Picasso representa: su aceptación y celebridad en una época
determinada. El malagueño, “un hombre que ha hecho todo lo que ha querido” y
que “ha obtenido la mayor de las glorias”, ha creado sin embargo una obra “que
aporta menos un mensaje original que lo que se entrega a una suerte de
trituración del código de la pintura”. Con el deseo de ser entendido en esta
queja contra las interpretaciones de segundo grado, Lévi-Strauss ofrece la
reseña del filme angloamericano The
Collector (1965), de William Wyler, en el que un joven, coleccionista de
mariposas, secuestra a una bella mujer a la que gustan los libros con
reproducciones de Picasso. Reflexiona el antropólogo que la “actitud sana” es
la del héroe, “que vierte su pasión en objetos reales, las mariposas, y en
bellezas naturales, ya sean insectos o una guapa muchacha”, mientras que esta
es “el símbolo mismo del carácter hechizo del gusto contemporáneo”. No se
pierda de vista que un libro con fotografías de las pinturas de Picasso vendría
a ser algo así como una interpretación del mundo de tercera mano.
No sorprende que, al consignar su
invectiva contra Picasso, Lévi-Strauss declare su afición por las ingenuidades
de la pintura naïf. Lo que inquieta
es que no agregue ningún nombre a guisa de ilustración, a no ser que la omisión
se explique en la misma transparencia de la referencia. Los cuadros de Henri Rousseau pueden, en todo caso, servir el mejor ejemplo para redondear el
argumento. Piénsese, por ejemplo, en Caballo atacado por un jaguar (1910): las altas flores del fondo, al
sugerir el tamaño minúsculo del predador y su presa, difícilmente podrían
responder a la aplicación de alguna regla preconcebida, como tampoco lo hacen
las ramas herbáceas del primer plano, en todo similares a las hojas de la
lejana palmera; al mismo tiempo, parece no mediar ningún saber teórico sobre la
naturaleza en el brazo anómalo del jaguar, surgido del cuerpo moteado en un
lugar equívoco y con una rigidez nada convincente, como si en un caso se
tratara de un pulpo y, en el otro, de un monigote de madera. Más que
reflexionar sobre la naturaleza o el arte, el Aduanero, infantil y casi imbécil
en sus trazos —y por eso genial—, es la misma naturaleza: más acá de la teoría
o el discurso, su obra surge con la espontaneidad de las plantas y expresa una
lógica de la que el mismo pintor, acaso, no tuvo noticia. Sobre una obra como
esa es que puede operar el estructuralismo, que, según su máximo pontífice, “no
encuentra una satisfacción real en el arte más que al precio de mucha frescura
e ingenuidad”.
Las quejas de Lévi-Strauss contra
Picasso no sugieren otra cosa que una pugna por el magisterio de la
explicación. El antropólogo francés, convencido de que la regularidad total de
la naturaleza era la piedra fundacional del estructuralismo —la teoría que,
desde entonces, debía deslumbrar al mundo con la exposición de las simetrías
más impensadas— no iba a permitir, de buenas a primeras, que triunfaran los modelos
discurridos por un pintor de bañistas y saltimbanquis. No es poca cosa ser el descubridor de la geometría del mundo.
Caballo atacado por un jaguar (1910). Henri Rousseau (1844-1910) |