Gasolina (1940). Edward Hopper (1882-1967) |
Tristes trópicos, posiblemente el
libro más célebre de la antropología del siglo XX, se publicó hace casi sesenta
años: en octubre de 1955, cuando la Librairie Plon de París lo incluyó en la colección de libros viajeros “Terre humaine”. Lo curioso
es que el capítulo más recordado por la mayoría de los lectores de Claude
Lévi-Strauss —millares entre legos e iniciados— es, a todas luces, el menos
antropológico: aquel, séptimo, de “La puesta del sol”, en que el narrador alza
la cabeza de los asuntos humanos y se abstrae en la tarea absurda de describir
un evanescente atardecer, lo que constituye el más claro abuso —así como la más
flagrante derrota— de la explicación estructuralista. Conviene aprovechar el
inminente aniversario de la obra para escarbar en su entraña y promocionar una
imagen más representativa de los gestos de la ciencia del hombre.
La
sustancia que hace memorable a Tristes
trópicos no proviene, sin duda, del agudo análisis de la pintura corporal
de los caduveo —el asunto vuelve y se trilla en Antropología estructural (1958)— ni de la revelación de la
disposición simétrica de los poblados bororo —el mismo Lévi-Strauss llegó a confesar,
en su madurez, que se había tratado de un hallazgo más o menos fortuito—, sino del
temple con que se acomete la autocrítica del ejercicio etnográfico. En “La
búsqueda del poder”, el cuarto capítulo —mucho menos nublado que el séptimo—,
el autor pone el dedo en la llaga de la hipocresía política de Occidente, en
razón de que ese proyecto hegemónico habría forjado la antropología para fingir
la protección de la diversidad cultural, interesándose realmente por llevar,
hasta las aldeas remotas, a los notarios más competentes para testificar la
defunción de los pueblos nativos; escribe Lévi-Strauss: “Pues esos primitivos,
a quienes basta con visitar para volver purificado, esas cumbres heladas, esas
grutas y esas selvas profundas, templos de altas y aprovechables revelaciones,
son, de diferente manera, los enemigos de una sociedad que representa para sí
misma la comedia de ennoblecerlos en el momento en que termina de suprimirlos,
pero que sólo experimentaba hacia ellos espanto y repugnancia cuando eran
adversarios verdaderos”. Cuatrocientas páginas más adelante, la tesis apenas se
ha movido: “Todo esfuerzo por comprender destruye el objeto al cual nos hemos
aproximado”. Solo por cortés remordimiento, Lévi-Strauss envuelve esa idea en
la profecía universal que mejor truena en las páginas postreras, según la cual, de
todos modos, la totalidad de los hombres —tanto investigadores como
investigados— acabará por desaparecer de la faz de la tierra.
Decir
que el antropólogo lleva a cuestas, por el mundo, la peste de Occidente, es
nada más que una idea abstracta. Incomparablemente más sugestiva resulta cada
una de las imágenes en que eso ha llegado a materializarse. Una de ellas yace
sepultada entre los muchos párrafos de Tristes
trópicos, habiendo merecido, hasta hoy, poca o ninguna atención por parte
de los lectores. Se trata del viaje en Ford a lo largo de 1500 kilómetros,
entre São Paulo y una aldea de indios karajá, realizado en julio de 1937 por
Lévi-Strauss y otros dos profesores de la Universidade de São Paulo, Jean
Maugüé y René Courtin, dueño del automóvil este último. Que los ilustres
académicos fueron hasta la virginal aldea sobre todo en representación de su
civilización, para alardear de sus logros, lo prueba la frase —del todo
desprovista de calor etnográfico— con que el autor de Tristes trópicos anuncia la expedición: “Jean Maugüé y yo nos
habíamos propuesto ir tan lejos como el auto lo permitiera”. El vehículo accedió a ir sin vacilaciones hasta los márgenes del río Araguaya, pero no ocurrió lo mismo
en el viaje de regreso: los amortiguadores delanteros se rompieron y el motor
cayó sobre el eje, y por espacio de cien kilómetros la máquina se arrastró por
la senda selvática como un monstruo chirriante y contrahecho. Habría resultado
especialmente pavoroso contemplar su paso en las horas sin luz, tal como lo
sugiere una frase angustiosa de Lévi-Strauss: “Pero sobre todo recuerdo esas
horas de la noche en que manejábamos con ansiedad”. La imagen no podría ser más
impactante: la máquina del progreso occidental, con su peor cara, hiende la
selva mientras lleva a un antropólogo en su vientre.
Hay
muy poca savia antropológica en un cuadro de nubes que pasan del azul al malva,
en tanto que el motivo del nativo espantado ante la primera contemplación de un
automóvil ya tiene abolengo en la literatura etnográfica. Por
ejemplo, los discursos del jefe samoano Tuiavii de Tiavea recogidos en Los papalagi (1920) hablan del asombro
del nativo oceánico ante las máquinas rodantes de los blancos: según él, en Europa “la gente no solo camina una contra otra, sino que se embisten también
desde dentro de enormes cajas de vidrio”. De hecho, en el mismo Brasil por el que
viajó Lévi-Strauss, el escritor modernista Mário de Andrade —especialmente
cercano a los temas de los antropólogos— imaginó, en su paródica novela Macunaíma (1928), el horror con que un
indio tapanhuma de visita en São Paulo ve, por primera vez, desfilar carros,
y a los que solo puede comparar con los animales más feroces de la selva: “¡Qué
mundo de bichos! ¡Qué despropósito de monstruos roncando!”. Se trata, en
esencia, de la misma impresión de un indígena de carne y hueso: el embera José
Joaquín Domicó, quien en Janyama. Un
aprendiz de jaibaná (2002), describe cómo fue su primer encuentro con un
automóvil en un camino veredal del noroeste de Colombia: “Cuando miré para
atrás, vi que venía un animal grande con dos lámparas. Yo pensé que me venía
persiguiendo a mí y me tiré por una falda abajo”. La aventura protagonizada por
Lévi-Strauss no es menos tremebunda solo porque el antropólogo no se hubiera
percatado de los muchos aborígenes que, muy seguramente, aterrados por los
bramidos del auto de Courtin, saltaron de mala manera a uno y otro lado del
camino.
No
es muy corriente, en los libros de los antropólogos, que estos dejen ver sin
reservas su acomodo férreo y gozoso a los objetos de su civilización. Como no
sean Lévi-Strauss y Nigel Barley —quien le dedicó un libro a su Jeep—, todos ellos parecen más
inclinados, en sus relatos, a confundirse entre los nativos como si fueran idénticos a ellos. Por eso Tristes trópicos es un libro memorable: intensamente
honesto, rumia las mejores convicciones y esperanzas de la ciencia del hombre
hasta casi desnudarlas en sus prejuicios y obcecaciones de base. Con altura
moral, Claude Lévi-Strauss no tiene empacho en mostrarse a sí mismo como un vicioso de la razón
y sus fruiciones técnicas. Quién podría decir que no quedó en borrador un lúcido capítulo
sobre las transformaciones estructurales del Ford de su colega.
Motel en el oeste (detalle) (1957). Edward Hopper (1882-1967) |