sábado, 27 de abril de 2013

Que las hay, las hay



Vuelo de brujas (1798). Francisco de Goya (1746-1828)


Hace un par de semanas, la agencia EFE echó a rodar por el mundo una alarmada nota a propósito de los muchos crímenes ligados a la práctica de la brujería en Papúa Nueva Guinea. Hechas las sumas y restas de la parrafada noticiosa, la indignación del redactor parecía beber, sobre todo, de un doble quid: que en el país existiera un “Ley de Brujería” que permite ajusticiar a las personas sospechosas de dirigir maleficios contra sus congéneres, y que a las mujeres se las acusara seis veces más que a los hombres; de hecho, la agencia apelaba a la grave retórica de una investigadora de Amnistía Internacional, para quien los hechos reflejan “la discriminación de la mujer en la sociedad papuana”. Finalmente, se llegaba al cliché de siempre: se relacionaba la popularidad de la brujería con el hecho de que en Papúa Nueva Guinea “está muy extendida la ignorancia”.
       Hace mucho rato que los antropólogos pasaron de largo por esas sospechas respecto de las artes de brujería y que, con base en sus experiencias de campo, apartaron la paja de los prejuicios culturales del trigo de los datos objetivos. Quién no recuerda la gallarda claudicación de E. E. Evans-Pritchard en Brujería, magia y oráculo entre los azande: el prestigioso antropólogo, tras mofarse de la candidez con que los nativos creían en maleficios e indagaban por ellos a su pintoresco oráculo de pollos envenenados, acaba entendiendo que el hombre zande no tiene otro remedio que convencerse de la realidad y eficacia de la brujería; que el sistema, blindado frente a cualquier duda occidental, no podría ser más razonable desde el punto de vista nativo. Escribe Sir Edward: “Todos manipulan las nociones de su cultura para hacerlas encajar a su gusto en cada situación concreta”. De modo que, en contravía de la tendenciosa interpretación de la agencia EFE, la brujería, más que en la ignorancia, se apoyaría en la profunda experiencia.
       Mucho más significativos —por cuanto se refieren al contexto de la reciente noticia— son los datos ofrecidos en los libros de Bronislaw Malinowski a propósito de la vocación femenina del fenómeno brujeril en las islas Trobriand, en la parte oriental de Papúa Nueva Guinea. Los apuntes del polaco dejan ver que la regularidad con que las mujeres son acusadas de recurrir a las artes maléficas se debe a algo más que a bravuconadas machistas, y que, más bien, lo que media es una arraigada creencia en la positiva existencia de tales criaturas, a quienes corresponde un estatus del que no gozan los deslucidos homo sapiens de la variedad XY. En su primera monografía memorable, Baloma. Los espíritus de los muertos en las islas Trobriand (1916), Malinowski describe el profundo terror que en los isleños despiertan las mulukwausi, brujas voladoras que devoran las entrañas de los viandantes desprevenidos y de los náufragos. Nada puede compararse con su siniestra avidez, “objeto de auténtico terror”, ni siquiera provocado por los espíritus de los difuntos. De hecho, tampoco los brujos varones, bwaga’u, pueden comparárseles en lo que respecta a su poder mortífero. En Los argonautas del Pacífico occidental (1922) se sirve una estampa desgarradora —en un sentido literal— de esa ferocidad proverbial: “Todas las enfermedades rápidas y virulentas, en especial las que no parecen tener síntomas perceptibles, se atribuyen a las mulukwausi, […]. Invisibles, vuelan por el aire y se posan en los árboles, los tejados de las casas y otros lugares olvidados. Desde allí caen sobre hombres y mujeres y les arrancan el ‘interior’, es decir, los pulmones, el corazón y las tripas, o el cerebro y la lengua”. No es casualidad —en esa pulsada entre artífices del mal, resuelta a favor del “sexo débil”— que los nativos en referencia se organizaran en clanes matrilineales.
       Tanto fascinaron a Malinowski las brujas trobriandesas que, sin decidirse del todo a denunciarlas como meras ilusiones, puso sus páginas al servicio de su materialización. En el capítulo X de Los argonautas del Pacífico occidental se refiere a la educación de las aprendices y a las atrevidas aventuras de las veteranas como si se tratara de hechos positivos, sin que medien expresiones del tipo “los nativos dicen que…”. Por tal razón son memorables las páginas en cuestión —o por lo menos deberían serlo, y mucho más que la ejecutiva descripción del Kula ofrecida en el capítulo III, fotocopiado hasta el desvanecimiento en todas las academias antropológicas—; el clímax tiene lugar cuando la magia del discurso hace que las mulukwausi naveguen por el aire ante los ojos del etnógrafo, ufanas y concretas como gaviotas: “Mientras la niña crece, la madre la toma en brazos y la lleva por los aires en sus correrías nocturnas. Llegada la doncellez, a la edad en que se le coloca a la joven la primera falda de hierba, la futura bruja comienza a volar por sí sola”. Era cierto, como solía decir el polaco en los solemnes colofones de sus tratados, que si viajaba hasta los confines del mundo era solo para entender la condición humana universal; porque, en este caso, la experiencia oceánica lo puso en posesión de una conseja también válida en Occidente, y de la cual es gracioso portavoz el novelista ibérico Wenceslao Fernández Flórez: “Pues el señor cura dirá lo que quiera, pero brujas las hay”.
       Con la homilía periodística desatada contra las brujas de la Papúa Nueva Guinea del siglo XXI se está ante otro capítulo tedioso de aquella novela gris, más larga que Los miserables, de las cruzadas universales de la moral y el raciocinio occidentales; novela henchida de altos principios pero escasa de seso antropológico, de la cual son otros tantos capítulos la fiebre ecologista, el odio contra los fumadores y el evangelio del ejercicio físico obligatorio. La agencia EFE y Amnistía Internacional dirán lo que quieran, pero mulukwausi las hay.


Saturno devorando a un hijo (1823).
Francisco de Goya (1746-1828)


1 comentario:

  1. Apreciado profesor Juan Carlos, quiero expresarle en este espacio, lo agradable que has sido leer este escrito para nada aburrido, al contrario, noto que siempre es muy elocuente, nutrido de información etnológica y lleno de pasión al lograr poner en las letras como en la palabra su pensamiento. muchas gracias por compartirlo.

    ResponderEliminar

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...