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Inocencio X (1650). Diego Velásquez (1599-1660) |
Nada más natural que pensar en La rama dorada cuando se pregunta por los
libros antropológicos que han inspirado obras literarias: bastaría —en un inventario
de cientos de nombres y títulos— apelar al memorable Jorge Luis Borges y a su
ensayo “El arte narrativo y la magia” para zanjar la cuestión. Aun así, otros
casos de influencia interdisciplinaria podrían citarse a un lado del célebre mamotreto
de James George Frazer y de los no menos famosos relatos del ciego argentino;
uno de esos casos, particularmente pintoresco, es el del influjo que irradió la vigorosa obra etnográfica de Margaret Mead sobre la cómica novela La isla de Las Tres Sirenas (1964), del estadounidense Irving Wallace, quien, ganado por las audaces críticas que su compatriota lanzó contra la institución educativa occidental, imaginó una aventura de antropólogos en un edén polinésico a todas luces utópico. Cualquier duda sobre la musa que inspiró a Wallace se desvanece con solo considerar que una de las protagonistas, prestigiosa etnóloga, lleva el nombre de Maud.
No cabe duda de que los mejores ejemplos de
cualquier situación en abstracto son los que están a medio camino entre los
casos trillados y los estrambóticos. De ahí que, a propósito de las criaturas
literarias nacidas de la costilla antropológica, pocos ejemplos sean tan
sugestivos como el de la novela Maíra (1976)
del escritor y antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, obra cuyo argumento lo debe todo
a Tristes trópicos (1955), el mejor
libro de Claude Lévi-Strauss. Poco importa que algún crítico
melancólico haya dicho que Ribeiro quiso plasmar, en su primera novela, “as
emoções dos anos em que conviveu com os índios”. La singularidad de la trama y del
personaje, unida a la nitidez de la réplica, relegan a un segundo plano las
presuntas saudades etnográficas de Ribeiro.
En “Buenos salvajes”, el capítulo de Tristes trópicos en que Lévi-Strauss
describe su llegada a la aldea bororo de Kejara, la figura de su intérprete
nativo se revela —como podría sospecharse— mucho más cautivante que la
disposición segmentaria del poblado; escribe el etnógrafo: “Este hombre, de
unos 35 años, hablaba bastante bien el portugués. Según él, había sabido leerlo
y escribirlo (aunque ahora fuera incapaz de ello), como fruto de una educación
en la misión. Orgullosos de su éxito, los Padres lo habían mandado a Roma,
donde había sido recibido por el Santo Padre. A su vuelta, parece que quisieron
casarlo cristianamente y sin tomar en cuenta las reglas tradicionales. Esa
tentativa determinó en él una crisis espiritual de la que salió fortalecido en
el viejo ideal bororo: fue a instalarse en Kejara, donde llevaba una vida
ejemplar de salvaje desde hacía diez o quince años. Todo desnudo, pintado de
rojo, con la nariz y el labio inferior traspasados con barritas y emplumado, el
indio del Papa se reveló como maravilloso profesor de sociología bororo”. Es
una pena que, a ojos del lector contemporáneo promedio, una historia tan
sugestiva como esa sea tapada por las coloridas nubes de “La puesta del Sol”,
el famoso capítulo séptimo de Tristes
trópicos. Por fortuna, Darcy Ribeiro nunca hizo parte del estándar.
Maíra cuenta la historia del regreso del indio Isaías, clérigo frustrado,
a su etnia mairún, donde recupera su apelativo de Avá y su estatus clánico de
guerrero. En la mitad del camino de vuelta, en una de las populosas ciudades
brasileñas, el viajero se encuentra con Alma, una rubia que se le adhiere como
rémora hasta el mismo corazón de la aldea nativa, donde, al ser asumida como
esposa del “indio del Papa”, se le obliga a abrazar las costumbres locales. La
nula disposición cultural de Alma para convertirse, de buenas a primeras, en
indígena, empujará su destino hasta un desenlace trágico que desvela a la
policía y que, por pudor bibliográfico, no conviene a la presente crónica
desvelar. Baste decir que la génesis levistraussiana
del argumento se ve ratificada, en Maíra,
por una profusa reescritura de mitos cuyos personajes animales recuerdan el
bestiario de las Mitológicas; pero,
sobre todo, por el hecho de que la novela se abre con el plano de una aldea
segmentada, el cual, indudablemente, es un calco del esquema que yace en el
capítulo 22 de Tristes trópicos (dibujo
del que —es lícito pensar— apenas han sido cambiados algunos nombres para preservar
el anonimato de clanes inocentes).
Puede suponerse, con toda legitimidad, que
el gesto imitativo de Ribeiro debió agradar a Lévi-Strauss si por acaso Maíra cayó en sus manos, y sin que
importara su proverbial hipersensibilidad metodológica. Nadie mejor que el
sabio francés podía entender que el destino de toda trama es ser contada de mil
maneras distintas, ninguna mejor o más original que otra, a salvo de las ilusorias fronteras genéricas sugeridas por categorías que, como mito, cuento, novela o discurso político, nacen del capricho
nominativo de las culturas. “Los mitos son in-terminables”, escribió alguna vez
Lévi-Strauss, y de ahí que, tras su solemne irrupción en el Evangelio según San
Lucas, la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa haya peregrinado con feliz impunidad por la ruta de los tratados etnológicos y la novela latinoamericana.
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El regreso del hijo pródigo (1665). Rembrandt (1606-1669) |
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